15

Mientras atravesaban Anacostia, Jack y McGee iban relatando por turnos la relación entre algunos de sus casos anteriores y los lugares por donde iban pasando. Anna iba anotando todo desde su ya habitual ubicación en el asiento trasero. Sus historias estaban totalmente fuera de lugar en esa soleada tarde de verano.

—¿Ves ese centro comunitario? —preguntó McGee señalando un edificio bajo de cemento—. Tuve un caso en el que a una mujer la asaltaron en ese aparcamiento. La metieron en el maletero de su coche y la llevaron al parque Fort Dupont. La violaron en grupo, le dieron una paliza y la dejaron allí al darla por muerta. Logró llegar arrastrándose hasta una casa.

—Sí, me enteré de aquello —dijo Jack—. ¿Cuántos le cayeron al cabecilla? ¿Treinta años?

—La perpetua —respondió McGee orgulloso.

Jack señaló un parque junto al centro comunitario.

—Mi primer caso sucedió ahí —dijo refiriéndose a su primer caso de agresión con intento de homicidio—. Un padre de cuatro hijos sufrió un atraco y lo golpearon con una barra de hierro. Quedó vegetal después de aquello.

—Mmm. —McGee transmitió mucha compasión en un único y suave gruñido—. ¿Te acuerdas del caso Clarence?

—Claro.

McGee miró a Anna por el retrovisor.

—Un tipo mató a la madre de su hijo y le sacó el corazón del pecho. —Señaló un sucio edificio de apartamentos.

—¡Uff! —exclamó ella. Qué cantidad de casos tan espantosos. Una vez te convertías en fiscal, ¿cómo podías volver a mirar la ciudad con los mismos ojos?

McGee aminoró la marcha cuando llegaron a la cima de la colina. Jack señaló por la ventanilla.

—Mira —le dijo a Anna. Ella siguió con la mirada su dedo índice. Estaba señalando hacia un sucio solar lleno de cristales rotos, preservativos usados y agujas. Al otro lado del solar se veían unas pintorescas vistas de Washington D. C. El edificio del Capitolio, el monumento a Washington y el monumento a Lincoln parecían los edificios de una maqueta sobre la hierba verde del National Mall. Anna podía ver el césped de la Casa Blanca y las avenidas con resplandecientes edificios de oficinas que la rodeaban. Era una vista increíble de la ciudad en la que trabajaban algunas de las personas más poderosas de los Estados Unidos, en la que se tomaban decisiones que afectaban al mundo entero.

Al momento estaban conduciendo por el otro lado de la colina y ahí la vista quedaba bloqueada de nuevo por edificios tapiados con tablas.

—Crecí a unas calles de aquí —dijo Jack—. No ha cambiado mucho.

Mientras entraban en el aparcamiento de la Primera Iglesia Baptista Monte del Calvario, Anna se estiró la falda. Había logrado dejar de lado su nerviosismo durante el trayecto, pero ahora la había golpeado de lleno. ¿Hasta qué punto arremetería Rose contra ella por el papel que había desempeñado en la muerte de Laprea? Por mucho que se enfadara con ella, no la culparía. Sentía que se merecía toda la fuerza de la ira de Rose. Pero también sabía que la única razón por la que era ayudante en ese caso era su supuesta relación con la familia. Se preguntó si Jack lo utilizaría como una excusa para sacarla del caso.

Al entrar en la iglesia se vieron rodeados por el repiqueteo de cientos de voces. Estaba abarrotada. Había gente sentada en los bancos, de pie en los pasillos, apiñándose en el fondo para hacerse un hueco. Los hombres llevaban traje y corbata; las mujeres básicamente vestidos y sombreros negros, aunque había unas cuantas vestidas todas de blanco. Casi todo el mundo era afroamericano; Anna era el único rostro blanco entre la multitud. La iglesia era grande pero sencilla, con un techo alto, paredes blanquísimas, ventanas equidistantes y una gran cruz de madera en la parte delantera. El brillante ataúd blanco de Laprea estaba flanqueado por enormes centros de azucenas rosas.

—¿Cómo quieres hacerlo? —le preguntó Jack a Anna alzando la voz para que pudiera oírlo por encima del murmullo.

—Quiero encontrar a Rose.

Jack y McGee se miraron, pero siguieron a Anna, que se iba abriendo paso hacia el pasillo central.

Rose estaba sentada en la primera fila, ataviada con un vestido negro y un sombrero con velo de malla negro. Estaba rodeada de mujeres: de pie delante de ella, sentadas a su lado, apretujadas en el banco de detrás. Todas extendían los brazos para tocarla mientras le susurraban palabras de consuelo. La madre de Laprea era como el centro de una flor y sus amigas y familiares eran los pétalos.

Cuando Anna se acercó, una de las mujeres la vio y avisó a las demás con un gesto. Murmuraron y se apartaron, creando un pasillo formado por dos formidables muros de señoras. Anna estaba de pie mirando a Rose, y Rose estaba sentada mirándola a ella. Las conversaciones resonaban por el resto de la iglesia, pero todo el mundo a su alrededor estaba en silencio, observando a las dos mujeres que estaban mirándose.

Anna pensó que estaba lista para lo que fuera que la madre de Laprea pudiera decirle, pero Rose la saludó de un modo que Anna no se esperó. Se levantó, se acercó y se quedó de pie frente a ella. Después alzó los brazos y le dio un fuerte abrazo. Sus brazos resultaron cálidos y suaves. A Anna la invadió un torrente de pena… y de alivio. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras Rose la abrazaba del mismo modo que ella había abrazado a Laprea en la sala de Expedientes seis meses antes. La mujer empezó a llorar también. Sus amigas soltaron un suspiro colectivo y volvieron a cerrarse en círculo, con la diferencia de que ahora Anna sentía sus manos en su espalda también y sus voces reconfortándola al igual que a Rose. Jack y McGee estaban a un lado, con las manos en los bolsillos, mirando al suelo mientras las mujeres se abrazaban compartiendo su dolor. Finalmente, Rose le dio unas palmaditas en los hombros y se sacó un pañuelo del bolsillo. Secó las lágrimas de las mejillas de Anna antes de secarse las suyas.

—Ven, cielo, siéntate. —La llevó hasta el banco, donde se sentaron la una junto a la otra.

—Lo lamento muchísimo, señora Johnson —dijo Anna sollozando suavemente.

—No tienes que lamentar nada. —Le dio unas palmaditas en las manos—. Esto es el resultado de años y años. Tú has sido la única que estuvo cerca de frenarlo.

—Ojalá lo hubiera hecho mejor.

—No sirve de nada que te culpes. El único culpable es D’marco Davis.

—Vamos a cogerlo, señora Johnson, se lo prometo.

—Gracias —respondió Rose simplemente, y le sonrió entre lágrimas—. Significa mucho para mí que estés aquí.

—¡Cómo no iba a venir! —Anna le presentó a Jack y al detective McGee.

—Siento no poder hablar con ustedes ahora —dijo Rose—, pero quiero ir enterándome de cómo va la investigación. ¿Podrían venir a mi casa la semana que viene?

—¿Qué tal el lunes por la tarde? —Anna miró a Jack, que asintió, y eligieron una hora.

Rose le dio un último abrazo y, mientras Anna se marchaba, las mujeres de la iglesia volvieron a rodearla.

McGee señaló algunos asientos libres y los tres se sentaron. Al cabo de unos minutos el oficio comenzó con el coro cantando I’ll Fly Away.

El pastor dio un paso al frente y alzó los brazos.

—Estamos hoy aquí para despedirnos de Laprea Keisha Johnson —dijo.

—¡Aleluya! —bramó la multitud.

El profundo dolor que marcó todo el oficio fue imposible de ignorar, pero no se habían reunido para apenarse. Los congregantes estaban allí para celebrar la vida de la mujer a la que quisieron y para regocijarse en su fe de que se había marchado a casa para unirse con su Padre y Creador.

Anna pensó en el funeral de su madre y en el ambiente tan distinto que había tenido. Cerró los ojos. Al sentir el banco de madera contra sus omóplatos, le pareció que el banco de aquella iglesia de Míchigan había sido igual. Estaba en la Facultad de Derecho cuando había recibido la terrible llamada de Jody. Su madre había muerto en un accidente de coche después de que un conductor borracho se hubiera saltado un semáforo en rojo. La tragedia la había dejado hundida, pero mientras había estado llorando en el suelo, en una esquina de su habitación, y después en el funeral, Anna supo que, en cierto modo, había recibido más de lo que había tenido derecho a esperar. Aquellos últimos doce años con su madre, lejos de su padre y de su virulenta violencia. Doce buenos años, libres del miedo y del dolor.

Pero lo que Anna había hecho para conseguir esos doce años era inconcebible. Imperdonable.

Abrió los ojos cuando una mujer que tenía delante se levantó de pronto, alzó los brazos y gritó:

—¡Amén, hermano!

A Anna le gustó el oficio. Aunque la muerte de su madre había sido el resultado de un accidente más que de la maldad humana, el funeral de su iglesia luterana había sido más triste que ese. Recordó los rostros tensos de todo el mundo que fue a presentarle sus respetos, esas palabras estipuladas que entonaron lánguida y consabidamente. Esto era mejor, pensó. Era una afirmación positiva y personal de que su ser querido ahora estaba en un lugar mejor.

Se preguntó qué pensaría Nick, y entonces se dio cuenta de que no podría hablar con él sobre el tema, ni esa noche, ni probablemente nunca. En los últimos siete días había experimentado bajones de ese tipo. Cuando se le pasó ese, se recostó en el banco de madera e inhaló profundamente. A pesar de echar de menos a Nick, sintió una pequeña pero auténtica sensación de paz por primera vez desde la muerte de Laprea. Y eso se lo había dado el perdón de Rose. Ojalá puedan atrapar a D’marco, pensó.

Estaba más cerca de lo que se habría imaginado. En la calle frente a la iglesia, D’marco Davis se encontraba en el interior del Toyota Corolla de once años que había robado porque tenía los cristales tintados. Aún había un destornillador en el contacto. Se recostó en el asiento y observó la iglesia, tal como llevaba haciendo toda la mañana, fijándose en quién entraba y salía. A su lado tenía una botella pequeña de Wild Turkey; estaba casi llena. Todavía no había bebido tanto como para cometer una tontería. Aún controlaba. Se quedó sentado en silencio, pacientemente, aguardando el momento oportuno.

Tres días después, D’marco seguía conduciendo el Corolla con los cristales tintados. Estaba sobrio cuando entró con el coche en el callejón trasero de la casa de Rose. Esa tarde se había contenido de beber, aunque no sin esfuerzo. Para lo que estaba a punto de hacer, necesitaba tener la mente despejada.

Condujo por el callejón, un estrecho camino de hormigón bordeado por las partes traseras de las casas adosadas y sus jardines vallados. Era una tranquila y brumosa tarde de verano y no había nadie fuera. Un perro ladraba en la distancia, pero ningún humano pareció fijarse en que D’marco había aparcado el coche robado a unos metros del jardín de Rose. Sacó el largo destornillador negro del contacto y se lo guardó en el bolsillo de sus pantalones anchos. Un muro de húmedo calor lo golpeó al salir del coche. A su alrededor oía el zumbido de los insectos.

Cerró la puerta sin hacer ruido y fue hasta la valla de tela metálica de Rose. Vio a Dameka y a D’montrae jugando en el porche trasero. Rose estaría dentro, preparando la cena o hablando por teléfono. D’marco respiró hondo. Tenía que hacerlo.

Saltó la valla, aterrizó suavemente sobre el césped y fue arrastrándose hasta el porche cerrado. Los mellizos estaban empujando unos cochecitos Matchbox por una pista curvada y narrando una persecución. Rose no les dejaba jugar al Grand Theft Auto en la Xbox porque le parecía demasiado violento, así que los coches de juguete eran lo máximo a lo que podían aspirar.

—D’montrae —dijo en voz baja—. Ven aquí. No hagas ruido. —El pequeño se giró hacia el sonido de la voz de su padre.

—¡Papi! —gritó, corriendo hacia él.

—Shhh —respondió D’marco poniéndose un dedo en los labios. Dameka fue hacia él también y los dos se arrodillaron junto a su padre. El porche le quedaba a la altura del pecho. Se alzó para que sus manos pudieran tocar las de los niños a través de la mosquitera. Podía sentir la calidez de sus manitas por la malla—. No hagáis ruido —susurró.

—¿Por qué no hay que hacer ruido, papi? —murmuró Dameka.

Se detuvo, esperando a ver si Rose se acercaba a la ventana de la cocina o si se abría la puerta que daba al porche, pero no pasó nada.

—Es una sorpresa —dijo en voz baja. Al cabo de un minuto, D’marco subió los escalones y abrió la puerta. Agachado, avanzó hasta una esquina donde Rose no podía verlo desde dentro. Se quedó ahí agazapado y les indicó a los niños que se acercaran. Corrieron hacia él con caras de emoción por el juego, sin rastro de miedo o aprensión en su mirada. Simplemente estaban contentos de ver a su padre. Habían oído comentarios sobre la muerte de su madre, pero la gente había sido discreta; los mellizos aún no entendían el papel que su padre había desempeñado en ella.

Mientras D’marco seguía arrodillado en la esquina, se pegaron cada uno a un lado y lo rodearon por el cuello con sus bracitos. Dameka estaba apoyada en su pierna, contra el bolsillo donde se había guardado el destornillador. Sintió la herramienta clavándosele en el muslo. La acercó más a sí.

—¿Cómo está mi cielito? —le preguntó en bajo.

—Oh, papi… —Empezó a contarle una historia, pero en ese momento él oyó el timbre de la puerta sonar por dentro de la casa.

—Shh —repitió poniendo un dedo sobre la boca de la niña. Acercó a los niños más hacia sí para que se quedaran quietos.

Oyó a Rose saludando a alguien en la puerta. Oyó pisadas en la casa y las voces de varias personas. Se quedó agachado con los niños un momento, planteándose sus opciones. No había contado con que hubiera alguien más. Con las manos sobre las cabezas de sus hijos, se levantó lentamente y se asomó por el alféizar de la ventana de la cocina. Tenía rejas, pero la ventana estaba abierta, dejando que la brisa entrara por la mosquitera. Podía oír las voces de dentro.

—Muchas gracias por invitarnos a venir hoy —estaba diciendo una mujer.

—Cómo no —respondió Rose—. Gracias a ustedes por venir.

Si entrecerraba los ojos, podía ver dentro de la casa a través de la mosquitera. Al otro lado de la cocina estaba Rose, sentada en el sofá del salón al lado de una joven mujer blanca. No podía ver al resto de la gente, pero sí que oyó voces masculinas. Parecía que había algunos hombres sentados fuera de su línea de visión. Tardó un momento en reconocer a la mujer; era la fiscal que había intentado condenarlo la última vez.

Rápidamente se agachó de nuevo. Tenía la respiración acelerada y las manos se le habían humedecido de pronto. Agarró el destornillador dentro del bolsillo como para sentirse más seguro. Al cabo de un momento se dio cuenta de que podía ser su oportunidad. Sonrió a los mellizos.

—Shh —susurró.