Capítulo 17
Subidos al camión en marcha los sentaron en el piso. El vehículo no era el mismo del traslado anterior, éste fue despojado de los asientos que otrora tenía para el viaje de los pasajeros. Franco se quedó cerca de Serrano y de Daniel Hertz, pese a tener que trabajar el doble que los demás, llevaron a sus cargas hacia la parte trasera del camión. Uno de los guardias subió tras ellos y volvió a atarles las manos a la espalda pero no vendó sus ojos, el guardia bajó, Daniel habló sonriente.
-No podríamos tener más mala suerte, ahora que podemos usar los ojos las ventanillas están cubiertas.
Franco asintió con la cabeza, sólo podía pensar que si Daniel supiera dónde lo estaban llevando no tendría ganas de hacer chistes. El chofer del camión subió para acomodarse en su lugar y el médico subió tras él, llevando una bandeja que dejó en el suelo a su espalda cuando se agachó y tomó con fuerza el brazo de la joven que tenía más cerca y le inyectó una jeringa. La muchacha se sobresaltó.
-¿Qué es eso preguntó? -preguntó con la voz aterrada, en un acto reflejo alertando a los demás.
-Es la Antitetánica -mintió sin inmutarse el médico, y tomó el brazo del hombre joven que tenía a su lado-. ¡Todos recibirán la suya! -gritó al resto, al encontrar resistencia en el joven que debía recibir la dosis-. Si no quieren que llame a los guardias, no se resistan.
Una jeringa llena, servía para aplicar a dos personas. Después apoyaba la jeringa vacía en la bandeja y tomaba otra. Avanzaba en cuclillas arrastrando la bandeja a su espalda. Faltaban dos personas para que llegara a Franco y nada pasaba.
Franco no se dejaría aplicar esa inyección fácilmente, pelearía por su vida hasta el último aliento. Miró a los primeros inyectados y los parpados comenzaban a pesar sobre sus ojos. Una consecuencia de la inyección que el resto de los detenidos no podía apreciar y por eso dejaban que el médico aplicase la inyección sin resistencia creyendo en la palabra de Bergés. El médico levantó la vista hacia él solo milésimas de segundos después de sacar la vista de la joven que se adormecía. Ese hombre sabía quién era él y su profesión, no quería que lo sorprendiera en actitud sospechosa y que adelantara su turno.
El médico tomó con fuerza el brazo de Alberto Serrano y estaba por pincharlo cuando el hombre se movió soltándose de sus manos y haciendo que un poco del líquido de la jeringa saliera disparado hacia el aire.
-¿La antitetánica no se pone en el culo? -preguntó Serrano, incrédulo de que eso que le estaba por inyectar en el cuerpo fuera lo señalado por el médico.
-Yo coloco la antitetánica donde quiero, viejo -fue la respuesta poco clínica del profesional. Bergés tomó el brazo del hombre con más fuerza todavía y apoyó una de sus rodillas sobre la pierna herida para que no intentara soltarse de sus manos nuevamente.
Franco no podía con su indignación, miró hacia adelante y con una mirada fugaz vio que la mujer inyectada solo minutos atrás estaba dormida. Unos golpes dados a la parte exterior del micro asustaron a todos, incluyendo a Bergés, se levantó puteando, se bajó el pullover de lana verde subido de la cintura y se levantó el pantalón de vestir negro que se le había bajado de la cadera dejando ver la parte superior de sus nalgas al agacharse.
-¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco, carajo? -increpó al guardia que golpeó la pared del camión.
-Lo estaba buscando Señor. Lo necesitan de urgencia.
-¿Quién me necesita? Todavía no he terminado con éstos.
-Es la mujer de la celda cinco, Señor. Dicen que está sufriendo un infarto.
-Llama a «Cara de Goma» para que termine aquí -ordenó Bergés, de camino a las escaleras para llegar a la celda. Franco sabía era la de Emilia.
Si el padre de Emilia escuchó lo que decía el joven guardia ya no comprendía porque no se movió de la posición en el que lo dejó el médico después de inyectarlo.
Quedaban seis personas por inocular y quedaban tres jeringas. Franco tenía la bandeja frente a sus pies, con cuidado y en silencio se levantó, se puso de espaldas a la bandeja y se agachó para tomar una de las jeringas, no fue difícil tomarla con las manos atadas, volvió a moverse en silencio y se sentó rápidamente en el mismo lugar.
-¿Qué haces? -preguntó Daniel en su susurro.
-Cuando suba el «Cara de Goma», hazte el dormido -murmuró en el oído, no quería alertar a los otros que todavía no recibieron su inyección.
-¿Qué? -preguntó más inquieto que antes.
-Has lo mismo que yo -ordenó Franco, y el otro asintió con la cabeza.
Alguien subió al micro e hizo que el chofer bajara para atender un llamado de teléfono. Franco se recostó en su hombro hacia un costado y cerró los ojos. Daniel hizo lo mismo. Pasos cada vez mas cercanos se oyeron y se acercaban a él. Aprestó toda su concentración y su fuerza de voluntad para mantener la cara relajada y no mover un solo músculo para que el «Cara de Goma» creyera que ya estaba sedado pero cuando lo tomó de los hombros se sintió perdido y no pudo evitar el estremecimiento. Preparó la jeringa que tenía en la mano para inyectársela al hielasangre y esperó el momento preciso.
-Doctor, por fin lo encuentro, tenemos un minuto para salir de aquí -apremió un murmullo que Franco podía reconocer y lo tomó de los brazos para ayudarlo a ponerse de pie con premura.
-Migues -mencionó adormecido- Salve a la muchacha y al niño.
-¿Qué muchacha? ¡Puedo sacarlo ahora doctor! -dijo tratando de ponerlo en pie.
-No, yo no -negó Franco, dejándose caer nuevamente-. La muchacha y el niño que están con
Bergés.
-¿La muñeca embarazada?
-Franco asintió sin abrir los ojos.
-¿Es la mujer de la que habló?
Ya no quería hablar, asintió moviendo la cabeza y dejó que cayera hacia un lado.
-Haré lo que pueda doctor. Le debo un hijo. Vaya con Dios -oró el hombre, creyendo que
Franco fue inyectado con el sedante, tal como Franco quiso hacerle creer.
-¿Qué haces aquí? -preguntó el «Cara de Goma» al sargento Migues que había soltado a Franco y se alejó varios pasos segundos antes.
-Busco a Bergés, ha enviado a por mí.
-No está aquí, está en el tercero.
Al que decían «Cara de Goma», no era un guardia cualquiera, era un comisario inspector de la policía bonaerense que con ojos inquietos vio bajar a Migues del camión y se quedó mirando al sargento hasta que desapareció por el hueco de las escaleras.
-¿Dónde estabas? -preguntó al chofer que volvía al camión.
-Llamaron por teléfono pero no pude hablar porque se cortó, tiene que ser el jefe que quiere saber por qué tardo tanto -respondió el chofer del micro enojado por la demora.
-Falta poco, termino con éstos y partes -arguyó, caminando hacia el fondo del camión buscando con la mirada a los que faltaban inyectarse-. Dile a tu jefe que has sido tú quien llegó tarde- terminó de recriminar al chofer, tomando las dos jeringas para clavárselas sin ninguna consideración a los cuatro detenidos que faltaban. Las dos mujeres gritaron ante la violencia con la que les clavó la aguja y las pobres recibieron sendos golpes por la reacción. Los hombres inyectados se mantuvieron en silencio pero no pudieron evitar la exclamación del dolor salida de la garganta.
-¿Quién irá conmigo? -preguntó el chofer, cuando vio que el Cara de Goma terminó y se aprestaba a bajar del camión.
-Nadie. Llegan más detenidos dentro de unas horas y la perra de Bergés está muriéndose, la van a trasladar. Hoy irás solo. No te preocupes por éstos ya no causarán problemas a nadie, nunca más -referenció por los detenidos sedados en el camión - En la «Capucha» subirá alguien que te acompañará hasta la base aérea.
-Me largo. Este lugar apesta ¿Por qué no tiran un poco de lavandina? -preguntó el chofer poniendo cara de asco, al comisario que bajaba.
-Seguro que en el campo los cadáveres huelen a jazmines ¿Por qué no te vas a cagar? - auguró el «Cara de Goma», bajando del camión.
-¡Eso es! - reflexionó el chofer, y continuó su
pulla hacia el comisario vestido de civil-. No huele a fiambre,
huele a mierda.
El viejo colectivo comenzó a moverse, Franco no aguantaba la ansiedad pero se sosegó al recordar que Migues entró para ayudarlo. Tal vez, no era su día para morir después de todo. Dudaba que hubiese llegado a tener el tiempo suficiente para que Migues pudiera ocultarlo en otro lugar o en el baúl de algún auto, pero el gesto reconfortaba su ánimo y se tranquilizaba por haberle hablado de Emilia. El sargento dijo que haría lo posible para salvarla y, después de lo ocurrido esa tarde, creía en él. Más habiendo dejado que pensara que eran su mujer y su hijo.
El camión se detuvo en la entrada misma del centro de detención y dos guardias subieron a inspeccionar la cantidad de cuerpos tirados en el piso del vehículo cotejando una lista que tenían en la mano. Los detenidos estaban completamente adormecidos por el sedante y se volcaron todavía más después de los primeros movimientos del camión, algunos hasta parecían muertos. Los guardias sacudieron solo a los dos que se encontraban más cerca de la puerta y, luego, permitieron la salida.
Franco comprendió que la situación era favorable, tenía que actuar con calma y no dejarse ganar por la desesperación para que todo saliera bien y además no le trajera consecuencias posteriores. A las pocas cuadras del lugar del que partieron, el chofer del camión prendió una radio y levantó el volumen de la emisora para poder escucharla por sobre el ruido que hacía la lluvia que golpeaba contra el camión, eso les favorecía todavía más. Con el pie, sacudió a Daniel y le indicó que se acercara a su espalda para que pudiera desatarle las manos. La tarea no llevó mucho tiempo, el guardia que los ató, sabía el destino que les esperaba, por eso no se molestó en hacer nudos resistentes o duraderos. El mismo tiempo tardó Daniel en hacer lo propio con las ataduras de Franco. Con las manos libres, esperaron que el camión se alejara de Banfield. El guardia habló que tenían que pasar por la «Capucha», ese lugar quedaba en la Escuela de Mecánica de la Armada en la Capital Federal, Franco oyó del sitio y el origen del nombre, que se lo daban los detenidos permanentemente con bolsas o sacos en la cabeza en forma de capucha, ni para comer podían sacarse el objeto de la cabeza, sólo podían correrlo hacia arriba hasta despejar la boca y así ingerir lo que algunas personas llamaban comida. Varios caminos podía seguir el chofer del camión para llegar al lugar, Franco esperaría el momento oportuno para asaltarlo.
Algunas de las ventanas del colectivo estaban cubiertas con maderas y otras con papel diario mal pegado sobre los vidrios. Franco se arrastró sobre para quedar frente de la que tenía el papel más descorrido en un ángulo inferior para tratar de confirmar el camino que recorrían. Si estaba en lo cierto, en poco tiempo de viaje tendrían que pasar por el viejo puente La Noria que pasaba sobre el riachuelo y él podría reconocerlo, así tendría una noción más definitiva sobre el camino. Dentro del camión reinaba la oscuridad, lo que daba cierta libertad de movimiento. Franco tomó el pulso del joven a su lado y no pudo encontrarlo. Con los dedos en su garganta indicó a Daniel que revisara a los detenidos cercanos y dos veces la cabeza de Daniel se sacudió negativamente después de revisar a las muchachas uruguayas, estaban muertas. Franco alternaba la vista entre el camino y el chofer, quien no sospechaba lo que ocurría en el interior del vehículo que manejaba.
El puente con su ornamentación de principios de siglo pasó sobre su cabeza y poco tiempo después, para su sorpresa, dejaban la ruta directa y tomaban una que bordeaba el riachuelo, el trayecto hasta llegar a zonas de la ciudad habitadas era largo, oscuro y descampado, rodeado de grandes extensiones de terreno baldío. Franco dedujo que además de la ESMA, tendrían que levantar prisioneros en algún otro centro de detención de la capital.
-Tenemos que revisar a todos, para saber quien está vivo- susurró Franco.
-¿Qué haremos?
-Tengo la jeringa con el sedante, se lo aplicaré al chofer y tomaremos el camión para escapar.
-¿Y después?
-Dejaremos al chofer lejos de la ruta para que no lo encuentren rápido, bajaremos a los muertos y nos internaremos en alguna ruta que nos lleve al interior, luego, me iré con Serrano. Tú puedes ir donde quieras.
-Te debo la vida, amigo -agradeció Daniel, todavía desconociendo el destino fatal que, por el momento, estaban evadiendo, pero ya al tanto de las intenciones nada loables del compuesto aplicado.
-Todavía no salimos de esta- recordó Franco, para que Daniel no bajara la guardia.
-Yo revisaré a los que faltan, vos andá a inyectar a ese hijo de puta.
Franco reptó por el piso del camión, se colocó la jeringa en la boca e intentó colocarse justo detrás del asiento del chofer. El hombre para Franco rondaba los cuarenta años, de físico grande y por su apariencia y postura, a pesar de no vestir uniforme militar, saltaba a las claras que era miembro de las fuerzas. En el estado de Franco, no era rival para el chofer si lo llegaba a descubrir antes de inyectarle el sedante, ni siquiera junto a Daniel podría con él.
A punto de levantarse con la hipodérmica en la mano preparada para clavársela entre el cuello y el hombro, se escuchó sonar un bocinazo y el chofer del camión respondió con otro.
Evidentemente, se cruzaron con alguien conocido del chofer. Franco volvió a pegarse al piso para esperar que el auto circulando en sentido contrario se alejara de ellos antes de volver a intentar introducir la aguja en el cuerpo del hombre que los trasladaba. Pasado el tiempo que consideró necesario para salir de la vista del otro vehículo, no se levantó milimétricamente como la vez anterior, se puso en pie de un saltó y clavó la aguja sobre la tela del abrigo que no opuso resistencia ante la invasión del fino acero y sintió el momento en que la aguja se internó en la carne. Administrar la substancia era algo muy diferente, solo pudo hacer pasar un poco de sedante antes que el gran cuerpo del chofer se moviera de tal forma que el adminículo inyectable zafara de su cuerpo, Daniel llegó hasta ellos y tomó desde atrás al hombre, pegándole la cabeza al asiento y dejando el cuello nervudo nuevamente a merced de Franco. Parte del sedante se liberó en el aire, sin embargo, la dosis sobrante era más que suficiente para adormecer al chofer, Franco terminó de inyectárselo en el desesperado momento que los movimientos del chofer hicieron desbarrancar el camión hacia el riachuelo.
Ni Daniel, ni Franco pudieron hacer nada para impedir que el camión siguiera su camino hacia las frías y negras aguas del riachuelo y antes de reaccionar a lo que sucedía, el parabrisas chocó contra el agua. Los cuerpos tirados en el piso del camión rodaron hacia adelante y chocaron contra las piernas de ambos que seguían luchando contra el chofer que no se rendía a pesar del siniestro que se desarrollaba velozmente. El camión comenzó a flotar y a voltearse hacia un costado, el lateral en el que estaba la puerta quedó hacia arriba y las aguas comenzaron a meterse por los paneles de madera que reemplazaban a los vidrios rotos en el lado que quedó de cara al agua.
-¡Tenemos que abrir la puerta! -gritó Franco, e intentó girar para abrirla manualmente, pero uno de los brazos del chofer lo tomó justo cuando se alejaba. La puerta quedaba solo un metro de su posición pero el potente brazo del conductor no lo dejaba llegar.
-¡Los llevaré al infierno conmigo! -rugió el chofer.
-¡Ya estuvimos en el infierno, es hora de regresar! -gritó Franco más fuerte todavía y se sacó la remera de la que lo tenía sostenido.
La puerta dio dificultades solo con los primeros tirones, después, se abrió suavemente. El chofer ya no luchaba tan ferozmente cuando Franco terminó de despejar la salida, pero algunos de los cuerpos ya se encontraban bajo agua. Con desesperación, se zambulló para encontrar al padre de Emilia y tuvo que salir a la superficie para pedir ayuda a Daniel para poder alzarlo. Entre los dos sacaron al hombre y volvieron a entrar para rescatar a la joven que estaba más de cerca de la puerta, la que estaba viva cuando Daniel revisó.
Sin perder tiempo, Franco y Daniel comenzaron con las tareas de reanimación para salvar a las únicas dos personas que pudieron rescatar del micro que pocos minutos demandó para perderse bajo las aguas.
Bajo la lluvia y en medio de un lodazal que no dejaba que dieran un paso firme sin caer, comprimían en pecho de sus atendidos y después le insuflaban aire de sus propios pulmones. La joven fue la primera en toser y escupir agua. Franco no paraba de comprimir el pecho de Serrano para mantener la circulación de la sangre y, luego, darle oxígeno. No paró hasta que a fuerza de insistencia, el hombre tosió y comenzó a escupir el agua putrefacta que inundó sus pulmones.
-¿Qué hacemos ahora? -preguntó Daniel.
-Tenemos que alejarnos de este lugar -fue la rápida respuesta de Franco- ¿Serrano me oye?-preguntó sacándole la venda de los ojos que a pesar de todo lo ocurrido no se había desprendido-. ¡Serrano! -lo sacudió nuevamente al no recibir respuesta-. Tenemos que alejarnos de este lugar, estamos libres.
La palabra endulzó la boca a Franco y renovó la energía a los cuatro, el hombre abrió los ojos y miró el lugar.
-¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?
-Ya habrá tiempo de explicaciones, ahora debemos largarnos de aquí -dijo Daniel, ayudando a ponerse de pie a la joven, a la que también sacaron la venda de los ojos y desataron las manos - ¿Puedes caminar? -preguntó- ¿Cuál es tu nombre?
-Sí puedo caminar. Larguémonos de aquí -respondió poniéndose en pie pero, inmediatamente, volvió a caer.
-La muchacha se llama Paula Senkel -informó Franco a Daniel reconociendo el fino rostro moreno de la muchacha que al parecer seguía siendo su compañera de camino.
El fuerte efecto del sedante jaqueaba la voluntad de las dos personas que pese a todo no se darían por vencidas y contaban con el apoyo de Franco y de Daniel. Arengados por una voluntad implacable que no dejaría que sus vidas y su libertad se encaparan de las manos, cada uno de ellos alzó en hombros a los dos que entraban y salían de la inconsciencia y comenzaron a caminar para alejarse lo más rápido que podían de ese lugar, subieron el barranco de la orilla opuesta a la que se encontraba la ruta y emprendieron el camino a paso acelerado para internarse en los matorrales altos que los cubría de la vista de los que transitaban por la ruta.
-La lluvia borrará los pasos -aseveró Daniel con entusiasmo y un poco más de aliento.
-Eso espero -adujo Franco, con la respiración cortada sin detenerse para no dejar de aprovechar al máximo sus energías y poner la mayor distancia entre ellos y el camión accidentado.
-Cambiemos -propuso Daniel, que hasta ese momento cargaba con la joven, treinta kilos más liviana que la carga de Franco.
-Sí - apenas pudo decir Franco, y bajó con el cuidado que le era posible a su carga.
Además de cargar con los sedados, peleaban contra el viento frío, la lluvia y el suelo por el que tenían que transitar regado de pozos en los que cada tanto metían el pie y perdían el equilibrio cayendo al suelo junto a quien cargaban.
Una hora después, ni la lluvia ni los golpes por las caídas hacían recuperar la consciencia a Alberto Serrano y a la joven. Ninguno de los dos entendía por qué estuvieron conscientes unos pocos minutos después de recuperar el pulso al sacarlos del riachuelo, durante el duro camino por los baldíos parecían muertos.
Desfallecidos, apunto de claudicar y cambiando cada pocos metros a sus acarreados, llegaron a la calle que ponía fin al descampado y marcaba el comienzo de la zona poblada en la ciudad. La lluvia lavó a medias sus cuerpos matizados de lodo, agua negra y otras tantas porquerías que contaminaban el riachuelo y ponían densas sus aguas, también menguó el olor nauseabundo que la caída al río solo empeoró un poco más, todos tenían puestas las mismas ropas desde el día que los llevaron de sus casas, marchadas, rotas, putrefactas, llenas de parásitos pero eran las únicas que tenían. La lluvia estaba siendo piadosa quitando buena parte de la suciedad.
Antes de entrar a la zona de casas de familias tenían que planear muy bien y con cuidado, cuáles serían sus siguientes pasos hacia la libertad.
-Tenemos que encontrar un refugio para descansar unas horas, no puedo más y la muchacha se está congelando -susurró Daniel dejando a la muchacha acostada sobre el pasto.
-Quédate con ellos, el viejo Serrano también está muy frío -indicó Franco dejando a Serrano sentado y apoyado sobre una montaña de escombros.
-Está bien -accedió Daniel, sin ninguna intención de contrariar los planes de Franco.
Franco tomó aire, se dio ánimo a sí mismo y comenzó a caminar de nuevo, se sentía una pluma sin el peso de Serrano encima pero, después de unos cuantos pasos, comenzó a pesarle su propio cansancio.
-¡Eh, doctor! -lo detuvo Daniel- ¡Qué esté cerca! -rogó al borde del llanto, entornando sus ojos verdes.
-Haré lo posible.