La condena de tu amor

 

Capítulo 1

El día no pudo terminar peor, en el hospital fue salir de una emergencia para entrar a la siguiente. Cinco cirugías, una detrás de la otra. Cambiaba corriendo una sala de operaciones para atender el próximo caso. Estaba exhausto. Sus brazos apenas se mantenían en suspensión, gracias a que apoyaba todo el antebrazo en el volante del auto. Tanta corredera le valió la discusión con varias enfermeras que no estaban a la altura de la necesidad de moverse con celeridad en situaciones como la que vivieron esa jornada, y luego, la discusión se extendió hacia la dirección. El director del hospital también fue blanco para que lanzara contra él sus furiosas quejas. Sabía que era como cargar en saco roto, pero necesitaba expeler toda la frustración de un trabajo que cada día era más exigente y para él más injusto.

En el hospital, estaban todo el día custodiados y aunque le hubiera gustado dejar morir algunos de los pacientes que ingresaban a ese lugar, no podía hacerlo. Tampoco podía renunciar, cuando llegó la notificación que decidía que a partir del primero de enero 1977 ese nosocomio atendería exclusivamente a los pacientes derivados de las fuerzas policiales bonaerenses y a integrantes de las fuerzas militares intentó dimitir a su cargo inmediatamente, pero junto con la nueva orden del Ministro de Justicia, que nada tenía que ver con la salud pública, llegó la nómina del personal que cumpliría las nuevas funciones. Su nombre junto con el de dos médicos y dos enfermeras eran los únicos que quedaban de la antigua administración, el resto era personal nuevo nombrado por la nueva gestión, incluyendo al director del hospital. Él no era una persona que se conmoviera fácilmente pero debajo de la nómina había una frase que le había erizado los vellos del brazo al leerla «Personal inamovible, estable y obligatorio». No hizo falta que el nuevo doctor que se desempeñaba como director del hospital zonal de Banfield le explicara lo que quería decir aquella frase, si los de arriba lo nombraban como médico de un hospital que tomaban como base de operaciones, no podía negarse si quería continuar ejerciendo la profesión elegida y a la que le había costado tanto trabajo llegar, además de tener en cuenta el pequeño detalle que quizás tampoco lo dejarían continuar con su vida.

Franco Hernández obtuvo el título de médico cinco años atrás, hijo de padres de clase media trabajadora, con tan solo veinticuatro años se recibió costeando sus estudios trabajando durante el día en una oficina de correos. Estuvo dos años de médico residente y luego se especializó en el área de cirugía. Tres años atrás comenzó a trabajar en el hospital zonal de Banfield, en el conurbano bonaerense, y seis meses después sumó a sus tareas semanales, cubrir la guardia médica los fines de semana en el hospital Cosme Argerich del barrio de La Boca en la Capital Federal. Hasta la llegada del fastuoso nombramiento nuevo, Franco trabajaba todos los días de la semana, no pretendía volverse millonario, pero quería tener un pasar económico más holgado de lo que tuviera cuando todavía vivía con sus padres. No tenía vida social activa, pero nunca le faltaba compañía femenina. Era un hombre muy apuesto, tanto las mujeres solteras como las casadas más osadas intentaban atraparlo, pero él no tenía tiempo para relaciones duraderas, tenía un objetivo por cumplir y hasta que no lo llevase a cabo, planeó no tener distracciones de ningún tipo. Todo cambió seis meses atrás. Sus prioridades dieron un vuelco de ciento ochenta grados.

Desde hacía seis meses, le habían prohibido ejercer otro trabajo que no fuera en el centro de salud de Banfield, prohibición que llegó junto a la notificación de la nueva administración del lugar. El único beneficio que deportó su nuevo empleo fue el hecho que dejó de pagar alquiler, le ofrecieron una casa en un complejo que pertenecía a un plan de viviendas edificado por el estado, a tan sólo veinte cuadras del hospital en el que era médico exclusivo y podría usarla mientras cumpliera sus funciones.

Esa noche, mientras conducía su Peugeot 504 celeste de regreso a su casa, Franco resolvió no volver al hospital de Banfield, estaba cansado. Ese día terminó con la cabeza hecha añicos.Los pacientes que traían los de la policía estaban en tan mal estado que era más humano y piadoso dejarlos partir hacia el otro mundo que recuperarlos, pero con soldados apuntando con sus ametralladoras mientras los profesionales hacían el trabajo titánico de mantener con vida al paciente, no podía hacerlo. Decidió que pondría punto final a sus tareas, no regresaría. Temprano al día siguiente tomaría un vuelo con cualquier destino fuera del país, e iría haciendo escalas hasta llegar a Europa. Así concluiría su más penosa faceta como médico. No eligió esa carrera para contribuir al mantenimiento de un régimen de terror. Una vez que estuviera afuera del país intentaría lavar sus culpas, que a pesar de no ser responsable, igualmente le minaban la conciencia de arrepentimiento. Ejercería su profesión como voluntario de alguna organización de derechos humanos y desde el lugar que lo llevara el nuevo rumbo que pensaba darle a su vida, haría todo lo posible para que el mundo conociera lo que realmente pasaba en Argentina.

Tenía que actuar rápido, no podía darse el lujo de perder tiempo valioso en cuestiones sin importancia, cuando en el trabajo se enterasen que no llegó a trabajar, tendría que estar muy lejos de casa. Le hubiese gustado llegar a reunir el dinero pensado para no tener problemas económicos al llegar a España para reunirse con su familia que desde hacía tres meses estaba radicada en aquel lejano país. Las preciadas reservas monetarias de Franco se vieron reducidas cuando ayudó a sus padres y a su única hermana con su familia compuesta por su esposo y dos hijos, a reunir los fondos necesarios para viajar antes que lo hiciera él, poner su familia a salvo se convirtió en prioridad cuando su nuevo trabajo comenzó a mostrarle lo que realmente estaba ocurriendo en el país con los opositores políticos, y su padre no era un gremialista de peso, pero sus funciones como delegado en una importante refinería perteneciente al estado lo ponía en situación de riesgo. Fue una ardua tarea convencer a su padre de abandonar la casa y el trabajo, pero con su madre y su hermana le mostraron lo inútil y peligroso que era para toda la familia que él siguiera ejerciendo sus funciones. El primer objetivo estaba cumplido. Franco estaba seguro que en Europa podría trabajar de cualquier cosa hasta dar con un trabajo acorde a sus capacidades, de eso no tenía dudas. Tampoco dudaba que la decisión de viajar antes de lo pensado era lo más correcto, ya no estaba latente el temor que las fuerzas tomaran represalias contra su familia por abandonar el trabajo, para Franco era muy triste abandonar el país pero no veía otra alternativa. No seguiría colaborando con las atrocidades que veía todos los días.

Estaba resuelto. Lo único que lamentaba era que dejaría su preciado Peugeot, poder disfrutar de un auto nuevo, fue su sueño desde que comenzó a trabajar y lo alcanzó a mediados del año anterior, un Peugeot 504 color celeste con tapizado de cuero, un lujo y tendría que abandonarlo. Toda una pena.

Con la resolución tomada, cogió un cigarrillo del paquete que descansaba sobre la caja delantera del auto, lo miró y pensó que eso también era algo que abandonaría ni bien pusiera un pie en el avión. Comenzó a fumar junto con el desempeño de sus nuevas funciones, seis meses atrás. No era muy apegado a aquel vicio, pero lo necesitaba como al agua cuando tenía sus descansos en el hospital, durante esos momentos, se metía a su auto dejaba la puerta abierta y desahogaba sus pesares con una buena calada de humo del cigarrillo. Nunca sacaba el paquete de cigarrillos del auto, dentro del hospital no podía fumar, aunque había otros que lo hacían sin ningún reparo, y estando en su casa no lo necesitaba.

Manejaba haciendo inventario de lo que tendría que meter en la maleta esa noche para salir de madrugada hacia el aeropuerto. La noche estaba oscura, solo los rayos de la inminente lluvia que estaba a punto de desatarse plagaban de luz, por pocas milésimas de segundos, las calles del modesto barrio de Banfield en el que vivía. Faltaban pocas cuadras para llegara a su casa, dobló en una esquina y un haz de luz iluminó una figura que los faros de su auto no detectaron hasta ese entonces. Redujo la velocidad, la silueta de la persona había aparecido inmóvil en medio de la calle, achicó los ojos y se volcó hacia el parabrisas para ver mejor entre las gruesas gotas de agua que como cortinas brillantes, habían comenzado después del potente trueno que siguió al rayo, y le impedían la visión más allá del frente del auto. No podía distinguir nada, era el único auto que circulaba por esa angosta calle que daba a la entrada del barrio de monoblocks, estaba convenciéndose de que la figura era sólo una persona que sorprendida por el rayo quedó paralizada y luego continuó su camino hacia la acera. Algo golpeó con fuerza su auto y le hizo perder el control del vehículo. Maniobró como pudo y pisó el freno, el coche terminó con la trompa sobre la vereda izquierda debajo de un toldo comercial y lo que había golpeado tendría que estar todavía en el camino. Descendió con desesperación y corrió hacia la calle para averiguar qué había atropellado en el mismo instante que dos vehículos con sirenas policiales doblaron por la misma esquina en la que él lo había hecho momentos atrás y lo encandilaron con sus luces. Miró la calle y no había nada, las luces de los autos que se acercaban a toda velocidad le ayudaban a tener una visión completa del asfalto y se quedó sorprendido.ante la desolación de la calle.

No podía pensar otra cosa, tendría que haber sido un perro grande que salió despavorido después del golpe. No había otra explicación. La lluvia arreciaba con furia y después del espanto y el susto inicial, al no encontrar el panorama imaginado en un principio, el de encontrar a una persona lastimada y tirada en la calle, su cuerpo comenzaba a calarse por el frío que estaba penetrándole hasta los huesos.

Los autos se detuvieron simultáneamente, uno detrás del otro y un hombre algo entrado en años, gordo y con un bigote grueso y tupido, bajó del que estaba adelante, lo miró por unos segundos y después preguntó:

-¿Qué tal doctor Hernández? ¿Ha tenido algún inconveniente?

Franco Hernández conocía a ese hombre, era sargento de la policía bonaerense de la comisaría de Banfield. Lo conocía bien, era uno de los que trasladaba a sus pacientes.

-Sargento Migues - nombró, a modo de saludo-. Todo bien, creo que he atropellado a un perro.

-¿Cree? - volvió a preguntar el hombre al que se le agitaba solo un lado del grueso bigote al compás de los labios al hablar.

-He golpeado algo con el auto pero al bajar no encontré nada. Seguramente, el animal salió huyendo, estaría tan asustado como yo.

-Yo en su lugar estaría buscando al maldito animal para cagarlo a patadas ¿Cómo se atreve a estropear un auto tan nuevo?

-No quedaron marcas visibles, al menos con esta lluvia, mañana me tomaré el tiempo para revisar bien el frente.

El sargento se movió hacia el centro de la calle y con un gesto hizo bajar de los autos a los efectivos policiales que lo acompañaban y moviendo el dedo índice en forma de círculo, les ordenó inspeccionar las inmediaciones. Los seis oficiales vestidos con uniforme policial comenzaron la búsqueda por los alrededores mientras el sargento Migues se volvía para continuar hablando con el médico que se había quedado parado apoyado sobre la parte trasera de su auto celeste que no estaba en la vereda.

-No hay rastro de sangre en la calle - dijo el sargento - La lluvia tiene que haberla borrado, voy a revisar el auto - hablaba mientras su humanidad subía a la vereda y comenzaba la inspección del frente del auto al que le faltó muy poco para golpear el muro de una vivienda-. ¿Recién sale del hospital? - preguntó, al tiempo que su mano se deslizaba lentamente por la chapa del paragolpes derecho.

-Fue un día largo, solo quiero llegar a casa, ducharme y meterme al sobre.

-Lo imagino, estuve en el hospital al mediodía y estaba a reventar de futuros fiambres.

Franco no hizo ningún comentario a las palabras del sargento, se movió de donde estaba para quedar bajo la protección del toldo y levantó las manos para sacarse el pelo mojado de la cara. Se los escurrió hacia atrás y dejó que el sargento siguiera revisando el frente del auto.

-¿Asegura que no logró distinguir qué golpeó?

-Sólo sentí el golpe y vi un bulto negro sobre el capó, comenzó la tormenta y llovía a cántaros. Desvié el auto de la calle y al bajar no había nada.

-¡No se ve nada jefe! - gritó uno de los policías desde la puerta del auto policial estacionado en la calle, pegado al cordón asfáltico de la vereda de enfrente.

-Está bien muchachos, vamos a seguir buscando por otro lado, el «tordo» solo ha atropellado a un perro.

Franco vio como los oficiales subían nuevamente a los autos verdes y esperaban que el sargento regresara con ellos.

-Vaya a casa «tordo»1, no se vaya a enfermar por un perro de mierda.

No esperó más indicaciones subió nuevamente al auto y, sonriendo sin ganas, saludó al sargento que se alejaba para volver con sus hombres. Esperó que los autos verdes se alejaran para bajar el suyo de la vereda y reiniciar la marcha. Toda la inspección no duró más de cinco minutos, pero le parecieron horas, estar en contacto con esa gente densificaba su existencia, y más que nunca se convenció a sí mismo que había llegado la hora de dejar todo el horror atrás y comenzar de nuevo en otro lugar, lamentablemente, lejos de su patria.

Un ruido proveniente de la parte trasera del auto le llamó la atención, creyó que había golpeado el chasis del auto al terminar de bajarlo de la acera, pero al mirar por el espejo retrovisor vio que la puerta del acompañante se abría y algo salía por ella. Frenó nuevamente, para voltearse y mirar hacia atrás, quien se había escondido allí era muy rápido no alcanzó a ver más que dos pies que abandonaban el auto. Bajó velozmente pero la persona ya había ganado la calle en su loca carrera para alejarse, no podía saber si era hombre o mujer, una capa negra le cubría todo el cuerpo y la cabeza, pero pudo observar que cojeaba. Olvidó el frió que le agarrotaba el cuerpo y corrió detrás de la figura que estaba a punto de perderse por una esquina. Franco tenía un cuerpo entrenado y en forma, practicaba boxeo dos veces por semana, jugaba al futbol cada vez que podía y todas las mañanas corría, como mínimo, cuatro kilómetros. Una persona con sus capacidades físicas reducidas no era rival en una carrera de velocidad, alcanzó al fugitivo antes que llegara al final de la calle y lo aprisionó en su propia capa.

La persona era delgada y liviana, rápidamente, Franco comprobó que se trataba de una mujer. No gritaba, solo se removía entre sus brazos y con sonidos guturales intentaba zafar de sus fuertes brazos. La lluvia no cesaba y la calle seguía teniéndolos a ellos como únicos ocupantes.

-Tranquila, no te haré daño. Sólo quiero ayudarte -repetía Franco una y otra vez tratando de tranquilizar a la mujer que no dejaba de removerse - Soy médico, puedo ayudarte.

Las palabras no tranquilizaban a su presa,  se relajaba por segundos y luego se agitaba con más fuerza. Franco la levantó del suelo para llevarla en andas hasta el auto. La mujer le pateaba las rodillas y él agradecía haberle apresado los brazos porque de no haber sido así, la lucha se hubiese hecho más brusca. Estaba a centímetros del coche cuando los dos autos policiales doblaron nuevamente la esquina, esta vez no se oía la sirena.

-Vuelven los policías, si no te quedas quieta te entregaré a ellos - amenazó Franco a su cautiva, entendiendo que los policías no estaban allí de casualidad y que seguramente buscaban la misma presa que él tenía en sus brazos.

Ante la advertencia del médico la mujer se paralizó, Franco la sintió tiesa como una tabla, la metió al asiento de atrás, ordenó tirarse al piso y cubrirse completamente con la capa negra. Él entró al auto y arrancó, pero los policías ya habían llegado a su posición y cuando el auto del sargento quedó paralelo al suyo bajó la ventanilla, obligando a Franco a hacer lo mismo.

-¿Qué le ha pasado ahora?

-Problemas con un neumático, pero está solucionado -indicó Franco, intentando disimular los nervios con una sonrisa.

-¿Ha visto a alguien por aquí?

-No, no creo que nadie se aventure a andar por la calle con este clima.

-Es raro que un perro sí lo haga ¿no?

-Le habrá sorprendido la lluvia, al igual que a mí.

-No hemos visto a ningún perro - afirmó el sargento y tras las palabras se quedó varios segundos estudiando la cara de Franco-. Vaya a casa «tordo», seguramente ya se ganó un buen resfriado.

-Sí, seguramente. Si mañana no me ve en el trabajo ya sabe cuál ha de ser el motivo.

-Estaré pendiente de ello «tordo».

-Buenas noches - saludó Franco, dando por terminada la conversación con el sargento.

Estaba subiendo la ventanilla cuando el policía indicó que la abriera nuevamente. Franco sintió escalofríos, el policía estaba mirando fijamente la puerta de atrás y él se resistía al impulso de levantar la vista para mirar el espejo retrovisor que tenía enfrente, seguramente los otros policías estaban estudiando sus movimientos y mirar la parte trasera de su auto para comprobar si algo se dejaba ver, sería su condena. Bajó la ventanilla y esperó que el sargento hablara primero. El dedo índice del oficial se levantó e indicó la puerta. Franco compuso una máscara rígida con sus facciones, ni siquiera respiraba para que no se notara su exaltación y agradecía la lluvia.

-Tiene la puerta trasera abierta - dijo, señalando con el dedo la portezuela del auto.

Solamente después de escuchar esas palabras y pronunciando internamente una plegaria, levantó la vista hacia el espejo para confirmar las palabras del sargento.

-Gracias - dijo, cerró correctamente la puerta en cuestión, prendió un cigarrillo que permitió liberar el suspiro de alivio que le cerraba la garganta, y sin perder un minuto más avanzó hacia adelante.

Esta vez, se alejó primero, dejando a los oficiales atrás y perdiéndose de su vista. La lluvia no cedía un milímetro en intensidad, era una bendición. Le hubiera gustado doblar en cualquier esquina para perderse definitivamente de ellos, pero esa noche había sido demasiado atípica, y él colaboraría aportando una cuota de habitualidad, seguiría el camino recto hasta la entrada del barrio, los oficiales podían estar cerca todavía.

Franco sabía que los policías buscaban a alguien, seguramente a esa mujer. Si él levantaba la más mínima sospecha sobre su lealtad hacia las fuerzas, irían tras él y hasta allí llegaría la historia de su vida. Lamentablemente, conocía demasiado bien el accionar de las fuerzas policiales y militares, o se era amigo o enemigo del régimen. No había términos medios, no podía haber equivocaciones. Si alguien pasaba, más de una vez, cerca de algún enemigo del régimen, se convertía en enemigo. No preguntaban causas, no toleraban excusas. Para ellos era una guerra, dos bandos y en una guerra no se podía andar libremente por trincheras enemigas, ni por error. No se podía hablar, ni entablar relaciones con el adversario. No se podía oír, ni leer, ni apreciar sus ideas. Se estaba de un lado o se estaba del otro y quien estaba del lado opuesto a las fuerzas del poder, debía ser eliminado, junto con toda persona que pudiese haber sido contaminada con sus subversivas ideas. Se estudiaba todo el radio de acción del enemigo y se aplastaba a todos los que figuraban como posibles contactos. Más que una guerra funcionaba como una peste. Se separaba a todos los que se enfermaban de ideas propias y diferentes a las que se llevaban a cabo y luego se iba por los supuestos contagios. Se exterminaba la manzana podrida y después se revisaba todo el cajón y el exterminio llegaba mucho más allá.