Capítulo 23

El grupo de prófugos despertó en un intérvalo de una hora, veintiséis horas después de acostarse a dormir en la casa de Anselmo Serrano. Se fueron encontrando en la cocina a medida que el sueño reparador los iba abandonando apremiado por la necesidad de ingerir alimentos. En la cocina había de todo para comer, pollo y carne vacuna horneados junto con papas, batatas y zapallos; milanesas guarnecida con puré de papas, guiso de lentejas, estofado de arroz con pollo, pizzas rebozantes de queso mozzarella lista para calentar en el horno, pan casero, empanadas de carne, de pollo y de atún; variados postres: desde flan casero hasta ensalada de frutas. Varias botellas de buen vino, soda, agua mineral y gaseosas esperaban en la mesada para acompañar a las comidas. Todo estaba a disposición de los huéspedes.

-Al parecer, mi padre y Eugenia estuvieron muy ocupados durante el día.

-Cocinaron de todo, ya comí un poco de pollo, de carne al horno, de empanadas y esta es la primera porción de postre, pienso seguir -comentó Franco sonriente, con un plato en la mano de budín de pan con una generosa ración de crema, fue el primero en despertar y encontrar las exquisiteces en la cocina.

-Creo que yo también comenzaré con el pollo -bostezando, coincidió Daniel con la primera elección de Franco y se dirigió a la fuente que contenía el pollo horneado.

-No me perdería por nada el guiso de lentejas de mi padre, es el mejor del mundo, espeso y picante como nadie sabe hacerlo -elogió Alberto el plato abundante que estaba saboreando.

-Elegiré ese guiso - puntó Paula, bostezando al entrar a la cocina- Mi madre no cocina nunca esas cosas ¿Qué hora es?

-Cinco de la mañana -indicó Alberto.

-¡Tan temprano! Me parece haber dormido un día entero.

-Las cinco de la mañana del día siguiente al que nos acostamos -aclaró Daniel sonriente por la confusión de Paula que creyó haber dormido solo dos horas.

-¡Tanto dormí! Debe ser la primera vez en mi vida que me pierdo todo un día.

-Debes comer para compensar el tiempo de sueño sin alimentarte -observó Franco, con diagnóstico clínico.

-Recuerde que también estudio medicina, doctor - replicó ella, demostrando una faceta que hasta el momento no había sacado a relucir. Las heridas cortantes en la cara de Paula, se opacaron y quedaba muy poco del moretón en una de sus mejillas.

-Entonces, señorita estudiante, al acabar la comida revisará la pierna de Alberto, yo supervisaré.

-Tendrán que esperar bastante, no pienso levantarme de esta mesa hasta la hora del almuerzo para comenzar de nuevo -arguyó Alberto, escuchando cómo lo metían en la discusión.

Los cuatro rieron, el descanso y la comida les hacía recuperar sus actitudes habituales y eso era buena señal. Daniel señaló la silla que estaba a su lado y Paula se acomodó en ese lugar al terminar de servirse.

-¿Mi hija duerme? - preguntó Alberto, creyendo que la joven compartía habitación con ella.

-Seguramente - respondió Paula y miró sospechosamente a Franco que no se dio por aludido con esa mirada.

-Mi padre despertará de un momento a otro, ese viejo cascarrabias madruga para tener más tiempo de quejarse.

-Su padre es un hombre bondadoso, me hubiera gustado tener un abuelo igual. Eugenia tiene mucha suerte- dijo Paula.

La atípica comida se extendió con una conversación agradable hasta que el último de los comensales tragó el último de los bocados, cuando eso ocurrió, Anselmo se había unido al grupo con el mate amargo en la mano y el termo de agua caliente bajo el brazo.

-Franco, en el taller, dijiste algo sobre Emilia -recordó Alberto.

-Ya todos saben cómo conocí a Eugenia -comenzó diciendo Franco, haciendo mención a la madrugada anterior en la que escuetamente hablaron del encuentro la noche del secuestro de la familia Serrano- Lo que debo confesar a usted -dijo mirando a Alberto- Y a usted también - participó con la mirada a Anselmo- Es que era médico de un hospital destinado exclusivamente a la atención de policías, militares y detenidos. Allí conocí como se manejan, lo que hacen con la gente que secuestran y los lugares a dónde los llevan. Pocos días antes de ser detenido le salvé la vida al hijo de un sargento, estaba tan agradecido que en retribución me avisó cuando aparecí en las lista de las personas que debía detener.

-¡Podría haberse marchado! -gritó Paula, sorprendida de enterarse que el médico tuvo la posibilidad de huir y no lo hizo.

-Sí, pero estaba y estoy hechizado por una joven de ojos celestes que entró a mi vida de una manera tan peculiar que la cambió para siempre. Decidí no huir, quería hacer una acto heroico que le demostrara lo mucho que me importa, con eso ganarme su aprecio y que dejara al bastardo de Antonio.

-¡No lo puedo creer! -exclamó Daniel - ¡Y yo que pensaba que las locuras de amor terminaron con Romeo!

-Si las locuras de amor terminaran ¿Para qué estaríamos en este mundo? -intervino Eugenia con lágrimas en los ojos.

Parada en la puerta del comedor, sin dejarse ver, oía a Franco, y su amor crecía con cada palabra que salía de su boca. Enterarse lo que Franco hizo por ella no le entraba en la cabeza pero le llenaba el corazón de un amor que le resultaba doloroso soportar sin estar cerca de él. Se acercó lentamente a Franco y tomándole la cara lo besó en los labios.

-Te amo -le susurró al terminar y se sentó a su lado.

Los demás se quedaron en silencio observando los pasos de Eugenia, ella le tomó una mano y lo instó a que continuara hablando.

-Me casaré con su hija ¿Tengo su consentimiento? -preguntó a Alberto Serrano sin dejar de mirar a Eugenia.

-Tienes mi consentimiento, mi agradecimiento y estoy complacido que un hombre como tú pretenda ser mi yerno, sin embargo, primero tienes que preguntárselo a ella.

-Yo me casaría con él -bromeó Daniel, y recibió una palmada de Paula en la espalda por la intromisión.

-Yo también -agregó el abuelo Anselmo.

-Hagan fila y esperen sentados, nadie me sacará ese privilegio - dictaminó Eugenia apoyando la cabeza en el pecho de Franco.

-Tu madre debe estar muy tranquila escuchándote -complació su padre.

-No tengo dudas.

-Cuando resolvamos lo de Emilia, nos casaremos -anunció Franco.

-Sigue hablando sobre Emilia -rogó a Franco.

-¿Esa es la muchacha que le pediste al policía que sacara del centro de Banfield?- preguntó Daniel, testigo de esa situación.

-Si, es ella.

-En ese momento, creí que se trataba de tu mujer -aclaró Daniel.

-Eso quise hacer creer al sargento Migues, no me gustó engañar al hombre que se había arriesgado para salvarme, pero era la única manera.

-No entiendo nada -adujo Paula.

Daniel se encargó de relatar ese detalle, olvidado la madrugada anterior, y todos quedaron aún más azorados por la osadía de Franco.

-Por eso le dije que su hija pronto lo necesitaría -completó Franco,  el relato casi completo que hizo Daniel.

-¿Ese hombre es confiable?

-Sí, intentó rescatarme dos veces.

-Debemos llegar a su casa -propuso Alberto.

-Tengo que ir solo. No olvide que es policía.

-No es conveniente que te dejes ver, si todavía buscan los cuerpos de las víctimas. Ustedes están desaparecidos y es mejor que el policía siga creyéndolo -dijo Eugenia.

-Migues no me entregará -negó Franco.

-A ti no, pero el hecho que aparezcas con vida levantará sospechas hacia los otros desaparecidos, o sea, nosotros -objetó Daniel.

-Yo quiero que sigan pensando que ya estoy muerta -declaró Paula con temor en la voz.

-No se desesperen -calmó Anselmo los ánimos de sus huéspedes, que no encontraban la forma de ponerse en contacto con el policía sin delatar su situación y eso mortificaba a la joven Paula que había comenzado a temblar visiblemente.

Daniel levantó a Paula de la silla y la acomodó en su regazo para contener los temblores que provocó el solo hecho de imaginar que los policía descubrían que seguía con vida.

-¿Y si ese sargento llevó a Emilia con su esposo?

-Hay tres cosas a tener en cuenta -dijo Franco-. La primera, es que Emilia se descompuso aquel día y, tal vez, comenzó con los trabajos de parto, por eso hicieron bajar a Bergés del camión.

-¿Bergés? -preguntó Anselmo.

-Un médico de la policía que atiende en los centros de detención -aclaró Franco y el hombre se levantó y salió del comedor- Lo segundo a tener en cuenta, es que si el sargento Migues logró sacar a Emilia de manos de Bergés la tiene que esconder, no la llevará a su casa; y tercero: Migues cree que ella es mi mujer y el hijo que espera es mío.

-Pero él puede averiguar rápidamente que ella está casada con otro -afirmó Eugenia.

-Hay muchos tipos de relación entre un hombre y una mujer además del matrimonio -informó Daniel.

-Emilia, no dejará que crea que espera un hijo de su amante -acotó su padre.

-Si la vida del hijo de Emilia está en riesgo, ella hará lo que sea por salvarlo -dijo Eugenia.

-No sé si será relevante, no obstante, les contaré lo que ocurrió el día que esperaba reunirme con el marido de Emilia -advirtió Franco, pero se quedó en silencio cuando el abuelo de Eugenia entró hablándole al periódico que tenía en las manos.

-Sabía que había visto ese nombre en el diario de ayer -dijo al entrar y todos lo miraron.

El hombre apoyó el diario sobre la mesa y todos se acercaron para leer el mismo artículo periodístico que él estaba leyendo. Con el dedo índice, señaló el nombre dicho por Franco y, luego, Eugenia continuó la lectura en voz alta desde el apellido Bergés.

-"...Grupos subversivos de extrema izquierda, acabaron con la vida de tres funcionarios de la policía bonaerense, al atacar salvajemente con bombas caseras el auto en el que se desplazaban hacia el departamento de justicia de la Capital Federal. Ellos eran: el oficial Gregorio Minicucci, el comisario inspector Héctor Marcolatz y el doctor Jorge Bergés, un distinguido médico policial -Eugenia, levantó la vista- No puedo seguir leyendo esto, no hay más que halagos para esa gente.

-Malditos mal nacidos, espero que ese fuego solo sea el preámbulo del fuego eterno que les espera en el infierno -clamó Alberto Serrano, que conocía bien el accionar del distinguido médico policial y el trato de Minicucci y el «cara de goma» hacia los detenidos.

-Bergés, ya no es una amenaza para Emilia -dictaminó Franco.

-¿Qué querías comentar del encuentro con el marido de Emilia? -indagó Eugenia a Franco, que fue interrumpido por su abuelo.

La noticia dejó de mejor talante a Franco que con pocas pero oportunas palabras relató el suceso que ocurrió en el bar, el día de la reunión.

-Amigo, tienes más vidas que un gato -alabó Daniel, cuando Franco terminó de contar la historia.

-¿Qué me dicen de la descripción del tipo?

-Parece ser que mis hijas tenían muy mal gusto para elegir parejas, apreció Alberto Serrano que ya conocía todo lo referente a Antonio Suarez Tai.

-No me cierra la altura del tipo -objetó Eugenia- Pablo es sumamente alto, una característica que sobresale al resto, no fue lo primero que mencionaste.

-Estaba lejos, y la gente alrededor del tipo que entró al bar estaba sentada. Desde mi punto de vista no tenía una altura destacada.

-¿Padre, tú recuerdas el número de teléfono de Emilia?

-Claro -asintió con seguridad.

-Llamemos a ver quien contesta.

El padre de Eugenia dictaba los números mientras ella discaba el teléfono. Los timbres del tono sonaban pero nadie contestó. Sin desanimarse, volvieron a reunirse en el comedor para buscar la manera de saber si realmente el Sargento Migues había rescatado a Eugenia o la joven seguía detenida en el centro de Banfield.

Daniel y Paula se quedaron sentados mientras los otros llamaban por teléfono, él le acomodó pelo detrás del oreja y ella sonrió condescendientemente.

-Paula, estaba pensando que podría ir hasta mi casa, está muy cerca. Puedo tomar dinero y podemos marcharnos lejos de aquí, incluso, mi familia me prestaría dinero para salir del país si se lo pido.

-No puedo dejar a mi madre.

-Llámala y pregúntale si quiere irse con nosotros.

-Daniel, estos días has sido el sostén que apuntaló mi vida. Sé que recurro a ti cuando el pánico me toma desprevenida, pero no sé hasta dónde puedo llegar. Sufrí cosas espantosas en ese lugar. Va a ser muy difícil superar eso.

-Quiero estar contigo para ayudarte a superarlo. Sé lo que sufren las mujeres detenidas, no tienes que decírmelo. Entenderé que me apartas de tu vida porque no te agrado, pero no pongas de excusa lo que ocurrió.

-Me agradas mucho y confío en ti más que en ninguna otra persona en este mundo, me has salvado de la muerte y estaré en deuda contigo hasta el fin de mis días.

-No exageres.

-Lo digo de verdad. Me gustaría estar contigo pero tengo miedo de arruinarlo todo.

-Seré paciente. Además, tendré mis propias crisis que deberás soportar tú. Podemos intentarlo ahora, la vida es demasiado corta.

-¿Adónde iríamos?

-Podemos llegar a la frontera y cruzar a Brasil, allí podemos trabajar hasta conseguir el dinero suficiente para llegar a Europa.

-Llamaré a mi madre, en casa quedaron mis documentos, no los tenía cuando me levantaron al salir de la facultad.

-No tengo ese problema. Lo bueno de integrar grupos de resistencias es que conoces a mucha gente con diferentes habilidades, tengo un amigo que confecciona los documentos mejor que en el registro civil. Puedo elegir entre varios que quedaron en casa, son regalos de ese amigo.

-¿Qué dirá el doctor cuándo se lo digamos?

-No perderemos tiempo en averiguarlo, están dejando el teléfono.

El grupo que rodeaba la mesa del teléfono se acercó a ellos y Daniel planteó lo que decidieron con Paula y ninguno de ellos estuvo en desacuerdo. A Franco y a Alberto Serrano les pareció una idea adecuada, Anselmo Serrano se ofreció a viajar hasta la casa de Paula para recoger a su madre si es que aceptaba viajar con ellos y hasta intentó darles dinero para que llegaran a la frontera con Brasil, pero Daniel no aceptó, como tampoco aceptó que Franco lo acompañara hasta su casa para recoger sus cosas.

Al anochecer de ese día, la familia Serrano junto con Franco Hernández, despedían a los dos jóvenes que viajaban en busca de una libertad que no podían tener en su país. La madre de Paula, sin dudar sobre el viaje, se unió a ellos. La mujer perdió a su esposo años atrás después de un accidente de tránsito y no estaba dispuesta a separarse de su única hija.

La despedida era triste y alegre al mismo tiempo. La alegría de estar vivos, se contraponía con la tristeza de abandonar la Patria, pero la tierra que los vio nacer perdió la capacidad de cobijar a sus hijos gracias a las manos inescrupulosas que se apoderaron de ella.