Capítulo 12

Franco estaba muy inquieto, no saber nada de Eugenia socavaba su calma y la poca paciencia que tenía por esos días. Cinco días pasaron desde que el desgraciado de Suárez Tai se presentó en el hospital y nada pudo averiguar del lugar al que la llevó. No tuvo oportunidad de saber nada de su familia pero, al menos, pudo corroborar que el doctor Juan Torres estaba desaparecido, alguien lo sorprendió sacando a un detenido del campo de Arana y esa fue su perdición. En el hospital corría la voz de su derivación al interior del país, pero eso sólo fue dicho por el director del hospital para aquietar las aguas. El sargento Migues, confidencialmente, le contó que con el grupo de operaciones lo fueron a buscar noches atrás para llevarlo a las oficinas del Ministerio del Interior de la Capital Federal y no volvieron a saber de él.

El hijo del sargento Migues mejoró notablemente después del tercer día. Franco se quedó con él las dos noches siguientes a la de su operación al surgir una infección en otra de las heridas sufridas en el enfrentamiento que le provocaba fiebre con convulsiones, con un cuidado intensivo, barrió esa infección y la evolución de la cirugía mayor se desarrolló sin complicaciones. El sargento se mostraba muy agradecido, por eso reveló lo que sabía del doctor Torres. Franco, aprovechó la actitud agradecida del sargento y preguntó sobre los detenidos en el centro de Banfield pero se enteró que el oficial solo se ocupaba de los traslados, después, lo que pasaba con los detenidos era desconocido para todo el grupo de operaciones destinados a «levantar» a las personas que figuraban en la lista que llegaban a sus manos. Migues no sabía quién confeccionaba las listas, ni quien las enviaba hasta la comisaría de Banfield tampoco el destino final de los detenidos, cuando eran trasladados de un centro de detención a otro para él ya no había nombres. A veces, reconocía a aquellos que levantaron de sus casas y recordaba el nombre, pero eran muy pocas las veces que los detenidos salían reconocibles.

Franco no sabía qué hacer, tampoco en quién confiar. Su nuevo e inesperado amigo era de poca ayuda para lo que necesitaba averiguar. Comía poco, dormía menos y en su trabajo estaba torpe. Al llegar la noche su impaciencia llegaba a picos insondables, no podía concentrarse en nada más que en Eugenia. En ella estaba pensando cuando unos golpes en la puerta sonaron con insistencia. Dejó pasar las dos primeras tandas de golpes, no pensaba abrir la puerta a su imprevisto visitante pero, de repente, saltó de la silla al imaginar que podía ser Eugenia la que golpeaba la puerta.

-¿Quién es? -preguntó con severidad, parado frente a la puerta sin abrir.

-El Sargento Migues, doctor. Necesito hablar con usted, es importante.

 Franco abrió la puerta pero no sacó el pasador de seguridad sujeto a la cadena. Miró a través de la abertura abierta para corroborar la identidad del visitante.

-Pase Migues ¿Qué lo trae por aquí?

-Tengo malas noticias para usted doctor.

-¿Le ha ocurrido algo a su hijo?

-No, el muchacho se recupera con rapidez sobre todo ahora que lo llevamos a casa y su madre lo consiente en todo.

El hombre gordo que no vestía su habitual uniforme azul, sonrió.

-Con esa pregunta, termino de convencerme que no ha sido un error venir hasta aquí.

-¿Qué ocurre entonces sargento? Hable -instó Franco.

-Mire -dijo, mostrándole un papel-. Su nombre está en esta lista doctor.

Franco quedó anonadado y se sentó en el sillón de la sala, leía y releía sus datos personales escritos a máquina en la hoja de papel que entregó el policía.

-¿Tiene que detenerme? -preguntó después de varios minutos.

-Si doctor, lo lamento.

-¿Y a dónde tiene me trasladará?

-A la Comisaría quinta de la ciudad de La Plata.

-Tiene que ser por lo del sumario administrativo -argumentó Franco, intentando poner paños fríos a la situación y buscando una justificación lógica a esa orden que tenía en sus manos.

-No lo creo doctor, nosotros no hacemos ese «tipo» -recalcó la palabra- de detenciones. Ya le hablé de nuestro trabajo, doctor.

-Espere, usted dijo que andaba con un grupo de operaciones y se presenta a mi casa solo, creo que esta detención es distinta.

-No vine a llevármelo, solo vengo a advertirle que la COT6 de Quilmes tiene en sus manos una copia de esta lista y si no aparecen esta madrugada, es probable que vengan mañana. Tiene que largarse ahora mismo de aquí doctor.

-¿Viene a advertirme que me van a secuestrar?

-Es lo menos que puedo hacer después que usted salvara la vida de mi hijo.

-Esto tiene que ser una pesadilla.

-Le aseguro que es muy real y mucho peor a cualquier pesadilla que pudo haber tenido en su vida. -El sargento se quedó varios segundos mirando la cara sorprendida de Franco y después preguntó - ¿Qué ha hecho doctor? ¿Con quién se metió para que lo traten así?

-Nada Migues, no hice nada. Solo trabajé como un maldito esclavo para unos malditos.

-Le creo. Yo lo he visto trabajar sin descanso para salvarles la vida a los pacientes que llegan a sus manos.

-Eso es todo lo que hago.

Franco se levantó y caminó alrededor del sofá con el papel en las manos, ya no leía sus datos en él, pero igualmente lo miraba.

-Hay algo más -agregó el sargento, apesadumbrado de ser el portador de las malas noticias.

-¿Más?

-¿Evaristo Hernández, Rosalía de Hernández son personas que usted conoce?

-Es mi padre y mi madre.

-Están en la lista del COT  de Martínez.

-Ellos viven en la localidad de Martínez.

-Usted sabe que los COT se dividen por el radio de operaciones doctor.

-Lamentablemente, conozco el circuito.

Franco se sentó nuevamente, esta vez, en el sillón individual que estaba frente al sargento Migues.

Tiró el papel al suelo y con furia comenzó a recriminarle.

-¿Cómo puede vivir haciendo esto?

-Es mi trabajo doctor, trabajo en la policía desde hace treinta años ¿Qué otra cosa puedo hacer?

-¡Renunciar!

-¿Qué haría? ¿De qué viviría? Ya soy viejo para conseguir un nuevo trabajo. No deseaba esto más que usted pero desde hace dos años, los viejos policías tuvimos que adaptarnos a esto o morirnos de hambre. Ya le dije que solo me encargo de los traslados, yo no torturo a la gente, no violo a las mujeres ni asesino a los detenidos. Sé que esas cosas pasan y no lo puedo detener, solo hago lo que tengo que hacer y me voy a casa con mi familia doctor. No soy mala gente y tengo temor a Dios. Muchos de mis compañeros abusan de su posición: roban, matan y aterrorizan, en general, son los más jóvenes que no saben qué hacer con el poder con el que se encontraron desde que los militares gobiernan el país, allá ellos, pero no todos somos así.

-Debe ser -aceptó Franco, no del todo convencido de las palabras del policía.

-Me apena que no crea en mí doctor, yo creo en usted.

-Es difícil de aceptar, conociendo cómo llegan los detenidos al hospital, cómo los tratan en los centros de detención y, además, he visto cómo usted los amenaza.

-Las amenazas son un medio de intimidación.

-Es una manera de tortura.

-Si, pero lo que yo les hago es una caricia comparado con lo que pasa luego. No dejo que los hombres toquen a las detenidas hasta llegar a sus destinos.

-¿Qué destino tiene para mí, Migues? -volvió a preguntar.

-Comisaría quinta de La Plata.

-¿No al Ministerio de la Capital Federal?

-Nada de Ministerio. Doctor, tome sus cosas más importantes, toda la plata que tenga y trate de salir del país. Puede viajar al norte y pasar por algún punto flaco de la frontera hacia Bolivia o Brasil. Los balseros le harán pasar el río por pocas monedas.

-¿Que harán con la casa?

-Nada, la casa no es de su propiedad, pertenece al estado. No se puede destruir las pertenencias del estado. Si quiere que proteja algo de valor que no pueda llevar dígamelo ahora, se lo guardaré en mi casa.

Franco pensó en todas las cosas que el sargento Migues debía tener en su casa de las personas que fueron detenidas y su aversión volvía con furia, pero no dijo nada, no podía dejar de admitir que el hombre se estaba arriesgando demasiado al darle aquella información. Eso lo llevó a reconocer que la persona menos pensada estaba poniendo su vida en juego por él. Podía hacer lo que el sargento proponía y su pellejo estaría a salvo pero no viviría en paz. No podía dejar a Eugenia en manos de ese hombre sin decirle la verdad, su conciencia no se lo perdonaría nunca y su corazón tampoco. Era tiempo de admitir que estaba perdidamente enamorado de Eugenia. La necesitaba con desesperación.

-¿Usted estará al frente del operativo?

-Afirmativo, salvo que surja algún cambio de último momento.

-Le agradezco su interés Migues y el hecho que viniera hasta aquí para informar lo que harán conmigo. Ya estamos a mano.

-Mi hijo vale mucho más que un aviso.

-Hablo de favor por favor. Aunque creo que deberá hacerme uno más.

-Lo que quiera doctor.

-No me amenace demasiado cuando esté llevándome.

-¡Qué dice «tordo»! ¿Está loco?

-¿No soy más el doctor?

-No, si está hablando de veras.

-Hablo en serio Migues, cumpla con su deber.

-¿Sabe lo que le harán cuando esté detenido?

-Tengo que encontrar a una persona.

-¿Quién sería tan importante para que usted se sacrifique de este modo? ¡Puede llevarse a sus padres!

-Ellos están a salvo a miles de kilómetros de distancia.

-¿Entonces?

-Es la mujer que amo, tengo que salvarla.

-No puedo permitir que haga eso doctor.

-No tiene manera de impedirlo sargento.

-¡Es una locura!

-Hay momentos que la vida nos lleva a cometer locuras.

-¿Por una mujer?

-Cada uno elige el motivo.

-Me sorprende doctor, creo que usted está loco pero voy a ayudarle en lo que pueda.

-Recuerde mi cara cuando haga los traslados.

-¿En qué estaba metida esa mujer que ama tanto?

-Nada malo, la vida solo hizo que se cruzara con el hombre equivocado. Nadie merece tanto sufrimiento por nada.

-No sé de lo que habla usted doctor, pero puede contar conmigo. Todavía le debo una.

-Sargento Migues ¿Tiene hijos pequeños?

-Mi hija más chica tiene doce años.

-Llévele la televisión, es nueva.

Gesticulando con la cabeza negativamente el sargento Migues se levantó del sillón y se aprestó para retirarse del domicilio de Franco. Él lo imitó y caminaron hasta la única puerta de salida.

-Doctor, coma mucho esta noche.

-Lo haré.

-Mire doctor. Piense bien lo que va a hacer, es su vida la que arriesga -advirtió el sargento intentando con sus últimas palabras disuadir de cometer la locura que pensaba Franco-. Tiene un par de horas para cambiar de parecer, alejarse de este lugar e intentar comenzar de nuevo, allí donde se encuentren sus padres. Recuerde que los padres somos los que más sufrimos con lo que ocurre con nuestros hijos. Es un hombre joven, puede volver a enamorarse. Prométame que lo pensará mejor.

-Lo haré.

-Y qué pensará en sus padres.

-Se lo prometo, lo haré. Sargento Migues -lo nombró e hizo una pausa antes de continuar-. Tengo que confesar que estaba muy equivocado con usted, en verdad es buena gente. Gracias por tomarse la molestia y arriesgarse por mí. Llévele ahora el televisor a su niña.

-Solo lo guardaré hasta que todo se solucione.

-Eso estaría bien, usted es más optimista que yo al parecer.

En poco tiempo, Franco desconectó el televisor del enchufe y del cale de la antena que bajaba de la terraza, se lo entregó al sargento Migues y despidió al policía sin dejar de repetir la promesa de repensar la decisión que había tomado.

Más tarde, a pesar de no tener apetito, Franco comió dos buenos churrascos de lomo, acompañados de fideos con manteca. No paraba de dar vueltas al asunto. Si se quedaba, podía dar con el padre de Eugenia, tenía el presentimiento que así sería. Lo que su plan no contemplaba era qué haría cuando lo hallase. Otras de las alternativas que barajaba su imaginación era que podrían asesinarlo ni bien quedara detenido en la comisaría de La Plata. Estaba plenamente seguro que la orden de detención bajaba de Suárez Tai, en consecuencia, lo de una eliminación rápida era la alternativa menos viable, esa orden era solo para demostrarle el poder que Antonio tenía en sus manos. En ese instante hasta dudaba que lo del sumario administrativo existiese, con esa advertencia solo estaba notificando que su acto de traición, como lo veía él, no quedaría sin el debido castigo. No olvidaba el antecedente del médico Juan Torres. Miró el reloj, faltaban cinco minutos para las doce, a esa altura de la noche, sabía que sus cavilaciones eran sólo un medio de justificación y una especie de ánimo que se daba él mismo para no sentirse tan idiota por lo que iba hacer. Gente que se arriesgaba por otra gente de manera espontánea sin esperar retribución, también formó parte del universo de excusas que poblaban sus pensamientos. No podía creer lo de Migues, tenía una concepción distinta de la personalidad del policía, estaba realmente sorprendido de recibir su ayuda. Era sincero, se lo demostró en los días que su hijo estuvo convaleciente a su cuidado en el hospital. Lo que ocurrió con Juan Torres lo sorprendió en menor medida, suponía que ningún ser humano normal era capaz de no prestar ayuda, si tenía la posibilidad de hacerlo, a una mujer a punto de parir o algún moribundo, para el médico Torres la piedad fue su perdición, nunca podría saber si la tuvo una sola vez o fueron varios los hechos que decantaron en la detención de Torres. Franco estuvo en uno sólo de los centros de detención y su espíritu casi colapsa. Recordó al Rana, consideraba que gente como él o como los demás carceleros y torturadores estaban tan hartamente corrompidos por el poder que la situación otorgaba, que perdieron su condición de seres humanos, eran seres oscuros, eran «Hielasangres» como lo llamó Emilia al confundirlo con uno de ellos. No había mejor definición.

Era un hecho, Franco decidió que se dejaría llevar por las fuerzas armadas. Iría hasta la casa de la abuela de Eugenia, dejaría una carta para su nieta y una nota advirtiéndole lo que estaba por ocurrir con el amigo que la ayudaba con el caso de su familia, y además, dejaría un sobre con sus ahorros y algunas pertenencias importantes para él, como una cadena que le regaló su madre cuando se recibió de médico, un reloj regalo de su hermana y un anillo que arrebató de un dedo gracias a una mordaz insistencia que su padre no soportó más y  dejó que lo sacara, se quedó con el anillo de su abuelo. Documentos valiosos o papeles importantes para él se los dio a su madre para que se los llevara. También guardó en el sobre que dejarían en casa de la abuela de Eugenia la foto en la que aparecía con su hermana, ambos adolescentes, era la única que conservaría, todo lo demás sería incinerado.

En menos de una hora, bajó los papeles que tenía que quemar y en un rincón de la calle hizo una fogata con sus recuerdos. Llevó la nota que dejó en el buzón oculto diseñado por la mujer para recibir las notas y regresó a su casa. Tomó una pastilla para dormir y se acostó, si no ayudaba al sueño con algún químico, no dormiría y deseaba descansar.

En el momento que la puerta se abrió, se levantó con calma de la silla de la cocina y se acercó a él. Después de mucho recapacitar llegó a la conclusión que abandonaría las intenciones de irse de la casa pero no cambiaría la actitud con respecto al encierro.

-¿Por qué lo haces?

-Tengo miedo de que te marches.

-No lo haré, estuve pensando y no es inteligente arriesgar a mi abuela. Esperaré a que mi familia esté totalmente fuera de toda sospecha para ir hasta su casa.

-Es lo que quería que entendieras Eugenia -consintió Antonio, dejando el maletín en un rincón para abrazar a la joven.

-Ya lo entendí -aseveró, con una significación encubierta.

-Es todo lo que pido, un poco más de tiempo para que las aguas se aquieten -demandó suavemente, liberándola de su abrazo.

Eugenia lo siguió en su camino a la cocina, lo vio apoyar en la mesa de la cocina la bolsa que traía, sacarse el saco del traje y aflojarse la corbata antes de volver a hablar.

-No permitiré que me encierres.

-Ya no hará falta -dijo con una sonrisa, sin mirarla y sacando el paquete de la bolsa-. La cordura, que tardó en llegar, lo hizo después de todo y ya lo has entendido.

-Si -solo dijo Eugenia, mordiéndose la lengua para no replicar a las palabras que Antonio decía con tono jocoso, pero a ella le sonaba a agravio. Cada una de las palabras que escuchaba de esa boca sonaban ofensivas, la presencia de Antonio le parecía ofensiva, debía actuar muy bien para que Antonio se convenciera que ella se quedaría con él. Debía ganarse la confianza de ese hombre que de la mañana a la noche pasó de ser su mejor amigo al ser más despreciable que podría conocer en la tierra.

Presunciones, sabía que eran supuestos o deducciones que fue hilando con recuerdos y palabras dichas por Antonio pero, aún así, el concepto hacia él cambió radicalmente. Eran muchas coincidencias encontradas, el azar no era tan benévolo con los deseos.

-Traje la cena -informó, al tiempo que el olor a pollo asado llenaba la cocina. Antonio terminó de abrir el paquete colocado sobre la mesa y habló con amabilidad-. Estoy muerto de hambre.

Con una sonrisa Eugenia colocó los cubiertos en la mesa y cortó el pollo en porciones. Antonio descorchó un vino y se sentaron a comer en silencio.

-Estás muy callada hoy.

-Estoy digiriendo el enojo por el encierro del día.

-Era necesario Eugenia, tú no entrabas en razones y yo no puedo estar vigilándote todo el día para que no cometas una locura.

-Ya he entrado en razones, según tu idea de la cordura. Espero que mañana no se repita.

-No será necesario. Estuve pensando lo conveniente de casarnos lo más rápido posible, si podemos hacerlo antes de que tu familia esté libre será mejor.

Eugenia se atragantó con el último bocado de pollo que pensaba comer. Si creyó que ese día no iba a tener más malas sorpresas, estaba muy equivocada.

-¿Qué dices Antonio? No estoy para bromas.

-No, lo digo en serio. Nos casaremos antes que termine la semana.

-¿Te has vuelto loco? Ni siquiera me lo has pedido.

-Dadas las circunstancias no es necesario, estamos viviendo juntos.

-¡Esto no es una convivencia!

-Claro que sí. No quiero decir a tu familia que hemos estado viviendo en pecado todo este tiempo. Ellos se quedarán más tranquilos si saben que estamos formalmente casados.

A cada palabra de Antonio, ella quedaba más anonadada y muda. Su cabeza no tenía la rapidez mental para llegar al razonamiento al que él había llegado. Ella se quedaba atascada en que su familia estaba detenida, su madre muerta y que sólo acudió a Antonio para pedir ayuda, de ninguna manera podía llamarse convivencia de pareja eso que estaban viviendo ¿De qué pecado hablaba Antonio? No mantuvieron relaciones íntimas en más de dos meses. La idea de mantener a Antonio complacido y tranquilo por las dudas que tomara represalias contra su familia se iba por las alcantarillas como el agua de lluvia.

-¡No me casaré contigo Antonio! -gritó, tirando sobre la mesa la servilleta que tenía en la mano y abandonando la mesa.

-Eugenia sé que querías una gran fiesta y a toda la familia presente, pero dadas las circunsta…

-¡Deja de decir eso! -interrumpió con otro grito, más encolerizado que el anterior - ¡No vuelvas a hablar de las circunstancias!

Antonio también se levantó de la mesa, lo hizo en forma más tranquila y no levantó la voz en ningún momento.

-Tenemos que hacerlo y tu hermana volverá ese mismo día a su casa con su esposo. Podrás compartir con ella la alegría del matrimonio. Además, ya no pesará sobre ti ninguna búsqueda y te convertirás en una mujer respetable, sin antecedentes policiales. Nada quedará del expediente que se ha abierto con tu nombre. En el futuro nadie podrá saber que fuiste una prófuga de la justicia -explicó con total tranquilidad.

-Eras mi amigo Antonio ¿Por qué me haces esto?

-Te amo,  verás que con el tiempo me amarás tanto como yo.

-¿Qué hay de mi padre?

-  Será liberado, te encontrará felizmente casada y estará orgulloso de ti -contestó, y Eugenia detectó una advertencia solapada detrás de la frase predictiva.

La mirada de Antonio era desconocida para Eugenia, nunca vio ese frío en sus ojos grises que los volvían más oscuros, era un desconocido. Su madre le advirtió de esa mirada glaciar con la que a ella la miraba y Eugenia replicaba que Antonio nunca podría tener una mirada así ¡Qué equivocada estaba! Mirándolo de frente e intentando buscar detrás del témpano la mirada amable del Antonio que ella conocía, tomó aire y aceptó su destino.

-No discutamos Antonio -dijo sin gritar, aplacando su furia-. Creo que está bien lo que planeas, sólo me tomas por sorpresa. No esperaba un matrimonio tan intempestivo ¡Ni que estuviera embarazada! -intentó bromear para liberar un poco de su propia desesperación y que él no lo notara-. Será cómo tú dices, podemos casarnos por civil y después de reunir a toda la familia podemos hacer una gran fiesta para el casamiento por iglesia.

-Esa es mi Eugenia -aclamó Antonio y su mirada cambió, volvía a ser amigable- ¿Te das cuenta que podemos llegar a un acuerdo? -indagó complacido por la aceptación y se acercó para sellar el pacto con un abrazo y un largo beso en los labios.

-Sí -contestó ella sonriente, después que apartara los labios de los suyos.

-Te daré todo lo que quieres cuando seas mi esposa -prometió y Eugenia entendió que estaba prometiendo a su familia.

-Lo sé.

-No te preocupes por la casa en la que viviremos -pidió de repente.

Eugenia se sorprendió, ni de lejos era eso en lo que estaba pensando. Una vez que tuviera libre a su familia se largaría del país a la menor oportunidad, tal y como pensaba hacerlo Franco cuando lo conoció. Estuviera casada o no.

-¿Por qué habría de preocuparme? Tú siempre te ocupas de todo y estoy segura que elegirás la casa de mis sueños, siempre me das todos los gustos

-Por supuesto Eugenia, te daré la casa que sueñas. Nunca te arrepentirás de casarte conmigo, te daré lo que quieras y nunca tendrás que trabajar.

-Yo quiero trabajar de médica, para eso estoy estudiando y falta muy poco para el título.

-Con todo lo que sabes podrás atender a la familia y a nuestros hijos. De ahora en más, no te hará falta estar rozándote con hombres descocidos, ni en la facultad y mucho menos en un trabajo.

-Tienes razón Antonio, nunca me arrepentiré de casarme contigo -consintió con palabras halagüeñas, por dentro gritaba que nunca se arrepentiría, jamás se casaría con Antonio.

Esa noche Antonio volvió a quedarse con ella y ante el avance amoroso que pretendió llevar a cabo en la cama, Eugenia lo frenó alegando que quería esperar a la noche de bodas para reiniciar sus relaciones. Dijo que la espera haría mucho bien a la noche que estaba próxima y que el estar juntos sin tocarse sólo aumentaría el deseo de ambos. Él aceptó el argumento de Eugenia solo en lo que se refería a la penetración, no dejó de besarla y acariciarle todo el cuerpo hasta que ella fingió quedarse profundamente dormida. Antonio se detuvo, de no ser así habría salido de la cama gritando como una loca, no soportaba las manos de Antonio sobre su cuerpo, no soportaba sus besos, ni sentir su aliento en la cara. Se cuestionaba la manera estúpida en la  que terminó enredada sentimentalmente con ese hombre que no le agradaba. Esa noche se dio cuenta que Antonio nunca fue su amigo, quizá, en un primer momento pero luego se obsesionó con ella, tal y como dijo su hermana en varias oportunidades. No le daba todos los gustos y la llevaba a todos los lugares que ella deseaba por el placer de disfrutar de su compañía, lo hacía para evitar que se relacionara con otra persona. La aisló de todos con un método lento, supuestamente dulce y atento. Su madre quiso hacerle notar el actuar de Antonio y ella no lo quiso ver. Él no pudo lograr su última jugada con éxito, no logró separarla de su familia, al menos no, con sus métodos dulces.