9

Mientras Anna estaba tendida en la tumbona a varios kilómetros, D’marco Davis caminaba por la acera en dirección a la tienda de la esquina. Era una preciosa tarde de verano. Unas palomas se pavoneaban frente al restaurante de comida china para llevar que todos llamaban El señor Wong. Dientes de león crecían de las grietas en las aceras manchadas con chicles. Hasta los grafitis sobre el contrachapado que tapiaba unas casas adosadas parecían alegres. D’marco estaba de buen humor.

Cuando le había dicho a Laprea que cambiaría, lo había dicho en serio y, hasta el momento, había cumplido su palabra. Había dejado de beber y ahora ya no tenía que hincharse a agua cada vez que le iban a hacer una analítica de orina. Su agente de la condicional había notado su cambio de actitud y le decía que lo ayudaría a encontrar un buen trabajo, pero algo administrativo, detrás de un escritorio de verdad, no el típico empleo preparando sándwiches o ejerciendo de aprendiz en una barbería. Tal vez esa vez sí que lograría salir del negocio de la droga. Quería estar al lado de sus hijos y verlos crecer. Ahorraría, se mudaría a una casa decente y les pediría a Laprea y a los niños que fueran a vivir con él. Serían una familia. Hoy todo le parecía posible.

Había un grupo de chicos junto al Circle B; al igual que D’marco, todos llevaban camisetas blancas largas y vaqueros anchos. Estaban de pie charlando y fumando; unos cuantos bebían de botellas envueltas en bolsas de papel marrón. D’marco le estrechó la mano a un hombre mayor que iba en una silla de ruedas eléctrica, y saludó a unos cuantos amigos. Después entró en la sombría tranquilidad de la tienda.

Samir, el propietario, lo reconoció y lo saludó desde detrás de una mampara de cristal antibalas. D’marco le devolvió el saludo y dio una vuelta por allí mientras se pensaba qué comer. El Circle B no podía hacerle la competencia al 7-Eleven ni por asomo, pero tenía negocio por ser el único establecimiento cuyos propietarios eran lo suficientemente valientes como para abrir en uno de los peores barrios de D. C. Era una sala estrecha con suelo de hormigón y tres bombillas. Unos endebles estantes de metal sostenían cajas de chicles, barritas de chocolate, galletas y productos básicos como jabón, pañales y champú. Había una cafetera sobre una mesa plegable cubierta por una capa pegajosa de azúcar y leche en polvo. Samir ofrecía café gratis a los polis como un modo de atraerlos para que se pasaran por su tienda. En el estrecho frigorífico había botellas de refrescos e hileras de coloridos zumos. D’marco cogió una bolsa de patatas fritas y un refresco de naranja.

Cuando se acercó al mostrador, Samir ya había sacado un paquete de cigarrillos de mentol ultra-light y tres boletos de rascar para la lotería. D’marco le dio las gracias.

—¿Algo más? —preguntó Samir por el micrófono. D’marco miró con anhelo las botellas de alcohol que parecían estar haciéndole señas desde los estantes de detrás del mostrador, pero negó con la cabeza. Estaba haciendo borrón y cuenta nueva. Dejó un billete de veinte en la bandeja de metal y Samir le pasó de vuelta la bandeja con los cigarrillos, los boletos de lotería y el cambio. En el último momento se le ocurrió llevarle algo bonito a Laprea esa noche y señaló un cilindro de plástico transparente con una rosa de tela dentro.

Al salir de la tienda, a punto estuvo de chocarse con Ray-Ray, que estaba entrando. Ray-Ray lo saludó con entusiasmo.

—¡D!

Los dos hombres chocaron las manos, chocaron los hombros ligeramente, y se dieron una palmadita en la espalda. Habían crecido en la misma calle. No tenían parentesco, pero estaban tan unidos que era como si fueran familia; D’marco veía a Ray-Ray como un primo. Le indicó que saliera y se situaron un poco apartados de los demás hombres. Abrió el paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Ray-Ray. Él lo aceptó agradecido.

D’marco lo observó mientras se los encendían. El viejo Ray-Ray. Eran igual de altos, pero mientras que él era robusto y musculoso y se movía despacio y demostrando confianza en sí mismo, Ray-Ray era delgadísimo y siempre se movía enérgicamente. Llevaba las trenzas recogidas en una coleta que dejaba ver unas cuantas cicatrices en su delgado cuello. D’marco conocía la historia detrás de cada una de esas cicatrices, y, sin embargo, no sabía su nombre de pila. Para D’marco y para todo el mundo que conocía, él era simplemente Ray-Ray.

—¿Qué? ¿Vas a mojar esta noche? —le preguntó Ray-Ray.

—¿De qué estás hablando? —D’marco sonrió y le dio una larga calada al cigarrillo.

—Lo digo por esa rosa —respondió, señalando el envase de plástico que D’marco había dejado apoyado en la cornisa que tenían detrás.

—Es para Pree. Hemos vuelto.

—¿En serio? ¿Después de que hiciera que te encerraran?

—No, lo hizo bien. Al final. Testificó que no le había hecho nada.

—Tío, si fuera tú, me cargaría a ese poli.

—Tío, no hizo nada. Solo hizo su trabajo después de que ella llamara a la poli.

—¡Que no, que no digo ese! Digo el que se ha estado tirando a Laprea cuando has estado encerrado.

D’marco se quedó mirándolo con los ojos entrecerrados. Echó el humo por la nariz en forma de dos espesas líneas grises. Cuando logró volver a hablar, su voz sonó baja y amedrentadora.

—¿Qué cojones acabas de decir?

Ray-Ray, ahora nervioso, daba pataditas a un bote vacío de refresco pasándoselo entre los pies. No había pretendido darle ninguna mala noticia.

—Es que… ¿no lo habías oído? Olvídalo. De todos modos, uno no puede fiarse de los rumores —añadió de manera poco convincente.

A ojos de Ray-Ray, D’marco se quedó en silencio un momento, fumándose el cigarrillo hasta el filtro mientras veía pasar el tráfico. Pero dentro del pecho de D’marco, sus latidos pasaron de llevar la velocidad de un coche al ralentí a la de un atronador motor a toda máquina. Le subió la temperatura corporal y, la que en un principio le había parecido una tarde cálida, ahora le resultaba abrasadora. Ondas de calor destellaban ante sus ojos, emborronándole la visión. Sintió ganas de vomitar, estaba furioso y mareado. Tiró la colilla a la acera y la aplastó con el talón. Ray-Ray vio con preocupación cómo D’marco volvía a entrar en el Circle B.

Un poco más tarde, Laprea estaba sentada en la cama de Dameka con los mellizos acurrucados uno a cada lado. Dejó que D’montrae pasara la última página del libro. Había un dibujo de un príncipe y una princesa montados en dos caballos blancos bajo la puesta de sol.

—Y fueron felices para siempre —leyó Laprea—. Fin.

Dameka suspiró con emoción y D’montrae le suplicó a su madre que les leyera El gato en el sombrero.

—No, cielo, iba en serio, este era el último. Ahora, a dormir. —Lo llevó a su cama, lo arropó y les dio a los mellizos un beso de buenas noches.

Al apagar la luz, D’montrae le preguntó:

—¿Mami, vas a ver a papá esta noche?

—Sí, cariño.

—Dile que he hecho un dibujo de nosotros con el panda.

—Qué bonito, cielo. Mañana se lo podrás dar, ¿de acuerdo? Buenas noches, cielitos. Os quiero.

Rápidamente, Laprea se quitó su ropa de madre y se puso la de novia: una camiseta rosa chillón que se estiraba provocativamente sobre su sujetador Miracle Bra y unos pantalones ajustados negros. Tuvo que meter tripa y tirar de la tela para abrocharse el botón de arriba. Al día siguiente empezaría la dieta. De pronto la asaltó una idea algo aterradora. Se detuvo y la desechó. Ya se ocuparía de eso también mañana. Se puso los grandes pendientes de aro de plata y las sandalias plateadas de tacón antes de pulverizar un poco de perfume al aire y atravesar esa dulce bruma. Estaba emocionada. D’marco la iba a llevar al cine. Bajó las escaleras corriendo, pero sin hacer ruido, y abrió la puerta principal para salir.

—¿Laprea? —Rose estaba sentada en el sillón reclinable haciendo punto y viendo la televisión. Laprea suspiró. Había esperado poder pasar sin que la viera.

—¿Sí, mamá?

—¿Vas a volver a ver a ese chico?

—Sabes que sí.

—Hmm.

Laprea vaciló con la mano en la puerta. Después fue hasta donde estaba su madre y se sentó en el sillón.

—¡Mamá, se está portando muy bien! No te imaginas. Ahora está sobrio y es genial con los niños. —Se inclinó hacia delante llena de entusiasmo—. Mañana vamos a llevarlos al zoo. ¿Te vienes?

—Hmm.

Se quedó mirando a su madre un minuto. Rose no apartaba la mirada de la televisión. Laprea se encogió de hombros y fue hacia la puerta.

—Adiós, mamá —dijo, y bajó los escalones del porche.

Cuando salió a la acera, captó movimiento en la casa y miró atrás. Su madre se había levantado de donde estaba viendo la tele, se había puesto junto a la ventana y había apartado la cortina para ver a su única hija marcharse.

Laprea cogió un autobús y unos minutos después llegó a la casa de D’marco en la avenida Alabama. Arrugó la nariz mientras recorría el pasillo del segundo piso. Últimamente había estado mucho por allí, pero todavía no se había acostumbrado a ese olor. Un residuo de años de cigarrillos y de aceite de freír impregnaba las paredes. La mitad de las luces del pasillo estaban fundidas, la pintura se desprendía de las paredes grises y quemaduras de cigarrillos moteaban la moqueta descolorida en las zonas en las que no estaba desgastada por completo. El edificio era un vertedero, pero esa noche a Laprea no le importaba. ¡Iba a salir con D’marco!

Cuando llegó al apartamento 217, llamó a la puerta prácticamente bailando. D’marco abrió, la miró en silencio y se giró sin decir ni una palabra. Se tiró en el sillón y miró un vídeo de R. Kelly que salía por la tele, puesta a todo volumen. El salón del apartamento de un solo dormitorio estaba escasamente decorado: un sillón de segunda mano, una mesita de café barata, y una caja de documentos del juzgado en una esquina. Una enorme pantalla plana dominaba la habitación. Laprea sospechaba de dónde la había sacado, pero jamás se lo había preguntado. No quería saberlo.

—Hola, cielo. —Se agachó y le dio un beso. Inmediatamente olió el alcohol en su aliento. Se apartó bruscamente—. ¿Has estado bebiendo?

Él señaló una botella de Wild Turkey que había sobre la mesa.

—Oh, no, D, lo estabas haciendo muy bien. ¿Qué ha pasado?

Él seguía mirando la tele con gesto inexpresivo.

—Me he enterado de que has estado viéndote con alguien.

A Laprea se le erizó el pelo de la nuca. Debía marcharse, ya. Miró la puerta. Estaba a unos cuatro metros. Comenzó a retroceder hacia ella.

—No, D.

Él dio un trago a la botella.

—Me han dicho que has intimado mucho con la Policía Metropolitana mientras he estado encerrado.

Ella sacudió la cabeza y se movió más deprisa.

—No, no. Yo nunca haría algo así.

D’marco se levantó de un brinco y la agarró por la camiseta. Así era como empezaba siempre.

Ernie Jones miró el reloj.

—Mierda —murmuró. Eran las nueve y treinta y ocho de la noche. Seguro que llegaba tarde. Llevaba treinta y seis años trabajando de conserje en el turno de madrugada del Washington Hospital Center y se enorgullecía de haber sido puntual siempre. Sin embargo, parecía como si últimamente se estuviera moviendo más despacio. Y suponía que tenía cierto sentido; pronto cumpliría sesenta y uno y ya no se movía tan rápido como antes. Pero no quería excusas, quería llegar a tiempo. Se metió las llaves en el bolsillo y salió corriendo de su apartamento. Si no tenía que esperar mucho rato el autobús, aún podía llegar a tiempo.

Como los ascensores estaban rotos, fue hacia las escaleras al final del pasillo mientras se lamentaba, sacudiendo la cabeza, por el perpetuo estado de deterioro del edificio. Según se acercaba al apartamento 217, oyó gritos y golpes dentro. Era el apartamento del chico nuevo y, por lo que parecía, estaba teniendo problemas con su novia. Pero no era asunto suyo. Si se metía en todos los dramas domésticos del edificio, no le quedaría tiempo para llevar su propia vida. Así que no aminoró el paso.

De pronto la puerta del apartamento 217 se abrió y Laprea Johnson salió volando. Ernie se detuvo en seco cuando la mujer salió corriendo delante de él. Le pareció que sería guapa si no estuviera tan desaliñada. Tenía las trenzas deshechas, la camiseta rosa rota por el hombro y un corte desde la frente hasta la mejilla que le había hinchado y cerrado el ojo izquierdo. No pareció ver a Ernie.

—¡Mentiroso! —le gritó al hombre que salió del apartamento—. ¡Me lo prometiste! ¡Se suponía que estabas yendo a terapia!

D’marco Davis salió del apartamento. Ese hombre tan enorme estaba hecho una furia. Las manos le temblaban de rabia y se le hinchaban las fosas nasales.

—¡Y yo no creía que tú fueras una zorra infiel! —bramó. Llevaba una botella de Wild Turkey en una de sus enormes manos.

Laprea se señaló la cara.

—¿Qué voy a decirles a los mellizos? ¿Y a mi madre? —Estaba histérica. D’marco dio un paso hacia ella, que empezó a darle golpes en el pecho con sus diminutos puños. Él echó la mano atrás, la mano en la que no tenía la botella, y le soltó un revés como si nada, como si estuviera apartando a una mosca. Sus nudillos entraron en contacto con su mejilla con un fuerte sonido. Ella cayó al suelo.

—¡Ey, ey! —dijo Ernie situándose entre los dos—. Eso sobraba.

—Lárgate, joder —dijo D’marco sin apartar la mirada de Laprea—. Esto no es asunto tuyo.

—Anda, vamos —respondió Ernie agarrándolo del codo e intentando meterlo en su apartamento—. Esto no merece la pena, hijo.

D’marco, furioso, apartó el codo bruscamente y le dio un puñetazo en la cara. El hombre se tambaleó hacia atrás con la mano en la mejilla, impactado y dolorido.

En el suelo, Laprea, que contenía el aliento, empezó a llorar. Ahora el otro ojo se le estaba hinchando también. Miró a D’marco, que la observaba con desdén. Con gran esfuerzo, se levantó del suelo. Intentó decir algo, pero estaba sollozando tanto que apenas podía hablar. Al final logró decir entre convulsiones:

—Ya está, D’marco. Hemos terminado. Voy a llamar a la policía y esta vez sí que vas a ir a la cárcel. No me importa cuánto tiempo te echen. Y no volverás a ver a los niños. —Se giró y echó a correr hacia las escaleras—. ¡Nunca!

D’marco dejó la botella en el suelo y fue tras ella mirando a Ernie. El hombre dio un paso atrás y levantó las manos para mostrarle que no se metería más.

—¡Espera, Pree! —gritó D’marco—. ¡Ven, canija! No quería hacerlo. —Bajó las escaleras corriendo. Sus gritos estuvieron resonando por la escalera un minuto hasta que se desvanecieron.

Ernie sacó el móvil y marcó el 911.

Al día siguiente, D’montrae correteaba por la casa cantando «¡Vamos al zoo-oo!, ¡vamos al zoo-oo!». Sostenía en alto el dibujo del panda y lo agitaba en el aire. Dameka estaba sentada en la mesa de la cocina con una caja de pinturas y dibujando en su libro de colorear. Rose abrió el horno y roció con jugo el asado que estaba haciendo para la cena del domingo. Miró el reloj por enésima vez ese día. Eran las dos de la tarde. No sabía nada de Laprea desde la noche anterior. El nudo que tenía en el estómago se le intensificó.

Dameka levantó la vista de su libro de colorear.

—¿Cuándo nos van a llevar al zoo papá y mamá, abuelita?

Rose cerró el horno e intentó sonreír de modo tranquilizador.

—Más tarde, cariño. En un ratito.

Se limpió las manos en un paño y miró por la ventana mientras se planteaba qué hacer. Ya había llamado a las amigas de Laprea y también a Sherry. Nadie sabía nada de ella. Hasta había probado con el teléfono de D’marco, pero él no respondía.

Sabía que algo iba mal.

Mientras los mellizos jugaban en la cocina, volvió a coger el inalámbrico. Salió al porche delantero y cerró la puerta para que los niños no pudieran oírla. Marcó el 311, el número de la policía que no era para emergencias, y carraspeó mientras la operadora respondía.

—Me gustaría denunciar una desaparición —dijo en voz baja—. Se trata de mi hija.

Esa tarde, Andre Hicks corría por el aparcamiento con sus amigos, una escandalosa pandilla de niños de nueve años. Uno de ellos intentó empujarlo contra un coche aparcado y Andre se rió mientras le daba un puñetazo en el hombro. Aburridos por la escasez de diversión en su barrio, los niños estaban tomando un atajo para ir al Circle B a comprar unos refrescos y a buscar toda la acción que pudieran encontrar.

Fueron corriendo por la acera hasta entrar en un boscoso y abandonado solar detrás de su bloque de apartamentos. Ese atajo tenía la ventaja de pasar por una montaña de basura situada a unos metros del aparcamiento, en mitad de la maleza y los árboles y rodeada de juncos. Era una montaña de sillas viejas, electrodomésticos rotos, muñecos usados y cientos de bolsas de basura. La gente tiraba ahí las cosas cuando eran demasiado grandes para los contenedores o cuando estos estaban demasiado llenos. Unas cuantas veces al año alguien se quejaba lo suficiente como para que el ayuntamiento enviara al Departamento de Sanidad para limpiar todos esos restos. Mientras tanto, era como una cueva del tesoro para los niños del barrio. Unos meses antes, uno de los amigos de Andre había encontrado un alijo de Playboys entre la basura. Había sido todo un héroe durante las semanas que se habían pasado escudriñando las fotos.

Casi habían dejado atrás la basura cuando Andre vio algo rosa brillando por el agujero de una bolsa de basura negra. Aminoró el paso y se quedó rezagado de sus amigos mientras imágenes de Playboys danzaban por su cabeza. Se detuvo para investigar. ¿Sería alguna prenda de Victoria’s Secret? ¿Un juguete? Agarró los extremos de la bolsa y la rajó. Esa cosa rosa era la camiseta de una chica. Una pequeña mano marrón reposaba inmóvil sobre la brillante prenda. Había una mujer dentro de la camiseta. Andre empezó a gritar.