Capítulo 24

Emilia no se encontraba en casa de la familia Migues y tampoco en su casa. Dos días después de la partida de Daniel y Paula, sabían con certeza que la joven no estaba en ninguno de esos dos lugares, que fueron los primeros en investigar.

Un día antes, Franco y Alberto Serrano, hicieron guardia durante todo el día en casa del sargento y solo vieron a los integrantes de la familia entrar y salir del domicilio, el auto del policía no estaba y cuando el hijo mayor se retiró del hogar, Franco aprovechó la ocasión para acercarse a una ventana y espiar por ella. Era una habitación y la abertura sin rejas cedió cuando intentó abrirla, sin demorarse en dudar si lo que hacía era peligroso, se metió por ella y una vez dentro de la casa no le llevó mucho tiempo recorrer las habitaciones. Las mujeres de la familia estaban en la sala frente a un hogar encendido mirando televisión y no se percataron de su presencia. Salió de la misma manera que entró y junto a Anselmo, que maneaba su camioneta, se dirigieron a la casa de Emilia en la ciudad capital. Allí no pudieron ingresar a la casa, todas las aberturas contaban con rejas. Se les ocurrió cerrar el paso de agua corriente que estaba en la acera para saber si había alguien, aunque lo dudaban por el aspecto abandonado del jardín, los papeles y el polvo acumulados frente a la puerta de entrada que hacía pensar que la casa no contaba con presencia humana alguna. Colocaron en el paso de agua cerrado un dispositivo precario que pasaba inadvertido, solo útil para señalar si alguien lo abría y volvía a cerrarlo. Una vez terminado el trabajo, volvieron a la casa de Anselmo Serrano. Esa mañana, pasaron por el lugar y nadie había tocado el paso de agua.

-Tengo que hablar con Migues, no hay otra salida -afirmó Franco sentado en el asiento del acompañante en la camioneta de Anselmo Serrano.

-No quiero ser pesimista pero dudo que ese hombre ayudara a Emilia -repuso Alberto, sentado a su lado.

-La única manera de saber dónde está ella es hablando con el sargento y revelándole que pude salir con vida del accidente.

-Podemos esperarlo de camino a su casa, en el descampado que tiene que cruzar para llegar -propuso Anselmo que conoció el camino el día anterior.

-No, eso podría llevarnos días de espera. En ocasiones, el sargento no regresa por días. Debo llegar a la casa, si él no está, su mujer podrá darme la información que necesito.

-Entonces, nosotros te esperaremos a ti en ese descampando.

-De acuerdo.

-Si todo sale mal, debemos pensar que Daniel y Paula ya estarán muy lejos a esta altura, a ellos no podrán atraparlos -dijo con alivio Alberto.

-Si algo llegara a salir mal, no hablaré de usted. Prométame que se llevará a Eugenia muy lejos de este lugar.

-Lo prometo, hijo.

La camioneta, en poco menos de una hora, recorrió los veinticinco kilómetros que separaban a la Capital Federal de la casa de la Familia Migues. Franco bajó en la esquina de la casa y los demás siguieron camino  para esperar donde habían acordado.

El viejo auto de Migues estaba en el garaje a un lado de la casa, Franco hizo un rápido paneo mental con las secuencias que tenía pensado contar al sargento sobre cómo se salvó en el accidente y golpeó la puerta.

Antonio maldecía y puteaba a todos, estuvo trabajando por cuarenta y ocho horas seguidas y cuando al fin se levantó para retirarse a su casa, un nuevo llamado lo detuvo y tuvo que aguantar una pesada reunión con superiores de Camps, y por ende, sus superiores. Ellos, pidieron explicaciones sobre la aparición del nombre Franco Hernández en las listas de detenciones civiles. Sabían todo sobre el médico, recabaron información de los lugares en el que se desempeñaba y nadie había tenido mal concepto o había sospechado nada raro del hombre. Antonio habló de la ayuda que el médico prestaba a los detenidos para que pudieran fugarse pero los directivos que estaban en esa junta desdecían sus dichos alegando que no había un solo nombre que justificara esa acusación y, si pesaba alguna sospecha, el médico tendría que haber sido enviado al Ministerio de Seguridad Interior y no a un centro de detenidos civiles.

Antonio, se defendía ante la junta que lo increpaba asegurando que tenía datos de las personas que Franco dejó escapar y, además, aducía que él solo lo había colocado en una lista para que el coronel Camps decidiera sobre su detención, el coronel tenía la responsabilidad de que el hombre acabara en el camión que lo trasladaría hacia su ejecución.

Preguntaron y repreguntaron decenas de veces por sus métodos de trabajo,  la manera que se cotejaba y se ensamblaba la información que los otros grupos de inteligencia enviaba a su terminal y, también, por el método de trabajo de su propio grupo de inteligencia. Antonio estuvo hablando por tres horas para responder todos los interrogantes y se quedó con la sensación de que los superiores no estaban nada conformes con el trabajo de Camps, que se encontraba en su misma situación y tampoco, con su propio desempeño.

Para Antonio, la actitud que todos los miembros de las fuerzas estaban tomando después del accidente era sumamente hipócrita, se mandaba a asesinar a personas todos los días en cualquier parte del país, se torturaba, se violaban a mujeres, se robaban a sus hijos y nadie investigaba a los miembros de la fuerza por esos abusos. A él y a Camps le rompían las pelotas por un médico de mierda. Era paradójico, si el médico era asesinado ese mismo día arrojado desde un avión en vuelo sobre el Río de la Plata, no habría quedado ninguna consecuencia para él ni para Camps. Nadie habría reparado en el nombre del desaparecido y mucho menos en las tareas que cumplía antes de quedar detenido, como el nombre de Franco Hernández se filtró por algún resquicio inesperado a pesar de que no difundieran la lista de las víctimas del accidente del camión, el nombre tomó relevancia al ser identificado por varios policías que preguntaron por qué un médico civil que colaboraba con el régimen estaba en la lista y la investigación que comenzó llegó hasta él.

Salió de la reunión, convertida en una suerte de interrogatorio, con el compromiso de reunir las pruebas fehacientes que demostraban que la detención y condena a muerte de Franco Hernández era justificada. Eso, era algo que no iba a hacer porque pensaba largarse esa misma noche del país. No podía incluir a Eugenia Serrano en esa lista, no serviría de nada. La tenían contra él y estaba seguro que pedirían motivo de detención de la mujer y no tardarían en averiguar que toda la familia Serrano estaba detenida y él confeccionó la lista de esas detenciones que  tampoco tenían legajo y que Camps pasó por alto el detalle, al igual que ocurriera con el médico y podrían seguir investigando y encontrarían otros tantos. Si se abría una investigación sobre su persona estaba perdido, encontrarían las tres nuevas propiedades que adquirió en los últimos dos meses, propiedades que pertenecían a detenidos que fueron asesinados; también, sabrían que no fue la primera vez que decidía y ordenaba a los integrantes de los COT hacer guardia en alguna casa o realizar algún trabajo sucio en nombre de Camps, como ocurrió con el agente que esperaba a Eugenia en la casa que era de su hermana, actualmente, una de sus nuevas adquisiciones. Descubrirían que por una supuesta orden de Camps, el agente a cargo de la vigilancia debía eliminar a todo aquel que tuviera información sobre la familia y entregar a cualquier familiar directo que apareciera por allí, por eso, sin el menor remordimiento el agente mató al hombre que llamó proponiendo una reunión para dar información de la esposa detenida. Esas fueron las órdenes de Antonio utilizando el poder para sus propios intereses personales. Hasta ese momento, nadie, nunca lo controló y él cada vez se tomaba más libertades a la hora de hacer lo que quería con los agentes de la fuerza pública.

Si la investigación se extendía más allá, e hilaban más fino, podían llegar hasta el momento que su padre abogó por que se lo incluyera en la nómina de médicos del hospital naval, una semana antes de que realmente lo transfirieran del regimiento de Córdoba, hecho que usó como cuartada en la investigación de la muerte de su esposa en un extraño accidente automovilístico que acabó con la vida de la mujer. Según las fechas presentadas, él estaba de servicio en Buenos Aires cuando el accidente ocurrió. Los jueces desestimaron a los testigos que afirmaron verlo salir de un restaurante arrastrando a su mujer del brazo esa misma noche del accidente en la Ciudad de Córdoba, y lo absolvieron de la causa.

Hacía varios meses que Antonio no recordaba a Carolina. Juntando, disimuladamente, sus cosas del despacho donde trabajó hasta esa mañana, dedicó unos minutos a recordar la sonrisa fresca de  su mujer, él la amó hasta que ella comenzó a salir de la casa para mostrarse a otros hombres. Llevaban un año de casados cuando Carolina decidió hacer un curso de cocina y, después, ir al gimnasio tres veces por semana. Ella no quizo escuchar cuando le advirtió que si hacía esas actividades tendría que hacerlas en lugares donde hubiera exclusivamente mujeres, no quería que estuviera en contacto con ningún hombre. Aparentemente, había aceptado la condición, pero mintió. La noche del accidente, salieron a cenar. En el restaurante, se les acercó un hombre de cara sonriente y se presentó como el profesor del curso de cocina, saludo acaloradamente a Carolina y él descubrió la mentira. No tendría que haberle mentido, nada malo le habría pasado si se quedaba en casa como él quería. Lo mismo pasaba con Eugenia, nada tendría que haberle ocurrido a ella o su familia si no lo apartaba de su vida, pero todo estaba arruinado. Tendría que buscar una mujer más buena, una como su madre que nunca desobedecía a su esposo.

Antonio se despidió de sus compañeros como lo hacía habitualmente y salió a la calle. Tenía medio día para cerrar sus cuentas bancarias, ponerse en contacto con una inmobiliaria que le tramitase la venta de sus propiedades y terminar de poner sus cosas en orden antes de tomar su auto para alejarse de la ciudad lo más rápido posible. No le preocupaba, ni le interesaban las consecuencias que sus actos podrían ocasionarle a su padre, garante con su propia persona de la conducta intachable de su hijo para que lo trasladaran al hospital militar y lo defendió a capa y espada de la acusación que le habían incriminado en Córdoba. Gracias a él, solo semanas después de comenzar a trabajar en el hospital, conoció a Camps y el coronel lo indicó como el hombre ideal para espiar en las universidades, así comenzó esa nueva etapa en su vida que se cerraba intempestivamente, por culpa del médico Hernández.

El sargento Migues, quedó petrificado mirando con los ojos desorbitados al visitante que había llamado a su puerta.

-Tranquilo Migues, no soy un fantasma -dijo Franco, sonriendo ante la cara espantada del hombre-. Si los hielasangres no pudieron conmigo, no lo iba a hacer un poco de agua fría y sucia.

-¿Hielasangres? -indagó y su cabeza volvió al día que Emilia lo había llamado de esa forma.

-Es como los llaman algunos detenidos, a mí me agrada llamarlos así.

A Migues, esa palabra le causaba escalofríos. No le agradaba que lo llamaran así pero no hizo ningún comentario, después de todo, Franco no se refería a su persona con ese apelativo.

-Entre doctor, no se va a quedar ahí parado -ofreció Migues, haciéndose a un lado para que Franco pudiera entrar a la sala de la casa del sargento, que era modesta pero se veía muy grande - Mi esposa salió con la nena, solo estamos Ariel y yo en la casa. Ariel duerme.

-Sabe a qué he venido ¿Qué ocurrió con Emilia?

-Tuvo un varón el mismo día que creí que usted había muerto. Felipe, es el nombre que le puso a la criatura, sacó los ojos de la madre.

-Quiero verla, dígame que usted pudo sacarla de ese lugar.

-Sí lo hice doctor, se lo debía. La saqué del hospital en las mismas narices del director. Estuvo un par de días bajo los cuidados de mi esposa, pero ella quiso marcharse. Yo hablé una sola vez con la muchacha, ella le rogó a Ester que dijera que me temía y no quería tener trato directo conmigo. Yo entendí y no volví a verla.

-¿Dónde está ahora?

-Ariel la llevó a la casa de su abuela, pero no me quiere decir dónde queda ese lugar. Tendrá que hablar con él.

-Conozco el lugar, no tiene que molestar a Ariel.

-¿Cómo se salvó?

-El destino.

-¿Hubo más sobrevivientes?

-No, solo yo -afirmó con severidad- En los medios de comunicación no hay noticias del accidente ¿Qué ha ocurrido?

-Tampoco sabemos nada, no hubo ninguna lista oficial y hasta hoy se consideran muertos a todos lo que estaban en ese camión. Se suspendieron las búsquedas y nadie puede hablar del tema.

-¿Y los cuerpos?

-Una sola persona fue reconocida por sus familiares que lo vieron por televisión y a fuerza de insistencia de los familiares, a los de la morgue no les quedó más alternativa que entregárselo. El hombre era Mario Ledesma, un ciudadano paraguayo. Se llevaron el cuerpo a Paraguay y nadie supo más de ellos.

-Pude ver al hombre, era un tipo rubio, alto, de bigotes, parecía profesional.

-Nada se sabe. Las demás víctimas no tienen nombre. Y dudo que algún día lo tengan.

-¿Cuál es la situación de Emilia?

-Increíblemente, la misma que la suya. El director del hospital la borró de cualquier lista, Bergés y los demás responsables de Banfield murieron, así que nadie le reclamaría a la mujer, no quería complicarse la vida con explicaciones en un momento tan sensible e inoportuno.

-Así que para el resto del mundo, los que viajábamos en ese camión, no estamos vivos, no estamos muertos...

- Son desaparecidos.

-Puedo confiar que seguiremos siéndolo.

-Claro que sí, doctor. Estoy a punto de pedir el retiro voluntario. Fue demasiado para mí.

-No deja de sorprenderme Migues.

-Entonces, lo sorprenderé un poco más, mi hijo Ariel también renunciará.

-Está seguro que no tendrá consecuencias negativas que los dos abandonen la fuerza policial.

-Él, necesita un largo tiempo de recuperación y yo ya estoy viejo, nadie me extrañará.

-Yo estaba abandonando el país cuando ocurrió lo de mi mujer -confesó Franco a Migues sin aclarar que consideraba su mujer a Eugenia, no a Emilia.

-Lo siento tanto doctor Franco, su muerte me hizo reflexionar sobre lo que estaba haciendo de mi vida. Si lo deteníamos a usted junto con su mujer, no habría estado el día que mi hijo llegó casi muerto al hospital y no se habría salvado. Su supuesta muerte me dio mucho que pensar y me hizo querer cambiar mi vida y la de mi familia.

-Me alegra por usted Migues, dormir tranquilo por las noches es una virtud. Y ambos merecemos dormir tranquilos.

-Llevará un tiempo limpiar mi cabeza de tanto horror, pero estoy decidido a hacerlo, mi familia lo necesita tanto como yo. Estoy muy feliz de verlo doctor y no se preocupe, nadie sabrá que usted ha salido vivo del accidente del camión. Lamento que no fueran más los sobrevivientes.

-Yo también.

-¿Qué hará ahora?

-Haré lo que tenía planeado hacer antes que la desgracia entrara en mi vida.

-Lamento tanto ese día -repitió con pesar-, pero no estoy seguro de haber seguido el camino que hoy he decidido, de no haberlo vivido.

-Siempre se puede encontrar el lado bueno de las cosas. Bueno, es el momento de la despedida Migues.

-Doctor, le debo la vida de mi hijo y creo que también le debo el haber recuperado mi alma.

-No me debe nada Migues, yo le debo a usted la vida de Emilia y mi felicidad -adujo Franco sabiendo que solo sería feliz junto a Eugenia si ella era feliz-. Lo buscaré cuando esta pesadilla termine, como le dije a Emilia el día que la vi en el pozo de Banfield, algún día tiene que terminar.

Migues asintió con la cabeza y una sonrisa en los labios. Ambos se pusieron de pie y le palmeó la espalda a Franco contagiándose de su esperanza y, luego, recordando algo levantó el dedo índice.

-Tengo algo suyo que quiero devolvérselo.

-No puedo llevarme el televisor -aseguró Franco, viendo cómo el sargento caminaba hacia un mueble en una pared de la sala donde estaba el televisor que le había regalado.

-Tome -ofreció el sargento, agitando unas llaves - Pusimos la televisión en la sala porque no tuve tiempo de colocar la antena en la pieza de mi hija y a decir verdad esta televisión se ve mucho mejor y es más grande de la que teníamos -aclaró Migues pero Franco no escuchaba, estaba hipnotizado por el tintineo de las llaves de su Peugeot- Veo que lo sorprendí nuevamente ¡Venga! Le mostraré donde está. Mi hijo solo lo usó dos veces, una para sacar a Emilia del Hospital y, otra vez, para llevarla hasta la casa de su abuela - contaba mientras caminaban hacia el fondo del terreno donde estaba el auto guardado en un galpón de chapa

-Gracias Migues -farfulló Franco, emocionado- ¿Corro algún peligro manejando este auto? - preguntó con cautela.

-Ninguno.

-Menos mal que guardé los papeles - soltó franco aliviado pensando que el registro de conducir y los papeles del auto los había guardado en el sobre que dejó en la casa de la abuela de Emilia-Cuando me obligaron a entregar las llaves del auto creí que había sido una tontería guardarlos.

-Pude recuperar las llaves y traje el auto directamente hacia aquí.

-Cómo ya dije, no deja de sorprenderme Migues. Cuando todo acabe tenemos que juntarnos a comer un gran asado.

-Yo también deseo que termine todo esto doctor, y espero que venga a visitarme cuando ocurra.

-No lo dude.

Los hombres se despidieron con un fraternal apretón de mano y una mirada de reconocimiento hacia la acción que realizó uno en favor del otro y, a ambos, le permitió conocer a una persona que creían totalmente opuesta a sus ideales, sin embargo, descubrieron que no todo era lo que aparentaba ser.

Franco salió de la casa de Migues contento, no solo por el hecho que Emilia y su hijo estaban a salvo, situación que le aliviaba de sobremanera, su alegría se extendía al comprender la dura pero sabia decisión de Migues para abandonar su trabajo y el único tipo de vida que conocía. No quizo  llegar a esa casa por el miedo de la reacción que pudiera tener el policía pero salió feliz de haber hablado con él, además de comprobar que todo lo que había dicho el policía la noche que fue a su casa era verdad. El hombre era humilde y vivía de su trabajo, no encontró en la casa objetos que saqueaban algunos policías de las casas de los detenidos. Migues no dejaba de sorprenderlo.

Estacionaron frente a la casa de la abuela de Emilia y Anselmo llamó a la puerta. No corría la amenaza de caer en manos de los policías o de los militares pero estaba latente la amenaza que significaba Antonio Suarez Tai para todos ellos. Antes de estacionar la camioneta frente a la casa rodearon varias veces la manzana y luego se detuvieron. Franco dejó su auto dos calles atrás y se subió con Alberto a la cabina trasera de la camioneta, allí planearon que Anselmo Serrano iría a buscar a Emilia, a su bebé y a la madre de la esposa de Alberto para llevarlas a la casa de La Plata para reunirse con Eugenia, ellos esperarían en la parte trasera de la camioneta espiando hacia la casa por las ventanillas que tenía la cúpula de la camioneta que los ocultaba de la vista de las personas.

Entre Alberto y Franco estimaron que el rencuentro de Anselmo con su nieta y con su bisnieto, y los preparativos para el viaje demandarían una espera de, al menos, veinte minutos. Pasaron más de cuarenta y nadie se asomaba siquiera a la ventana.

-Voy a bajar -dictaminó Franco, que anteriormente, detuvo a Alberto cuando intentó hacerlo, pero esta vez se puso delante y bajó primero de la camioneta, con paso acelerado hicieron los cinco o seis pasos que separaba el portón de entrada de la puerta de la casa y golpeó enérgicamente.

-Perdón hijo, estaba por salir a avisarte que los preparativos del viaje van demorados -justificó el padre de Anselmo la tardanza y sonriendo dijo-. Es mejor que esperen en la camioneta no he hablado de ustedes. Ah! tenemos un acompañante más.

-¡Papá eso es peligroso! -exclamó Alberto.

-¿Es el marido de Emilia? -se le ocurrió preguntar a Franco que empalideció al preguntar.

Las mujeres se habían ido a preparar sus bolsos y los hombres estaban solos en la sala de la abuela Margarita.

-Tranquilos caballeros, les aseguro que ninguna de las damas en cuestión es peligrosa - aclaró Anselmo- No lo sé para ti - agregó mirando a su hijo.

 Franco y Alberto se voltearon al mismo tiempo hacia las puertas de las habitaciones cuando se escuchó el ruido de bisagras, la primera en aparecer fue una mujer hermosa de ojos celestes radiantes y cabello negro rizado que le llegaba a los hombros, había recuperado rápidamente el peso y su cara volvía a parecer al de una muñeca de porcelana, ella cargaba una canasta que bajó lentamente cuando se encontró con la mirada de los dos hombres que esperaban en la sala y que todavía no había visto.

Las mujeres que salían detrás de ella se chocaron con su cuerpo que se detuvo involuntariamente ante el impacto visual.

-¿Qué ocurre Emilia? ¡Camina por favor! -imploró su madre, la primera en chocar con la espalda de la joven y no podía ver nada.

Emilia dio un paso al costado y su madre adoptó el mismo estado que ella al mirar a uno de los hombres.

-¿Pero mujeres que les ocurre? Muévanse de la puerta, quiero pasar -protestó la abuela Margarita por la demora en la salida de la habitación. Empujadas por la abuela, Emilia y Cristina Serrano avanzaron unos pasos hacia adelante y la mujer pudo ver lo que causaba el revuelo que comenzó segundos después.

Otra vez se había quedado sola comiéndose las uñas, no permitiría que se lo volvieran a hacer. Eugenia caminaba de un lado a otro de la casa, sin saber que mueble limpiar, ya estaban todos brillantes. Los hombres se marcharon por la mañana, eran las cuatro de la tarde y nada sabía de ellos. Ese día, si no podían confirmar que Emilia estaba en su casa, Franco se presentaría en la casa de Migues y eso revelaría al sargento, en quien Eugenia no confiaba ni por un solo segundo, que al menos él había salido vivo del accidente, pensar eso le encrespaba los nervios. Franco decía que ese tipo era confiable pero ella no podía imaginarse al policía que secuestró a su familia haciendo un favor a otra persona. Franco prometió llamarle en cuanto tuviera un teléfono a mano, pero no hubo ninguna llamada en el día y, a esa altura de la tarde, solo se le ocurría que había pasado lo peor y tanto su padre como su abuelo estaban tratando de rescatarlo. Las presunciones acerca de todo lo que pasaría a sus seres queridos si eran nuevamente apresados por los policías le cerraban el pecho y le causaban palpitaciones.

Eugenia se sentó en el sillón grande la sala de su abuelo e intentó serenarse, esa noche hablaría con Franco, con su padre y con su abuelo. Expondría que si Emilia estaba fuera de peligro, no estaba detenida y se encontraba bien de salud, deberían  marcharse como hicieron  Daniel y Paula. No podían vivir con el peligro latente y continuo a caer nuevamente en garras de los rapaces que comandaban el país, su abuelo podía prestarles plata para comenzar ese camino. En esas meditaciones estaba cuando un ruido hizo que saltara del sillón del susto, corrió al teléfono al salir del estupor.

-Hola Eugenia ¿Cómo estás? -saludó una voz amigable del otro lado de la línea y ella cortó la llamada.

El teléfono volvió a sonar y Eugenia estaba aterrada, no podía controlar el temblor de su mano al levantar el tubo del aparato.

-Eugenia, no cortes soy papá -dijo la voz y Eugenia comenzó a llorar.

Se asustó tanto al pensar que quien había llamado la vez anterior fue Antonio que casi le da un ataque al corazón, podía sentir los latidos golpeándole el pecho y le dolía de tal manera que no podía hablar.

-¿Eugenia estás ahí? -volvió a preguntar su padre, al no obtener respuesta de la joven.

-Sí papá, acá estoy -susurró muy compungida y todavía asustada.

-¡Qué agradable es oír tu voz, nena! - exclamó Antonio, reemplazando la voz de su padre y Eugenia se desplomó sobre la silla que estaba al lado de la mesa, pero no cortó la llamada. Antonio tenía a su padre y ya sabía que ella estaba al otro lado de la línea.