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Daño colateral

 

―¿Qué crees que puede haber pasado para que “Cap” pida que Beatriz revise las cuentas de campaña?―, preguntó Rodrigo, en tono inquieto.

―En realidad, le he dado muchas vueltas al asunto y no le hallo explicación. Debo imaginar, por tanto, que como él sabe que cualquier denuncia comprobable  en este campo le afectaría directamente, quiere estar seguro  del terreno que pisa. No te olvides que Zambrano, al verse en tan franca desventaja, va a tratar de utilizar cualquier medio para bajar a “Cap” de su pedestal. Creo que esa, y no otra, es su preocupación―, contestó Oswaldo.

―Espero que tengas razón.

―Yo también lo espero. Bueno, revisemos esa famosa lista. Aquí, Rodrigo, te tengo una pequeña sorpresa. Unos amigos mutuos, que son fuertes aportantes a la  campaña, me han pedido insistentemente que coloquemos dos nombres, en calidad de suplentes, en quinto o sexto lugar. Como tienen la seguridad de que pondremos muchos diputados, la elección de éstos quedaría asegurada; y a los dos amigos que eliminaríamos de la lista para dar paso a los nombres sugeridos les ofreceríamos puestos bien remunerados en la Administración. ¿Qué te parece?

Rodrigo Avilés se puso serio, meditó largo rato su respuesta y contestó:

―Carajo, en qué joda nos metimos. Bueno, pues, adelante, y no se hable más del tema.

 

A las nueve de la noche en punto, Rodrigo  Avilés ingresó al restaurante japonés del Swissötel y ocupó la mesa que había reservado muy cerca de la entrada. Cinco minutos más tarde hizo su aparición Hugo Espinel, vestido con elegante traje azul, camisa blanca, corbata de diseños en rosa y pañuelo al  tono.

―Tan elegante como siempre―, dijo Rodrigo, levantándose para recibir a su invitado.

―¿Cómo  estás, Rodrigo? Debo confesarte que aún en este momento no comprendo bien qué es lo que hago aquí.

―Cenar con un amigo. ¿Es eso acaso pecado?

―¿Con un amigo que se ocupa de destrozar a mi cliente? Sí, yo creo que puede catalogarse como pecado.

―¡Bah! Ya te pedí disculpas y esta cena, tómala como un desagravio. ¿Qué prefieres tomar: vino blanco o tinto?

―Tinto, si no te importa.

―En lo absoluto. Mozo, ¿me trae la carta de vinos?

Por el  rabillo del ojo, Rodrigo alcanzó a divisar una figura que trataba de pasar desapercibida y que él sabía perfectamente bien de quién se trataba.

―Oye, Hugo―, le dijo en bajo tono de voz y acercándose a través de la mesa, como si no quisiera que nadie más escuche lo que iba a decir―. ¿No te parece que Zambrano es un mal candidato? ¿Qué te apuntaste mal, al aceptar ser su consultor?

―Mira― le dijo Espinel, también en voz baja, ―si me invitaste para decirme eso, me levanto y me voy.

Mientras pronunciaba esas palabras, la luz de un flash les deslumbró y una figura salió corriendo del local.

Los dos se pusieron de pie, casi instantáneamente.

             ¿Qué fue eso? -, dijo Rodrigo con tono de extrañeza.

―Si es lo que me imagino, estoy arruinado. Toma tú solo el vino, que yo me retiro.

―Pero, Hugo, tranquilízate y cenemos. ¡No cabe salir disparados porque algún “paparazzi” nos haya tomado una foto!

―Si esa foto se publica, ¿te imaginas lo que pensarán Zambrano y Capdevila?

―Si eso te tranquiliza y te permite cenar en paz, me comprometo a hacer todo lo posible porque esa foto jamás salga en ningún periódico.

―¿Y cómo lo vas a hacer?

―Tengo mis medios. Tranquilízate, te digo. Por favor, siéntate.

―O.K... Cenemos, entonces.

Mientras saboreaba el vino que acababan de servir, Rodrigo pensó que sí podía muy bien cumplir esa promesa, en vista de que esa foto no estaba dirigida a ningún medio de comunicación. Esa foto iría a parar directamente a las manos de Arístides Zambrano. Las consecuencias eran fáciles de prever, especialmente si se conocía el carácter explosivo de Zambrano. “Collateral damage”, llaman a esto.

Festín de buitres
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