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A las cinco y media de esa tarde, Anna y Grace cerraron la sala de Expedientes y cruzaron la calle hacia la Oficina del Fiscal Federal. A Anna aún le quedaban horas de trabajo por delante, pero al menos tendría algo de tranquilidad e intimidad en el despacho que compartía con Grace. Como fiscal novata que era, era responsable de unos doscientos casos de delitos menores, los delitos de nivel más bajo. Incluso los casos como el de Laprea quedaban relegados a esa categoría. Había tanta delincuencia que la víctima tenía que recibir un disparo o ser apuñalada para que se considerara un delito grave.
Una pared de archivadores arañados dominaba su atestado despacho. Inmediatamente empezó a archivar los veintiún nuevos casos que le habían asignado ese día. El único modo de poder llevar al día los casos era organizando sus nuevos archivos. Su compañera tenía un enfoque muy distinto. Carpetas, cintas con grabaciones de llamadas a la policía y zapatos de diseño cubrían el escritorio de Grace y el suelo que lo rodeaba. A pesar de su cuidada apariencia, esa mujer era un absoluto desastre. Pero, además, era la mejor amiga que tenía en D. C.
Después de tirarse en su silla, Grace se quitó los prudentes zapatos de salón que reservaba para el juzgado y los apartó a una esquina con el pie antes de sacar un par de tacones de aguja de charol rojo del cajón de la mesa.
—Esos zapatos van a hacer algo más emocionante que yo esta noche —supuso Anna.
—Charles me lleva a la ópera.
—¡Qué bien! —Tuvo que forzarse a ponerle algo de entusiasmo a su voz. Esa noche ella estaría sola, como de costumbre.
El marido de Grace era socio de un gran bufete de abogados y ella se podría haber pasado los días almorzando con señoronas y organizando eventos benéficos. Pero había elegido ese trabajo del mismo modo que otras podrían haberse aficionado a hacer colchas o ir a clases de danza del vientre: porque era un modo interesante de mantenerse ocupada.
Anna lo había elegido como forma de penitencia.
—No trabajes hasta muy tarde esta noche —la reprendió Grace al salir por la puerta—. Ve a hacerte una pedicura, ponte a ver algún reality show, o haz algo frívolo y de chicas.
—¡Que lo paséis genial! No me quedaré mucho rato.
—Mentirosa. Aunque al menos eres una mentirosa muy mona.
Grace dejó a su paso una fina nube de perfume caro.
Mientras Anna archivaba informes, pensó en la situación de Laprea. De todos los casos que había visto durante su breve ejercicio, ese destacaba. En parte por la edad de sus hijos, y en parte por las lesiones de ella. ¿Siempre se quedaría tan hecha polvo cuando viera a alguien con un corte en la mejilla?
Guardó otra carpeta en el cajón, consumiendo su rabia con la tarea de archivar. Ya no era una niña indefensa. Ahora se encontraba en posición de frenar la violencia.
Empezó a pensar en Nick Wagner. Le había parecido un buen tipo. ¿Cómo podía seguir defendiendo al monstruo de su cliente? Comprendía que el sistema necesitaba abogados defensores, pero no entendía cómo alguien podía querer desempeñar ese trabajo.
Sí, ya, era una posición codiciada. Los abogados de oficio solían tener muy mala reputación, pero la Oficina del Abogado de Oficio de Washington era el servicio de abogados defensores más prestigioso de Estados Unidos. Al igual que la Oficina del Fiscal Federal, la del Abogado de Oficio recibía cientos de solicitudes para unos pocos puestos vacantes. Ambas eran famosas por ofrecerles a los jóvenes abogados la mejor formación en pleitos y experiencia en juicios del país, y ambas elegían a licenciados de las mejores facultades de Derecho.
Pero ser un cerebrito no bastaba para conseguir un trabajo en la Oficina del Abogado de Oficio. La organización se enorgullecía de ser uno de los centros de defensa más entusiastas de Estados Unidos. Los abogados de oficio del Distrito de Columbia creían que el sistema iba en contra de sus clientes; que la policía era racista, fascista o corrupta, y que el auténtico problema de las comunidades pobres del distrito era el encarcelamiento masivo, no el crimen. Eran unos abogados conocidos por su abnegada dedicación a poner en libertad a sus clientes… del modo que fuera posible.
El resultado era una amarga disputa entre la Oficina del Abogado de Oficio y la Oficina del Fiscal Federal. En otras ciudades era común que hubiera amistad entre fiscales y abogados de oficio, que fueran a ver algún que otro partido de fútbol o a tomar algo al salir del trabajo, pero no en el Distrito de Columbia. Ahí eran adversarios siguiendo la tradición de perros y gatos, los Montesco y los Capuleto, o Angelina y Jennifer.
Esa mañana, por un momento, Anna había sentido una auténtica chispa entre ellos, pero ahora Nick Wagner no era más que uno de los cientos de abogados contra los que tenía un caso. No tendría ningún problema en tratarlo exactamente igual que a cualquier otro abogado defensor.
Le sonó el teléfono y se acercó a su mesa para cogerlo.
—¿Diga?
—La llamo de Seguridad. Aquí abajo hay un tal Nicholas Wagner que quiere verla.
Se le aceleró el corazón, lo cual no le habría pasado si se hubiera tratado de cualquier otro abogado defensor.
Mierda.
—Pasa, siéntate —le dijo señalando la silla de Grace y apartando una caja de grabaciones de llamadas a la policía.
—Me gusta lo que habéis hecho con este sitio —dijo Nick, saltando una pila de zapatos.
—Estábamos buscando un aire posmoderno y deconstructivista.
—Si esto estuviera más deconstruído necesitaríais un remolque de la Agencia Federal de Emergencias.
Ella se rió. Se sentaron el uno frente al otro en el abarrotado despacho.
—Ahora en serio, ¿a qué debo el honor de tu visita?
—Solo quería hablar contigo, ya que vamos a trabajar juntos en el caso Davis.
—No juntos exactamente. Más bien, enfrentados.
—Sí, bueno. —Sonrió—. Pero, aun así, quería pasar a ver qué tal. Ha sido una mañana dura. Para todos.
—Para todos excepto para D’marco Davis. —Sus palabras sonaron más duras de lo que había pretendido.
—Sé que los fiscales no os lo creéis, pero un día en la cárcel no es como ir de pícnic. Es un lugar asqueroso y peligroso. Y ahora D’marco va a estar tras los barrotes durante los próximos meses, al menos hasta el juicio. Así que diría que ha sido un día muy malo.
—Dudo que unos cuantos meses más en la cárcel vayan a suponerle mucho a un matón como él.
—Es un ser humano, Anna. Lo que pasa es que no ha tenido todos los privilegios que hemos tenido tú y yo.
—¡Venga ya! —Anna pensó en la caravana a la que se había mudado su familia después de que hubieran perdido la casa. ¿Qué privilegios se pensaba Nick que había tenido?
—Y la historia tiene su otra cara. Ya has visto lo agresiva que se ha puesto Laprea esta mañana solo con verme. Podría haber sido ella la que empezó la pelea con D’marco.
—¡Venga ya! Seguro que D’marco no tenía ni un rasguño, ¿a que no? ¡Es diminuta! ¿Qué clase de amenaza podría suponer para él?
—Lo único que estoy diciendo es que tampoco es un angelito. Tiene antecedentes penales que demuestran que puede ser violenta.
Anna sacó el archivo del caso D’marco y le pasó a Nick una copia del expediente criminal de Laprea.
—La arrestaron un par de veces por faltas leves cuando era adolescente. No hubo condena. Después se graduó en el instituto y consiguió un trabajo fijo. Está criando a dos hijos con la ayuda de su madre, pero sin mucha ayuda de D’marco. Yo no tendría trabajo si todo el mundo en el Distrito de Columbia se comportara como Laprea Johnson. En cambio, fíjate en el historial policial de tu cliente.
Anna levantó el grueso expediente de antecedentes penales. D’marco tenía una buena lista de arrestos relacionados con la droga. Estaba en libertad condicional después de haber cumplido un año en prisión por tráfico de drogas y posesión de armas. También lo habían arrestado por numerosas agresiones a Laprea, aunque nunca lo habían condenado por ello.
—Bueno —dijo Nick con un suspiro. Despejó una zona del suelo con el pie, estiró sus largas piernas y se agarró las manos por detrás de la cabeza—. ¿Qué vamos a hacer con esto?
A Anna le gustó que los hubiera incluido a los dos, como si fueran un equipo trabajando juntos para encontrar la respuesta a un grave problema. Se sacó esa idea de la cabeza. No formaban un equipo. Nick y ella no podían estar más enfrentados, sobre todo porque se sentía muy implicada en casos como el de Laprea, en el que la mujer llevaba mucho tiempo siendo víctima de malos tratos, pero siempre acababa volviendo al lado de su maltratador. Los hombres como D’marco se volvían cada vez más violentos. Si no lo detenían, podía terminar matando a Laprea.
—Tu cliente podría declararse culpable —le sugirió.
—No puede hacer eso. Está en libertad condicional por ese delito de drogas, así que si lo condenan por agresión, le sumarán todo el tiempo restante del antiguo cargo por tráfico de drogas y cumplirá seis años por un delito que supone menos de uno. ¿Qué te parece una sentencia aplazada?
—No le pueden conceder un acuerdo de fallo aplazado con los antecedentes que tiene. Sabes que es la política de la oficina.
—Pues entonces supongo que tendremos que resolverlo en el juzgado —dijo Nick alzando las manos al aire—. Odio hacerlo, aún recuerdo la paliza que me diste en la competición de juicios simulados.
—Oye, que acabo de licenciarme en Derecho hace unos meses. Tú llevas dos años en esto. Será una lucha justa.
—He aprendido unos cuantos trucos. —El humor se reflejaba en su mirada. ¿Qué sabía él que hacía que estuviera tan seguro de sí mismo?
De pronto, Nick se incorporó, atraído por algo que había visto sobre su mesa.
—¿Son Krispy Kreme?
—¿Quieres uno? —Le acercó la caja de dónuts y él cogió uno cubierto de chocolate—. Traigo algo para picar aquí para los policías. Sobre todo para los que trabajan de noche y aún no se han podido ir a casa por la mañana. Devoran galletas, caramelos y hasta pizza de hace una semana, pero estos no los ha tocado nadie.
Nick le dio un buen mordisco.
—Supongo que será por ese estereotipo de los polis y los dónuts. Mmm —dijo relamiéndose los dedos—. Ellos se lo pierden.
Ella se rió y eligió uno con cobertura de azúcar.
—No te llenes ahora —la reprendió Nick— o no tendrás apetito para la cena.
—Esta es mi cena.
—Ah, no. No te vas a librar tan fácilmente, Anna Curtis. Te he pedido salir a cenar y has dicho que sí. Un fiscal tiene que tener cierto sentido de la integridad a la hora de tratar con el abogado defensor. Echarte atrás ahora sería considerado conducta ilícita de la fiscalía.
Anna se rió.
—No creo que la gente de mi oficina salga a cenar con gente de la tuya.
—Con esto no pretendo firmar un acuerdo de paz histórico.
—Solo digo que no estoy segura de si debería salir contigo.
—No vamos a «salir». Solo quiero charlar con una vieja amiga.
Con la excusa de mirar el reloj, se dio un momento para pensar en ello. Solo eran algo más de las seis, y ella solía quedarse en la oficina hasta más de las nueve. Cenar con Nick era, probablemente, una mala idea. En el aspecto profesional, le ponía nerviosa la idea de alternar con un abogado defensor. En el aspecto personal, no era muy sensato pasar más tiempo con un adversario tan atractivo. Ya bastante le costaba, de por sí, confiar incluso en los hombres con los que no se enfrentaba en un caso criminal.
—No hay ninguna regla que diga que un fiscal y un abogado de oficio no puedan quedar para comer y charlar —continuó Nick—. De todos modos, no vamos a hablar del caso. Está bien ver a otro licenciado en Derecho por Harvard que ha optado por el interés público en lugar de meterse en un bufete, por mucho que estemos en lados opuestos en la sala de tribunal.
Anna pensó en lo tranquila que se quedaba la oficina después de las siete. Nick tenía razón. No tenía nada de malo que salieran a cenar juntos.
—¿Qué tienes pensado? —le preguntó.
Fueron a Lauriol Plaza, un conocido restaurante mexicano en el barrio de Adams Morgan. Multitud de jóvenes profesionales se reunían allí, aún con sus trajes puestos. Los camareros cargaban con bandejas de margaritas y esquivaban grupos de personas que esperaban en la zona de la barra.
A Anna y Nick les tocó una mesa junto a uno de los ventanales que daban a la calle Dieciocho. Su camarero les sirvió nachos con salsa de aperitivo, y les tomó nota. Al marcharse, Anna mojó un nacho en la salsa y sonrió a Nick. Se había pasado tantas noches sola en la oficina, inmersa en las peores cosas que pasaban en la ciudad, que se alegraba de haber salido, para variar, y de estar rodeada de bullicio y charlas alegres.
Se fijó en que Nick tenía menos pinta de abogado con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y la corbata suelta. Anna había dejado también la chaqueta de su traje en la silla, y debajo llevaba una blusa sin mangas color marfil. Se fijó en que la mirada de Nick recorrió sus brazos desnudos. De pronto cohibida, desvió la mirada y se atusó la coleta.
—Bueno… —dijo Nick antes de echarle un trago a su Corona—, ¿y cómo termina una brillante y preciosa abogada de Míchigan trabajando como una esclava por un sueldo del gobierno en D. C.?
La emocionó más que recordara de dónde era que el hecho de que le hubiera lanzado esos piropos.
—Tenía claro que no quería volver a Flint —respondió. Demasiados malos recuerdos—. Miré unas cuantas ciudades y me enamoré del Distrito de Columbia, por su historia y el idealismo de la gente, que sigue la política igual que otros siguen los deportes.
—¿Pero por qué no un buen bufete de abogados? ¿Es que tienes algo en contra de las mesas de caoba y los sueldos de seis cifras?
Nick le gustaba demasiado como para darle su típica respuesta, y cierta solo a medias, sobre el hecho de querer estar en los juzgados en lugar de revisando documentos en un archivo. Pero todavía no estaba lista para contarle el motivo; imaginaba que se quedaría impactado.
—Quería hacer algo de provecho con mi licenciatura. —Le sonrió justo cuando el camarero llegó con la comida—. ¿Y tú qué? ¿Creciste queriendo liberar criminales?
No pareció ofenderse.
—Me gusta pensar que puedo ver algo bueno en todo el mundo. Si le doy voz a alguien que podría estar yendo por el mal camino, tal vez pueda ayudarlo a cambiar en lugar de endurecerse en prisión. Pero no hablemos de trabajo, tengo una pregunta mucho más importante: ¿Qué tal están esas fajitas?
Ella se rió. Las fajitas estaban buenísimas. Su conversación derivó en cotilleos sobre sus compañeros de clases y anécdotas de infancia graciosas. Nick le habló de los líos en los que se habían metido sus amigos y él en St. Albans, una escuela privada de D. C., mientras que Anna le contó historias campechanas sobre el Medio Oeste, de esas que a los de la Coste Este les gusta oír. Le habló sobre el pícnic de verano anual de la General Motors, y del lío en que se metió cuando tenía nueve años por haberse marchado galopando con uno de los ponis de la feria.
—¡Y ahí necesitaste un abogado defensor! —dijo Nick.
Pidieron café y, mucho después de que les hubieran recogido los platos, seguían charlando. Cuando los camareros empezaron a apilar sillas sobre las mesas, Anna se fijó, algo avergonzada, en que eran los únicos clientes que quedaban. No se lo había pasado tan bien desde que se había mudado a esa ciudad.
Al salir a la fría noche de invierno, Nick le preguntó si podía acompañarla a casa, y Anna, diciéndose que no eran más que dos viejos conocidos de la facultad que se habían reencontrado, y que obviamente no había conflictos de intereses, le indicó la dirección de su apartamento, situado a unas pocas manzanas de allí. Aunque era lunes por la noche, Adams Morgan estaba aún concurrida. Grupos de empleados trajeados del Capitolio, becarias con altas botas de tacón, y etíopes del vecindario rivalizaban por un huequito fuera de los bares y restaurantes.
Anna y Nick caminaban tranquilamente, uno al lado del otro, charlando y bromeando. Le sorprendió la facilidad con la que se permitía bajar la guardia estando con él. Tal vez fue el hecho de tener prohibido, desde un punto de vista profesional, salir con Nick, lo que le hizo relajarse. Mientras se encontraran en lados enfrentados de un caso abierto, él no era una opción, y por eso, no suponía ningún peligro. En cualquier caso, Anna no quería que la noche terminara. Demasiado pronto giraron en la avenida Wyoming, una tranquila calle flanqueada por árboles y majestuosos adosados. Señaló una de las elegantes casas.
—En el anuncio aparecía como «apartamento en sótano estilo inglés» —le explicó señalando un tramo de escaleras que conducía a una entrada subterránea—. Me esperaba que hubiera fish ‘n’ chips.
—No, eso de «sótano estilo inglés» es una forma bonita de decir «mazmorra medieval».
Anna se rió y lo miró. A pesar de medir algo más de un metro setenta, tuvo que echar la cabeza atrás para poder mirarlo a los ojos. Y qué ojos tan preciosos, marrones con motas verdes y doradas.
—Me he divertido muchísimo esta noche. Gracias por sacarme de la oficina.
Se quedaron mirándose; sus alientos formaban pequeñas nubes en el frío aire de la noche. Anna se vio inclinándose hacia delante a la vez que lo hacía él, pero en el último instante recobró el sentido, dio un paso atrás y extendió la mano para estrechársela.
—Pero no pienso desestimar tu caso.
Riéndose, Nick intentó hacerse el dolido, pero no le salió. Le cogió la mano y se la estrechó durante varios segundos más de los necesarios.
—Me parece muy bien, ¿pero qué tal si salimos a cenar el viernes?
Ella apartó la mano.
—Creo que no. —Sentía un cosquilleo en la piel, ahí donde él la había tocado. Ya no podía volver a salir con él, eso estaba claro—. Llámame si tu cliente quiere declararse culpable.
—Mmm… eso no va a pasar. Pero te llamaré cuando nuestro juicio haya terminado.
—Buenas noches, Nick.
Avanzó por el pequeño tramo de calle, bajó los tres escalones que conducían hasta su puerta delantera y entró. Una vez dentro y a salvo, miró atrás. Él se despidió con la mano y se marchó. Anna contempló cómo se iba alejando su figura. ¡Qué pena que tuvieran que enfrentarse en el mismo caso! Hacía mucho tiempo que no se sentía tan atraída por nadie.