Capítulo 5
Nadie. Nada. Nunca, podría haberlo preparado para soportar aquello.
El primer lugar que visitaron era un edificio relativamente nuevo, muy cercano a su casa y todavía más a su trabajo. Oyó del pozo de Banfield en el tiempo que llevaba ejerciendo sus nuevas funciones. Varias veces, atendió en el hospital a pacientes provenientes del lugar.
-¿Ha entrado alguna vez a este lugar «tordo»? -preguntó el sargento Migues, el mismo que perseguía a Eugenia la noche que se conocieron.
El sargento Migues con dos cabos de la policía bonaerense eran los acompañantes de Franco, ingresaron por un gran portón de chapa y se quedaron dentro del auto en el patio interno de la edificación.
-No -contestó, prestando atención a las disposiciones de las dependencias.
-Entonces, prepárese y prepare su nariz, esos tipos huelen peor que los cerdos -dijo el sargento-. Tenemos que esperar a Minicucci, él nos dirá adónde lo llevaremos «tordo», tampoco es cuestión de ir dando un paseo por todo el lugar. Le aseguro que no vale la pena hacerlo.
Quince minutos esperaron los cuatro dentro del auto. Impaciente ante la demora, el sargento envió a uno de sus policías a buscar al responsable del lugar. Franco observó durante todo ese tiempo la edificación de tres plantas y podía reconocer pequeñas ventanas, tipo ventiluces, en el extremo superior, una a no más de un metro y medio de la otra en todo lo largo de la pared lateral de la tercera planta del edificio y dedujo que serían calabozos.
El cabo, otro de los que buscaban a Eugenia la noche que se conocieron, volvió junto con Minicucci, el responsable del centro de detención. El hombre uniformado, ostentando en el hombro el grado superior que tenía en la policía bonaerense, pidió a Franco que lo acompañara a su oficina y luego de tomarle los datos personales, lo dejó en compañía de algunos hombres de la dependencia para que lo guiasen hasta dónde tenía que cumplir sus funciones. Caminaron por un largo pasillo, una radio encendida sonaba fuerte inundando el lugar con música de tango. Sus acompañantes no tenían ningún uniforme que los identificaran con ninguna fuerza, estaban vestidos de civil con ropas viejas que emanaban un fuerte olor, mezcla de encierro y transpiración. Al final del pasillo, una escalera unía las tres plantas, ascendieron por ella hasta el piso siguiente y desde el hueco por el que aparecían se podía apreciar el hedor que manaba de los pequeños cubículos usados como calabozos.
Franco fue desviado hacia la parte opuesta y lo dejaron en una sala amplia, bien iluminada, lo que facilitaba ver la suciedad que reinaba. La mugre se adhería a las paredes y a los pocos muebles que en ese lugar se encontraban: una especie de camilla con sábanas manchadas de sangre seca, dos sillas de madera que también estaban manchadas de sangre, una mesa vieja con la fórmica levantada en todos sus vértices, adherida a una pared había un lavabo con restos de comida y una canilla que goteaba constantemente. En otros tiempos, la pared debió ser blanca, en ese momento era gris, adornada de colgantes de telas de araña negras por el polvo y una gran mancha de humedad cubría todo el techo y comenzaba a extenderse hacia las paredes.
-«Tordo», no se mueva de aquí, traeremos a su paciente. Se está pegando un baño -comentó con sarcasmo, uno de los hombres que lo acompañó hasta el lugar y desapareció por la puerta de ingreso a la habitación.
Durante la espera, Franco apoyó su maletín sobre la mesa y sacó la sábana sucia de la camilla.
-Tráigame otra sábana -ordenó al guardia que se quedó con él.
-No hay otra «tordo» -dijo de mala gana-. Tendrá que conformarse con esa o poner su lindo guardapolvo blanco sobre esa madera. Esto no es un hospital.
Franco se tragó la bronca generada por las palabras del guardia, el tipo no lo miraba cuando hablaba, se quedó en la puerta mirando el pasillo y desde esa posición respondía al pedido de Franco sin voltearse.
Diez minutos después, unos gemidos se oían acercándose por el corredor que llegaba hasta la habitación. Franco quiso asomarse por la puerta para saber el origen pero el hombre apostado en la puerta no lo dejó salir ni asomarse. Bufando, volvió hacia la camilla a esperar a la persona que debía atender. Apareció instantes después una mujer esquelética, todavía goteaba agua por la punta de los cabellos oscuros, un largo camisón raído y manchado no podía disimular una mínima prominencia que sobresalía en su abdomen. Con mucha dificultad y sostenida por el guardia llegó hasta la camilla pelada, el guardia intentó subirla de un empujón pero Franco lo apartó al notar que la mujer sufría una contracción.
-Esta mujer está por parir, tenga un poco de consideración -amonestó al hombre que el otro llamaba «el Rana».
-Es una detenida, no hay consideración para esta escoria -replicó el Rana.
-¡Es una mujer que está por dar a luz!
-No se avispe «tordo», no tiene caso -intervino el guardia que en ningún momento abandonó la puerta ni su mirada a los pasillos.
Franco no perdió más el tiempo tratando de inculcar compasión en esos seres que no parecían humanos, autómatas sin sentimientos era la definición que Franco tenía en la cabeza al contemplarlos.
-Bergés no es para nada cuidadoso y ha traído al mundo a decenas de críos con total facilidad -arguyó el Rana y, continuó lamentándose por lo bajo la ausencia del otro médico-. Es una pena que el «tordo» no esté aquí hoy. Ya tendría que haber regresado.
-No soy Bergés, ni Torres -aclaró Franco.
-Ya se acostumbrará «tordo» -volvió a intervenir el guardia de la puerta.
-O si no, le irá igual que a Torres.
Las palabras del Rana sorprendieron a Franco. Pensó en el médico que tendría que estar cumpliendo con esas tareas e intentó recordar cuál era el motivo que dio el director del hospital para justificar su ausencia, recordó que sólo habló de una indisposición sin ningún detalle más.
Pocos segundos dedicó Franco al médico Torres, una nueva contracción de la joven tendida sobre la camilla lo trajo a la realidad más apremiante y allí dedicó toda su atención. Intentó iniciar un diálogo para relajar a la paciente pero el Rana con un molesto ruido, sin hablar, lo impidió.
-¡Shhhhhhhh! -fue todo lo que salió de su boca, pero para Franco era una advertencia más que clara.
Él sabía que no tendría ninguna sanción si continuaba con el interrogatorio hacia la joven, al menos no, a mano de los dos guardias que estaban ahí, para la joven podría ser muy distinta la historia.
-Tráigame la palangana llena de agua, y ponga a hervir la pava.
-La detenida puede caminar, que lo haga ella.
-Esta mujer no puede levantarse de esa camilla. Apenas puede con su alma.
-Tendrá que hacerlo, o..., puede hacerlo usted «tordo», yo no soy su enfermera -vociferó el Rana, sin dejarse intimidar por las palabras del médico que con autoridad ordenó hacer ambas cosas.
-¡Maldito condenado! -estalló Franco- ¿¡Acaso usted no tiene esposa, ni madre!?
-No que anden metiendo las narices donde no deben -replicó el Rana sin alterarse-. Mire «tordo», las cosas son así, más le vale que lo acepte. Si no querían problemas se hubieran quedado en casa lavando los platos.
-Hágame el favor de salir de aquí. Me pone nervioso.
-Está bien «tordo», no se enoje -espetó, y a pesar de sus órdenes de seguir al médico como si fuese una sombra, abandonó el recinto-. Avísame cuando el «tordo» termine, tiene que ver a «la muñeca» -señaló a su compañero, que nunca abandonó su posición.
Las palabras del Rana pusieron todos los sentidos de Franco en alerta, era muy probable que la muñeca se tratara de la hermana de Eugenia. Todas sus angustias y reproches hacia sí mismo por encontrarse en ese lugar, se disiparon en el mismo momento que escuchó aquellas palabras del mal nacido que actuaba como guardia de las detenidas.
La joven que tenía enfrente, con total resignación, gemía ante las fuertes contracciones. Franco la vio tensarse de dolor sin hacer una sola mueca cuando recién había llegado pero los espasmos musculares de su vientre iban aumentando en intensidad y eran demasiados para soportar aquel dolor en silencio, un débil jadeo se escapaba de sus labios cada vez más seguido. Con premura, Franco dispuso del agua denegada por el Rana, revisó el vientre de la joven y la dilatación que presentaba.
-¿Hace cuánto tiempo comenzaron las contracciones y la hemorragia? -preguntó a la paciente, sin hacer caso a la advertencia del que ya no se encontraba en esa sala.
-Ya van dos noches. Mi bebé no debe nacer todavía ¿Usted es médico? ¿Va a ayudar a mi bebé?
-Demasiadas preguntas muchacha -injirió el hombre de la puerta.
Franco respondió agitando la cabeza y con una sonrisa a la pregunta pero ya no habló. Su preocupación era la falta de dilatación de la joven, si seguía de aquella manera no podría traer al mundo a su hijo de manera natural y, sin intervención quirúrgica, corría serio peligro de vida, ella y el niño.
-Volveré -dijo Franco a la muchacha, y salió de la habitación para hablar con Minicucci sobre la situación de la paciente.
Al regresar, Franco sentía más bronca, ira y odio del que jamás sintió en su vida, la muchacha seguía igual, y su ánimo renovado por la información que pensaba recabar en aquel lugar se esfumó después de escuchar las palabras del responsable del centro de detenidos.
-La mujer no importa, sólo tiene que vivir el crío -respondió Minicucci, a las peticiones de Franco para preparar una cesárea que le fue negada-. Haga lo que tenga que hacer, ya sabe las prioridades -concluyó y lo despidió.
Franco no respondió nada a aquel precepto y regresó junto a la débil mujer que no superaba los treinta años, sacó de su maletín una jeringa y preparó el compuesto que la ayudaría a calmar sus dolores.
-Dime tu nombre -susurró Franco, acercándose todo lo que podía a la boca de la paciente, al momento de inyectar el calmante.
-Silvia Graciela -murmuró ella al oído.
-Haremos esto juntos, Silvia. En unos minutos estarás mejor.
La mujer se relajó después de la aplicación venérea y Franco comenzó a notar la cantidad de marcas que presentaba la mujer en todo el cuerpo, cortaduras, quemaduras, raspones, moretones y claros en el cuero cabelludo producto de constantes tirones que arrancaban los cabellos de raíz, algunas viejas cicatrices de las torturas y otras muy recientes. Una cicatriz muy característica en la cara era la que más llamaba la atención, estaba producida por mantener los ojos vendados por largos períodos de tiempo, daba la sensación que tenía un antifaz. Un macabro antifaz.
Franco no dejaba de observar a la mujer y de sufrir una crisis existencial. Vio a hombres golpeados y torturados que le provocaron una profunda congoja pero el caso de la agonía que sufría aquella joven embarazada y las condiciones en la que la mantenían era demasiado para su atormentada alma. Comenzaba a dudar de la protección de Emilia, nadie podía estar protegido en ese lugar. Ni los guardias se salvaban de las condiciones infrahumanas en las que se encontraban los detenidos y los afectaba a ellos también aunque no lo supieran.
-Quisiera ver a las otras pacientes, mientras hace efecto la aplicación dilatadora a esta -dijo, intentando parecer inmune al sufrimiento y a la condición de su paciente.
-Tengo que llamar al Rana.
-Llámelo entonces, quisiera largarme de aquí lo más rápido que sea posible -argumentó Franco de mala gana.
El guardia, del que Franco todavía no conocía nombre ni apodo, se levantó parsimoniosamente de su silla y salió en búsqueda del otro guardia. En menos de cinco minutos, el Rana se presentó ante el médico y lo acompañó por las escaleras que los llevaban a la tercera planta del edificio donde se encontraban la mayor cantidad de calabozos. Al ir asomando por el hueco de la escalera, el Rana lanzó una amenaza contra todos los que se encontraban del otro lado de las puertas de chapa, que eran totalmente ciegas, no tenían mirillas hacia el exterior.
-¡Quiero silencio! -ladró el Rana-. El «tordo» está aquí -avisó.
La advertencia dio sus frutos, cualquiera pensaría que las celdas estaban vacías, o, a juzgar por el olor, Franco pensó que sus ocupantes estaban muertos y en un grado importante de descomposición. Si Franco calificó de nauseabundo el olor del piso anterior, no encontró adjetivo para describir el olor que emanaba del lugar en el cual predominaban sólo diminutas celdas enfrentadas por un pasillo. Franco contó doce celdas por pasillo, lo que daba un total de veinticuatro celdas en todo el corredor y le faltaba descubrir si había más en algún rincón del piso.
El guardapolvo que habitualmente usaba, quedó como cobertor de la camilla de madera, vestido de suéter de lana con dibujos de rombos en su parte delantera y el pantalón de vestir, no daba aspecto de médico.
El Rana abrió una de las puertas de chapa y pudo observar una pequeña figura que estaba arrinconada en un vértice del pequeño cubículo, las dimensiones del lugar no superaba el metro cincuenta de ancho, por dos metros y medio de largo y todos parecían tener las mismas características. El guardia se quedó en la puerta y Franco se adentró a aquel tugurio maloliente, en el que solo había un tacho sucio dónde la mujer podía evacuar las necesidades de su cuerpo. No había otro mueble en aquel lugar, ni siquiera un colchón.
Franco se agachó hasta la mujer agazapada y le apoyó una mano en el hombro.
-¡No me toque! ¡Hielasangre no me toque!2
La mujer se replegó todavía más sobre sí misma y comenzó a temblar. Franco sacó inmediatamente la mano de su cuerpo y se alejó un paso para no asustarle más. El cabello, mucho más oscuro que el de Eugenia, caía desordenado y duro de mugre sobre el rostro y él no podía apreciar ni una mínima porción de sus facciones.
-Solo quiero ayudarte -dijo en voz queda.
-¡Un paso atrás…más! ¡No me toque!3
-Esta perra se cree mucho porque es la protegida del «tordo» Bergés -berreó el Rana, sin entrar.
-Cállese -tronó Franco.
La muchacha giró hacia Franco y lo deslumbró con dos enormes y hermosos ojos celestes en una cara de muñeca sin lesiones visibles. Él se acercó, se colocó un dedo sobre la boca indicándole silencio y en un murmullo dijo su nombre. Ella lo miró interrogante y Franco sin dejar de pedir silencio con el dedo, comenzó la revisión médica. Emilia presentaba algunos golpes en los brazos y espalda muñidos al deterioro general de la mala alimentación. Sólo pasaron diez días desde su secuestro pero la falta de alimentos e higiene actuaban rápido en aquellas circunstancias, demacrando los cuerpos y las mentes de los detenidos a pasos acelerados.
Franco no se animaba a revelar ningún dato a Emilia. Primero, por miedo a las reacciones que ella pudiera tener; segundo, no quería que la joven olvidara dónde se encontraba y comenzara una seguidilla de preguntas que él no tendría tiempo de contestar; y tercero, dudaba mucho que esa mujer confiara en alguna de las personas que no estaban detenidas.
-Tu marido está libre -reveló como de pasada.
-Mi madre está muerta -reveló ella, apabullando las reacciones de Franco que no esperaba que ella dijera algo.
-Eugenia está bien.
Emilia se dejó caer contra la pared cuando escuchó el nombre de su hermana y se santiguó. Un suspiro de alivio llenó sus mejillas y miró fijamente a Franco, intentando, anhelando y suplicando encontrar sinceridad en sus ojos.
-Dígale que encuentre a mi hijo.
-Tú…
-No, yo… no -se lamentó y las lágrimas comenzaron a llenarle los ojos.
-Vamos «tordo», la perra ha recibido demasiada atención por hoy -protestó el Rana desde la puerta.
-Falta poco -contestó cortante y después de tomarle las manos a Emilia volvió a hablar-. Regresaré -aseveró.
Ella solo se limitó a continuar mirándolo penetrantemente a los ojos. Su mirada dolida lastimaba las entrañas de Franco que sabía que nada podía hacer por ella ni por la otra mujer. No tenía forma de liberarlas de su tormento ni siquiera de aliviárselo un poco. Su calvario crecía por segundos, Franco comprendió el real significado de la vieja y sabia frase que dice: «ojos que no ven… corazón que no siente». Le comentaron sobre las condiciones en las que mantenían a los detenidos y, a pesar que fue muy descriptivo y fiel a la realidad, no le impactó de la manera que lo hizo al estar presente en ese lugar, ese día.
-Dígale a Bergés que la paciente está bien -dijo, saliendo de la celda.
-¡Doctor! -se oyó gritar a un hombre de uno de los calabozos de la hilera de enfrente-. ¡Doctor! ¡Por favor!
-¡Callate, hijo de puta! - ladró «El Rana» y golpeó la puerta de la celda desde la que salió el grito.
-¡Se muere doctor! -volvió a gritar el detenido.
De todas las celdas comenzaron a surgir ruidos, golpeaban con las manos y algunos se animaban a gritarle a Franco que atendiera al que estaba muriendo. Franco tomó real consciencia de la gente que se encontraba en ese lugar y a pesar que el Rana lo cogió del brazo para llevarlo hasta el hueco de la escalera, él se soltó de un tirón y ordenó al guardia retroceder.
-Lléveme hasta el paciente.
-Solo tiene que atender a las preñadas.
Franco se empacó cuan mula caprichosa y volvió a repetir más fuerte.
-Lléveme hasta el paciente.
-Si usted quiere - gruñó el guardia, restándole importancia al desacato del nuevo médico.
Los golpes contra las paredes y las puertas cesaron de inmediato cuando escucharon que el guardia accedía al pedido del médico. Volvieron sobre sus pasos unos metros y el Rana abrió otra de las puertas de chapa y se alejó. El olor que salía de esa celda era atroz, aberrante. Un joven de no más de veinte años intentaba limpiar, con un paño sucio que mojaba en agua todavía más sucia, una herida totalmente gangrenada que segregaba un líquido negro y putrefacto del pecho de un hombre que yacía acostado en el piso, grandes moscas verdes lo rodeaban enredándose en los hilos de sangre negra que salían de la herida y se mezclaban con los que dejaba el lienzo que le fregaba el muchacho. El cuerpo de ambos estaba completamente sucio: tierra, sudor, heces, humedad, todo era una sola cosa. Era invierno, hacía frío, sin embargo, podían verse las pulgas y los piojos caminar tranquilamente por la cobija que estaba en un rincón de la celda. Franco entendió entonces que las mujeres recibieron un trato diferencial en lo que a higiene se relacionaba porque estaba previsto que él las atendiera pero los demás detenidos no disfrutaron de ese privilegio, y al notar el aspecto general, no lo hicieron en varias semanas.
-Deje que el muchacho traiga agua limpia del baño -pidió al guardia.
Con la mirada, Franco señaló el balde al joven compañero del herido y este comprendió lo que pedía. El aire viciado del pasillo, bañó el cubículo como si se tratase del más puro aire de campo y así lo tomó Franco cuando la puerta quedó abierta después que el joven saliera rumbo al baño que se encontraba al final del pasillo. Bastaron pocos minutos de ventilación para que la celda perdiera el aire denso y concentrado que no escapaba por el pequeño ventiluz, que él observó desde el patio interno, de no más de veinte centímetros cuadrados con una hoja de vidrio fija y la otra que apenas podía levantarse en un ángulo de 30 grados para dejar pasar el aire, Franco quiso abrirlo un poco más pero el herrumbre en los marcos, la grasa y el polvo se lo impidieron. Mientras esperaba que el joven regresara con el balde, Franco se sacó el suéter de lana y la camisa para hacer jirones de género con ésta.
Además de la herida en el pecho, el hombre presentaba heridas de disparos en ambas piernas, la rodilla izquierda y uno le había arrancado parte de la oreja derecha. Con menos cuidado que con las mujeres embarazadas, lo revisó girándole de un lado a otro, la fiebre devoraba al joven que en algún momento enfocó sus ojos en el médico y dijo su nombre.
-Gastón -balbuceó como pudo.
-Yo soy Franco -respondió.
-Mi mujer, Silvia ¿cómo está?
Rápido para entendederas, Franco dedujo que hablaba de la muchacha embarazada que estaba abajo, y por motivos diferentes, ambos estaban en sus últimas horas. No se las amargaría.
-Pronto estará bien -pronosticó, y no dejaba de ser cierto, en cualquier otro lugar al que la mujer y él pudieran ir, estarían mucho mejor que en aquel infierno.
-Se está muriendo -aseveró Gastón.
-El parto se presenta difícil.
-Usted es una buena persona doctor ¿Qué hace en este sitio?
-Pagar por mis pecados.
-Si usted sigue atendiendo a mi mujer, déjela que se vaya.
El joven regresó con el balde igual de sucio, pero con agua limpia, Franco se levantó para mojar los trapos que había improvisado pero cuando regresó hasta el paciente, rechazó la atención, se pegó contra la pared y negó con la cabeza.
-Solo quería saber de mi mujer.
-Ya puede irse. Pronto, yo también estaré mejor.
Franco asintió con la cabeza y le pasó los trapos al joven que atendía a Gastón, el muchacho temblaba.
-Toma -ofreció el suéter, extendiendo el brazo hacia el joven después de entregarle la camisa rota.
El joven se acercó para ver mejor, todos los detenidos, a excepción de Emilia, tenían llagas alrededor de los ojos y marcas de las vendas que constantemente les obligaban a usar, esto le provocaba una disminución en la visión. Tomó el obsequio y se animó a hablarle.
-Soy Juan Manuel Fuentes -avísele a mi madre que estoy aquí.
El muchacho se alejó inmediatamente del médico al notar que la puerta de chapa se movía.
-«Tordo» se acabó el tiempo.
-He terminado aquí.
-Ustedes, agradezcan que el «tordo» no ordena castigo por los disturbios que hicieron.
Franco echó una última ojeada a aquellos hombres y dejó que el Rana cerrara la puerta.
-Veo que ha entrado en calor -ironizó el guardia al notar que Franco salió sólo en mangas de remera del calabozo.
-Se me ha manchado la ropa, no valía la pena cargar con ella. El recorrido de hoy será largo.
Sin hablar más, se perdieron por el hueco de la escalera, era oscuro y daba la sensación de meterse a un pozo, de ahí la denominación de «pozo» a ese centro de detención. Una voz proveniente de la planta baja los llamó antes que desembarcaran en el primer piso, Franco quería controlar a Silvia para saber si llegó el momento del alumbramiento pero un nuevo hombre apareció para impedírselo.
-Baje doctor, Bergés viene en camino -informó a Franco.
-Dejaré el parte en la oficina de Minicucci.
-No hace falta, él ha ordenado que suspenda la atención y se retire. Si Bergés lo considera necesario se pondrá en contacto con usted en el hospital.
-De acuerdo -consintió Franco y se dejó escoltar por el Rana hasta el auto donde lo esperaba el sargento Migues con sus asistentes.
Todo se sucedió rápidamente, no le dieron tiempo ni de lavarse las manos, lo metieron en el auto y Migues salió del centro de detención sin perder un minuto. Al parecer no querían que Franco se cruzara con el médico policial.
-Se han suspendido las otras visitas. Está de suerte hoy «tordo» -festejó Migues.
-Parece que es así.
-Lo que parece, es que ha entrado en calor en ese lugar -adujo Migues, haciendo referencia a la escasa vestimenta de Franco.
-No dejaron que tomara la chaqueta que dejé en la enfermería.
-Si Bergés se entera que han llamado a otro médico sin su consentimiento rodarán unas cuantas cabezas -aclaró y no hablaba en sentido figurado-. Si hubiese sabido antes que él no autorizó su visita, ni loco lo acompaño, el «tordo» Bergés es espeluznante.
-¿Por qué estuve allí entonces?
-Creían que el «tordo» iba a estar mucho más en una provincia, no me acuerdo cual era, y tenían miedo que se muriera la mujer embarazada a la que vio primero.- Migues miró a los ojos a Franco a través del espejo retrovisor que tenía enfrente y habló con seriedad-. Me cae bien «tordo», sólo por eso le haré una recomendación: olvídese de lo que ha visto hoy y si alguno de los detenidos le ha dicho su nombre, bórrelo de su cabeza y no hable con nadie de su visita al pozo. Torres no pudo hacerlo y hoy atiende en el fondo del río. Franco se tiró hacia atrás en el asiento del auto modelo Ford Falcon color verde oscuro que lo llevaba al hospital de Banfield, en realidad, coincidía con Migues que tuvo suerte ese día. No sabía cómo iba a soportar ver a más gente en los otros dos centros que tendría que ir a recorrer si Bergés no hacía la llamada oportuna, ahorrándole el trabajo. Antes de ese macabro recorrido, imaginaba que las condiciones en las que mantenían a los detenidos eran paupérrimas pero su imaginación se quedó tan deficiente como el dibujo de un niño en un examen de arquitectura. Otra de las cosas que lo dejaron impresionado, era la primaria necesidad del hombre de confiar en el otro. Sin estar del todo seguros que él no reaccionaría como lo hacía la mayoría de los que atendían en el lugar, bastó pocos minutos para que dijeran su nombre y le confiaran la única esperanza que a cada uno de ellos les quedaba.
La mujer que quedó en aquella improvisada sala de enfermería, con un trabajo de parto infructífero y mortal, llenaba sus pensamientos, Bergés descubriría con facilidad que la había sedado y estaba seguro que no pasaría de esa noche el pedido de explicaciones del tan renombrado y temido personaje clínico.
El recorrido hasta el hospital era corto y ni bien divisó las puertas del nosocomio, regresó a su propia realidad. Todo indicaba que la madre de Eugenia estaba muerta, el padre continuaba en Arana y la hermana de la joven estaba en el pozo de Banfield, protegida hasta que diera a luz pero sin garantías de sobrevida después del nacimiento. Tenía toda la noche para pensar y entre tanto enredo que tenía en la cabeza, también se le cruzaba la idea de que Eugenia podría haber abandonado su casa.