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Una buena noticia

 

Gabriel Tomás Sánchez, “Gato”, por las dos primeras sílabas de sus nombres y como es conocido por sus amigos, es un joven y brillante intelectual de treinta y seis años, profesor titular en la cátedra de Sociología en la Universidad de los Valles, que disfruta trabajando como periodista de investigación, para el diario El Tiempo.

Gabriel Tomás, hombre de sonrisa fácil y de risa sonora, de personalidad cristalina y sensible, seguía soltero; luego de la decepción sentimental que sufrió con María Esther Cárdenas, a quien visitaba una vez al mes en la cárcel y a la que no había podido quitar de su vida.

No hay noche en la que, hasta la fecha, no hiciera un repaso de su relación con María Esther y de lo que pasó, hace ya dos años. No cesaba de evocar el momento en que la conoció, en la cafetería de la Facultad de Economía en donde ella se estaba iniciando como profesora; cómo lo suyo fue un auténtico flechazo. Ella inicialmente lo aceptó, sólo como amigo, porque estaba aún enamorada de un ingeniero belga al que conoció en Madrid, pese a que su relación estaba rota. Pero luego se entregó a él apasionadamente. Recordaba, como si fuera ayer, cómo la presentó a sus padres, a quienes encantó con su dulzura, inteligencia y belleza. Lo que pasó con el padre de María Esther, un prohombre de la sociedad quiteña, que mantenía una financiera ilegal que funcionaba como una simple pirámide financiera, y cómo el viejo murió en brazos de una joven prostituta, luego de haber ingerido un mortífero cóctel de cocaína, Viagra y alcohol, con lo cual la financiera se fue al diablo. Recapitulaba el drama que se produjo cuando fueron secuestrados los hermanos de María Esther por el cártel de la mafia colombiana que se sintió perjudicado por la desaparición de la financiera y cómo sus cuerpos sin vida fueron luego hallados por la Policía de ese país. Cómo olvidar que ella, ayudada por su amante belga, fingió su secuestro y muerte a manos de esa misma mafia, ¡cuando en realidad se fugaban a Suiza! Su amante era quien manejaba en la práctica dicho cártel y planeó todo un complot para acabar con los jefes del mismo y quedarse con su dinero. La historia terminaba cuando, descubierta la pareja por la INTERPOL, André, el ingeniero belga, murió enfrentando a la Policía francesa y ella terminó extraditada al Ecuador y convicta a dos años de cárcel, por encubridora de una larga serie de crímenes cometidos por su amante. ¡Todo esto pasó con la única mujer de la que verdaderamente se había enamorado en su vida! ¡Mujer a la que, maldita sea, no podía olvidar!

Hoy, Gabriel estaba cumpliendo con la rutina que se impuso desde hace un año y medio: visitar una vez al mes a María Esther, en la Cárcel de Mujeres, para brindarle un poco de compañía. Él era muy consciente de que no se trataba de un simple acto de “caridad cristiana”. “Estuve preso y me visitaste” dijo Jesús. No. No se trataba de ser un mejor cristiano. ¡El caso es que continuaba locamente enamorado de ella!, así de simple. Y el calificativo de “loco” no caía mal, dados los antecedentes. Si no la visitaba con más frecuencia era, precisamente, porque se había obligado a guardar las apariencias, especialmente ante ella. María Esther no podía ni siquiera sospechar  acerca de sus sentimientos. Jamás podría llegar a saber que él seguía amándola; no, después de lo que hizo. Ojalá Dios me dé fuerzas para no confesarle mi amor, se decía con frecuencia.

 

 

 

Luego de entregar en custodia su teléfono celular, su reloj, llaves y monedero y de pasar sin contratiempos bajo un arco detector de metales, Gabriel Tomás fue conducido a la sala de visitas. Este local, lúgubre y frío, como el gris de sus paredes, como la mesa y las sillas metálicas despintadas y  en parte herrumbradas, le recordó el destino que forjó la locura de su amada. Siempre que llegaba a este lugar sentía que le invadía una gran rabia y, al mismo tiempo, una profunda tristeza, así como el incontenible deseo de abrazarla, besarla y consolarla, ya que le era imposible liberarla, lanza en ristre, como si fuera un caballero andante.  Luego de unos diez minutos de espera, apareció ante él María Esther, en su uniforme de reclusa, luciendo una tenue sonrisa en su cara.

―Hola Gato. ¡Qué bueno poderte ver! ―dijo ella con su típica dulce voz, a la vez que le dio un suave beso en la mejilla.

―Hola, María Esther. ¿Cómo te encuentras?

―Bien, contenta por dos razones: la primera, me cuenta la Jefa de Vigilantes (que se porta siempre muy bien conmigo) que probablemente en unas tres semanas podré salir en libertad. Que están esperando mi boleta de excarcelación en cualquier momento; y la segunda, porque la obra de teatro que montamos, se la dará al público el próximo viernes. ¡Si supieras lo contentas e ilusionadas que andan todas!

María Esther era hermosa, tenía un carácter dulce pero era muy determinada y decidida; inteligente, causaba placer el conversar con ella. En la Cárcel de Mujeres, luego de sus primeros meses de profunda depresión y tratamiento con Prozac, decidió hacer de su estadía en ella algo positivo y leía mucho; trabajaba educando a sus compañeras, montó un taller de teatro y produjo con las demás internas dos comedias divertidas. Las autoridades de la Cárcel la trataban con deferencia, logró que sus compañeras de prisión la respetaran y, por último, Gabriel Tomás cuidaba de que no le faltara nada.

Una vez que serenó su espíritu, se dio cuenta de que la enorme pasión que sentía por André no era el tipo de sentimiento que hubiera durado toda la vida. Y es que, aunque tarde, llegó a comprender que era eso, pasión, más no amor, lo que sintió por André. No ese sentimiento profundo que en realidad tuvo -y sabía que lo seguía teniendo- por Gabriel. ¡La pasión, en cambio, se agota, como una fogata en el campo! Ella sabía ahora que, apagada esa llama y asumida la culpa de su traición, lo que había quedado era ese sentimiento más noble; ese permanente deseo de buscar el bien del otro, de querer la felicidad del otro, de tenerle al otro en sus pensamientos diarios, de contar los días que faltaban para su visita. Pero estaba segura -no podía ser ingenua- que las visitas mensuales de Gabriel no eran un indicativo de que él seguía amándola sino, más bien, una nueva demostración del caballero y del amigo que todo lo perdona. ¿Cómo podría él seguir enamorado de ella después de la canallada que le hizo? Por lo tanto, lo que sentía hacia Gabriel era un amor sin futuro al que, por su propio bien, debía acallarlo y tratar, más bien, de que muriera.

―Oye, lo que me cuentas es genial ―dijo él. ―O sea que en pocos días te veremos libre. Me alegro sinceramente.  ¿Ya has pensado a que te vas a dedicar?

―Me encantaría poder retomar mis clases, pero sé que eso es casi imposible. No creo que las autoridades de la Universidad me dejen regresar, con mis antecedentes ―dijo ella con tono triste; ―en realidad, no lo sé. Tengo un poco de dinero guardado y viviré de él hasta que se acabe o hasta que encuentre algún trabajo.

Cambiando de tono de voz le dijo:

―Dime, ¿vendrás a ver nuestra obra? Es súper divertida.

―No me la perdería por nada del mundo. Respecto de lo otro, ya hablaremos cuando llegue el momento, algo se me ocurrirá.

―Gracias, mi amigo. Pero, cuéntame, ¿qué ha sido de ti?

―Mira, sigo estudiando a un personaje que me fascina. Tú me conoces. Sabes que en mi labor periodística trato de luchar permanente en contra de la corrupción, especialmente de la corrupción que se da en la política. Es por esto, sin duda, que sigo con interés, cada vez mayor, a la figura de Alejandro Capdevila. Creo que te he hablado de él. Se trata de un político joven con enorme futuro. Actual candidato presidencial, que está haciendo de la lucha contra la corrupción su bandera de batalla. Aunque todavía no lo acepto abiertamente, a ti te puedo confesar que me estoy convirtiendo en un ferviente seguidor suyo. Me asusta, eso sí, que eso me haga perder mi capacidad de crítica.

―Dudo que por más ferviente partidario de él que te hagas, si llegara el momento y tuvieras la razón, te abstendrías de criticarle. Sí, creo que te conozco, y si Capdevila te entusiasma es porque debe ser un líder positivo para el país.

―Ojalá lo sea. Este país necesita alguien con la suficiente autoridad moral para que lo guíe; que no utilice la política como instrumento para enriquecerse él o su entorno; algo a lo que deplorablemente nos hemos acostumbrado. Que sirva al país, en lugar de servirse del país. Acuérdate de ese dicho que la gente lo acepta y que, por lo mismo,  causa vergüenza: “No importa que robe con tal de que haga obra”. Y por eso, todos hacen un puentecito y se roban el valor de dos…

―Pero dime, ¿cómo es este famoso señor? Porque, seguro que tú lo has investigado.

―Efectivamente, lo he investigado ―,respondió riendo. ―Mira,  Alejandro Capdevila -más conocido como “Cap” por sus amigos y seguidores-, es nieto de un catalán, procedente de Mérida; que por sus  antecedentes de joven activista republicano, en enero de 1939, luego de la caída de Barcelona y del triunfo de Francisco Franco, se vio obligado a subir a un barco, en calidad de polizonte, prácticamente sin dinero en el bolsillo, y a abandonar su país con el objetivo de buscar refugio en América y empezar una nueva vida. Llegó, específicamente a la ciudad de Guayaquil en donde, al poco rato,  logró conseguir empleo como ayudante de cocinero en un restaurante de la ciudad. El joven catalán, con enorme esfuerzo, logró continuar con sus estudios de contabilidad que los había iniciado en Barcelona. Más tarde, un amigo le consiguió un trabajo en Riobamba como ayudante de contabilidad, ciudad en la que se asentó y en la que terminó, finalmente, como propietario de una pequeña empresa de servicios contables. Se casó, muy joven, con una dama de clase media y, cuando sus dos hijos crecieron  -Alejandro José e Hipólito- se trasladó con toda su familia a Quito, en busca de mejores colegios y mejor futuro para sus hijos.

―Algo que generalmente pasaba, tengo entendido, en aquellas épocas con la gente pudiente de las provincias ―interrumpió ella.

―Efectivamente, aunque no se trataba de una familia pudiente. “Cap” es hijo del hermano mayor, de Alejandro José, y desde niño demostró una preclara inteligencia. Su madre, Carmen, mujer trabajadora de clase media, en vista de su precoz capacidad intelectual, mostró hacia él una evidente preferencia, lo que afectó enormemente la relación con su hermano mayor Bernardo, y cuyo resultado, en última instancia, fue que este último no hizo esfuerzo alguno en su vida estudiantil; nunca llegó a la Universidad y se ha convertido en un solterón “bueno para nada”;  jugador de naipes empedernido y casi “hijo de mamita”, pese a sus cuarenta y tres años de edad. Hombre pequeño de estatura y más bien gordo, tiene un amigo inseparable y casi tan inútil como él: Raymundo Granizo, físicamente, la otra cara de la medalla ya que se trata de un señor alto y delgado; tanto, que en los comederos sociales se los conoce como Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco; ¿recuerdas a esos personajes tan chistosos que se los veía en la tele? Son dos tipos poco escrupulosos, con el agravante de que, como Granizo tiene mucho dinero, se creen autorizados a hacer lo que les apetezca. Aparte de estos detalles de su vida privada que, obviamente, son contados por allegados a la familia, te puedo decir que “Cap” es  joven aún, tiene cuarenta y  uno, y es un brillante político que, en cuestión de poquísimos años, apenas tres, ha logrado convertirse en el líder indiscutible del movimiento de centro-izquierda “Unidos por el Cambio”, que engloba a diversos sectores de ese espectro político nacional. Posee un indudable carisma,  un encanto natural que conquista a sus interlocutores. Es un gran orador, conocedor de los problemas de la gente, al que los analistas políticos sitúan como el “casi seguro” nuevo Jefe de Estado. Con su actividad y presencia, el movimiento “Unidos por el Cambio”, se está convirtiendo en la agrupación política más importante del país.

―Vaya, por la descripción que haces de él, salta a la vista que vas a participar activamente en su campaña ―le dijo ella, en tono burlón, ―y seguro serás Ministro.

―No, no lo creo contestó él con una amplia sonrisa, ―pero tal vez sí lo ayude con uno que otro artículo en El Tiempo.

― ¿Y esta maravilla está casada?

―Así es. Está casado con Beatriz Ontaneda, es padre de tres hijos, María Emilia, de 14 años; Alejandro José, de 12 años; y Marco Antonio, de 9 años.

―Horror. ¡Qué noticia tan mala! ―dijo ella, riéndose. ―Hombres así deberían estar siempre solteros y disponibles. ¿Que más me cuentas del futuro presidente?

―Mira, siguen los detalles interesantes. Si bien, los escasos recursos de su familia no le permitieron educarse en escuelas y colegios privados, ingresó con una  beca parcial a la Universidad Católica en donde culminó con brillantez, dados su natural inteligencia y dedicación a los estudios, la carrera de abogado. Posteriormente viajó a Buenos Aires, en donde obtuvo, en la Universidad de Belgrano, una Maestría en Finanzas y Derecho Tributario y una Especialización en Derecho Administrativo. A más de liderar en la actualidad un prestigioso bufete de abogados, ha servido como consultor de organismos nacionales e internacionales.  Actualmente, como es obvio, su posición económica es muy holgada.

― ¡Uf! Seguro que sabes más de él que su propia madre.

― ¡Qué va! Es cierto que he investigado bastante acerca de él y te puedo decir que no todo es color rosa.

― ¿Por ejemplo?

―He entrevistado a mucha gente que lo conoce desde niño. Varios de ellos me han comentado que, por ejemplo, ha tratado siempre de ocultar su origen modesto, del que al parecer se avergüenza, lo cual es una absoluta tontería y él, como buen político, debería saber que eso más bien es un “plus” para su persona, que debería explotar. Alguno que otro “amigo”, así, entre comillas, me ha comentado que “Cap” tiene un evidente y, al mismo tiempo, escondido complejo de inferioridad disfrazado como de superioridad y que persigue, como meta final, el lograr la admiración y el respeto de todos. Me dicen, no sé si será cierto, que esta faceta de su personalidad no la conoce ni su esposa. Te repito, estos son decires, nada que yo haya podido verificar. Y en una sociedad como la nuestra en donde el deporte nacional no es el fútbol sino el palo encebado, en el cual al que sube hay que bajarlo; pues, hasta no comprobar esa información de alguna fuente certera, no quiero dar mayor crédito.

―Un hombre con complejo de inferioridad disfrazado como de superioridad, como tú dices, y que persigue, como meta final, el lograr la admiración y el respeto de todos, puede ser también un individuo sin escrúpulos. ¿Podrá él combatir la corrupción?

―Lo que pasa es que se puede confundir determinación con falta de escrúpulos. Y él está totalmente decidido a llegar a la Presidencia. Claro que esto que te digo puede ser también una inmensa ingenuidad de mi parte. ¡Y tú sabes que a veces soy ingenuo!

Esta última frase pareció golpear a María Esther. Claro, ¡él había sido inmensamente ingenuo con ella!  Soy una estúpida. Jamás debí proceder con Gabriel como lo hice, se dijo. Fingió no darse cuenta de la indirecta y cambió de tema.

―Y su mujer, ¿quién es? ¿Es ella de la alta sociedad? Su nombre no me es familiar.

―Proviene de una familia de clase media alta. Es una mujer hermosa, de facciones suaves, voz y trato dulce. Conoció a “Cap” en la Universidad y, pese a la evidente desigualdad socio-económica que existía entre ambos, se enamoró perdidamente de él. Sus padres, que siempre habían hecho gala de ser personas de amplio criterio y de pensamiento liberal, nunca pusieron obstáculos a su romance. Cuando Alejandro empezó a visitarla formalmente en su casa, el encanto natural de “Cap” hizo que sus futuros suegros le abrieran de par en par las puertas de su hogar.

―Y tú, ¿ya te has reunido con él?

―Tengo en agenda una entrevista que me la dará en su casa el próximo martes. No te oculto que estoy ansioso de efectuarla porque creo que, viéndole a los ojos, sabré exactamente con qué tipo de persona me estoy topando y si honestamente quiere servir al país y no “servirse del país”.

María Esther se quedó en silencio. Cuantas veces me miraste a los ojos, mi amor, y no te diste cuenta la clase de víbora que yo era, pensó, y, al mismo tiempo, sintió que sus ojos se le humedecían.

Siguieron conversando de otros temas hasta que el tiempo de visita transcurrió. Un corto beso en la mejilla selló la despedida de estos dos personajes, cada uno comprometido en ocultar su amor al otro.

 

 

 

Festín de buitres
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