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Perdón

 

El viernes anunciado por Gabriel llegó. Una enorme inquietud asaltaba a María Esther Cárdenas quien, por satisfacer a su amor y porque sabía que ese momento tenía que llegar, tarde o temprano, había aceptado lo inevitable: ir a casa de María y Gabriel, los papás del Gato; darles la cara, y pedirles perdón y asegurarles que esta vez podían estar seguros de que no iba a traicionar a su hijo. Mientras trataba de arreglarse, dado que el Gato le había anticipado que pasaría por ella en cuestión de treinta minutos, sintió que le faltaba aire en sus pulmones y que se iba a poner a llorar. Trató de contener sus nervios pero, en determinado momento, el dique que trató de formar en sus ojos para contener sus lágrimas se rompió y un llanto sonoro, colmado de angustia, llenó la soledad de su habitación. Lloró incansablemente por un buen rato hasta que pudo calmarse. Tomó una larga ducha, casi fría, que le ayudó a templar un poco su estado de ánimo y arregló su cara lo más que pudo, aunque sin excederse en el maquillaje, a fin de que Gabriel Tomás no se percatara de que había estado llorando. Se puso un sencillo vestido verde y un saco de color negro, así como un collar de perlas -herencia de su madre- y se sentó a esperar el sonido del timbre que anunciaría la llegada de su novio.

Éste no tardó en llegar. Apenas Gabriel la vio, se dio cuenta del momento difícil que ella estaba atravesando. La abrazó fuertemente y le dijo, muy quedo al oído:

―Hoy mis padres te van a dar la bienvenida por segunda ocasión, ya lo vas a ver. Tranquila.

Lo que no podía contar a María Esther es que el día anterior estuvo con sus padres, y su madre no estuvo precisamente contenta con la perspectiva de tener a María Esther en su casa.

 

 

El día anterior había quedado en tomar un té sostenido con ellos; por lo general, el par de viejos no acostumbraban a cenar. Él llevaría unas galletas especiales que gustaban mucho a sus padres. En una larga conversación telefónica que mantuvo con su padre, en la mañana, le había anticipado el motivo de su visita y su deseo de, al día siguiente, llevar a casa de sus progenitores a María Esther Cárdenas, que nuevamente se había convertido en su prometida. “Por favor, papá, ayúdame con mamá y haz que ella comprenda que se trata de mi felicidad y que quien tiene la última palabra en este campo soy yo”, le había pedido a Don Gabriel. Él sabía del profundo resentimiento, tal vez odio, que su madre guardaba a quien una vez le traicionó y destruyó su felicidad. Pero la alegría había regresado a su vida. Era nuevamente feliz y nada ni nadie podían interponerse entre su amor y él. Pero el Gato adoraba a sus padres y esa felicidad nunca sería completa si su madre mantenía esos sentimientos haciaMaría Esther.              Al llegar, notó un semblante extremadamente serio en su madre que le preocupó. “Parece que papá habló con ella y el resultado que obtuvo no  es favorable”, pensó.

―¡Así es que otra vez volvemos a las andadas!― le dijo doña María, sin mayor preámbulo y con una voz cargada de indignación ―. ¡Déjame decirte que te creía más inteligente!

―Mujer, por favor―, dijo don Gabriel, en tono enérgico―. A ver si tratamos el tema de manera racional. Tu hijo ha venido a pedirnos un favor y tú y yo lo vamos a escuchar.

―¡Seguro que lo voy a escuchar! ¡Pero antes tiene que escucharme él a mí! Gabriel Tomás, cuando trajiste a María Esther a esta casa le abrimos los brazos y debo confesar que nosotros también caímos en el engaño de su sonrisa dulce y del cariño que supuestamente te profesaba. Éramos felices porque te veíamos a ti feliz. Pero luego que esa… señorita… finge todo lo que fingió. ¡Hasta su muerte!, para escaparse a Europa con un… criminal, ¡con un gánster!; sin importarle un comino qué pasaba con el hombre que honestamente le ofreció compartir su  vida. Cuando supe la verdad, le llegué a tener desprecio; espero que no haya sido odio, sentimiento que aspiro jamás albergar en mi corazón, pero sí desprecio. ¡Y ahora resulta, mire usted, que mi hijo, la propia víctima de esa mujer, apenas ésta sale de la cárcel, corre otra vez a refugiarse en sus brazos! ¡No! ¡No puedo estar feliz ni sonreír ante esta perspectiva!

Luego de un forzado minuto  de silencio, Gabriel Tomás contestó:

―¡Te escuché, mamá, ahora escúchame tú a mí! Todo lo que dices es cierto. Sin embargo, lo que no mencionas es que la gente puede cambiar; que se puede hacer un borrón y cuenta nueva. Y María Esther ya no es la niña irresponsable que estaba cegada por una pasión. Sí, aprendió la lección más importante de su vida y lo hizo de una manera dura. Estuvo dos años en la cárcel en donde, por primera vez, que yo conozca, pudo rehabilitarse; no sólo con la sociedad sino consigo misma. María Esther dejó de ser la hija de una familia rica pero disfuncional para convertirse en un ser humano responsable y valioso. Mucho me costó, mamá, aceptar que yo no la había dejado de querer, y darme cuenta, sin que ella me lo dijera, de que su pasión por André era algo que tarde o temprano se había de acabar y de que ella misma comprendería que era verdadero amor lo que siente por mí. ¡Estamos profundamente enamorados el uno del otro, mamá! ¡Terminaremos más pronto que tarde casándonos y nuestra felicidad sería completa si logramos contar con tu bendición!

Con estas palabras, dichas en tono enérgico, Gabriel Tomás había marcado los límites de la cancha con su madre y ella, mujer inteligente como era, comprendió.

Gruesas lágrimas cayeron por las mejillas de doña María y los ojos de los dos hombres estaban también humedecidos. Pasó un momento, que pareció eterno, hasta que la madre del Gato dijo:

―No hablemos más del tema. Prepararé una lasaña que me parece le gustaba a María Esther. 

 

Al abrirse la puerta de la casa y encontrarse María Esther con los padres del Gato, otra vez sintió que no podía controlarse y empezó a llorar. Gabriel Tomás y sus padres le hicieron entrar y el padre del Gato se apresuró a buscar un vaso de agua fría para calmar su angustia. De manera continua y con la voz entrecortada pedía perdón. Doña María la llevó a la cocina, luego de hacer un gesto perentorio a padre e hijo para que permanecieran en la sala. Al llegar a la cocina, le dijo a María Esther muy quedamente:

―Lo importante no es que nosotros te perdonemos sino que mi hijo te haya perdonado. Y, según parece, es así. Si haces feliz a mi hijo, tendrás a cambio todo nuestro amor. Si lo vuelves a traicionar, habrás querido nunca haberme conocido. Ahora, seca esas lágrimas y vamos a tener una velada agradable, como deben ser todas las veladas en familia.

Festín de buitres
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