11

Anna avanzaba a paso ligero detrás de Jack mientras salían de la Oficina del Fiscal Federal para adentrarse en la húmeda mañana de verano. No le había dicho ni una palabra. Cruzó la plaza en dirección a un Crown Victoria azul marino aparcado junto a la acera. Un hombre con la constitución de Santa Claus, pero con la piel del color del café, estaba apoyado contra el maletero. Se incorporó al ver a Jack acercarse.

—Ey, jefe —dijo con una voz profunda y áspera—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Hoy hemos tenido una incorporación —respondió dirigiéndose a Anna por primera vez—. Anna Curtis, te presento al detective Tavon McGee. McGee, ella es Anna Curtis… mi ayudante.

—¿Con que ayudante, eh? —dijo McGee sonriendo a Jack—. ¿Es que creen que estás perdiendo fuelle?

—Algo así —murmuró Jack.

—Encantado de conocerla, abogada —dijo McGee estrechándole la mano y esbozando una cálida sonrisa. Le sorprendió ver que le faltaban los dos dientes delanteros. Esa sonrisa mellada le daba un aspecto algo infantil a pesar de que, probablemente, ya fuera un cincuentón. Llevaba un traje negro de seis botones con rayas verde lima, una camisa del mismo color y una corbata brillante con un estampado de limas. Además, llevaba un sombrero fedora. Con ese atuendo no podía ser otra cosa que detective de homicidios.

Abrió la puerta del copiloto y, con mucha educación, le indicó que entrara para tomar asiento. Ella sacudió la cabeza rápidamente.

—Gracias, pero no.

Encima que ya había cabreado bastante al fiscal jefe de Homicidios, no iba a quitarle también el asiento del copiloto. Se subió a la parte trasera. McGee, con un pomposo ademán al estilo de Vanna White en La Ruleta de la Fortuna, le indicó a Jack que subiera al asiento delantero. Jack resopló y subió.

Mientras el coche de incógnito se incorporaba a la I-359, Anna intentaba no deslizarse mucho por el resplandeciente asiento de piel sintética y McGee empezó a poner al día a Jack sobre la investigación de Laprea Johnson. Desde la parte trasera, la conversación apenas se podía oír por encima del estruendo de la sirena. Se sintió como una niña intentando escuchar a escondidas a sus padres.

—El cuerpo apareció ayer por la tarde —gritó McGee para que lo oyera—. Unos niños que estaban en un basurero detrás del edificio Davis se llevaron el susto de su vida. El asesino envolvió el cuerpo en bolsas de basura negras y lo tiró.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Jack.

—Parece que un traumatismo craneoencefálico contuso, pero aún estamos a la espera del informe forense. No hay disparos ni puñaladas. Le dieron una buena paliza. Tiene golpes por todo el pecho y los brazos, y su cara parece una zona de guerra.

Anna sintió ganas de vomitar.

—No llevaba documentación encima, así que se ha tardado un poco en relacionar el cuerpo con la denuncia de la desaparición que había presentado su madre.

—¿Habéis encontrado al testigo que llamó al 911? —preguntó Jack.

—Sí, un tipo llamado Ernie Jones. Un buen ciudadano, empleo estable y sin antecedentes. Ha cooperado.

—¡Vaya! Asombroso. ¿Cómo es posible que no haya un informe policial?

—Ha sido una noche movidita. —McGee bordeó un grupo de coches que iban más despacio—. Los agentes llegaron media hora después de la llamada. Para entonces ya no había nadie por allí; resulta que Jones se había ido a trabajar, así que no hubo nada sobre lo que elaborar un informe.

—Al jurado le va a encantar eso.

—Si quieren un servicio mejor, que contraten a más polis.

—¿Se ha identificado el cuerpo?

—La madre, esta mañana.

Anna se estremeció al imaginarse a Rose en la morgue, viendo a su hija destrozada y tendida sobre una de esas frías mesas de acero.

Recordó como si fuera ayer la primera vez que había visto a Laprea y a su madre en los sótanos de los juzgados. Rose le había dicho que si mataban a Laprea sería culpa suya. Y estaba de acuerdo. El mantra que no dejaba de recorrerle la cabeza se repitió: Esto es culpa mía.

Miró por la ventanilla mientras McGee conducía. El trayecto desde el resplandeciente centro de la ciudad hasta las zonas más pobres siempre le resultaba sorprendentemente corto. Por una cuestión geográfica, los dos barrios estaban separados por unos cuantos kilómetros. Por una cuestión de clase, de raza y de economía, eran mundos distintos.

Cuando la autopista se dividía, McGee cogió la I-295 dejando atrás el rico vecindario de la zona noroeste: el mundo de los perfectos monumentos blancos de postal, de los centros del poder gubernamental, de los arrogantes edificios de cristal que albergaban a los bufetes de abogados, medios de comunicación y centros de estudios más influyentes del país. La carretera de Anacostia los llevó por encima del fangoso y marrón río Anacostia hasta la parte de la ciudad por la que no pasaban los autobuses turísticos, la parte que ayudó a que en los noventa el Distrito de Columbia se convirtiera en «la capital del asesinato de los Estados Unidos». Los bonitos bloques de viviendas daban paso a bajos bloques de apartamentos, decadentes complejos de protección oficial y modestas casas adosadas, algunas con ventanas cubiertas de listones de madera a pesar de estar habitadas. Allí los edificios de oficinas quedaban reemplazados por tiendas de empeño, centros de canjeo de cheques, licorerías o simplemente locales clausurados con tablas. Los pocos negocios abiertos cubrían sus ventanas con rejas de metal y tenían mostradores con cristales antibalas. Los niños jugaban en patios sucios, en los callejones y entre los coches aparcados. Esos lugares eran tan seguros como los parques, que solían estar controlados por los traficantes de droga. Había zonas de Anacostia que eran como el Tercer Mundo, a escasos pasos de la gente y de las instituciones más poderosas de Estados Unidos.

Al entrar a una calle más estrecha, McGee apagó las sirenas y las luces. El coche avanzaba en silencio por las calles llenas de bloques de apartamentos. Cuando el coche dobló una esquina en dirección a Alabama Avenue, sonó el teléfono de Anna. Era Nick. Vio a Jack mirándola por el retrovisor.

—Tienes que apagarlo.

Ella lo apagó rápidamente, contenta por que el fiscal jefe de Homicidios no pudiera ver quién la había estado llamando.

En ese instante, supo que había tomado una decisión. Iba a trabajar en la acusación del caso independientemente de lo que tuviera con Nick. Era el único modo de responder ante la imagen del cuerpo destrozado de Laprea, de Rose identificando los restos de su hija, de los dos niños que habían quedado huérfanos de madre. No podía subsanar sus errores, pero sí que podía asegurarse de que ese asesino fuera castigado. Esperaba que Nick no defendiera a D’marco; esperaba que tuviera la decencia de declinar ese caso de homicidio. Pero si lo aceptaba, entonces ella tendría que enfrentarse a ese dilema. No iba a contarle a nadie lo de su relación, no diría nada que pudiera poner el peligro su posición en el caso. Se lo debía a la familia de Laprea.

McGee aparcó detrás de dos furgonetas blancas. El bloque del apartamento de D’marco estaba delante, a su derecha. La estructura se replicaba por todo el vecindario: un rectángulo de ladrillo rodeado por una alambrada. Era una tranquila mañana de verano y había poca gente fuera. La mayoría de las ventanas tenían las persianas bajadas. Parecía inapropiado que los pájaros estuvieran piando, dadas las circunstancias.

—Los SWAT nos están esperando —dijo McGee asintiendo hacia las furgonetas.

Jack se subió las mangas de la camisa. Aún llevaba la corbata, pero se había dejado la chaqueta del traje en la oficina. Se giró hacia Anna.

—Estaremos en la furgoneta mientras la policía hace su entrada inicial en el apartamento de Davis. Cuando los SWAT nos den el visto bueno para entrar, entraremos. Cuando lo hagamos, no toques nada. Mantente alejada de lo que esté haciendo la policía y quédate a mi lado en todo momento. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor Bailey. —Entendía que no la quería ahí.

Salió del coche detrás de los hombres, medio corriendo para no quedarse atrás. La puerta de una furgoneta se abrió y se subieron. Olía a sudor y a metal. Anna se vio en un espacio diminuto abarrotado de hombres vestidos con uniformes paramilitares y equipados con botas altas, chalecos antibalas y cascos con las viseras hacia atrás. Las armas que llevaban en los costados y que tenían colgando de las paredes de la furgoneta incluían los típicos revólveres, pero también rifles de asalto y una escopeta. Eran el equipo de armas y tácticas especiales, los SWAT.

Alguien le dio un chaleco antibalas negro con la palabra «Policía» impresa en letras blancas en el pecho y la espalda. Vio a McGee y a Jack abrocharse los suyos y ella hizo lo mismo, colocándoselo encima de su chaqueta negra. Aunque apretó las tiras de velcro todo lo que pudo, le quedaba demasiado suelto.

Solo entonces supo lo que los agentes estaban a punto de hacer: irrumpir en la casa de D’marco para arrestarlo, y el chaleco se debía a que pensaban que podría dispararles. De pronto sintió que su cabeza y su cuello estaban demasiado desnudos y expuestos.

Jack le mostró las órdenes de arresto y registro al jefe de los SWAT, un sargento llamado John Ashton. El sargento Ashton le enseñó a Jack los planos del apartamento. Los SWAT habían hecho sus deberes. Sabían qué apartamentos estaban ocupados y qué residentes tenían antecedentes penales. Sabían exactamente dónde estaba el apartamento de D’marco y cómo estaba distribuido. Los dos hombres se quejaron por el hecho de que la mañana estuviera tan avanzada, ya que preferían actuar antes del amanecer y sorprender al objetivo dormido. Aun así accedieron, era mejor hacer el registro ahora que esperar otras veinte horas.

Ante una señal del sargento Ashton, el equipo de los SWAT empezó a moverse en silencio. Los agentes se bajaron las viseras protectoras y uno descolgó un gran escudo de una de las paredes de la furgoneta. Salieron del vehículo y, sin hacer ruido, se reunieron con los SWAT que bajaban de la segunda furgoneta blanca. Con movimientos coreografiados, formaron una columna tras el hombre que sujetaba el escudo. Este estaba mirando por una estrecha ventanita en mitad del escudo, así que podía ir viendo a medida que avanzaba. El resto de los hombres caminaba agachado detrás del cabecilla. Anna se quedó en la furgoneta con Jack y McGee mientras el equipo entraba en el edificio de D’marco.

El sargento Ashton condujo a sus hombres hasta la escalera, por la que retumbaron las pisadas de un montón de botas. Subieron hasta el segundo piso y avanzaron por el pasillo en dirección al apartamento de D’marco. Ashton llamó a la puerta.

—¡Policía! ¡Tenemos una orden! —No hubo respuesta—. ¡Policía! ¡Abra! —Esperó unos segundos y después probó a abrir la puerta; estaba cerrada con llave. Asintió hacia los dos hombres que llevaban un ariete. Contaron hacia atrás en voz baja mientras lo balanceaban, tomando impulso con cada movimiento. Uno… dos… ¡tres! Los agentes golpearon la puerta con el ariete y la echaron abajo al primer impacto. Después, saltaron hacia atrás. Ashton lanzó una granada aturdidora en el interior del apartamento y después se pegó contra la pared del pasillo.

¡Bum! Una explosión sacudió las finas paredes y un estallido de luz salió por la puerta. La granada aturdidora no hizo estallar nada, pero sí que desorientaría a cualquiera que estuviera cerca. El agente con el escudo entró corriendo en el apartamento, seguido de cerca por otro con una escopeta automática. El hombre del escudo se detuvo y lo apoyó en el suelo; el agente que lo seguía alzó la escopeta por encima del escudo. Estaban protegidos y, si había algún problema, un disparo de la escopeta acabaría con mucha gente.

El resto del equipo entró, preparado para llevarse a cualquier que hubiera dentro mientras aún estaba aturdido por la granada. Apuntando las armas, los agentes gritaron:

—¡Policía, manos arriba!

Pero ahí dentro no había nadie para seguir sus órdenes. El hombre del escudo se echó a un lado. Los agentes miraron por todas las habitaciones y armarios, debajo de la cama, detrás de las cortinas.

El apartamento estaba vacío.

En el interior de la furgoneta, Anna estaba sentada en un banco plegable frente a Jack y al detective McGee. No podían hacer nada hasta que los chicos de dentro les dieran luz verde. Miró a su alrededor. Jack parecía calmado y despreocupado mientras giraba distraídamente una rueda de la radio de los SWAT. Es más, parecía el abogado más duro que había visto en su vida, con su cabeza afeitada y su ancho pecho sobresaliendo del chaleco de policía. Entonces se fijó en que tenía un ligero brillo de sudor en la frente. Tal vez tenía calor por estar sentado en la sofocante furgoneta, decidió. No podía imaginarse que Jack Bailey estuviera tan nervioso como ella.

Mientras se preguntaba si Nick sabría que la policía estaba entrando en el apartamento de su cliente, los ojos verdes de Jack se posaron en ella. Le dio un vuelco el corazón; se sentía como si le hubiera leído la mente y la hubiera pillado pensando en Nick. Se quedó mirando a McGee, cuyo asiento se combaba bajo su peso. El detective, que se estaba secando el sudor de la frente con un pañuelo verde lima, le guiñó un ojo y le sonrió. Ella le devolvió el gesto, preguntándose qué historia habría detrás de esos dos dientes que le faltaban.

La radio sonó.

—¡Todo despejado! —gritó una voz por el walkie.

Jack y McGee salieron del vehículo y fueron hacia el edificio. A Anna no le sorprendió ver a Jack moverse deprisa, pero McGee resultaba increíblemente hábil para ser un hombre tan grande, sobre todo con el pesado chaleco antibalas. Anna vaciló.

Jack se giró y miró a la joven, que seguía agazapada en la furgoneta.

—¡Vamos, ayudante! —gritó casi conteniendo una nota de diversión en la voz. Anna respiró hondo y corrió tras ellos.

El equipo SWAT empezó a registrar el apartamento en cuanto McGee entró. Ahora que la vivienda estaba despejada, su trabajo era coordinar el registro y clasificar todos los objetos que la policía confiscara. Señaló una caja abierta de documentos situada en una esquina y después un bolso de mujer que había al lado del sillón. Un agente fotografió los objetos tal cual los encontraron y después se los llevaron a McGee, que posó su enorme cuerpo en una pequeña silla de la cocina y empezó a verlos y a rellenar un informe policial con los datos de dónde se habían encontrado y qué había dentro. Mientras escribía, otros agentes empezaron a llevarle objetos de otras habitaciones: ropa de mujer del dormitorio y una botella de Wild Turkey del cuarto de baño. McGee lo anotó todo con claras letras redondas y después guardó los objetos en bolsas transparentes. Era meticuloso y eficiente, catalogando cada artículo como un científico en una excavación arqueológica. Mientras escribía, iba lanzando órdenes a los demás agentes.

—Ahí —dijo señalando el sillón. Un par de agentes miraron bajo los cojines. Al no encontrar nada, lo volcaron, dejando al descubierto la moqueta de debajo. Solo había unas cuantas monedas y restos de patatas fritas.

McGee vació el bolso sobre la mesa y le pidió al técnico criminalístico que fotografiara el contenido. Después empezó a anotarlo todo. Un pintalabios, de la marca CoverGirl. Un paquete de chicles Trident. Un móvil, de Nextel. Un monedero con cuarenta siete dólares y treinta y dos centavos, una tarjeta identificativa a nombre de Laprea Keisha Johnson, dos tarjetas de crédito también a su nombre, una foto de familia, y tres tarjetas de visita: una del agente Bradley Green, una del salón de manicura Ebony, y una de la fiscal Anna Curtis. McGee describió detalladamente cada artículo en la hoja de inventario policial.

Anna miró el contenido del bolso por encima del hombro de McGee y recordó el momento en que le dio su tarjeta de visita a Laprea. Se fijó en que la de Green tenía anotado su número de móvil personal. Ninguna de esas dos tarjetas le había servido de mucho.

Cogió la foto de familia. Era una imagen reciente de Laprea y D’marco sentados con los mellizos sobre sus regazos. Laprea le sonreía ampliamente desde la foto; parecían una familia feliz. Anna esperó que nadie la viera secándose las lágrimas de los ojos.

Jack salió del dormitorio y la vio con la foto en la mano.

—Anna, por favor, no toques nada —le dijo sin ocultar su enfado. Ella soltó la foto y se situó en una esquina.

Jack fue a la cocina y se quedó observando a los agentes que registraban la habitación. Estaban buscando bolsas de basura negras, como la que envolvía el cuerpo de Laprea. El equipo vació los cajones y los armarios, sacó cubiertos y platos, latas de sopa y envases de soja de los que dan con la comida para llevar. Sobre la encimera había una rosa de seda dentro de un tubo de plástico. Pero no había bolsas de basura. El cubo de basura contenía una bolsa de papel del supermercado.

McGee terminó de catalogar las pruebas que le habían llevado y empezó a moverse por el apartamento. A sus ojos no se les escapaba nada. Cuando llegó a la entrada, se puso de rodillas y miró unas manchas sobre la moqueta gris. Manchas de sangre.

—¡Escena del crimen! —dijo. El técnico se acercó y asintió. Colocó una tarjeta con el número 1 junto a la mancha y le sacó fotos desde múltiples ángulos antes de arrodillarse para recortar trozos de la moqueta manchada y meterlos en una bolsa esterilizada.

McGee salió del apartamento y buscó más manchas en el pasillo. Sobre la sucia moqueta se podía ver una hilera de motas color cobre. McGee avisó al técnico, que colocó una tarjeta con el número 2 y repitió el proceso. Analizarían todas esas muestras para determinar si contenían la sangre de Laprea.

Era un apartamento pequeño y, al cabo de una hora, ya habían encontrado todo lo que habían ido a buscar. El registro había terminado; ahora solo tenían que ejecutar la orden de arresto. Jack se giró hacia el sargento Ashton y comenzaron a hablar sobre cómo localizar y arrestar a D’marco Davis.

—Unos cuantos agentes se quedarán aquí y registrarán el edificio —dijo Ashton—. Otros probarán en casa de su abuela.

—Bien —respondió Jack—. He hablado con su agente de la condicional. Davis tiene una cita el jueves. En el improbable caso de que acuda, lo detendremos allí.

Con cuidado de no tocar nada, Anna se asomó a la ventana. Un hombre con camiseta blanca y pantalones cortos anchos estaba recorriendo el camino de entrada. Llevaba un refresco de naranja y una pequeña bolsa de plástico del Circle B. Lo reconoció de inmediato y el corazón se le aceleró.

—¡Está ahí! —dijo nerviosa y señalando a la calle—. ¡Es D’marco Davis!

El sargento Ashton fue hacia la ventana y miró adonde estaba señalando; después hizo un rápido ademán con la mano. Al instante, los agentes se tiraron al suelo y se situaron junto a las paredes, llevándose las armas al cuerpo. Jack extendió el brazo sobre el pecho de Anna para apartarla de la ventana y llevarla contra la pared.

—Agáchate —le susurró. Se agacharon junto a la ventana. Ashton les hizo una señal a sus colegas y otros seis SWAT y él salieron corriendo en silencio del apartamento. Los demás se abrieron en abanico por el pasillo.

Un momento después, siete agentes salían por la puerta delantera del edificio con las armas preparadas. D’marco se encontraba a unos veinte metros del bloque.

—¡Policía! —gritó Ashton apuntando a D’marco—. ¡Abajo! ¡Queda usted arrestado!

D’marco miró a los hombres ataviados con los uniformes negros paramilitares y salió corriendo en la otra dirección. Los agentes bajaron las armas y echaron a correr tras él; no podían disparar a alguien que no los había amenazado. Gritaban órdenes sin mucha esperanza de que D’marco obedeciera.

—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡Deténgase!

—¡Alto! ¡Policía!

—¡Al suelo, joder!

En el apartamento, pegada contra la pared, Anna oyó los gritos y el ruido sordo de las pisadas mientras corrían. Jack apartó la mano de su pecho, algo avergonzado por haberla puesto ahí. Anna se levantó y miró por la ventana. Un enjambre negro de agentes SWAT estaba persiguiendo a D’marco por la calle. Los observó hasta que doblaron una esquina y ahí los perdió de vista. Jack estaba a su lado mirando por la ventana con el rostro cargado de tensión.

—¿Lo cogerán, señor Bailey? —preguntó Anna.

—Ya veremos. —El fiscal jefe de Homicidios se giró hacia ella. Fue como si la estuviera viendo, viéndola de verdad, por primera vez ese día—. Puedes llamarme «Jack».