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El orden de las cosas

 

Carlos Maldonado, a sus veinte y cuatro años, poseía una formación moral e intelectual bastante robusta. Buen polemista, gustaba de enzarzarse en discusiones filosóficas o políticas que lo llevaban en ocasiones a ser intransigente, cuando de determinados temas se trataba, como los referentes a la corrupción política, el aborto o el abuso infantil, especialmente si éste provenía de maestros o sacerdotes. Pero tenía otra característica que lo había hecho famoso entre sus familiares y amistades: era extremadamente ordenado. Su novia, Elizabeth, le molestaba diciéndole que era un caso para estudio de siquiatra, en vista de que cada vez que llegaba a su apartamento empezaba a ordenar las cosas que, según él, estaban desordenadas. Nada de aceptar que un cuadro estuviera ligeramente torcido en la pared; se encontrare en donde se encontrare, aún en casa ajena, se levantaba a nivelarlo, casi de manera compulsiva.

Lo mismo ocurría con las cosas de su escritorio. Todo debía estar debidamente ordenado y estéticamente presentable. Esta faceta de su personalidad hizo que, el primer día que Oswaldo Rojas le llevó a su despacho privado, le dijera a su jefe: “Perdóneme mi atrevimiento, doctor Rojas, pero no puedo soportar ver papeles y cosas en  desorden. ¿Usted se molestaría si yo se los ordeno?” Como la respuesta de Oswaldo, acompañada de una sonrisa, fue positiva, cada vez que Carlos entraba al despacho  empezaba a poner en orden papeles y todos los objetos que encontraba sobre el escritorio. Amalia, la secretaria privada de Oswaldo se reía y le decía:

―Nunca ha dejado que yo le ordene las cosas. “Que en su desorden había orden”, me decía. Me alegro que el jefe te lo permita a ti dado que este hombre es el desorden personificado.

Oswaldo, poco a poco, empezó a acostumbrarse a esa disciplina y a sacar provecho  de la misma, dado que el tiempo que dedicaba a buscar papeles en su escritorio se había reducido a segundos. Y la confianza hacia Carlos, que le había surgido espontáneamente, empezó a crecer día a día.

No sólo la eficiencia en el trabajo que ese muchacho demostraba sino su prudencia -virtud que Platón definía como sabiduría práctica- y la reserva de la que hacía gala cuando se trataban temas delicados, hacían de Carlos un ayudante de excepción. “Cuando lleguemos al poder, este muchacho será mi mano derecha y veré que gane un buen sueldo, así no  se verá tentado a buscar otra posición”, pensó.

Festín de buitres
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