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Lo pasado, pisado

 

Los cuatro viejos amigos se encontraron en el restaurante El Limonar, uno de los más nuevos y con mejor publicidad de los que había en la ciudad. Era un local cuidadosamente decorado, que hacía de cada mesa un reservado al estar cada una de ellas rodeada por pequeños arbolitos de limones y plantas de distinto género. La música ambiental era instrumental y muy suave, y no se convertía en obstáculo para la conversación, como ocurría con tanta frecuencia en otros lugares.

Cuando llegaron María Esther y Gabriel, les esperaban ya en la mesa Rosalía y Ramiro. Al verles, Rosalía se levantó como un resorte y se lanzó a abrazar a su amiga que acababa de recuperar. Ramiro le dio también un abrazo y le susurró en el oído “No vamos a hablar de historia”; gesto que María Esther agradeció con una sonrisa.

No pasó mucho rato para que Rosalía invitara a María Esther a que le acompañara al tocador, ocasión en la cual las dos se pusieron, de forma rápida, al  tanto  de sus vidas. Rosalía, con mucho tino, no quiso topar mayormente el drama de María Esther, gesto que ésta última agradeció, y más bien se pusieron a hablar de planes futuros; Rosalía estaba especialmente interesada en saber si se podrían escuchar, en una fecha cercana, las notas de la Marcha Nupcial de Mendelssohn, a lo que María Esther, con risas, contestó que era demasiado pronto como para saberlo.

Mientras esto sucedía en el tocador de damas, Gabriel y Ramiro, sentados frente a una copa de vino y luego de que Ramiro le expresara su contento al verlo alegre y distendido, conversaron sobre el  tema que ambos conocían pero del que Gabriel no  estaba enterado  de ciertos detalles: el asesinato de Emir Barro y la posterior muerte del supuesto asesino, el sicario colombiano Gustavo  Camposano, alias “Mortiño”. Ramiro le contó a su amigo del descubrimiento que hizo el Sargento Carranza y cómo creen que la identidad de un “empresario de la muerte” conocido como “Don José”, supuesto jefe de alias “Mortiño”, habría sido develada. Estaban, le dijo, a la espera de los resultados que obtenga la Policía colombiana sobre este particular.

Cuando las damas se reintegraron a la mesa, la conversación cambió de tópico y se topó el tema de moda: las próximas elecciones. María Esther contó su encuentro con su ex compañero de aulas, Ignacio Labastida; cómo éste maneja el tema  de las redes sociales para la  campaña de Alejandro Capdevila –tema, hoy por hoy, importantísimo en el área de la comunicación-; y la explicación, un tanto desfachatada, que le dio del manejo de las mismas. A Gabriel le pareció interesante tener una conversación con él y ver si podría aportar con algún material para el trabajo de investigación al que estaban abocados, y que debía ser publicado, aproximadamente, en un mes. María Esther quedó en concertar una reunión con Ignacio.

Entre esto y los típicos chismes de sociedad, la velada terminó con la sensación generalizada de que había renacido un grupo de amigos que nunca debió dejar de existir.

Gabriel llevó en su automóvil a María Esther hacia su apartamento. Cuando ella estaba a punto de darle un beso, él le dijo:

             Ven a vivir conmigo. Deja este apartamento y ven a vivir conmigo.

             No, mi amor. No podría hacerlo. No sólo porque sé que a tu madre no le gustaría, y no quiero hacer nada que a ella le disguste, sino porque ya no soy la que era antes. No sé si me entiendes. Me he vuelto chapada a la antigua, aunque suene a chiste lo que digo. Cuando vivamos juntos será cuando ni tú ni yo alberguemos la menor duda respecto del otro. Yo te quiero más que a nadie en el mundo, Gabriel, y estoy muy segura de lo que digo; pero necesito tener esa misma seguridad de que el amor que me tienes es también grande y que no hay hendijas en él por las que pueda filtrarse la duda. Y yo tengo que aceptar ese precio: saber que nunca podría reprocharte el que tengas dudas…

             Mi amor, no tengo dudas. ¡Créeme por favor!

             Quiero creerte, Gato. ¡No sabes cuánto quiero creerte! Pero, en realidad, creo  que los dos necesitamos más tiempo; tiempo que nos regale esa seguridad  de la que hablaba. Esperemos un poco, por favor.

             De acuerdo, preciosa, esperaremos. El tiempo suficiente como para que, la próxima vez, te haga solo una pregunta simple: si quieres o no casarte conmigo.

Al escuchar estas palabras, María Esther sintió que se le iban las lágrimas. No dijo media palabra. Sencillamente le dio un beso en la boca a Gabriel, abrió la puerta del coche y salió corriendo rumbo a su apartamento. Al llegar, allí empezó con un llanto desesperado, que ella misma no sabía explicarlo. ¿Lloraba de felicidad, o lloraba porque, aunque el Gato le había perdonado, ella no se había perdonado aún a sí misma? Entonces le vinieron a la memoria las palabras de Gabriel: “Lo pasado, pisado”. Si no asumía como suyo el concepto que esas palabras encerraban, entonces sí que nunca podría volver a ser feliz. Era una mujer fuerte y tenía que demostrarlo. Tenía que demostrarle, especialmente a alguien: a ella misma, que María Esther Cárdenas seguía siendo una luchadora y que en su principal pelea, aquella por su felicidad y la felicidad del  Gato, no aceptaba una derrota como un posible final. Los dos iban a ser felices y envejecerían juntos. ¡Sí señor! De pronto, como movida por una súbita inspiración, tomó su teléfono y marcó un número:

             Gato dijo con voz queda, ¿quieres venir a pasar la noche conmigo?

 

 

Hicieron el amor de forma intensa, como si quisieran recuperar el tiempo perdido. Al fundirse sus cuerpos, cada uno descubrió que la vida sin el otro carecía de sentido y se juraron amor para siempre.

Festín de buitres
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