Capítulo 3
No pudo pegar un ojo en toda la noche. Su huésped, alojada en el cuarto contiguo durmiendo en la cama adquirida con exclusividad para las visitas de su hermana y sus sobrinos pequeños, tampoco. Por momentos, la oía llorar; en otros solo suspiraba hipando de tanto llanto. Franco no se animó a entrar a su cuarto para consolarla. A pesar de creer en la joven y la historia de su familia, era una desconocida.
Se cruzaron un par de veces en la sala después de salir de sus habitaciones para hacer diferentes cosas. La primera vez, Franco se levantó con la determinación de tomar una píldora para dormir del botiquín del baño y terminar con el desvelo, le ofreció una a Eugenia pero no aceptó, dijo que sólo quería mirar por la ventana del comedor que daba a la calle. Él también desistió. Sin relajantes químicos volvió al insomnio. Se encontraron hora y media después cuando ella iba al sanitario y él a tomar un vaso de leche, otra vez, ella declinó la invitación de compartir lo que Franco ofrecía. Casi a las seis de la mañana, Franco que había dormitado por varios minutos se levantó exaltado de la cama con los ojos abiertos como platos y salió del cuarto, ella seguía sentada en el sofá del comedor mirando la ventana. Todavía era de noche, continuaba lloviendo y se había cortado nuevamente la luz. Desde su posición, Franco podía apreciar el perfil sin lesiones de Eugenia y era realmente hermosa. No dijo nada, la observó por unos cuantos segundos y cuando ella giró hacia él, regresó a su cuarto.
Otro día infernal en el hospital. Llegó a las once de la mañana, una hora después de su horario de ingreso y lo esperaban dos cirugías. Antes de salir de la casa, se permitió abrir la puerta del cuarto ocupado por Eugenia y parecía dormida, no podía asegurar que lo estuviera, tal vez fingía, él no se acercó para comprobarlo.
En el hospital, Franco estaba más atento que nunca a los nombres y lugares que mencionaban los policías que llevaban a los pacientes. Como no lo hizo nunca hasta ese entonces, entabló conversación con Juan Torres, amigo del médico policial Bergés, nombre escuchado por Eugenia. Bergés no trabajaba en el hospital, pero tomaba de allí todos los suministros que necesitaba y también derivaba a los prisioneros enfermos que necesitaban mantener con vida y no era posible lograrlo con la atención deficiente en los centros de detención. Franco oyó el rumor que el médico era el encargado exclusivo de las mujeres prisioneras embarazadas, con lo dicho por Eugenia sobre su hermana, lo confirmó. Lo que no cerraba en la cabeza de Franco era lo que pensaban hacer con Eugenia. Ningún integrante osaba violar el circuito que cumplían los prisioneros: comisaría local, Arana, nombre de una estancia no de una persona como pensaba Eugenia, y luego alguno de los pozos. Si los policías pensaban enviar a Eugenia junto a un alto funcionario militar, su futuro no era para nada alentador, ni generoso. Si Franco se vio envuelto en ese caso para ayudar a la muchacha, el motivo más poderoso era ese destino que esperaba a Eugenia, si la atrapaban, tenía las horas contadas.
Después de concluir las dos primeras cirugías, Franco llamó por teléfono desde un servicio público a la empresa de seguridad en la que trabajaba Pablo Milano y, anónimamente, preguntó por él. Con amabilidad, la secretaria de la agencia informó que estaba cumpliendo con sus funciones y no podía ponerse al teléfono, que volviera a intentarlo más tarde. Dos cosas le llamaba la atención sobre ese hombre, la primera: fue a trabajar después de lo ocurrido con su esposa, pero si era verdad que trabajaba cuarenta y ocho horas seguidas y tomó servicio la tarde anterior, era probable que todavía no estuviera enterado de lo que pasó con ella y eso lo eximía temporalmente de las sospechas de Franco. La segunda de las cosas que llamaba su atención era que esa empresa de seguridad en varias ocasiones colaboró con los policías. Franco podía afirmar que era gente que participaba con los «grupos de tareas» o «comandos» encargados de llevar a cabo los asaltos y secuestros. Ese trabajo apestaba al igual que el suyo.
Nada pudo sacarle al médico Juan Torres quien,
a veces, realizaba el trabajo de Bergés cuando éste no podía
hacerlo. No pudo averiguar una sola cosa sobre la familia Serrano,
ningún comentario sobre nuevos detenidos. Ese día no consiguió
información. Eugenia estaría esperando impaciente y él no podría
aportarle un solo dato. A pesar de lo infructífero de la búsqueda
de ese día, decidió no volver a ponerse en contacto con el cuñado
de Eugenia.
-Llegas temprano -saludó Eugenia -, creí que todos los días llegabas tan tarde como anoche.
-Pasa seguido pero no siempre.
-¿Averiguaste algo? ¿Llamaste a mi cuñado? ¿Lo secuestraron también? ¿Sabes quiénes son Bergés y Arana? ¿Dónde podemos encontrarlos?
Eugenia lanzó todas las preguntas antes que Franco bajara el maletín de las manos.
-Tienes que ser paciente Eugenia, esto no será fácil -intentó tranquilizarla.
-¿Qué averiguaste?
- Todavía nada de tu familia. Tu cuñado no ha sido detenido y…
-¡Detenido no! ¡Secuestrado! -exclamó enojada.
-No ha sido secuestrado, pero no quiero hablar con él por el momento. Debe estar bien vigilado.
-Sabía que no debía esperar -dijo Eugenia, moviéndose de un lado a otro con una cojera más pronunciada que la noche anterior.
-¿Qué puedes hacer tú? ¡Apenas caminas y no ves de un ojo! -enfatizó Franco, ante la implícita acusación de ineptitud que recriminó con esa frase.
Eugenia tenía el ojo izquierdo completamente negro y cerrado, inflamada casi toda la mejilla izquierda y las manchas en su blanco cuello se hicieron más oscuras. Al querer bajar de la cama, después de dormir cuatro horas, no podía mover la pierna. Llegó casi arrastrándose hasta el baño y después a la cocina, con el correr del día y el movimiento lento ganó un poco más de movilidad, a esa hora le dolía un poco menos la cadera. Sólo un poco.
Sorprendido, Franco vio como Eugenia se acercó con una actitud distinta y acariciándole la mejilla habló con suavidad.
-Discúlpame, no soy quien para recriminarte nada. Estoy desesperada y estar encerrada aquí me vuelve loca.
-Comprendo -admitió Franco-. Tienes que ser paciente.
-Lo intentaré. Gracias por lo que haces por mí.
Franco quiso gritarle que lo hacía por él más que por ella, pero no dijo nada. Le palpó el ojo inflamado, intentó abrirlo para revisar el interior pero ella se alejó.
-Lo he revisado. Está bien.
-Tienes que seguir con el hielo.
-Lo sé.
-¿Qué tal el golpe en la cadera?
-Un poco más doloroso hoy pero he tomado las pastillas que indicaste.
-Deberás hacer reposo para recuperarte rápido de ese golpe. Me ducharé y hablaremos, hay algo que quiero saber.
Media hora después, Eugenia esperaba a Franco en el comedor, preparó unos emparedados de carne con lechuga y tomate y destapó una gaseosa.
-¡Mi madre ha vuelto! -bromeó Franco.
-No creo que le llegue a los talones a los emparedados que prepara tu madre ¿Qué quieres saber?
-Háblame de tu familia.
-Te he contado todo anoche.
-No, háblame de tus tíos, tus abuelos y otros parientes que puedas tener.
Eugenia habló de la extensa lista de parientes que tenía regado por varias provincias de la Argentina, de su abuelo paterno que vivía en la ciudad de La Plata, con el que no se veían desde hacía más de diez años por una pelea entre él y su padre, y de su abuela materna de setenta años que vivía muy cerca de su casa.
-Así que con la única pariente que podemos contactar rápidamente es tu abuela.
-¡Pobre nona! Debe estar sufriendo mucho. Los vecinos ya le habrán avisado lo ocurrido. Tengo miedo por ella, su corazón es frágil.
-¿Crees que habrá realizado la denuncia en la comisaría de Banfield durante el día de hoy?
-No lo aseguraría.
-Tengo que hablar con ella. Es la única que puede dejar registro de las detenciones.
-¡Secuestros!
Sin detenerse en cuestionar la corrección de Eugenia, continuó con sus planes.
-Tiene que asentar las detenciones en la oficina del Ministerio de Justicia, no en la comisaría. Tengo que hacerle llegar una nota con esta información antes que ella decida ir a la comisaría de Banfield -miró fijamente a Eugenia e indicó - Deberás escribirla tú, debes incluir todos los datos de tu familia, incluyendo los tuyos, yo se la haré llegar.
-¿Cómo sabes tanto de procedimientos?
-Soy médico.
-No encuentro la conexión.
-Hablo con los pacientes.
Si a Eugenia le pareció muy vana la respuesta no dijo nada. Hasta ese momento el doctor Franco Hernández sólo había ayudado, no tenía derecho a desconfiar de él, pero no olvidaba el hecho de que los policías que la buscaban hablaron con él con demasiada confianza, hasta con respeto, sabían su nombre y le llamaban «tordo», usando lenguaje lunfardo. Dudaba que esos tipos tuvieran respeto por algo, pero con el médico fueron muy condescendientes. Parte de la conversación entre el policía y Franco no llegó a oír, pero sin dudas, era un trato entre personas conocidas. Con todo, Franco era lo único que tenía. Confiaría en él.
Bien entrada la noche, Franco pasó por la casa indicada por Eugenia y dejó la nota en la puerta de la casa de la abuela materna de la joven con los pasos a seguir para denunciar la detención de la familia de su hija. Según Eugenia, no existía la posibilidad de hacer lo mismo con su abuelo paterno, Anselmo Serrano, no seguiría las instrucciones, era muy factible que no moviera un solo dedo por encontrarlos. El viejo, lamentaría en soledad y silencio la pérdida pero no actuaría. Todavía no era oportuno pero con el correr de los días, pedirían a doña Margarita que los mantuviera informados de todos los movimientos que habría en el expediente que abrirían con su causa. Como las notas con las instrucciones eran anónimas, primero, tenía que ganarse la confianza de la anciana, sin exponer a Eugenia.
Los días que siguieron fueron casi calcados, las noches en velas, los días agotadores para Franco; solitarios y tristes para la muchacha que seguía recluida reponiéndose de sus heridas lentamente.
Franco no pudo conseguir ninguna novedad, no lograba dar con un solo dato de las tres personas que buscaba, lo único que confirmó en esos días, era que al cuñado de Eugenia no lo detuvieron.
En los periódicos locales, o de tirada nacional, nada decían acerca de las personas que eran detenidas por los militares. Esa no era una noticia que llenara líneas en ningún matutino. Tampoco los canales de televisión en sus programas de noticias hacían referencia a los casos de secuestros. Las emisoras de radio entretenían a la audiencia sin amargar con malas noticias. Para cualquier clase de medio de comunicación, en el país no pasaba nada y los muertos a causa de enfrentamientos que no podían ocultarse, ocurridos en plena vía pública y a la vista de mucha gente, eran siempre los malos. Los secuestrados que tomaban estado público, eran cuestionados por su accionar y el repetido y cruel «algo habrán hecho», llenaba la boca de los informantes.
Las notas firmadas al pie con las palabras «un buen amigo» dejadas en casa de la abuela de Eugenia eran diarias e incluían cada nueva alternativa que encontraban para acelerar la búsqueda, en ellas también asesoraban para que indagase sobre la actividad que llevaba a cabo Pablo Milano, esposo de Emilia, con respecto al mismo tema y pudieran unificar los reclamos.
La actitud de Eugenia era cada vez más desesperante, Franco intuía que si no tenía alguna información que pudiese calmar la ansiedad y la culpa que sentía la joven por no haber sido detenida junto con el resto de su familia, acabaría llevándola a hacer alguna locura que terminaría con su vida de una manera cruel y violenta. Ese pensamiento lo mantenía en vilo. Esos días de convivencia demostraron que Eugenia era una mujer solidaria, íntegra, de valores sencillos y nobles. Su familia compartía con ella esos mismos valores y por eso parecía tan extraña aquellas detenciones.
Sin embargo, era la primera en admitir que ninguna de las mujeres de la familia podía conocer todos los movimientos que hacía su padre, él pasaba muchas horas en la fábrica o negociando con otros empresarios y no divulgaba con la familia el contenido de esas reuniones.
Franco tenía muy claro que ninguna de las mujeres de la familia estaba implicada con ninguna agrupación política, gremial, sindical o estudiantil. Eugenia, cursaba sus estudios de medicina en la Facultad de Buenos Aires, hacía sus prácticas médicas en el Hospital de Clínicas de la ciudad y trabajaba medio tiempo en la oficina comercial perteneciente a la fábrica de su padre, que no quedaba dentro del mismo edificio sino a varias cuadras, en pleno corazón de la localidad de Banfield. Franco podría llegar a entender el accionar de los policías contra la joven, si ella integraba alguna de las agrupaciones estudiantiles, sobre todo las universitarias eran muy perseguidas por las fuerzas del gobierno pero Eugenia aseguraba no pertenecer a ninguna. Tampoco tenía contacto con los trabajadores de la fábrica de su padre, ni siquiera conocía los nombres de sus delegados gremiales. La oficina en la que trabajaba se encargaba exclusivamente a la venta de los productos terminados y la compra de insumos y materias primas para el proceso de fabricación de piezas partes para el ensamblaje de electrodomésticos. Con la fábrica, el único contacto era la secretaria administrativa que llevaba la lista con los pedidos. Para Franco, el motivo que llevó a toda la familia a vivir aquella situación venía exclusivamente por medio de Alberto Serrano, el jefe de familia. Y ese conocimiento acrecentaba aún más su convicción de que era necesario proteger a la muchacha.
En el trabajo, Franco estaba más amigable y amable de lo que había estado nunca. Hablaba sonriendo con personas que, en otras circunstancias, solo tenía intención de escupir a la cara y se relacionaba con médicos que apoyaban con convicción el régimen de gobierno que los militares llevaban a cabo como modelo de organización nacional. El blanco buscado en todo momento era el doctor Juan Torres, si alguien podía darle datos sobre el estado de los prisioneros, ese era Juan Torres. Siete días después de convivir con Eugenia, apareció la primera pista. Emilia estuvo en la comisaría de Quilmes hasta ese día y, según Torres, estaba muy bien de salud. Él se refirió a la muñeca embarazada que levantaron en Banfield y Bergés puso una guardia estricta porque no confiaba en los cerdos de la comisaría y no quería que nada le pasara a la joven hasta el parto, se había convertido en su joya más preciada. Se hicieron eternas las horas dentro del hospital, realmente, fue larga la jornada, pudo retirarse del trabajo a las once de la noche. Durante la tarde, tres policías de la comisaría de Banfield, heridos en un enfrentamiento armado con los integrantes del grupo revolucionario denominados «montoneros», llegó hasta allí y sólo pudieron salvar a uno. También llevaron a uno de los montoneros heridos y para su mala suerte, Torres y su equipo pudieron salvarle la vida. Al llegar a casa, como todas las noches anteriores, Eugenia lo esperaba con la cena lista. Su cara mejoró bastante y caminaba con menos dificultades.
-¿Ha sido duro el día de hoy? -preguntó Eugenia, ni bien abrió la puerta.
-No más que de costumbre.
-La cena está lista.
-Una ducha, y estoy en la mesa. Tengo noticias para darte.
-Dímelas ahora -exigió.
-Desearía que habláramos tranquilos mientras cenamos.
-¿Son buenas o malas noticias?
-Yo diría que dentro de lo malo que está pasando, estás son buenas noticias.
Franco dejó su maletín y se dirigió a su cuarto para tomar la ropa que se pondría después de ducharse, con Eugenia pegada a sus talones tratando de obtener más información sobre aquello que Franco tenía que decirle.
-¿Se trata de mis padres? -preguntó desde la puerta de la habitación, mientras Franco revolvía los cajones.
-No.
-¿Es mi hermana entonces?
-Si, se trata de Emilia.
-¿Le ha pasado algo?
-No.
-¿Cómo lo sabes?
-Soy médico -contestó, como siempre justificaba algún conocimiento superfluo-. Entraré a la ducha.
El espacio era reducido en el departamento, no tenía que caminar demasiado para meterse a la regadera y una vez allí, a la siguiente pregunta que hizo Eugenia contestó que no oía nada. Ella repitió la pregunta pero obtuvo la misma respuesta, por eso dejó de insistir y lo esperó en la sala comedor. Salió en pocos minutos, con una camiseta negra mangas largas y un pantalón de franela, ancho y muy grueso. El pelo todavía tenía gotas de agua que caían sobre su espalda cuando se sentó frente a Eugenia y le sonrió.
-Tu hermana está bien. Está protegida y estará bien mientras dure el embarazo -declaró, sin mentir sobre la precariedad de la situación.
-¿Dónde está?
-Ahora mismo, no lo sé, pero hasta hoy a la mañana estaba en la comisaría de Quilmes. Bergés le ha puesto protección.
Al nombrar al médico policial se dio cuenta que cometió un gran error.
-¿Quién es Bergés? ¿Lo conoces? -preguntó, y su cara comenzaba a mostrar signos de indignación.
-Bergés es un médico de la policía bonaerense que se encarga de las mujeres detenidas y embarazadas.
-¡Secuestradas! -gritó, y su indignación creció-. ¿Por qué insistes en llamar detención al secuestro?
-Básicamente es lo mismo -expresó rápidamente, sabiendo el sinsentido de las palabras pronunciadas pero no podía admitir que en el hospital todos llamaban detenciones a los secuestros y el término se hizo costumbre.
-No, no lo es. Se detienen a las personas que han cometido algún delito. Si son personas inocentes las que se llevan: es un secuestro. Los que cometen el delito son quienes lo hacen -expuso enojada-. Mi familia fue secuestrada, no detenida.
-Está bien no te alteres, disculpa.
-¿De dónde conoces a ese médico de la policía?
-Viene al hospital a buscar suministros -dijo Franco, sin dejar de faltar a la verdad.
-De él sacas la información.
-¡No! ¡Por Dios! Nunca he hablado con él -exclamó, y eso era cierto, no conocía al médico personalmente- Uno de los médicos del hospital de Banfield en el que trabajo, es su conocido y él me contó de la mujer embarazada que estaba en la comisaría de Quilmes.
-¿Cómo sabes que es mi hermana?
-¿Tu hermana es tan bonita como tú?
-Mi hermana es hermosa, tienes los ojos más celestes que hayas visto jamás y un pelo negro y brillante que hace que resalten más, tiene cara de muñeca -concluyó con una sonrisa melancólica.
-Entonces es tu hermana. El médico habló de una muñeca embarazada.
-¿Qué pasará con ella después de dar a luz? ¿Y con el bebé?
-Dijiste que tu hermana está de siete meses -afirmó Franco.
-Casi ocho.
-Tenemos casi dos meses para encontrarla.
-Pero ahora no sabes adonde está, solo sabes que estará bien las próximas semanas.
-Ya es algo. Mañana pasaremos esta información a tu abuela para que vuelva al Ministerio.
También intentaremos saber si tu abuelo paterno ha hecho algún movimiento. Tendré tiempo extra, es mi día libre.
La cena se desarrolló en silencio luego de las revelaciones, solo se hacían preguntas intranscendentes, hablaban del clima o de la ropa que Franco compró dos días atrás para que pudiera cambiarse y dejara de usar la ropa de Franco cuando lavaba la única muda que tenía. Antes de terminar, concluyeron que era hora que la abuela Margarita retribuyera información, Franco habló de la casilla de correos que había abierto días atrás, anunciándole que al día siguiente entregaría a su abuela la llave y el número correspondiente junto con la nota, para que la mujer depositara allí todo lo que sabía hasta el momento.
Esa noche, el cansancio venció a Franco y se durmió ni bien se tendió en la cama. Eugenia no tenía la misma suerte, ella podía conciliar el sueño después de las nueve de la mañana, cuando él se iba a trabajar. Seguía confiando en Franco, pero algo le decía que no estaba diciendo toda la verdad. La información sobre su hermana aportó una mínima parte de calma, la necesaria para poder pensar en su propia situación y no le gustó el rumbo que siguieron sus pensamientos pero no dejaba de reflexionar que la única manera de obtener información o mantener relaciones amigables con los integrantes de las fuerzas policiales era formando parte de ella. No era la primera vez que su razón entraba en ese derrotero, en los días que se quedó sola en el departamento del médico, revisó algunos papeles pertenecientes al dueño del lugar, ninguno develó nada. Todo documento o foto encontrada, confirmaba lo que Franco contó acerca de él y su familia. De su trabajo encontró algunos formularios y recetarios con el membrete del hospital, pero nada más. Ninguna conexión que explicara la confianza con las fuerzas policiales. En su búsqueda, Eugenia no descartó escrutar fotos o evidencias de mujeres que hubieran mantenido una relación amorosa con Franco, no halló nada. Al parecer no había ninguna mujer en la vida sentimental de médico, al menos no, a plena vista.
La noche dejó paso a la madrugada, el profundo silencio en el departamento permitía a Eugenia escuchar la respiración acompasada de Franco desde el sillón de la sala. Era la primera vez que los oía y no se cruzó con Franco de madrugada. Sentada en el sofá, arropada con su capa negra sobre una camiseta de grueso algodón y un pantalón deportivo, miraba la calle. No circulaban autos por la ruta que ingresaba al barrio de edificios de monoblocks, pero se veían a lo lejos algunos autos que transitaban por una arteria de tránsito muy importante que conectaba ese distrito provincial con la ciudad de Buenos Aires. Perdida en sus cavilaciones estaba cuando a lo lejos vio desviar desde la arteria principal tres vehículos policiales, identificables por la luz azul que iluminaba intermitentemente la noche. Los autos tomaron la entrada al barrio y a Eugenia se le paralizó la sangre. Estaban cada vez más cerca de los edificios. El barrio que habitaba Franco estaba compuesto por varias docenas de edificios de tres y cinco plantas, en cada una, había entre cuatro y cinco departamentos. Muchas familias vivían en ese lugar pero ella presagiaba que esos policías iban directo al departamento de Franco. Comenzó a rememorar los días que vivió allí y si alguien podía haberla visto u oído, nada surgió en su memoria. Dormía desde que se iba Franco y habitualmente lo hacía por tres o cuatro horas y luego se dedicaba a leer todos los diarios que Franco le llevaba diariamente para saber si encontraba alguna noticia que pudiera interesarle.
No apartaba la vista de los autos que estaban cada vez más cerca, al tener la certeza que se detuvieron muy cerca del lugar donde Franco estacionaba su propio auto, se levantó del sillón y corriendo entró a su cuarto.
-¡Franco, despierta! ¡Están aquí!
-¿Qué ocurre? ¿Quiénes están aquí?
-¡Ellos están aquí Franco! ¡Vienen por mí! -gritaba con voz queda y el cuerpo totalmente vencido por el temblor.
Franco se despabiló en pocos segundos y se levantó para mirar por la ventana.
-Quédate aquí, si es necesario cierra con llave.
Efectivamente, las luces policiales arriba del techo de los autos verdes seguían destellando a pesar de estar detenidos, no se veía policías cerca de ellos, pero podía apreciarse movimientos extraños en el edificio. Se oían pasos de personas que subían corriendo la escalera y otros ruidos menos definidos que sonaban como muebles que se corrían de un lugar a otro en uno de los departamentos no muy alejado del suyo. Solo segundos después, el ruido del golpe contra la puerta del departamentos de junto rompió la noche. Franco comprendió que no fueron por él o por Eugenia, pero su alivio no equiparaba en nada a la extrema angustia que le causaba saber el sufrimiento que estaba padeciendo uno de sus vecinos.
Volvió al cuarto y encontró a Eugenia metida en el ropero, acurrucada, llorando y temblando sin parar, con las manos puestas en sus orejas para no dejar pasar los sonidos que inevitablemente se filtraban a través de las paredes. Franco la levantó del lugar y la llevó hasta la cama, allí se sentó con ella en el regazo intentado tranquilizar a la muchacha. Eugenia no paraba de llorar, los policías estuvieron en el departamento solo por diez minutos pero a ella parecieron horas.
Aferrada a la espalda de Franco se quedó mientras duraron los ruidos, luego se relajó un poco pero no se apartó de su regazó. Los dos estaban en silencio, él se limitaba a acariciarle la espalda y a abrazarla fuerte cuando sentía que el miedo de Eugenia llegaba a sus límites y se lo demostraba clavándole, inconscientemente, las uñas en la espalda.
Pasaron unos cuantos minutos desde que el silencio volvió a apoderarse de la noche, los autos se alejaron del lugar ululando sus sirenas y la calma, como una amiga traicionera, volvió a instalarse como si nada hubiese pasado en aquel complejo de edificios.
-Se han ido -afirmó Franco, susurrando las palabras en el oído de Eugenia.
-Volverán por mí -aseveró ella de la misma manera.
-No lo harán, te protegeré Eugenia.
-No puedes hacer nada.
-Soy médico.
Las palabras de Franco lograron que Eugenia esbozara una pequeña mueca. La muchacha no paraba de temblar y su cuerpo estaba tan tenso que podría quebrarse en cualquier momento. Franco sentía el respirar agitado y también el latir frenético de su corazón muy cerca del suyo. Sin tomar conciencia de lo que hacía, la acostó en la cama y se tendió a su lado sin dejar de abrazarla. Lentamente, los temblores de Eugenia se fueron mitigando y ambos fueron conscientes del cuerpo que tenían pegado.
Sus ojos se encontraron en la oscuridad, despacio él bajó la boca hasta la de ella y se encontraron en un beso tierno y tranquilizador. Franco no la presionó de ninguna manera, solo dejó fluir el beso al igual que Eugenia, sus bocas se movían con parsimonia descubriendo la anatomía de sus labios sin traspasarlos. Estuvieron varios minutos manteniendo el ritmo del beso suave que espantaba el horror vivido esa noche. El abrazo y la cercanía de sus cuerpos ahuyentaban al miedo.
Franco, se olvidó de la intención inicial de tranquilizar a Eugenia, la muchacha era dulce y su boca suave, tierna, tentadora y no pudo resistir el deseo de ir más allá. Su lengua exploradora se abrió paso entre los carnosos labio de la joven que permitió su entrada y participó en ese reconocimiento íntimo. Se pegaban cada vez más a medida que el roce de las lenguas ganaba intensidad. Cada uno tanteaba más profundamente en la boca del otro y una nueva necesidad despertó en Franco. Su erección era fragrante pero sabía que no debía implicarse de esa manera con Eugenia. Su cabeza gritaba que debía apartarse de ella y su cuerpo exigía pegarse más. La joven era preciosa, no era excusa para hacer aquello que deseaba en ese momento. Él debía protegerla.
Estaba tomando valor para alejarse de ella, se juró a él mismo que luego de aquel profundo beso que estaba disfrutando, no volvería a besarla jamás. Ante la íntima promesa, su lengua se enroscó con la de Eugenia para extraer la dulzura que destilaba y comenzaba a enloquecerle, una de sus manos, ávida de deseo, hizo un recorrido lento por las nalgas duras y expuestas a su caricia.
Eugenia no despreció la caricia, se abrazó más fuerte a su cuello y atrapó la lengua de Franco entre sus diente, él gimió al sentirla y le apretó con fuerza la cadera para acercarla a su erección. Ella gimió de dolor, el encantó se rompió con aquel acto. Eugenia volvió a la realidad de su situación y se alejó presurosa.
-Iré a acostarme -murmuró avergonzada.
Sin recriminar nada, se levantó para ir al cuarto que ocupaba.
-Quédate - imploró Franco con voz queda, sin detenerla.
-No puedo.
-No podrás dormir sola. Quédate, prometo no intentar nada.
-No.
Eugenia salió de la habitación. Franco también se levantó y miró por la ventana de su cuarto que daba a un patio interno del complejo de edificios. Había vivido un momento intenso, hacía mucho tiempo que no le pasaba. Un deseo abrazador recorría sus venas y era imposible dejar de pensar en meterse en la cama de Eugenia. Hizo memoria y no recordaba haber sentido esa necesidad desde que era un adolescente, su excusa era la situación que rodeaba todo lo que tenía que ver con ella, no la muchacha en sí misma. Media hora después, sin lograr pensar en otra cosa, hizo lo único que podía hacer para aplacar el deseo. Se metió a la ducha.
En un cuarto extraño pero con el que ya adoptó cierta familiaridad, Eugenia no paraba de temblar. Las vivencias de esa noche, mezcladas con las que sufrió una semana atrás, le carcomían la cabeza. Corrientes frías transitaban por sus venas, helando su sangre hasta el punto de hacer incontrolable el temor que se manifestaba con lágrimas. Llanto silencioso y desgarrador. Sólo un suspiro tibio quería combatir con aquel huracán de miedo, ese suspiro se lo daba el recordar el beso de Franco. Una ola frente a un océano. Una pizca de amor en el infierno.