8
Anna levantó la cabeza de la almohada, desorientada. Ese no era su dormitorio. Miró a su alrededor. Era muchísimo más bonito que su dormitorio. Un brillante suelo de madera, paredes color marfil, mobiliario de madera oscura y líneas modernas. Estaba tumbada en una cama de matrimonio extragrande cubierta con una colcha marrón oscura. La luz se colaba por una fina cortina blanca que velaba una pared de ventanales que iban de suelo a techo; podía distinguir vagamente el contorno del monumento a Washington a través de la translúcida tela. Se incorporó y se llevó las manos hacia sus palpitantes sienes. La boca le sabía a sudadera usada. Al reconocer el maletín de piel de Nick en un rincón, se le vinieron a la cabeza las imágenes de la noche anterior. Gruñó.
¡Ay, Dios! ¿Pero qué había hecho?
Oyó la puerta principal abrirse y unas suaves pisadas en la planta de abajo. Verlo a la luz del día iba a ser muy incómodo, pero mejor terminar con eso cuanto antes. Lentamente, bajó las piernas de la cama. Le dolía todo el cuerpo y no veía su ropa por ninguna parte. ¡Mierda! Había un albornoz blanco tirado en una silla al lado de la cama. Se lo puso y se metió corriendo en el cuarto de baño.
Era más grande que su salón y estaba alicatado con piedra marrón clara. Había un enorme jacuzzi bajo un tragaluz. Encontró un tubo de pasta de dientes junto al lavabo, se echó un poco en un dedo y se lo pasó por los dientes. Después se agachó hacia el grifo y se aclaró la boca. Aún sentía la lengua pesada, pero al menos era una pesadez mentolada. Se pasó los dedos por su enmarañado pelo. Era lo mejor que podía hacer por ahora. Respirando hondo, salió del dormitorio hacia el descansillo del piso superior del loft.
Nick, que estaba abajo dejando unas bolsas sobre la encimera de la cocina, levantó la mirada.
—Buenos días, bella durmiente —le dijo con un tono muy alegre. Llevaba pantalones cortos caqui, camiseta naranja y chanclas y, claramente, tenía menos resaca que ella.
—Hola. —De pronto, la invadió la timidez.
—Ven, baja. —Nick sonrió—. La alpaca te echa de menos cuando estás ahí arriba.
Anna bajó por la escalera de acero.
—No me gustaría que la alpaca se molestara.
Nick retiró un taburete y le indicó que se sentara junto a la encimera de granito negro.
—He pensado que esto te vendría muy bien.
Le puso delante un vaso del Starbucks. Ella sonrió y, cuando le dio un sorbo al latte, sintió cómo el dolor de cabeza se disipaba un poco según la cafeína entraba en su torrente sanguíneo. Era exactamente lo que necesitaba. Miró a su alrededor. La cocina era preciosa, toda de madera oscura, acero inoxidable y granito. A sus espaldas tenía la chimenea de piedra que llegaba al techo.
De una de las bolsas de la compra Nick sacó una caja que decía «Las empanadas de Julia». Era de un local salvadoreño situado al final de la calle. Anna sonrió encantada mientras elegía uno de los diminutos pasteles de carne.
—Me encantan —dijo.
—A mí también.
Nick la vio saborear un bocado. Después se acomodó a su lado junto a la encimera y se ventilaron la caja de empanadas. Al final, Anna se recostó en el taburete, llena y satisfecha, y con la resaca oscurecida por una nube de felicidad. Miró a Nick. Estaba adorable con su oscuro pelo revuelto y sin afeitar; con ese aspecto tan poco de abogado.
—Bueno… —comenzó a decir Nick—. ¿Qué pasó con ese chico con el que salías en la facultad?
—¿Josh? Hablamos de irnos a vivir juntos cuando los dos estuviéramos en D. C.
—Siempre me pareció un tío muy listo.
—Pero le ofrecieron un puesto de pasante en Atlanta, así que vive allí.
—Siempre supe que era un idiota.
Anna se rió.
—No, es un buen tío. Simplemente resultó que lo nuestro no iba lo suficientemente en serio como para cambiarnos de ciudad por el otro.
Es más, Josh era uno de los hombres más dulces que Anna había conocido, lo cual, a largo plazo, lo convertía en un hombre no apto para una relación. En la facultad se dio cuenta, al obtener una mención honorífica por su notas mientras que a su novio lo iban a expulsar, de que tenía cierta tendencia a enamorarse de los chicos malos. Desde entonces había intentado elegir a hombres más nobles, pero con Josh se había pasado. Era tan bueno que no resultaba nada interesante. Se habían separado y marchado cada uno por su lado tal como habían estado saliendo: de forma amistosa y sin pasión.
—¿Y tú? —le preguntó Anna—. Creo recordar que en la facultad recibías mucha atención femenina, con todas esas groupies en tus conciertos de guitarra en el Hark. ¿Ha habido alguien especial desde entonces?
—No hasta anoche.
Lo miró con curiosidad, preguntándose si era una frase que usaba por costumbre, como estaba segura que lo sería la de la «visita guiada». Nick estaba de pie junto a su taburete y se la quedó mirando un minuto. Se agachó y la besó.
—Anna, estoy loco por ti.
Anna sintió cómo su cuerpo respondió a su caricia y al recuerdo de la noche anterior. Se había esperado sentirse incómoda esa mañana, pero se sentía muy relajada con Nick, completamente a gusto. Todo rastro de timidez había desaparecido. Profundizó el beso llevándolo hacia sí.
Al cabo de un momento, él se apartó apenas un centímetro para preguntarle:
—¿Qué vas a hacer hoy?
Era sábado por la mañana. Aunque tenía pensado ir a la oficina y trabajar en algunos casos, supuso que eso podría esperar.
—Bueno… —Lo miró con picardía—. Prometiste hacerme una visita guiada, ¿no? Pero creo que solo hemos visto la alfombra y la cama. —Deslizó los dedos sobre su torso y su abdomen hasta sus pantalones cortos, donde acarició su cada vez más prominente bulto. Él tomó aliento y asintió, viendo cómo lo acariciaba—. Creo que no hemos estado en ese jacuzzi tan bonito que tienes en tu cuarto de baño. —Se abrió el albornoz y le agarró la camiseta para quitársela—. Me gustaría que fuera una visita muy minuciosa.
Si su vida fuera una película, las siguientes semanas habrían sido el montaje del enamoramiento. El tiempo volaba en un vertiginoso torbellino de largas noches en la oficina intercaladas con noches, más largas aún, con Nick. La mayoría de ellas pasaba por su apartamento lo justo para ponerle comida y darle un achuchón a su gato, y después se marchaba corriendo a casa de Nick. Cuando pasaba la noche allí, no dormían mucho; estaban demasiado ocupados explorando sus cuerpos. Entre las largas horas que pasaba en el trabajo y las horas extra en el dormitorio de Nick, arrastraba una falta de sueño constante, pero lo compensaba la euforia. Al cabo de unos días, Nick la obsequió con un cepillo de dientes que colocó al lado del suyo en el lavabo. Jamás pensó que pudiera hacerle tanta ilusión recibir un regalo de higiene bucal.
No le hablaron a nadie de su relación y eran especialmente discretos en el trabajo. Ambos sabían que cuando sus colegas se enteraran, los convertirían en el centro de atención. Los romances entre la Oficina del Fiscal Federal y la Oficina del Abogado de Oficio no eran comunes, así que Anna y Nick se limitaban a relacionarse fuera del trabajo y se saludaban con un simple gesto de cabeza, e intentaban no dirigirse sonrisas demasiado amplias cuando se cruzaban en los juzgados. Grace sentía que pasaba algo, pero no fisgoneó. Esperaría a que Anna estuviera lista para que esta le explicara por qué se ponía colorada cada vez que su teléfono sonaba anunciando la llegada de un mensaje de texto.
Nick quería mostrarle todo a Anna, compartir su ciudad y su vida con ella, y la llevó por todo el Distrito de Columbia como el entusiasta presentador de un programa de viajes. Fueron a los bares que estaban más de moda y a los mejores restaurantes, de los que luego salían corriendo para ir a casa a hacer el amor. La llevó de excursión a las Grandes Cataratas, a un partido de béisbol en el palco de su padre en el Nationals Park, al Centro Kennedy a ver el musical Wicked. Pasaron un fin de semana en St. Michaels, un complejo en la costa este de Maryland, donde holgazanearon en un velero, comieron cangrejos bañados en sazonador Old Bay, y después bautizaron la cama de cuatro postes en el lujoso Inn at Perry Cabin. Ella no conocía esa parte de Washington, ese lado tan alegre y pintoresco donde gente guapísima con dientes perfectos jugaba y se relajaba. No sabía que pudiera sentir algo tan fuerte por alguien en tan poco tiempo. Se estaba enamorando de Nick.
No tenían otros casos que los enfrentaran, y la mayor parte del tiempo podía olvidar que Nick trabajaba al otro lado de la sala del tribunal. Sin embargo, de vez en cuando había algo que se lo recordaba bruscamente.
Un caluroso día de julio estaban dirigiéndose hacia el monumento a Jefferson para hacer un pícnic junto a la Cuenca Tidal. Nick había bajado la capota de su BMW 650i, y Anna respiraba el aire fresco. Toda la ciudad estaba enmoquetada con coloridas flores y la alergia la estaba empezando a atacar. Abrió la guantera para buscar unos pañuelos de papel, pero lo que encontró fue una pistola negra.
—¡Joder, Nick! —Apartó la mano bruscamente, como si se la hubiera abrasado.
Nick miró, vio la guantera abierta y alargó la mano sobre su regazo para cerrarla. Ella esperó a que le dijera algo, pero él siguió conduciendo.
—¿Qué haces con una pistola en el coche?
Él suspiró. Estaba claro que no quería hablar del tema. Siguió observándolo.
—Mira —le dijo al cabo de unos momentos de incómodo silencio—. La llevo para protegerme. Cuando vas al sureste de la ciudad llevas escolta. Yo voy solo. No tenía pensado hacerme con un arma, pero un cliente me la dio, y me reconforta saber que la tengo ahí cuando tengo que entrar en algún barrio complicado.
—En el Distrito de Columbia hay una ley que prohíbe llevar armas.
—Has leído el caso Heller. La Corte Suprema dice que esa ley es inconstitucional.
—Pero sigue siendo ilegal tener un arma de fuego sin registrar.
—Eso es debatible. ¡Venga! —dijo poniéndole la mano en la nuca afectuosamente—. ¿Es que vas a delatarme? Deja de ser fiscal por un minuto.
—Nick. Esto hace que me sienta muy incómoda. ¿Puedes deshacerte de ella, por favor?
—De acuerdo.
Lo miró y observó su perfil, preguntándose si solo estaba diciendo que sí para que se callara. Decidió fiarse de su palabra. Por supuesto que no lo delataría… siempre que accediera a hacer lo correcto.
—Gracias. Y un favor más. No dejes que me tope con ninguna otra cosa de tu trabajo, ¿vale? Cuanto menos sepa de tu trabajo, menos terapia de pareja necesitaremos.
—Hecho.
Sin embargo, Anna siguió pensando en la pistola mientras Nick estacionaba en un aparcamiento cerca del monumento a Jefferson; y mientras paseaban por el camino flanqueado de árboles hasta una zona de hierba junto a la Cuenta Tidal; también mientras Nick extendía la manta y colocaba el almuerzo. ¿Qué hacía saliendo con un abogado defensor? Sus puntos de vista distaban demasiado. Se cortó un pedazo de la barra de pan francés y lo hizo trocitos distraídamente para lanzarle migas a una familia de patos que pasaba nadando.
—Esos son los patos más mimados y sobrealimentados de Estados Unidos —bromeó Nick—. Estás contribuyendo a la epidemia de obesidad entre los patos de la ciudad.
—No pasa nada. He hecho una donación a la Fundación de Aerobic para Patos.
Él se rió y la llevó hacia sí.
—Ven aquí, preciosa filántropa de patos.
La besó, suavemente y despacio al principio, y con mayor intensidad después. Ella se olvidó de sus diferencias. Tenía los labios de él sobre los suyos mientras el agua les bañaba los pies y el sol calentaba sus hombros. Estaba rebosante de felicidad.
La mayor parte del tiempo las cosas iban tan bien que Anna no pensaba en sus trabajos cuando estaban juntos. Lo pasaban muy bien, incluso aunque estuvieran simplemente viendo una peli alquilada y comiendo palomitas de microondas. Las noches eran lo mejor. Le encantaba acurrucarse junto a Nick después de haber hecho el amor, sentir su pecho elevarse y bajar contra su espalda mientras se quedaba dormida.
Unos cuantas días después del pícnic, algo la despertó mientras aún era de noche. Abrió los ojos y se vio tendida en la cama de su apartamento, frente a Nick. Estaba despierto y mirándola directamente a los ojos. Las farolas de su calle proyectaban un tenue brillo dorado en el dormitorio y hacían que los ojos de Nick parecieran más grandes y oscuros de lo habitual.
—¿No puedes dormir? —murmuró ella cerrando los ojos de nuevo.
—Las vistas son demasiado buenas como para perdérmelas.
Eran las típicas palabras que utilizaba para flirtear, aunque su tono era distinto. Su voz sonaba sincera.
Abrió los ojos. Nick estaba mirándola con absoluta ternura y su expresión la dejó impactada. Lo veía como uno de los «chicos malos» que sabía que debía evitar, un ligón encantador que, en el mejor de los casos, la utilizaría hasta que dejara de resultarle divertida. Con Nick era como una niña regordeta comiendo helado. Entendía que no era bueno para ella, pero era delicioso. Había decidido que su felicidad actual bien merecía el dolor futuro. Ahora, sin embargo, por el modo en que la miraba, podía sentir que se había equivocado.
Nick la amaba.
De eso no había duda.
Sintió un nudo en la garganta. Alargó la mano para acariciarle el pelo. Cuando sus dedos rozaron sus sienes, sintió un ligero bulto. Apartó la mano y vio un fina cicatriz de unos cinco centímetros justo debajo del nacimiento del pelo. Bajo la tenue luz del dormitorio parecía una línea plateada. No se había dado cuenta antes.
—¿De qué es? —le susurró, tocándole la cicatriz.
—Hmm. —Su boca se curvó ligeramente hacia abajo—. Un accidente de coche. Tenía ocho años.
—¿Qué pasó?
—Mi padre estaba cruzando la ciudad —dijo y se detuvo.
—¿Chocó con otro coche?
Nick se tumbó boca arriba y entrelazó las manos por detrás de la cabeza. Anna se apoyó en el codo para poder verle mejor la cara. Estaba mirando al techo.
—No —respondió finalmente Nick. Su voz era suave pero tensa—. Había un chico en una bici. Un chico negro de unos quince años tal vez. Salió de entre un par de coches aparcados. Mi padre pisó el freno y viró bruscamente. Yo no llevaba el cinturón de seguridad y me golpeé la cabeza contra el salpicadero.
—Oh, Nick, es terrible. —Miró la cicatriz de su frente—. Pobrecito.
—No me pasó nada. El que resultó herido fue el chico. Lo atropellamos.
—¿Le pasó algo?
—No estoy seguro. —Tragó saliva y giró la cabeza para mirar por la ventana. Las luces de la ciudad eran como tenues halos a través de las finas cortinas—. Lo último que vi fue que estaba tirado en la calle junto a la acera. Mi padre siguió conduciendo.
Anna tardó un minuto en procesar la información.
—¡Dios! ¿Se metió en líos tu padre?
—Los tipos como mi padre no se meten en líos por cosas así. Hizo que su abogado o no sé quién consiguiera una copia del informe policial. Vio que no tenían ni su matrícula ni la marca de su coche. Era una zona mala de la ciudad. Nadie podría seguirle el rastro, así que hizo que le repararan las abolladuras del coche y se lo pintaran. Y ahí quedó todo.
Anna lo miraba horrorizada.
—¿Llegaste a descubrir quién era el chico o qué le pasó?
—No. Yo era pequeño. —Cerró los ojos—. Me pareció verlo un par de veces. Una vez cuando estaba en el barrio por un caso, y otra vez en el vestíbulo del Tribunal Superior. Pero nunca era él.
Anna sintió dolor en el pecho. Nick llevaba toda su vida buscando a ese niño. Por segunda vez esa noche lo entendía bien. No era solo un chico guapo utilizando su puesto como abogado de oficio para asistir a cócteles. Estaba intentando enmendar lo que su padre había hecho mal. Estaba haciendo todo lo posible por escapar de los errores de su familia.
Igual que ella.
Quería ayudarlo de algún modo, hacer que todo le fuera mejor, protegerlo del mundo.
Se dio cuenta de que también lo amaba.
Posó la mano sobre su mejilla, le giró la cara con delicadeza y le besó la cicatriz.
Una soleada tarde de agosto, Nick le dijo que había conseguido entradas para ver a Wilco dar un concierto para el que ya se habían agotado las localidades en el Wolf Trap esa noche.
—¡Ay, no puedo ir! Esta noche tengo club de lectura.
—¿Club de lectura? ¿Estoy con una mujer que renunciaría a ir a ver a Wilco por una noche reviviendo una clase de Literatura Inglesa avanzada?
—Bueno… pero tenemos vino. Y queso.
—Ah, queso… entonces ahora lo entiendo todo. De acuerdo, admito que he perdido frente a un grupo de mujeres con gafas de diseño. Regalaré las entradas. Pero al menos durante esta tarde eres mía. Prepárate para ir a pasar el día a la piscina.
Anna, con el biquini debajo de una camiseta de tirantes, guardó en una bolsa una novela de tapa blanda, gafas de sol y un bote de crema solar. Nick metió algunas cosas para picar en el coche, bajó la capota y condujo hacia el norte por River Road en dirección a Potomac, Maryland. Con la melena al viento, Anna se quedó embobada según iban pasando por delante de las mansiones levantadas en enormes parcelas perfectamente cuidadas. Los jardines delanteros, cubiertos por exquisitos parterres y alguna que otra fuente, parecían sacados de las páginas de un libro de Martha Stewart.
Nick giró hacia un largo camino flanqueado por árboles que los condujo hasta una casa enorme con una entrada circular. La casa era de ladrillo rojo con un tejado de pizarra, postigos azules y tres chimeneas. Anna supuso que podría describirse como «colonial», aunque era diez veces más grande que nada que hubiera podido construir un colono. El césped tenía la textura, el color, y el tamaño de un campo de fútbol. Robles centenarios y arces bordeaban la propiedad a ambos lados, y había dos ciervos pastando en la hierba.
—Mis padres están en Europa veraneando —dijo Nick al comenzar a sacar las cosas del coche—. Pero le he pedido al ama de llaves que abra la piscina. Hoy es toda nuestra.
Ella sacó su bolsa de la playa del asiento trasero.
—¿Estás seguro de que esta casa es lo suficientemente grande para nosotros?
Él se rió y le agarró la mano.
—Vamos.
Anna lo siguió hasta el interior de la casa intentando que no se notara lo fuera de lugar que se sentía. Hacía poco había visto una revista con imágenes del interior de la Casa Blanca, y perfectamente podría haber sido esa. Viejos cuadros colgaban en recargados marcos de oro; alfombras persas extendidas bajo muebles antiguos; jarrones de cristal sobre la repisa de una chimenea de mármol. Todo olía a otomanas de piel y a abrillantador de madera con aroma a limón, y parecía intocable. Se detuvo para mirar las fotografías enmarcadas en plata que había sobre un piano de cola. Se aferraba a la mano de Nick y lo llevó hacia sí.
—¿Eres tú? ¡Estás monísimo con los brackets! —exclamó señalando una foto de un jovial Nick de doce años que sujetaba un palo de lacrosse y lucía una sonrisa plateada.
—¡Puaj! —gruñó—. No estaba en mi mejor época.
Intentó apartarla de allí, pero estaba fascinada con las fotos. En una aparecía Nick con un esmoquin de talla infantil junto a sus padres. Su padre era un hombre alto y calvo vestido de esmoquin y que esbozaba una cheneyesca sonrisita de superioridad. Su madre se parecía a Grace Kelly en su época monegasca, con sus pendientes de diamantes del tamaño de un garbanzo y su melena rubia recogida en un elegante moño. Miró las otras fotos de familia: mamá sosteniendo un trofeo de tenis, papá con un chaleco de caza color caqui, un rifle colgado del brazo y un ciervo muerto a sus pies. En la mayoría aparecía su padre con distintos políticos: estrechándole la mano a Ronald Reagan; charlando con el presidente Bush padre a bordo del Air Force One; cazando patos con un grupo de refinados caballeros.
—¿A qué se dedica tu padre? —le preguntó mientras miraba las fotos. Sintió la mano de Nick tensarse en la suya. Se puso derecha y lo miró.
—Explota a los pobres y saquea la tierra a costa de los contribuyentes. Pertenece a un grupo de presión.
—Noto cierta hostilidad —dijo Anna con delicadeza.
—Que le jodan —dijo Nick—. A él tampoco le gusta mi trabajo.
Pudo ver la satisfacción que sintió Nick cuando aplastó las expectativas de su padre al unirse a la Oficina del Abogado de Oficio en lugar de entrar en un bufete. Miró a su alrededor, hacia el mobiliario impoluto y la casa vacía. Tal vez hasta los niños ricos podían tener infancias duras. Le apretó la mano.
La llevó hasta la parte trasera de la casa y salieron al amplio patio de pizarra por unas puertas de cristal. Alrededor de la piscina de color azul intenso había unas cómodas tumbonas blancas. Un jacuzzi burbujeaba junto al vestuario recubierto de piedra.
—¡Uau! —susurró Anna.
Nick cogió un par de esponjosas toallas blancas del vestuario y las tendió sobre las dos tumbonas que había juntado previamente.
—Ponte cómoda.
Ella se quitó la camiseta y los pantalones cortos y metió las sandalias debajo de la tumbona. Nick silbó. Anna se giró hacia él con timidez, de pronto avergonzada por el diminuto biquini lavanda a pesar de que ya la había visto con mucha menos ropa.
—¿Te gusta? —le preguntó tímidamente.
—Y tanto. —Tenía los ojos como platos. Ver esa expresión en su rostro bien valía todas las clases de yoga y todas las veces que había salido a correr.
Nick sacó un par de Coca-Colas Light y una bolsa de patatas y se acomodaron en las tumbonas. Él hojeaba el Washington Post mientras comía patatas. Anna tenía su libro sobre su regazo, pero no estaba leyendo. Respiró el limpio aire de campo y contempló el maravilloso jardín. El sol calentaba su piel y el sonido del burbujeante jacuzzi la sumió en una somnolienta bruma. Una libélula le pasó zumbando junto a la cabeza y le aterrizó en el dedo gordo del pie. Sacudió sus alas iridiscentes y se quedó quieta.
Anna agarró la mano de Nick y él se giró para mirarla.
—¿Feliz? —le preguntó él.
—Absolutamente en éxtasis.
Nick se movió hasta el extremo de su tumbona y le apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Te quiero —le dijo con voz suave.
Ella sonrió. Llevaba un rato pensando en decir esas palabras.
—Yo también te quiero.
Nick se acercó y la besó. Ella lo llevó hacia sí, perdiéndose en las sensaciones de la cálida luz del sol sobre su piel y del torso de Nick contra su pecho. Se preguntó cuánta felicidad podría soportar una mujer.