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Confianza y amor

 

Llevaban trabajando juntos casi un mes, lo que significaba que se veían prácticamente todos los días en razón de que, con un pretexto u otro, Gabriel se reunía con María Esther fuera sábado, fuera domingo. Y, si hay algo que a una mujer no se le puede ocultar es el amor; sentimiento que se trasluce a veces con una simple mirada que traiciona a quien lo siente y lo quiere mantener en secreto. María Esther podía jurar que lo imposible estaba sucediendo: que pese a todo lo que pasó, el Gato seguía enamorado de ella; que podía mantener viva la esperanza de ser feliz algún día a su lado.

Ella no podría dar el primer movimiento, por más que ganas no le faltaban. No. Cualquier cosa tendría que venir de él. Gabriel tendría que decirle que la había perdonado y que sí era posible empezar nuevamente una relación afectiva partiendo de cero. ¡Tendría que partir de cero! Ella, a su vez, sabía que debería construir, paso a paso, el edificio de la confianza en donde habitaría ese amor; sin ese requisito, no habría progreso. Y ese edificio no se construía de la noche a la mañana. Pero aunque tomara siglos, ella estaba dispuesta a intentarlo. ¡Vaya si lo haría!

Gabriel le había llamado esa mañana de sábado, para invitarla a almorzar en un restaurante griego recientemente inaugurado, cerca de un centro comercial ubicado en el sur de la ciudad. Dijo que varios amigos lo habían recomendado, porque la cocina era estupenda. Aceptó, obviamente, encantada de estar con Gabriel y, además, ella conocía muy poco el sur de la ciudad, ya que su vida, antes de ingresar a la cárcel, normalmente, había transcurrido en el  centro y en el centro-norte de Quito. Y en la capital ecuatoriana, si bien existían excelentes restaurantes en donde se comía de primera, los lugares de comida griega eran bastante escasos.

Puso énfasis en arreglarse y ponerse bonita, como lo hacía siempre que iba a ver a Gabriel. Una falda floreada con una blusa azul; aretes y un largo collar a tono; zapatos azules deportivos y un pañuelo del mismo color completaban el atuendo. Había peinado su largo pelo rubio en dos trenzas que le daban un cierto aspecto de colegiala.

Gabriel, muy puntual, tocó el timbre del apartamento a las doce y treinta horas, como habían acordado, y al salir, le pareció a María Esther ver que el Gato lucía una sonrisa misteriosa y un marcado gesto de decisión, que ella había aprendido a reconocer en el mentón de su rostro.

―Luces preciosa, princesa―, le dijo en tono alegre al tiempo de estamparle un beso en su mejilla.

El cielo quiteño lucía espléndido. De un azul vivo, sin que una sola nube pusiera su nota discordante.

Mientras iban en el coche de Gabriel, éste le iba explicando todo el progreso que el sur de la ciudad había tenido en los últimos diez a quince años y que resultaba desconocido para los habitantes de la ciudad que vivían al norte del Panecillo: esa elevación natural que, situada hoy en lo que resulta el corazón de la ciudad, permite, con sus tres mil metros de altura, contemplar el centro colonial, así como el norte y sur de la ciudad.

Luego de casi una hora de camino, llegaron al restaurante que, a simple vista, les encantó. Una fachada blanca, que parecía arrancada de una postal de Santorini, y un gran patio interior en cuyo  centro había una hermosa fuente, más bien de corte andaluz que griega, recibían a los visitantes. La comida era griega aunque ofrecían también uno que otro plato ecuatoriano.

Escogieron una mesa un tanto apartada y luego de ordenar la comida y con una copa de vino en la mano, Gabriel Tomás, mirando intensamente a los ojos de María Esther y apoyando una mano sobre la de ella, dijo:

―Quiero brindar por ti, por mí y, de ser posible, por nosotros.

Fue como una oleada de calor la que ella sintió en su rostro.

―¿Qué me quieres decir, Gabriel? Estoy un tanto confundida.

Una enorme seriedad, acompañada por una gran serenidad, apareció en el rostro de Gabriel, quien seguía mirando insistentemente a los ojos de María Esther.

―Creo que tú ya lo sospechas. Es muy simple. Que a pesar de todo lo que sucedió entre tú y yo, te sigo amando. Parece absurdo, ya lo sé. Parece sin sentido. ¡Pero la realidad es esa! Me había jurado que nunca te lo diría. Que dejaría que tú hicieras tu vida y encontraras a quien sería tu compañero de ruta. Que fueras feliz por tu lado, mientras yo… Pero bueno, no he sido lo suficientemente fuerte como para mantener mi promesa. Y…, ahora, ya lo sabes.

María Esther, luego de segundos en silencio, no pudo evitar el llanto. Era un llanto que nacía de lo profundo de sí misma, de su pasado, de su traición, de su tiempo en la cárcel; de creer que después de lo que hizo nunca podría ser feliz.

―Gato―, contestó con una voz entrecortada―. Aunque tarde, en mi celda, comprendí que era verdadero amor lo que sentía por ti. Que actué como una adolescente tonta e irresponsable; que sin pensar dos veces, salí de sopetones en busca de la pasión y la aventura. Mi relación con André, intensa como fue, no habría tenido futuro. ¡Pero  eso lo comprendí recién en la cárcel! Y tus visitas mensuales, a la vez que me brindaban consuelo, me hacían daño, porque me permitían ver, en toda su magnitud, a mi pérdida. Porque estaba segura de que tú jamás podrías volver a enamorarte de mí. Porque no te merecía. Porque…

Su voz se quebró de nuevo y ocultó su rostro  entre sus manos. Gabriel, rodeándola con sus brazos a través de la mesa, le dijo muy quedamente:

―“Lo pasado, pisado”. ¿Recuerdas? ¿Crees tú que podremos empezar de nuevo?

―Te estás olvidando de los demás, Gabriel. ¿Qué van a decir tus padres? ¿Tus amigos?

―Mis padres son lo suficientemente inteligentes como para no interferir en mi vida sentimental. Además, aunque no me lo ha dicho, estoy seguro de que mi madre ya lo sabe o, al menos, lo intuye. ¿Mis amigos? Si lo son, respetarán mi decisión; si no lo son, entonces ¿qué me importa? Ellos no son lo importante, María Esther. La única importante eres tú. Te repito: ¿quieres empezar de nuevo?

Un breve silencio reinó entre los dos. Luego, María Esther alzó su copa y mirando a los ojos de Gabriel dijo, con voz temblorosa:

―Juro por Dios y por la memoria de mi padre, a quien idolatraba, que te amo con todo mi corazón; que mi máximo anhelo sería envejecer a tu lado; que estoy dispuesta a recompensarte con mi propia vida por todo el daño que te hice.

―Si es así, mi amor, brindemos por nosotros y por un proyecto de vida juntos, que lo vamos a construir todos los días.

Alzaron ambos sus copas y lentamente bebieron todo el vino sin quitar la mirada el uno del otro. En su concentración, sintieron que les rodeaba un silencio que sólo permitía escuchar sus respiraciones y el latido de sus corazones; un silencio que lo decía todo y que para ellos era como música celestial.

María Esther, con los ojos humedecidos, le contó cómo en sus días más tristes en el reclusorio mitigaba su pena con su recuerdo, con el saber de la alegría que le produciría su próxima visita. Pero, al mismo tiempo, la depresión que sentía al saber que era imposible, que era impensable recobrar su amor. Habían habido ocasiones, le decía, que compañeras de detención que habían llegado a tenerle un muy alto grado de confianza, le contaban sus cuitas amorosas, cómo sus parejas les habían traicionado, y le pedían consejo a ella, la traidora…

“Lo pasado, pisado”, le repetía Gabriel y los dos se juraron mutuamente que nunca cejarían en su esfuerzo por volver a construir una relación que fuese capaz de resistir cualquier embate que les presente la vida.

Salieron del restaurante, luego de haber almorzado, y por primera vez desde su libertad, María Esther volvió a entrar en el apartamento de Gabriel; en donde, por primera vez, hicieron el amor hace como hace casi tres años. En esta ocasión también lo hicieron, pero los dos sabían que esa unión física tenía mucho más significado que la de aquella primera vez.

Festín de buitres
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