Capítulo 19
Todo era confusión y gritos. Gritos que eran órdenes, otros que las contradecían, gritos de insultos y gritos de peleas, la misma situación ocurría en cada comisaría del conurbano bonaerense. El accidente del camión que trasladaba a los detenidos había abierto una fisura en las fuerzas. Los policías culpaban a los militares y viceversa. Los informativos no paraban de hacer conjeturas y la sociedad comenzaba movilizarse en búsqueda de respuestas. Todo el caos se desató dos horas después de encontrar el primer cuerpo flotando en el río.
En el hospital en el que trabajaba Franco, a los gritos, Minicucci uno de los responsables del centro de Banfield obligó a Bergés a abandonar lo que estaba haciendo para acudir a una reunión en la capital donde esperaba Camps y altos funcionarios militares del gobierno, que querían oír de boca de los responsables del traslado lo que había pasado antes de que el camión abandonara ese centro y, a saber, Camps no quería tener plena responsabilidad sobre lo actuado, por eso llamaba a sus alternos directos.
Migues se quedó en el hospital y buscó a la mujer que el médico Franco Hernández encomendó salvar. La muchacha estaba en una cama abrazando y amamantando a una criatura recién nacida, no paraba de acariciarle la cabecita y de llorar. El sargento entró después de observar un rato la escena entre madre e hijo detrás de la puerta entreabierta de la sala y no hizo más que hacer entrar en pánico a la joven madre que lo reconoció como uno de los policías que la secuestró. Sus ojos celestes se desorbitaron y la criatura comenzó a llorar al separarse de su fuente de alimento, pero se durmió después de los primeros quejidos.
-No se lleve a mi bebé -rogó con un sonido entrecortado por el temblor.
-No lo haré, tranquilízate -dijo con voz serena, muy lejos de utilizar la voz seca, fría y arbitraria que tenía el día que la conoció.
-No me haga daño, no hice nada. Ya se los he dicho, no conozco a nadie -rogó en un llanto que se reanudó, después de la conmoción de ver al hombre entrar a la sala.
-Vengo a sacarte de aquí muchacha, pero tienes que colaborar y obedecer en todo lo que te diga.
-¿A dónde me llevará? - preguntó con escepticismo.
-No lo sé, primero hay que salir de aquí sin que nadie nos vea. Tiene que ser rápido, tenemos una sola oportunidad - aclaró y tendió ropa sobre la cama-. Debes levantarte y vestirte con esa ropa lo más rápido posible. Volveré en cinco minutos, ahora debo llevarme al bebé.
-¡No! - gritó Emilia usando la poca fuerza que le quedaba para ponerse delante de su hijo.
-Tienes que confiar en mí, no te separaré de tu hijo. Lo cuidaré. Se lo prometí a su padre.
Emilia no entendía qué pasaba, su asombro se equiparaba al miedo y a su desconfianza. Ese hombre secuestró a toda su familia y, de repente, aparece ante ella proclamando ser la salvación a ese calvario en el que él mismo la había metido. Quería preguntarle a qué padre se lo había prometido, si al de la criatura o al de ella, pero Migues no le dio tiempo, apartándola de la criatura sin ninguna dificultad, alzó al bebé con cuidado y lo metió bajo una frazada fina. No parecía tener un bebé bajo el brazo cuando salió del cuarto.
Temblando, Emilia tomó el pullover verde que dejó el policía sobre la cama y se lo tiró sobre la cabeza para colocárselo sobre el camisolín del hospital, después, se puso los pantalones de hombre que se le caían de la cintura y ató con la funda de la almohada y, por último, se colocó el sobretodo negro, que arrastraba por el piso. Un gorro de lana viejo y gris le sirvió para ocultar el cabello. Los dolores por el parto quebraban su cuerpo en dos, pero si era necesario salir gritando detrás de su hijo, lo haría. Terminó de vestirse y estaba por salir de la habitación cuando Migues regresó.
-¿Estás lista? -preguntó, a la bola de ropa amorfa de ojos celestes.
-Sí -respondió ella, sosteniéndose con el picaporte de la puerta.
-Sé que pariste hace pocas horas pero debes moverte rápido si quieres estar con tu hijo.
-Lo haré -dijo con determinación.
-Cuando escuchemos los gritos saldremos.
Migues se llevó a un detenido moribundo a otra sala y fue a informar de su desaparición al director del hospital, quién salió de su oficina rumbo a la sala más enardecido que minutos antes, abrumado por la cantidad de llamados que recibió desde las primeras horas de la mañana con el caso del accidente. La nueva situación solo sumaba más problemas con pacientes de su propio hospital y Migues estaba seguro que cuando verificase la desaparición, comenzaría a los gritos para que encontraran al fugado.
No se equivocó, los gritos se oían con nitidez en la sala en la que Emilia esperaba.
-Llegó la hora muchacha. Sígueme.
Caminó lo más rápido que pudo detrás del sargento que tomó un pasillo largo y mal iluminado, nadie estaba en ese lugar y en pocos segundos llegaron a la rampa que salía al exterior, no era el frente del hospital, sino la entrada de ambulancias. Allí un auto celeste la esperaba y Migues la subió de un empujón y cerró la puerta. El auto arrancó y el sargento volvió a entrar al nosocomio.
El chofer del auto celeste era muy joven y no hablaba. Ella lo miraba por el espejo retrovisor desde el asiento trasero, donde se reunió con su pequeño y volvió a cobijarlo en sus brazos.
Emilia no se recuperaba del asombro, soñó varias veces con escapar de las garras de los opresores y eso que estaba pasando era más parecido a un sueño que a la realidad. Bergés la llevó hasta el hospital con un pico de presión alta y convulsiones que comenzaron en la celda cuando uno de los detenidos le informó que su padre sería trasladado y, otro, pidió que rece una plegaria en su memoria porque los que se trasladaban tenían un destino muy alto. Al estabilizarse la presión, Emilia comenzó con los trabajos de parto y su hijo llego al mundo la noche anterior, antes del comienzo del nuevo día, en el mismo instante, que su abuelo regresaba a la vida gracias a los ejercicios de reanimación de Franco.
-¿Tú eres la mujer del doctor? -preguntó el joven.
Emilia quedó más pasmada que antes. Se habían equivocado de persona, pero ella seguiría con la parodia hasta que la llevaran lo más lejos posible de las manos de Bergés y de sus hombres. Si mentir significaba seguir junto su hijo, mentiría.
-Si -dijo inconmovible.
-Él me salvó la vida, por eso mi padre se arriesgó tanto.
-No lo sabía ¿Me llevan junto a él? -preguntó con temor, si su viaje terminaba junto a su
esposo, la mentira no duraría demasiado y, quizá, ella y su hijo estuvieran en un peligro peor.
-No -negó el joven con pena y lo oyó verdaderamente afligido.
Ariel Migues sabía que el doctor Hernández era trasladado para su muerte en el camión que llevaba a los detenidos y terminó en el fondo del riachuelo, solo anticipando la hora del deceso. Él no tenía las agallas para decirle a esa mujer que el hombre cambió su vida por la de ella y la de su hijo. Eso se lo dejaba a su padre, que poco había hablado de la muchacha y nunca dijo que él estuvo a cargo del operativo que levantó a ella y a su familia de la casa.
Emilia suspiró de alivio al oír la negativa, eso le daba más tiempo para continuar con la farsa. No reparó en los gestos ni en el cambio de actitud del joven conductor, solo sintió alivio.
-¿Qué pasará con tu padre cuando descubran mi desaparición?
-Él sabrá cuidarse -aseveró el joven lleno de seguridad hacia las habilidades de su padre.
-¿Tú eres policía?
-Sí.
-¿Haces lo mismo que tu padre?
-Hacemos lo que nos ordenan. Un policía cumple órdenes.
-Claro -convino Emilia, sin ánimo de molestar a su salvador.
Un dolor punzante en el bajo vientre la hizo jadear, las consecuencias de levantarse y hacer bruscos movimientos estaban comenzando en su cuerpo.
-¿Qué le ocurre?
-No lo sé, pero duele mucho.
-¡Dios! -clamó Ariel, y aumentó la velocidad del auto para llegar antes a la casa.
Los dolores se hacían cada vez más fuertes y Emilia no podía evitar los quejidos de dolor.
-¡La llevaré a mi casa!
-No quiero causar problemas.
-Mi madre sabrá qué hacer para ayudarle, tengo tres hermanas que ya han tenido niños y cuidó de ellas cuando salieron del hospital.
-¿Su madre sabe quién soy?
-No, pero conoce al doctor Hernández y no dudará en ayudarle.
Emilia sufrió un fuerte dolor en el momento que Ariel Migues hablaba del médico y no pudo escuchar con claridad el apellido del doctor que supuestamente era su esposo.
-¿Cuándo podré ver a mi esposo? -preguntó, fingiendo expectativa para saber cuánto tiempo le quedaba a la farsa.
-Eso deberá preguntárselo a mi padre.
-Lo veré hoy.
-No lo creo, todo está muy convulsionado por el accidente.
Emilia cada vez entendía menos, el joven no largaba más información de la que ella le pedía, y lo del accidente terminó desconcertándola. Se quedó pensando en ese accidente del que habló el hijo del sargento, ese podría haber sido el motivo por el que Bergés dejó inesperadamente el hospital y no se la llevó como había previsto. Según planeó el médico, al mediodía regresarían al mismo lugar en el que estuvo hasta la noche anterior y seguiría su vida en cautiverio. Cuando ella preguntó por su hijo, no respondió nada.
Felipe, era el nombre que Emilia puso a su
hijo, tenía los mismos ojos celestes que ella y su madre y el
cabello claro del padre. Nació por parto natural, aunque con varias
semanas de antelación, con tres kilos, trescientos gramos de peso.
Era un bebé hermoso, sano y por nada del mundo se desprendería de
su lado, antes tendrían que matarla.
-¡Vamos! ¡Vamos! -apuró uno de los policías que llegó presuroso al edificio, el policía apuraba al que estaba en el departamento de Franco haciendo guardia por si Eugenia aparecía por allí.
-Deja todo cómo está, nos esperan en la departamental de San Isidro en veinte minutos.
-No llegaremos ni volando - expresó el que se quedó toda la noche.
-Tenemos que irnos ahora, la cosa está que arde.
-¿Qué ocurrió?
-Te lo contaré en el camino ¡Vamos! ¡Vamos!
Eugenia vio el auto policial acercarse al edificio y no despegó la oreja de la pared para saber qué decían los hombres. Los dos que llejaron, dejaron el auto en la calle y corriendo subieron hasta el departamento de Franco para llevarse al policía que hacía vigilancia. El departamento quedó vacío en pocos minutos y a Eugenia le quedó la palabra «accidente» dando vueltas en la cabeza, los hombres la pronunciaron cada cinco palabras que salían de su boca. Algo grave había ocurrido y ella, allí encerrada, no tenía manera de saber qué estaba pasando.
El miedo del día anterior cedió, ya no se movía con tanto cuidado por la casa ocultando cualquier ruido. Al despertar ese día, antes que amaneciera, resolvió no ser cobarde y dejar de lamentarse. Decidió mirar hacia adelante para salvar lo que podía de su familia sin caer en lamentos ni angustias que entorpecían su razonamiento. Al acabar la pesadilla sería momento de llorar las pérdidas, mientras durase, debía dar pelea.
Necesitaba informarse, en el departamento en el que estaba era imposible. Iría a casa de su abuelo en la ciudad de la Plata, el padre de su padre no le negaría la estadía y un poco de plata para poder hacer algo más que esperar y esconderse. La noche anterior antes de quedarse dormida y después de las numerosas llamadas que hizo a casa de su abuela, el número de su abuelo paterno apareció nítido en su memoria y lo llamó. La voz áspera y sonora de su abuelo Anselmo atendió la llamada, pero Eugenia no dijo nada. Cortó la comunicación y se enjugó las lágrimas de agradecimiento a Dios por oír aquella voz. Era momento de empezar a actuar.
No perdió el tiempo, no sabía por cuánto tiempo
quedaría la casa de Franco sin custodia, salió del departamento
vestida con ropas de hombre hacia las vías del tren. Tenía que
llegar a casa de su abuelo.
El país estaba conmocionado por las imágenes que repetían una y otra vez por la televisión, los cuerpos sin vida recuperados del riachuelo se veían uno al lado del otro apenas cubiertos con mantas viejas que se corrían con el viento. Hasta el momento, sacaron a siete personas pero la búsqueda no terminaba. Las autoridades no informaban acerca de la identidad de los muertos pero algunos familiares reconocieron a sus seres queridos y se presentaron en el lugar. Las primeras declaraciones de esas personas aseguraban que sus parientes fueron sacados de sus casas por patrullas de la policía y hasta ese día nadie sabía de ellos.
Eugenia, sentada en el sofá del living de su abuelo Anselmo comía todo lo que el hombre le ofrecía y no despegaba la vista del televisor, miraba el accidente que se produjo esa mañana con un camión que aparentemente trasladaba a secuestrados. La información de los medios de comunicación era muy ambigua, declaraban una cosa y luego se corregían, alegando tener información oficial, pero pocos minutos después ocurría lo mismo.
-¿Qué te parece a ti abuelo? -preguntó Eugenia sobre un periodista que desmentía una noticia que dio sólo minutos antes, en la que aseguraba que los detenidos estaban muertos antes de caer al agua, por eso, entre los cuerpo encontrados no habían policías o militares.
-Esos muchachos tienen miedo de decir la verdad, no quieren terminar en el fondo del riachuelo ellos también -comentó Anselmo y dejó una bandeja con frutas para que Eugenia siguiera comiendo.
-En algunos noticiarios dice que el camión salió de Banfield, Emilia está allí.
-No podemos estar seguros, otros aseguran que salió de la Plata, también están los que dicen que los detenidos eran de Quilmes o Lanús. Llevo viendo esta noticia desde las nueve de la mañana y han cambiado tantas veces la información que ya dudo que sea cierta.
-No se deben poner de acuerdo con qué decir, por eso tanto ajetreo. La gente no es tonta, todo el mundo se dio cuenta que esos muertos son detenidos ilegales.
-Hija, no te hará bien estar tanto tiempo frente al televisor -señaló su abuelo.
Anselmo Serrano casi se descompone de emoción cuando Eugenia apareció ante su puerta. Ni bien la abrió y la reconoció, se abrazó a ella y no dejó de llorar por horas. Nada de lo que había imaginado Eugenia sobre el rechazo de su abuelo ocurrió ese mediodía cuando llegó a su casa. Su abuelo la recibió emocionado y después de escuchar toda la historia de su familia se puso a su entera disposición para hacer lo que creyera conveniente. Además, informó lo que hizo él conjuntamente con su abuela Margarita. Eugenia se sorprendió por el compromiso asumido por su abuelo para rescatar a su familia y, que por expreso pedido suyo, su abuela Margarita no se lo informó en las notas y tampoco se lo habría informado a Antonio.
La noche llegaba y Eugenia seguía frente al televisor, los buzos de la prefectura naval que hacían las tareas de rescate, sacaron dos cuerpos más del agua durante la tarde, muchos kilómetros río arriba. Ella no podía dejar de pensar en ese accidente y le mortificaba que ningún informativo diera nombres de las víctimas, su miedo era que Emilia estuviera en ese vehículo.
-¿Crees que darán los nombres de los muertos en algún momento? -preguntó a su abuelo sentado a su lado.
-No lo creo. Esto, mañana no será noticia -vaticinó el hombre mayor, señalando con el dedo los sucesos que trasmitía el televisor.
-¿Cómo van a hacer eso? No pueden borrarle la memoria a un país entero.
-No hace falta que sea al país entero, solo tienen que tocar a las personas adecuadas.
Eugenia lo miró con descreimiento y bostezó, las negras ojeras bajo sus ojos celestes y su cara cansada conmovían a su abuelo que no dejaba de mirarle.
-Estás muy cansada hija, ¿por qué no te acuestas? Has visto la misma noticia varias veces. Te avisaré si hay novedades -prometió su abuelo, cariñosamente.
Eugenia sintió el profundo amor que salía con las palabras de su abuelo y se reprendió el hecho de no acercarse a él desde que ocurriera la disputa con su padre, por la estúpida idea de que su abuelo la rechazaría.
-Tú también estás cansado, abuelo -aseveró ella, notando que también tenía grandes bolsas debajo de los ojos y mirada cansina.
-Tendré que levantarme muy temprano para ir hasta la Capital, allí podré averiguar algo sobre las personas que viajaban en el camión, he oído que las agrupaciones de los parientes de desaparecidos se reunirán mañana en el centro.
-¿Tú conoces a las personas que conocía la abuela Margarita?
-Claro que sí, yo le hablé de ellos y le pedí que se acercara a la Plaza de Mayo, muchas de las mujeres que marchan allí son de esta ciudad -hizo una pausa y cambió la expresión-. ¡No hables de tu abuela como si no estuviera! -regañó
-La persona que me ayudó fue secuestrada, mi única amiga también y la abuela no responde a los llamados, no sé qué pensar.
-¿Qué tan desgraciado es ese amigo del que sospechas que tiene algo que ver con las detenciones?
-Creo que más desgraciado de lo que podría imaginarme.
-Entonces, no le hizo daño a tu abuela, estará esperando que tú aparezcas por allí para tomarte. Si te ha cortados todos los lazos sabrá que tarde o temprano irás a la casa de tu abuela.
-¿No tienes miedo que vengan aquí?
-Ya lo hicieron.
-¿Vinieron a buscarte?
-No. Vinieron a buscar algo que no tenía.
-¿Qué?
-Mi familia -el hombre sonrió y la abrazó-. Quedate tranquila nena, no creo que vuelvan por aquí, el viejo cascarrabias que los atendió les gritó que él no tenía familia, que nunca la había tenido y si no le creían que lo mataran allí mismo, le harían un favor.
-No te mataron.
-No.
La esposa del sargento Migues pudo detener sin problemas la hemorragia que comenzó a tener Emilia en el auto de Ariel Migues, un día atrás. Hospedada en una de las habitaciones de la humilde pero espaciosa casa de la familia del sargento, Emilia y su hijo recibían la atención amorosa de la mujer que no paraba de llorar mientras le contaba lo agradecida que estaba con su esposo, el doctor Franco Hernández, por haber salvado la vida de su único hijo varón.
Sólo un poco de fiebre, que la señora Migues controlaba y mantenía a rayas con medicación y apósitos fríos, era el remante que quedaba en Emilia de un parto difícil. La afección no le impidió entender que Franco Hernández, era el mismo que estuvo con ella dos días atrás, antes que lo trasladaran junto a su padre. Le extrañaba la emoción que embargaba a la mujer cada vez que nombraba a su supuesto esposo y, varias veces, estuvo a punto de confesarle que ella no era la esposa de ese hombre, pero el berreo o llanto de su hijo la hacían caer en la cuenta de que no era conveniente confesar aquello. Su supuesto esposo estaba detenido, no podía desmentir el engaño y ella podría recuperar la energía necesaria para largarse antes que todo saliera a la luz. En la habitación en la que se encontraba se quedaba sola cuando la mujer se retiraba, la puerta no tenía cerradura y sería muy fácil tomar a su hijo y largarse del lugar, pero sus fuerzas no le permitirían llegar muy lejos si se marchaba antes de tiempo.
La puerta se abrió y la mujer entró a la habitación cargando una pila de pañales nuevos para su hijo.
-Emilia, querida, mi esposo quiere hablar contigo -informó la mujer y Emilia se puso en alerta-. No ha dormido en más de cuarenta y ocho horas, pero hay algo que quiere decirte, si no lo hace no podrá descansar.
-Claro, que entre -aceptó Emilia, simulando calma, pero había comenzado a temblar y abrazó con fuerza a su pequeño.
La señora Migues salió del cuarto después de acomodar los pañales a los pies de la cama de Emilia para que su esposo hablara con la joven madre.
-¿Cómo está señora? -fue lo primero que preguntó Migues.
-Bien -respondió Emilia con recelo, no podía dejar de pensar que ese hombre entró a su casa para llevarse a toda su familia.
-Sé que no confía en mí por la manera en que nos conocimos, pero al igual que a su hombre, lo único que puedo decir a mi favor, es que cumplo órdenes. Usted sabrá que no la lastimé y cuando estuve presente no permití que los hombres le hicieran daño, pero yo no manejo a todos los hombres, solo a un pequeño grupo que hace lo que le place cuando no estoy presente -comenzó como carta de presentación- No quiero justificarme ante usted, quiero que entienda que no le haré daño, debo la vida de mi hijo, al padre de su hijo y, por eso, usted es la protegida de la familia y lo será por siempre.
El discurso del sargento Migues a Emilia comenzaba a aburrirle pero intentó no demostrar su fastidio. Para ella, todo sonaba a excusa y a un patético intento por hacer una buena acción como compensación a las atrocidades que debería cometer todos los días.
-No entiendo como permitió que Franco fuera secuestrado, si usted está tan agradecido con él como declara.
-Le advertí a su hombre que irían a buscarlo y no quiso oírme, estaba decidido a encontrarla y finalmente lo hizo. No le diré, que de saber que usted era su mujer, no la habría llevado junto con su familia aquella noche, porque sería mentira, en ese momento él no era nadie para mí y como no me cansaré de repetir debo cumplir órdenes.
-Entiendo - adujo Emilia, sin disimular el sarcasmo en la voz.
-No entendía qué hizo el doctor para que lo detuvieran y lo trataran como a los otros detenidos después de trabajar con lealtad para las fuerzas durante meses. Dos días atrás lo descubrí. Es mi deber informarle que Franco tuvo la posibilidad de escapar del centro de Banfield cuando llegué hasta él, pero no quiso hacerlo, me pidió que la salvara a usted y a ese hijo.
-A dónde se lo llevaron ¿Volveré a ver a Franco?
-No, su amante está muerto.
Dos revelaciones en una sola frase, Emilia se quedó pasmada. El policía sabía que ella no era la esposa del médico Franco Hernández, eso le estremeció el cuerpo entero e hizo que apretara más fuerte a su hijo en sus brazos y, además, confesó que estaba muerto. El detalle de ser la amante del médico resultaba un dato menor ante la otra revelación que la hacía temblar.
-¿Qué pasó?
-No quiero mentirle, no voy a mentirle. Se lo debo a la memoria del doctor -certificó con esa última frase sus dichos siguientes- El doctor Hernández era trasladado para su ejecución, pero el camión en el que los trasladaban desde Banfield cayó al riachuelo cuando se dirigía a su destino final. No hubo sobrevivientes.
El impacto de la noticia fue como un golpe en el pecho que la dejó sin respiración. Un recuerdo, un dolor y, luego... el llanto de su hijo, todo pasó por su mente en un instante fugaz. Si su hijo nació en un hospital y no en el mismo centro de detención como parían todas las detenidas, que luego del parto tenían que limpiar la sala que mancharon, fue porque ella sufrió un ataque de presión alta debido a una noticia que escuchó de un compañero de confinamiento: él afirmaba que esos traslados no eran otra cosa que para el exterminio de los detenidos. Su padre era parte de los seleccionados para ser exterminados. Emilia levantó la vista y la dejó colgada de los ojos del sargento que veía en ella el profundo dolor que la noticia había causado.
Lo que el sargento no sabía era que en ese mismo traslado iba el padre de Emilia, él era el motivo real de ese dolor que Emilia no sabía cómo manejar. Emilia lamentaba la pérdida de Franco, un hombre que parecía bueno y que dijo haber ayudado a Eugenia, estar enamorado de su hermana y, según Migues, cambió su vida por la de ella, pero no le dolía. La pérdida que le cortaba la respiración era la de su padre que se sumaba a la de su madre y todo gracias al hombre que tenía delante, él entró a su casa para destruir su vida.
-No soy quien para juzgar la vida de nadie, pero sabiendo lo que hizo su esposo, comprendo por qué usted se involucró con el doctor Hernández.
Las revelaciones del sargento Migues estaban por terminar con la cordura y la sensatez de Emilia, su esposo no era un ejemplo de la vida conyugal del hombre y los últimos meses de su embarazo pasaban más tiempo peleando que en buenos términos, pero ella atribuía esas peleas a su carácter modificado por la gravidez, estaba segura que al nacer su hijo, todo volvería a la normalidad.
- ¿Mi esposo también fue detenido? -preguntó con cautela, temiendo la respuesta que le daría el sargento.
-No, viajó con su amante un día después que usted fue llevada a la comisaría de Quilmes. Vendió la casa un mes antes, pero los dueños actuales todavía no se han mudado. Según averigüé, su marido mantenía una relación amorosa con una ex novia, desde antes de casarse con usted - Usted sabía de la amante de su esposo ¿verdad?
-No llame esposo a ese cerdo y, sí estaba al tanto, por eso, también me busqué un amante -dijo Emilia, desbordada de despecho y orgullo herido-. De lo que no estaba al tanto era de la venta de la casa que mi padre nos dio como regalo de bodas.
-Usted sabe que esas cosas están en manos de los hombres y lo de la venta fue fácil de ocultar porque los dueños nuevos no ocuparán la casa hasta la primavera.
-No entiendo cómo pudo hacerlo, el título de propiedad estaba a nombre de los dos.
-Esas cosas pasan señora. Ya sabe que puede quedarse con nosotros el tiempo que quiera. Es usted nuestra invitada.
Emilia pasaba del estupor a la melancolía que cubría con un manto de ira, para caer nuevamente en el desconcierto y la confusión. Se quedó mirando la pared cuando el sargento se movió del rincón en el que permaneció parado durante toda la charla para salir de la habitación, estaba llegando a la puerta cuando Emilia lo detuvo con una pregunta.
-¿Qué pasará con usted si Bergés se entera que me sacó del hospital?
-Bergés ya no es una amenaza para usted. Lo asesinaron ayer.
-¿Quién lo asesinó?
-Después del accidente del camión que trasladaba a los detenidos, manifestaciones ciudadanas se sucedieron en la Plaza de Mayo y varios grupos subversivos atacaron con más fuerza a funcionarios policiales y militares. El auto en el que viajaban Minicucci, Bergés y el Cara de Goma fue alcanzado por un explosivo casero que hizo volar el vehículo por los aires.
Migues cerró la puerta al salir, Emilia se quedó con sus últimas palabras en la cabeza, no le deseaba la muerte a ninguna persona pero esos hombres, a cargo de los detenidos, no eran personas, no eran humanos, eran «hielasangres» y, por suerte, había tres «hielasangres» menos. Una sonrisa estiró sus labios.
Esa noche, la fiebre regresó con mayor intensidad al demacrado cuerpo de Emilia y, la señora Migues, se preocupó al no encontrar la forma de revertirla. Regañó a su marido por revelar todas esas tragedias que desencadenaron en un empeoramiento muy notable en su estado físico. La pareja estaba discutiendo en la cocina cuando oyeron los gritos de Emilia. Migues fue el primero en entrar al cuarto seguido de cerca por su esposa, pero Emilia con los ojos brillantes, acuosos y muy abiertos solo lo observaba a él, aunque parecía no verlo. Apenas el hombre traspasó el marco de la puerta ella se sentó en la cama y extendió el brazo con la mano abierta para detenerlo.
- Un paso atrás…un paso atrás…más…más* -exigía sin gritar, siempre con la mano levantada señalándole - No me toque, no me toque* -exigió más alto.
Emilia parecía estar viviendo un delirio a causa de la fiebre, Migues avanzó a pesar del pedido y ella se recluyó sobre la cabecera de la cama y sin dejar de levantar su mano apuntándole gritó para que no se acercara.
- Hielasangre en el infierno, no me toques. Saca el daño que provocas, saca tu mano de mi alma, saca tu sueño de mi almohada, ¡no me toques! ¡No me toques!*
-Emilia no te haré daño. Tienes que despertar -imploró Migues, pero ella seguía con la mirada perdida sobre su rostro.
- Vuelve al sitio donde estabas, deja la puerta bien cerrada…¡no me toques!*
-Emilia…- quiso continuar el sargento pero su esposa se interpuso.
Emilia se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos con fuerza. Ya no lo miraba, pero tampoco vio a la mujer. Comenzó a llorar y agitando la cabeza volvió a gritar.
- Saca el arma de tu boca, que tu palabra se me haga sorda… ¡No me toques! ¡No me toques! Un paso atrás...más, más ¡más!*
La señora Migues llegó hasta Emilia y la acunó en sus brazos. Le costó tranquilizarla para que dejara de sacudirse pero, lentamente, ella comenzó a escuchar sus palabras y volvió a un sueño tranquilo. Esa noche la mujer se quedó con Emilia.
El sargento salió de la habitación terriblemente afectado por la pesadilla de Emilia y las cosas que le había gritado ¿Cuánto daño le hicieron a esa mujer tan joven? Se preguntó cuando salió al pasillo y como si la pregunta hubiera sido pronunciada con palabras, su hijo Ariel que esperaba afuera de la habitación contestó.
-Le han hecho, mucho, mucho daño.
Migues asintió con la cabeza y los dos se alejaron del lugar. Esa noche, el sargento contó a su hijo la verdadera historia de Emilia y el día que se llevó a la familia de la casa.