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En búsqueda de luces

 

Había mucha actividad en las oficinas de la Unidad de Lucha contra el Crimen Organizado. Varios oficiales estaban literalmente pegados a la pantalla de sus computadoras y tomaban notas, de vez en cuando, en libretas amarillas con el logotipo de la Unidad. No eran oficinas muy grandes, pero el visitante ocasional no podía dejar de percibir un agudo ambiente de profesionalismo. Se trata de funcionarios policiales con un alto nivel de integridad personal comprobada (las pruebas de idoneidad y confianza se las hacía cada seis meses, incluido el uso del polígrafo) y con muy buena preparación intelectual; especialistas en Inteligencia, dedicados a pescar, literalmente, pequeños trozos de información que les permitiera combatir a un monstruo de múltiples tentáculos: el tráfico de drogas, la trata de personas y el tráfico ilícito de migrantes, el tráfico de armas, el terrorismo; y para golpear a los cárteles en donde más les duele: el blanqueo de dinero. Todo esto, sin olvidar  la infiltración que el delito organizado trataba de hacer continuamente en las instituciones democráticas, a fin de debilitarlas. Su capacidad era reconocida en otros países en donde brindaban, con frecuencia, asistencia técnica.

El área que ocupaba la Unidad tenía divisiones modulares. Al final del pasillo central se encontraba la oficina del jefe de la misma; relativamente amplia, la cual, aparte de su escritorio y dos computadoras grandes, albergaba una mesa de reuniones con cabida para ocho personas. En la pared del fondo estaba instalada una pantalla en la que se podían hacer proyecciones.

Alrededor  de la mesa de reuniones estaban sentadas tres personas: el Mayor Ramiro Recabarren, Jefe de la Unidad; su mano derecha, el Teniente José Rafael Estévez y el Teniente Oswaldo Tena, de la División de Homicidios de la Policía Nacional.

A pedido de José Rafael, el Teniente Tena informó al Mayor Recabarren sobre los detalles e inquietudes que surgieron, a raíz del asesinato de Emir Barro y de la posterior eliminación de alias “Mortiño”.

Ramiro, que escuchó atentamente, no dejó de interesarse en la historia. Su olfato le dijo que había algo gordo oculto detrás de ella. De vez en cuando, tomaba pequeñas notas en una libreta que sacó del bolsillo interior de su saco.

― ¿Puedo suponer que han rastreado las llamadas hechas o recibidas por Emir Barro en los últimos días? ―preguntó.

―Así es ―contestó el Teniente Tena. ―Todas las llamadas efectuadas desde el teléfono de su oficina  constan en el registro que mantiene la central del Banco. El número al que se llama queda registrado automáticamente.

― ¿Y de su celular?, ―inquirió José Rafael.

―Igual. Ese registro lo mantiene la operadora de telefonía celular. El problema es que, obviamente, al no haberse instalado un programa de escuchas, se puede saber a qué números telefónicos llamó, pero no en específico con quien o de qué habló.  Pero sí,  tenemos los registros del último mes.

―Bueno.  Por algo se empieza.  ¿Algún número interesante?

―Muchos. Pero que no nos dicen nada concreto.

―Todavía, teniente. Todavía. Las investigaciones importantes toman tiempo, ―dijo en tono filosófico, Ramiro.

―Lo que pasa es que algo me dice que este caso puede ser muy importante. Tratándose de la muerte de un ejecutivo bancario, en un escenario que me parece un tanto elaborado, no sé por qué, pero creo que puede haber detrás un problema irresuelto de lavado de dinero.

―Es probable que tengas razón, Oswaldo. Eso precisamente le dije a mi Mayor cuando le conté de tu caso, ―dijo José Rafael. ―Puede ser que estemos frente a un caso de lavado y probable estafa al dueño de ese dinero, quien decidió sentar un precedente para que  no se vuelva a repetir.

―A ver, a ver. Como dice el viejo dicho: “El que camina despacio avanza lejos”. Del rastreo de llamadas ¿hay alguna o algunas que nos induzcan a pensar en algo como lo que ustedes empiezan a señalar como motivo del asesinato de Barro o de los dos crímenes?

―Hoy por hoy, no lo podría decir. Las efectuadas y recibidas en la oficina son llamadas estrictamente profesionales, con dueños o apoderados de las cuentas que Barro manejaba. Las efectuadas desde su teléfono móvil son ya más personales: con su madre, con sus amigos y conocidos, etc.

―De las llamadas, llamémoslas así,  “profesionales”: ¿hay alguna que les haya llamado la atención?

―Bueno, hay en realidad dos que no entran en ninguna categoría, pero que fueron hechas y recibidas desde el teléfono fijo privado de la oficina: la primera llamada está dirigida a un número que corresponde a una cabina telefónica situada en el centro comercial Los Cipreses, al norte de la ciudad, hecha exactamente a las once horas y cincuenta y dos minutos; y la segunda llamada es recibida desde una cabina pública de otro centro comercial, esta vez en el sur, el Mall La Tolita, a las trece horas con cincuenta. Ambas, como vemos, con dos horas de diferencia, el miércoles, tres semanas antes del crimen. Es extraño. ¡Ya casi nadie, con el auge de los teléfonos celulares, usa una cabina telefónica! Y en este caso tenemos dos llamadas que utilizan cabinas telefónicas. A no ser que se quiera que dichas llamadas pasen desapercibidas,…. Digo yo.

―Interesante. ¿Qué me dicen de la agenda de Barro? ¿Qué hizo el día de su muerte? ―insistió Ramiro.

―Bueno ―dijo Oswaldo mirando la carpeta que tenía a la mano, ―según su agenda, Barro tuvo una reunión con unos inversionistas japoneses; otra con el gerente de una cooperativa agrícola sobre el financiamiento de un ambicioso programa de cultivo de palma africana, reunión que al parecer fue sumamente larga, ya que la tenía agendada para casi cuatro horas, con almuerzo incluido; finalmente, ese día debía tratar algo con el doctor Oswaldo Rojas, Tesorero y jefe de campaña de Capdevila, pero no consta que lo haya hecho; no, al menos, en su despacho del Banco. Ese día no trabajó hasta muy tarde y, alrededor de las diecinueve horas, salió de la oficina.

―O.K., tenemos esas dos llamadas: una hecha y  otra recibida desde dos cabinas telefónicas distintas. Algo que habrá que investigar con más profundidad, lo que tú seguramente lo habrás ya decidido, ―le dijo en tono amistoso, tratando de no dar lecciones ni herir la sensibilidad de un buen oficial que no estaba trabajando directamente a sus órdenes.  ― ¿Qué me cuentas de los otros días? ¿Algo para destacar?

―Realmente, nada especial. En general, la rutina diaria. Cabe anotar que para la noche del viernes siguiente al de su muerte tenía en la Agenda una cena con el doctor Rojas, aunque no especificó el lugar en donde se llevaría a cabo.  Ninguno de sus colegas conocía de esa cita. No hemos conversado todavía con Rojas, pero espero hacerlo lo más rápido posible. Desconocemos qué pasó el día de la muerte de Barro, en el lapso que se inicia desde que salió de su oficina, a las diecinueve horas hasta que llega, aproximadamente a las veintiún horas a la Cafetería del Hotel. Sabemos que, entre once y doce de la noche, llegó a su apartamento acompañado probablemente por “Mortiño.

―Bueno, Oswaldo, continuemos con esta conversación más tarde, que hoy debo asistir a una junta. Con Pepe vamos a darle vueltas al asunto para ver en qué te podemos colaborar, ―dijo Ramiro, levantándose.

―Como usted ordene, mi Mayor. Sabe que recibir su ayuda será para mí siempre gratificante, ―respondió el Teniente Tena.

Festín de buitres
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