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“Don José”
La sala de video conferencias de la Unidad de Lucha contra el Crimen Organizado de la Policía quedaba en el último piso del edificio propiedad de la Policía Nacional y dedicado al funcionamiento de la ULCO, exactamente sobre las oficinas del Mayor Ramiro Recabarren quien, con la gente de su equipo, del que ahora formaba parte el Teniente Oswaldo Tena, y con Gabriel Tomás Sánchez de invitado, esperaban sentados a que se estableciera la comunicación con la oficina del Teniente Coronel Jairo Londoño, de la Policía colombiana, en Bogotá. La imagen que surgió en la pantalla era la de la sala de conferencias en Bogotá y había un recuadro esquinero, pequeño, en donde aparecía la imagen de los presentes en Quito. No había todavía comunicación de sonido. Al poco rato se notó movimiento en la pantalla que correspondía a Bogotá y de a poco los integrantes de la parte colombiana fueron ocupando sus asientos. De pronto, se oyó una voz que salió de los parlantes, “Atención Quito, ¿me escuchan?”; a lo que otra voz, la del operador local, contestó “Claro y fuerte, Bogotá. Estamos listos”. La pantalla se llenó con las conocidas figuras del Teniente Coronel Jairo Londoño y del capitán Carlos Ramírez.
―Ramiro. Amigos. Qué grato poderlos ver. ¿Cómo lo has pasado, Ramiro? ¿Tu familia? ¿Todo bien?
―El placer es nuestro, mi estimado amigo. Todo bien en casa, gracias a Dios. Espero que sea igual en la tuya.
―Sí, señor. Gracias a Dios, todo bien. Dime, Ramiro, ¿en qué te podemos ser útiles?
―Mira, Jairo. Nosotros seguimos investigando el asesinato de Emir Barro y, colateralmente, la muerte por atropellamiento del sicario colombiano Gustavo Camposano. Al hacer mi gente una revisión a fondo de la habitación del hotel que ocupaba Camposano encontraron una pequeña caja de madera pegada con cinta adhesiva debajo de la cama. Esa caja tenía en su tapa una leyenda en la que nos pedía que, en caso de que él desapareciese, se entregara su contenido a la Policía colombiana; que ustedes “comprenderían”. El contenido de la caja era un pequeño papel, escrito a mano con letra pequeña, que textualmente dice:
Don José:
Diego Ernesto Pizano Vélez
Carrera 68, # 18276 PH 1402,
Bogotá
―Te estoy remitiendo, escaneado, en este instante, el famoso papelito.
Luego de un largo minuto de silencio y de una consulta en voz baja con el capitán Ramírez, el teniente coronel Jairo Londoño contestó:
―Estimadísimo colega, creemos que el dato que nos estás proporcionando es de una enorme importancia. Te explico: sabemos que existe una auténtica empresa criminal, que ofrece servicios de sicariato a clientes de alto nivel, y que la misma es dirigida por un tal “Don José”, pero desconocemos su identidad. Si el dato que tú me das es lo que me estoy imaginando en este momento, nos acabas de hacer un regalo enorme.
―Según veo, te acaba de llegar la copia en PDF del papel. Parecería que alias “Mortiño” sospechaba que algo le podía pasar y decidió que si él se iba para el otro lado, como en efecto sucedió, su Jefe también caería. Da la impresión de que te está revelando la identidad del famoso “Don José”.
―Afirmativo. Vamos a actuar con prudencia y sagacidad. Quiero obtener la mayor cantidad posible de información de este sujeto. Te ofrezco, Ramiro, tenerte informado y si algo sale del caso que estás manejando, serás el primero en conocerlo.
―Muchas gracias, estimado amigo. Un fuerte abrazo para ustedes.
―Lo propio. Estamos en contacto.
La pantalla se obscureció cuando las partes se desconectaron y un ambiente de optimismo reinó en la sala.
―Lo que el Teniente Coronel Londoño logre descubrir sobre este “Don José” nos va a brindar mucha luz sobre el asesinato de Barro, ya que se supone que uno de sus sicarios fue el autor material y, obviamente, se puede suponer que no lo habrá hecho porque sí, sino cumpliendo una instrucción o encargo― dijo Gabriel―. Es bien sabido que un sicario, especialmente si es un profesional, no mata por matar, sino que siempre lo hace por encargo.
―Sin lugar a dudas―, respondió el teniente Tena―, vamos a empezar a ver la luz al final del túnel.
―Bueno, no tenemos nada más que hacer en este momento sino esperar. A ver, señores, que éste no es el único caso que tenemos. ¡A trabajar!
Con estas palabras, Ramiro despidió a sus hombres y se quedó solo con Gabriel, quien hizo también gesto de levantarse pero su amigo se lo impidió, le puso la mano en el hombro.
―Espera―, le dijo–. No te puedes ir sin contarme cómo fue la reunión en casa de tus padres.
―¡Uff!―, contestó e hizo el gesto de secarse el sudor de la frente―. Al final, todo bien, pero no veas lo que costó con mi madre.
Y le hizo un relato pormenorizado de su visita a la casa paterna el día jueves y de todas las incidencias de la cena del viernes.
―Pobre María Esther. Me imagino lo difícil que debió haber sido para ella. Pero, discúlpame que te lo diga, era el mínimo precio que tenía que pagar. Ahora que ustedes van en serio, tiene que volver a reunirse con quien era su íntima amiga, con Rosalía. Mi mujer, te aseguro, no será tan dura como su futura suegra. Jeje.
―Empezaremos a salir otra vez juntos los cuatro. Sí, señor. Creo que eso será muy saludable para María Esther y, (¿por qué no decirlo?), también para mí.