7

Unas pequeñas luces blancas centelleaban desde los árboles del profundo atrio proyectando un cálido brillo sobre las columnas y el suelo de mármol blanco. Un enorme centro de flores exóticas se alzaba en el centro del vestíbulo. Ya solo las flores, probablemente, costaban más que su alquiler del mes. Las mesas que había por todas partes tenían fuentes de plata calientes con diminutas chuletas de cordero y espárragos a la plancha, y camareros con guantes blancos se movían entre la multitud ofreciendo bandejas de aperitivos y copas de vino. El vestíbulo resonaba con cientos de voces bien educadas a la vez que jóvenes abogados se apiñaban en pequeños grupos para describir los cochazos que llevaban. Era la fiesta de los recién graduados de la Facultad de Derecho de Harvard.

Anna, que se encontraba con un grupo de mujeres, hacía girar su copa de vino blanco. Estaba medio escuchando cómo una impresionante pelirroja, miembro de un grupo de presión, describía las insinuaciones de un lascivo congresista a la vez que miraba boquiabierta a su alrededor. La fiesta la celebraba el bufete Arnold & Porter para darles a los antiguos alumnos de la Facultad de Derecho de Harvard la oportunidad de quedarse impresionados con el lujo de sus instalaciones. A seis manzanas del Tribunal Superior del Distrito de Columbia, eso era otro mundo.

Un camarero se le acercó por detrás y le ofreció sushi de una bandeja. Cuando Anna se giró para coger un rollito de atún picante, vio un rostro familiar. Nick Wagner estaba un grupo más allá, sonriéndole tímidamente. Como no podía fingir que no lo había visto, Anna levantó su maki para saludarlo con cierto recelo y se volvió hacia su grupo. La había llamado un par de veces desde el juicio, pero ella había ignorado sus mensajes. No estaba lista para hablar con él. Al cabo de un instante, lo tenía detrás. Se le encogió el pecho al sentir su presencia.

—Esperaba verte aquí —dijo Nick.

—¿Por qué? —Se giró ligeramente para mirarlo, sin llegar a dejarlo entrar en su círculo.

—Necesito a alguien que me recuerde por qué trabajamos en el Tribunal Superior en lugar de firmar con Arnold y Porter. No sé tú, pero podría acostumbrarme a tomar sushi todas las noches.

Ella no esbozó ni la más mínima sonrisa.

—Creo que tiene que ver con hacer justicia y ofrecerle un servicio a la sociedad. O, en tu caso, cometer injusticias y poner en peligro a la sociedad.

Nick se rió.

—Espero que no sigas enfadada conmigo por ese caso, Anna. Hiciste un gran trabajo. Laprea no quería que su novio fuera a la cárcel y ella tomó la decisión; no fue una decisión que tú o yo pudiéramos tomar por ella.

—¿Qué tal le va a D’marco Davis? —le preguntó con brusquedad. Había intentado llamar a Laprea en un par de ocasiones desde el juicio, que se había celebrado dos meses atrás, pero la chica no contestaba a sus llamadas. No tenía ningún interés en hablar con ella.

Nick respondió con cautela, sabiendo que se metía en un terreno peligroso.

—Pues la verdad es que le va bien. Tiene su propio apartamento y sigue sin falta el programa de inserción laboral y las sesiones de terapia.

—¿Y ha logrado no ponerle la mano encima a Laprea?

—No ha habido ningún problema. De verdad creo que está yendo por el buen camino.

—¡Vamos, Nick! Sabes que no va a cambiar. ¿Cómo pudiste defenderlo?

—Todo el mundo merece una buena defensa.

—Esa idea está muy bien en la teoría, pero tú sabes lo que pasa en la vida real.

—El sistema al completo actúa de un modo desfavorable contra esos críos, Anna. Crecí a unos cuantos kilómetros del barrio de D’marco Davis, pero probablemente de adolescente me salí con la mía muchas más veces que él. Si un chaval fuma algo de hierba en Potomac, no hay problema, va a Princeton, pero en la zona sureste la policía está por todas partes. Ahí pillan al mismo chaval con la misma hierba y ya le abren un expediente criminal. Y como no puede conseguir un empleo, se hace traficante de drogas. Además, muchos de los polis son unos bestias y unos corruptos. El sistema está bien jodido. Lo poco que yo pueda hacer por ayudar a esos chicos iguala un poco las cosas. La gente necesita un margen de libertad para saber qué está bien y qué está mal sin la coacción de un Estado policial corrupto.

—Gilipolleces. —Anna lo miró y sintió las mejillas encendidas de rabia—. Si tu padre le estuviera metiendo palizas a tu madre, te alegraría mucho que alguien lo detuviera. Así que no me hables de coacción y de estados policiales corruptos. Esas son ideas ingenuas y anarquistas manejadas por gente que no tiene ni idea sobre la realidad de la violencia doméstica.

Sabía que no era ni el momento ni el lugar para hablar de su familia, pero su petulante superioridad la ponía furiosa. Nick la estaba mirando con extrañeza, claramente preguntándose qué experiencia personal la cualificaba más que a él para hablar del tema. Antes de que él pudiera responder, la pelirroja los interrumpió diciendo con voz chillona:

—¡Anna, preséntanos a esta monada de amigo!

Anna intentó calmarse a la vez que, muy a su pesar, lo dejaba unirse al círculo y hacía las presentaciones. Todas las mujeres se giraron con entusiasmo hacia el recién llegado. La pelirroja miraba a Nick como si fuera otra sabrosa chuletita de cordero. Anna sintió una punzada de celos que la enfureció al instante.

La pelirroja le lanzó a Nick la típica pregunta que se hacen los de Washington cuando se conocen.

—Bueno, ¿y dónde trabajas?

—Soy abogado de oficio.

Eso generó un «oh» entre el grupo. Nick sonrió; Anna puso mala cara.

—¡Vaya! —dijo la pelirroja con los ojos abiertos de par en par—. ¿Y eso no puede ser peligroso?

—El único peligro es que puedo matar a los clientes de aburrimiento. Les hablo sobre los cursos que pueden hacer, las terapias para gestionar su rabia, el programa de inserción laboral, y cosas de esas. Muchos de esos muchachos solo necesitan un empujoncito en la dirección correcta. Nadie se ha preocupado nunca por ellos lo suficiente como para ofrecerles eso.

¡Muchachos! Hacía que parecieran huérfanos, en lugar de delincuentes.

—¿Y muchos de tus clientes cambian de vida? —le preguntó Anna con sarcasmo.

—Pues la verdad es que te sorprenderías. —La vio enarcar las cejas—. Tú no ves los finales felices, Anna. A ti solo te llegan los casos cuando la cosa va mal. Cuando un tipo se reforma, deja de tener casos abiertos en la Oficina del Fiscal Federal y no volvéis a saber nada de él.

Anna se sintió como si le hubieran dado un pequeño escarmiento. Nunca lo había visto de ese modo.

—Aunque un cliente no se reforme al momento, para mí es importante seguir a su lado —continuó Nick—. Estos chicos ven que el mundo está en su contra y significa mucho para ellos saber que tienen a alguien de su parte.

—¡Debe de ser muy satisfactorio ayudar así a esos pobres chicos! —Parecía que a la pelirroja no le importaría poder satisfacer ella también a Nick.

—Sí. No siempre es agradable, pero me encanta mi trabajo.

Las mujeres siguieron haciéndole preguntas sobre su trabajo y Nick respondió con elocuencia y pasión. Anna no se acababa de creer del todo esa imagen de Nick como caballero de la brillante armadura, un heroico defensor de la libertad. Había hombres terribles y brutales que no se merecían la libertad, que solo la emplearían para infligir dolor a otros. Pero al menos ahora entendía un poco mejor cómo podía Nick hacer su trabajo.

—Bueno, ¿y de qué os conocéis? —preguntó la pelirroja.

—Anna no deja de darme palizas en el Tribunal Superior —respondió Nick sonriéndole—. Ha estado dándonos buenas lecciones a los abogados defensores desde que ha llegado. Pedidle un autógrafo ahora porque algún día tendrá mucho valor.

Las mujeres murmuraron palabras de aprobación. Anna sonrió mirando su copa de vino. Seguía enfadada, pero no es que fuera inmune al poder de un cumplido público.

El grupo siguió charlando, comparando sus empleos, discutiendo sobre política y cotilleando sobre escándalos locales. La pelirroja intentó flirtear con Nick, pero él estaba centrado en Anna. Cada vez que un camarero pasaba con la bandeja de sushi, Nick le hacía una señal para asegurarse de que tomaba todo lo que quisiera. Se le pasó un poco el enfado. Él no tenía culpa de la historia de la familia Curtis, como tampoco tenía culpa de que Laprea hubiera mentido en el estrado. Nick solo había estado haciendo su trabajo. Aceptó otra copa de vino y sintió un calor en las mejillas a medida que el alcohol iba haciendo efecto. Comenzó a relajarse y a divertirse. Estuvieron bromeando, con inteligencia y sin maldad, una forma de romper con lo funesto de su día a día.

Y cuando un camarero le ofreció una tercera copa, Nick le dijo con tono burlón:

—El secreto para una buena fiesta es tomar alcohol y cafeína a partes iguales. Te vendría bien una taza de café. O tal vez tres. Anda, ven.

Anna se rió. Podía sentir a las mujeres mirándola mientras seguía a Nick hasta una mesa con una cafetera de plata y una pirámide de tazas de porcelana con el borde dorado. Nick sirvió el café y se quedaron el uno junto al otro, con las tazas en la mano y contemplando la opulencia que los rodeaba.

—Siento haberla tomado contigo, Nick. Supongo que aún estoy un poco susceptible con ese caso.

—Y yo siento haberte soltado esa charla sobre estados policiales corruptos. Por suerte, no habrá ninguna competición.

—¿Borrón y cuenta nueva?

—Hecho. —Nick sonrió—. Escucha, te vendría bien un poco de comida de verdad. ¿Estás dispuesta a marcharte de aquí con un abogado defensor ingenuo y anarquista que ya no se tiene que enfrentar a ti en ningún caso?

—Pensé que no me lo ibas a preguntar nunca.

La llevó al Bistrot du Coin, una encantadora cafetería francesa de su barrio. Los dos pidieron bistec con patatas fritas y compartieron una deliciosa botella de vino tinto.

—Voy a necesitar una cafetera entera para mantener esa proporción de alcohol y cafeína que dices —dijo Anna con hipo.

—Solo lo he dicho para sacarte de todo ese gentío —le respondió Nick llenándole la copa—. Ahora que estamos solos, creo que deberías ceñirte al vino.

Ella se rió. Nick le contó los cotilleos más escandalosos de los tribunales (había recopilado unas historias geniales durante los dos años que llevaba en el Tribunal Superior) y, al hacerlo, le permitió entrar en un mundo que solo había vislumbrado desde fuera. Le contó que se rumoreaba que la jueza Spiegel y el agente Green tenían una aventura. Habían trabajado juntos en un caso unos años atrás, antes de que Spiegel ascendiera a jueza, y se creía que tenían una relación amorosa. Aunque Green había salido con varias mujeres después de aquello, la jueza y él habían seguido siendo buenos amigos, o tal vez incluso más. Mientras Nick representaba con gestos cómo serían sus charlas íntimas en la cama, Anna no podía parar de reír.

Cuando terminaron de cenar, Nick se ofreció a acompañarla a casa dando un paseo. Ella, con las mejillas sonrojadas por el vino y las risas, aceptó. Lo agarró por el brazo y entre carcajadas fueron hacia allí. Era una cálida noche de verano y las calles de Adams Morgan estaban aún más concurridas de lo habitual. Sintió un cierto orgullo de que la gente la viera caminando del brazo de ese abogado terriblemente guapo.

De camino pasaron por un bonito y nuevo bloque de pisos de acero y cristal ubicado en la mejor zona del barrio, a unos cuantos metros de los bares y los restaurantes de la calle Dieciocho. La estructura de diez pisos se alzaba, imponente, sobre las casas unifamiliares más antiguas. Anna había oído que cada uno costaba cerca del millón de dólares. Se preguntó en voz alta quién viviría ahí.

—Pues la verdad es que… yo —respondió Nick algo avergonzado. Se detuvo, planteándose si formularle o no la siguiente pregunta hasta que al final se giró hacia ella y sonrió—. ¿Te apetecería una visita guiada?

Anna entendió que no la estaba invitando a ver el alicatado de su cocina. Lo miró, miró esas pestañas increíblemente largas que enmarcaban sus ojos avellana, los pómulos esculpidos que resaltaban su perfecta sonrisa. Cuando caminaba dando esas largas zancadas y con su sonrisa picarona, parecía una mezcla entre un joven John Cusack y Jimmy Stewart. Adoraba a Jimmy Stewart.

Tenía la mente confusa por el vino, pero un pensamiento sobresalía de entre los demás, alto y claro.

Lo deseaba.

Llevaba mucho tiempo deseándolo. Aunque su yo sobrio habría levantado montones de obstáculos mentales (no debería salir con una abogado defensor, no lo conocía lo suficiente como para estar a solas con él, debería ir despacio), esas objeciones se hundieron en el vino, dejando solo su deseo de responder a la pregunta de si quería o no esa «visita guiada». La respuesta era sencilla.

Asintió.

Nick le sujetó la puerta del vestíbulo y Anna intentó no dejarse abrumar por el espacio en el que entró. La entrada era una mezcla de serenidad Zen y elegancia cara e industrial. El suelo y las paredes eran de granito negro; los techos muy altos. Una escultura abstracta de acero se alzaba en el centro. Una pared de ventanales en la parte del fondo enmarcaban un jardín japonés donde lucecitas ocultas iluminaban una cascada y un estanque koi. El recepcionista, vestido completamente de negro, se parecía demasiado a un modelo de Calvin Klein como para ser hetero.

El mostrador de la recepción, un cristal opaco sostenido por un montículo de piedras, sostenía un grupo de monitores, ordenadores y enchufes que indicaban que el edificio estaba equipado para ejecutar un aterrizaje en Marte. Al pasar por delante, Anna vio que estaban saliendo en una de las pantallas. Él tenía la mano apoyada sobre la parte baja de su espalda, con actitud relajada, pero posesiva. Parecían una pareja de verdad.

—Eeeey, Nick —gritó el recepcionista, y el tono cantarín de su voz reflejó que la compañía nocturna de Nick le resultaba muy interesante.

—Qué pasa, Tyler. —Nick llevó a Anna hasta el interior del ascensor de acero y pulsó el botón de «Ático»—. Es un buen tío —le susurró cuando las puertas se cerraron—. Pero él no forma parte de la visita guiada.

Dentro, el piso de Nick parecía sacado de una revista de arquitectura moderna, con suelos de madera resplandecientes, techos de dos alturas y ventanales de suelo a techo con vistas al luminoso obelisco blanco del monumento a Washington. Una escalera de metal suspendida conducía a la segunda planta. Una chimenea de pizarra separaba el salón de la cocina, y sus paredes de piedra llegaban hasta el alto techo. Y frente a la chimenea, unos sofás de piel negra y una alfombra blanca que no podía ser más tupida.

—¿Es que has matado a un oso polar? —le preguntó Anna señalando la alfombra.

—No, solo a una pequeña alpaca indefensa. La compré en Perú. —La agarró de la mano y la acercó a la chimenea, donde ella se agachó para acariciar la suave piel.

Nick pulsó un botón oculto en la pizarra y unas llamas se encendieron. Anna se levantó riéndose.

—¿También tienes un espejo que sale del techo? ¿O una cama vibradora?

—¿Crees que te estoy tirando los tejos?

Anna asintió.

—Si fuera así, no me parecería tan mal.

Nick le giró la cara suavemente para que lo mirara. Posó la mano sobre su mejilla y deslizó el pulgar bajo su barbilla.

—Anna, llevo deseando esto desde que estábamos en la facultad.

Lentamente, acercó la cara a la suya. Su aliento era dulce y cálido. A Anna le dio un brinco el estómago cuando los labios de Nick rozaron suavemente los suyos. Todos sus músculos se tensaron antes de empezar a relajarse muy despacio. Lo acercó más a sí, sentía que se estaba derritiendo por dentro. Él le acarició la cara con el dorso de la mano y deslizó los dedos por su cuello y sus omóplatos. Ella hizo lo mismo con él mientras con la lengua exploraba su boca y con las manos recorría los ágiles músculos de su pecho y su abdomen. Entre beso y beso, Nick le susurró que era preciosa, impresionante, exquisita, ardiente. Ella sonrió y le susurró que parecía un diccionario.

Anna sabía que tanta adulación, todo eso de servirle tanto vino, y ese piso de soltero rico y guapo formaban parte de un plan de seducción; se preguntó cuántas veces lo habría empleado antes. Aun así, ella participaría en el juego. Sentía calor, cosquilleos, estaba relajada pero inquieta al mismo tiempo, y muy excitada. Una intensa calidez se extendió por su vientre mientras él le masajeaba la parte baja de la espalda.

Sin dejar de besarlo, le quitó la corbata y le desabrochó la camisa. Él la desnudó y después se quitó su ropa con tanta destreza y con una maestría tal que ella apenas se dio cuenta. A continuación, la tendió sobre la alfombra blanca. Anna soltó una risita al sentir el pelo sobre su espalda. Miró el cuerpo de Nick mientras él se tumbaba a su lado. Era delgado, pero atlético, con los músculos largos y nervudos de un corredor. Su piel resplandecía con un brillo dorado bajo la luz del fuego.

Anna cerró los ojos cuando él acercó su boca y comenzó a deslizar los dedos por su cuello, por su clavícula y sus pechos, donde trazó suaves círculos alrededor de sus pezones. Ella gimió cuando Nick sumó la lengua a esos mimos, cubriendo su estómago con delicadas caricias, explorando la hondonada de su abdomen, la sutil elevación donde sobresalían sus caderas, y los suaves y sensibles pliegues donde estas se unían a sus muslos. Cuando bajó la cabeza aún más, ella lo agarró de los hombros.

—No, Nick —murmuró, no preocupada por su reputación, sino por desde cuándo no se depilaba las ingles.

—Anna, llevo mucho tiempo fantaseando con esto. ¿No irás a privar de su fantasía a un hombre desesperado, verdad? —La besó en los labios mientras acariciaba con los dedos ese punto al que hacía un instante se había dirigido su boca.

Anna suspiró y sacudió la cabeza a la vez que oleadas de placer le recorrían la espalda. Se relajó y le dejó hacer lo que quiso, lo cual resultó en algo que era exactamente lo que ella también quería. Nick comenzó a descender otra vez lentamente y, tras colocar la boca entre sus muslos, empleó la lengua y los dedos para explorarla, primero con delicadeza y después con cada vez más presión y apremio. Anna arqueó la espalda y gritó al llegar al clímax.

Nick se detuvo un momento para dejar que recobrara el aliento.

—¿Tienes preservativo? —le preguntó finalmente con la voz entrecortada.

—No te preocupes —le susurró él.

Anna bajó la mirada y vio que ya tenía uno puesto, aunque no se había dado cuenta de que hubiera sacado ninguno. Este hombre es un virtuoso, o alguna especie de genio malvado. Tiró de él al querer desesperadamente sentirlo en su interior. Nick sonrió, se resistió, y volvió a colocar la cabeza entre sus piernas. De nuevo la hizo llegar al orgasmo y Anna, aferrándose a sus hombros, le suplicó que entrara en ella.

Nick finalmente lo hizo, le cubrió el cuerpo con el suyo y pronunció su nombre suavemente mientras se deslizaba en su interior. Ella dejó escapar un grito ahogado de placer cuando la penetró. Y cuando logró respirar de nuevo, abrió los ojos. Nick seguía ahí, apoyándose sobre los codos y rodeándole la cara con las manos. Sus rostros se encontraban a escasos centímetros y la miraba directamente a los ojos. Anna sintió una emoción distinta al verlo, fue un momento de un silencio y una conexión perfectos y más íntimo de lo que había sentido nunca. Nick gimió, cerró los ojos y comenzó a girar las caderas lentamente. Anna lo rodeó por la cintura con las piernas y se movió con él, que se hundía más aún dentro de ella. Se olvidó de todo lo demás, de su loco trabajo, de su loca familia, de todas las complicaciones de vivir en el mundo, y se limitó a sentir solo eso: ese placer, esa electricidad, esa intimidad. Se unieron en un último y explosivo orgasmo que la dejó sin aliento y temblando.

Nick se tumbó a su lado y la llevó contra su cuerpo. Se quedaron mirándose; sus frentes se tocaban, y sus largas y atléticas piernas estaban enroscadas entre sí como tallarines. Anna entonces fue consciente de la suave alfombra que tenía bajo la piel, del crepitar del fuego que calentaba su espalda desnuda. Nick le acariciaba el pelo y le sonreía adormilado. Ella tenía el cuerpo saturado de satisfacción, gratitud, y de un montón de emociones más para las que no tenía nombre.

O a lo mejor todo eso se debía a que había tomado demasiado vino. En cualquier caso, sabía que si intentaba decir lo que estaba sintiendo, sus palabras sonarían cursis y trilladas.

Por eso optó por bromear diciendo:

—Es la primera vez que estoy tan cerca de una alpaca.