13

Una hora después, Anna estaba sentada en la mesa de la cocina mirando el teléfono, que tenía en la mano. El microondas pitó por enésima vez, intentando recordarle en vano que la cena que había recalentado se había quedado fría. Probó a marcar de nuevo el número de su hermana, pero no obtuvo respuesta. Había esperado poder hablar con Jody antes de verse con Nick, pero se le había agotado el tiempo. Tendría que solucionarlo sola. Nick llegaría en un minuto.

Raffles se acurrucaba contra su pierna y maullaba pidiendo atención. Lo cogió en brazos y lo rascó detrás de las orejas. En una ocasión tuvo un caso en el que una mujer tiró por la ventana de un sexto piso a un gato después de haberse enterado de que a su marido se lo había regalado su amante. No era, precisamente, lo que uno calificaría como un crimen federal. Pero ya que Washington D. C. era una ciudad federal, los fiscales federales se ocupaban de los delitos callejeros que en cualquier otro lugar habrían ido a parar a la oficina del Fiscal del Distrito. Antes de la muerte de Laprea, Anna pensaba que la Oficina del Fiscal Federal de Washington tenía lo mejor de ambos mundos ya que en ella podía gozar del prestigio de ser fiscal federal mientras luchaba contra los delitos violentos. Ahora desearía ser fiscal en cualquier lugar excepto en el Distrito de Columbia, una simple fiscal más ocupándose de algún caso de fraude en el programa de salud Medicare, en lugar de formar parte de ese puto mundo en el que las buenas mujeres eran asesinadas por los hombres que debían amarlas.

Llamaron a la puerta. Anna deseó poder tener más tiempo para pensar, pero así eran las cosas. Puso la mano en el pomo, se detuvo un momento y abrió.

Nick entró en su salón y cerró la puerta con el codo. Llevaba traje y tenía la cara desencajada. Inmediatamente la abrazó y hundió la cara en su pelo.

Estar en sus brazos le resultó natural y algo completamente desacertado al mismo tiempo. Se quedó paralizada. Él respiró profundamente junto a su nuca.

—Oh, Anna —susurró.

Le dejó que la abrazara un momento. No lo había planeado así, pero era muy reconfortante que la abrazara. Se preguntó cómo empezar, pero antes de poder hacerlo, Nick se apartó y la miró sin soltarle los brazos.

—Tengo que contarte algo terrible —le dijo con tono suave.

—Lo sé —respondió ella y empezó a llorar.

Y una vez comenzó, ya no pudo parar. El impacto y la profunda pena tras la noticia de Carla esa mañana, la frustración que había ido en aumento a lo largo del día según los vecinos de D’marco le habían ido cerrando las puertas en la cara, su culpabilidad y pesar… todo ello salió en forma de ruidosos sollozos. Nick la acercó a sí con ternura y Anna lloró en su pecho mientras él le acariciaba el pelo. Lloró como si se le estuviera rompiendo el corazón, porque así era y porque sabía que esa sensación empeoraría.

Cuando por fin el llanto cesó, Nick le tomó la cara en sus manos y la besó con delicadeza. Ella le dejó… o mejor dicho, se dejó a sí misma. Por un momento saboreó su boca, dulce bajo lo salado de sus lágrimas, su aroma a limpio, la calidez del pecho de Nick contra el suyo. Deliberadamente intentó memorizar cada detalle, cada parte de él, porque sabía que en los próximos meses tendría que recordarlos. Después se apartó.

—Me he enterado de la muerte de Laprea esta mañana —dijo. Dio un paso atrás y respiró hondo—. Estoy en la acusación del caso por homicidio.

—¿Qué? —Nick estaba atónito. No parecía saber por dónde empezar—. No puedes, estás en el departamento de delitos menores.

—En este estoy de ayudante del fiscal porque conozco a la familia por haber llevado el otro caso.

—No, no, no. —Nick se pasó la mano por el pelo y se giró—. Joder —susurró. Cruzó el pequeño salón. No había mucho espacio; sus largas piernas cubrieron la distancia entre el sofá y la mesa de la cocina rápidamente antes de que volviera a situarse frente a Anna. Posó las manos en las caderas y la miró con determinación—. Anna, no puedes hacerlo. Diles que tienes un conflicto de intereses.

Ahora fue ella la que tuvo que alejarse. Fue hasta la ventana, que empezaba a la altura de su nariz, haciendo que su visión quedara al nivel de la acera de la calle. Vio un par de personas pasar: una mujer con unos merceditas y un hombre con zapatos de bolos.

Nick se le acercó por detrás y le puso las manos en las caderas.

—¿Y qué pasa con nosotros? —le preguntó con tono suave.

Era la pregunta a la que ella llevaba dándole vueltas todo el día. Se le habían secado las lágrimas y ahora solo sentía el arenoso residuo de la sal en sus mejillas.

—¿Vas a representar a D’marco Davis en el caso de asesinato? —le preguntó, girándose hacia él.

—Por supuesto que sí. Es mi cliente, lleva años siéndolo. Ahora me necesita.

—Pues entonces no puede haber un «nosotros».

Su voz fue casi un susurro.

—¿Por qué estás haciendo esto, Anna?

—No, ¿por qué lo estás haciendo tú? —gritó, apartándolo—. Tú lo sacaste, te enfrentaste a mí para sacarlo, ¡y ahora la ha matado! ¡Y quieres intentar volver a dejarlo libre!

—¡Es mi trabajo! —le gritó.

—¡Pues no debería serlo! ¡No, si tienes corazón! Esto no es una competición de la facultad de Derecho, hablamos de gente de verdad. Y ahora Laprea está muerta, ¡y es nuestra culpa! ¡Sus hijos han perdido a su madre! ¿Es que no te sientes responsable?

—¡Me siento fatal! Pero no hay nada que pueda hacer al respecto ahora. No puedo hacer que no esté muerta. Pero soy abogado defensor y en Estados Unidos todo el mundo se merece la mejor defensa. Eso es lo que hago. Defiendo a la gente frente al Estado.

—¡Trabajas para soltar a criminales!

—¡Es inocente hasta que se demuestre lo contrario! Aunque tú crees que no debería obtener una defensa. Sería mucho más fácil si pudieras declararlo culpable directamente, ¿verdad? Pero ¿sabes una cosa? Va a tener un juicio, con un jurado y con un abogado.

—¡No me des putas lecciones sobre procedimiento criminal! Esto no se trata de si tiene o no tiene abogado, ¡se trata de ti! Y de mí, y de Laprea y de D’marco. No la protegí… fracasé. Tú lo soltaste… ganaste. No sé cuál de los dos es peor, pero sí sé que esta vez no voy a perder.

—Anna, esto es ridículo. No me culpes porque no pudiste condenar a D’marco Davis.

Anna respiró hondo. Se sentía como si le hubieran dado una patada en el estómago. Era lo peor que le habían dicho nunca.

—Cabrón —susurró.

—Ahora estás disgustada —dijo Nick bajando la voz y poniéndole la mano en el brazo—. Es comprensible, pero intenta calmarte. Solo necesitas retirarte del caso.

—¿Que necesito retirarme? —Su voz sonó como un chillido antinatural, algo que nunca había oído antes. Apartó el brazo con brusquedad—. Ya no puedo estar contigo, Nick. Voy a llevar la acusación contra tu cliente por asesinato. Y no es solo por el conflicto de intereses, no puedo estar con alguien capaz de defender a un hombre como D’marco Davis. No sé cómo puedes vivir con ello, pero yo sé que no puedo. —Fue hacia la puerta y la abrió—. ¡Y ahora, sal de mi casa!

Él se la quedó mirando, tan furioso que fue incapaz de responder.

Así no era cómo había querido que saliese todo. Si tenían que romper, había esperado hacerlo como dos personas de buena voluntad que comprendían que las circunstancias que escapaban a su control estaban alejándolos: razonablemente, de forma lógica, con tristeza, pero noblemente. Se había imaginado vestida con una falda larga, de pie junto a la baranda de un barco alejándose en el mar y agitando un pañuelo de encaje mientras Nick permanecía en el muelle. Una despedida civilizada y romántica, no esa pelea entre gritos e insultos en su apartamento. En alguna parte de su mente era consciente de que terminaría lamentando haberlo apartado así, pero ahora estaba furiosa, incapaz de evitar lo que sentía. Se quedó en la puerta mirándolo.

Nick se marchó sin decir ni una palabra. Anna cerró y por la ventana vio sus pisadas alejándose por la acera. Cuando lo perdió de vista, fue tambaleándose hasta el dormitorio, se dejó caer en la cama y lloró hasta quedarse dormida.