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La razón del Poder
Se había quedado solo en el despacho. Su mujer se marchó para su casa porque debía atender a sus hijos. Oswaldo y Rodrigo decidieron ir a cenar juntos y lo hicieron sin Carlos Maldonado, al que invitaron a que los acompañara, pero éste se había excusado aduciendo un compromiso con su novia. En consecuencia, él prefirió quedarse en el despacho, supuestamente a revisar papeles aunque, en realidad, lo que quería era estar solo y pensar.
No podía negar que, conforme pasaba el tiempo y las encuestas le auguraban un triunfo sólido, un enorme peso, cada vez mayor, se asentaba sobre sus hombros; y éste no era simplemente el propio de la responsabilidad que iba a adquirir de ser electo sino, también, porque en conversaciones íntimas consigo mismo no lograba definir si lo que lo movía para hacer todo lo que estaba haciendo era un sentimiento de deber social, de querer hacer algo por el país o, sencillamente, su amor por el poder. Y él sabía que éste último era muy grande y muy fuerte.
“Es verdad, quiero tener poder. Pero ¿para qué? Porque quiero hacer cosas que en este país que nadie las ha hecho. Quiero dar esperanza a gente que nunca la ha tenido. Quiero, además, ser respetado. Quiero ser recordado como el mejor Presidente de la historia de este país. Quiero que mis hijos se sientan orgullosos de su padre. Sí, es verdad, quiero tener poder. ¿Es acaso eso algo malo? No lo pienso utilizar para mi provecho personal. Todo lo contrario. Necesito tener poder para hacer cosas buenas. Tengo una sola duda que no logro disiparla: una vez alcanzado ese poder, ¿estaría dispuesto a perderlo por una cuestión de principios?”.
Se acercó al bar que tenía en su oficina y se sirvió una copa de coñac. Apuró el trago de un solo sorbo y se sentó en un sillón, con los ojos cerrados, se frotó con sus dedos las sienes y procuró dejar de pensar.