Capítulo 4
-¿Has dormido bien?
-Si, gracias -contestó Eugenia, sonrojándose con la pregunta-. Franco quiero disculparme por…
Eugenia no sabía cómo continuar la frase, pero Franco le ahorró ese inconveniente. Separó la silla para que se sentara a la mesa y sonriendo le dio un beso en la frente.
-No tienes por qué disculparte, estaba decidido a hacer lo mismo si no entrabas en ese preciso momento a mi cuarto -confesó Franco. Eugenia sonrió.
-Tenía mucho miedo.
-Yo también. Creo que es lógico tener miedo y si estar juntos nos hace bien, es una idiotez sufrir en vano.
Finalmente, una hora después de volver a su cuarto, Eugenia no podía con el pánico y decidió regresar a la habitación de Franco. Él no dijo nada, estaba despierto y solo abrió la cama para que se acostara a su lado. No hubieron más besos pero si abrazos. Pasaron pocos minutos para que cayeran en un profundo sueño reparador.
-Hace días que no dormía tan bien. Me siento como nueva.
-Lo mismo digo. Hoy tengo más energías, pude hacer un kilómetro más que de costumbre.
-Todo esto es mi culpa, tendrías que estar con tu familia.
-No quiero lamentos jovencita -regañó Franco y señalando la taza que tenía enfrente, indicó con una sonrisa -Desayuna, al terminar debes escribir varias notas para tu abuela.
Eugenia devolvió la sonrisa y tomó la taza rebosante de café con leche humeante y, de un plato, una rodaja de pan untado con manteca. Franco desayunó al regresar de correr, una hora antes que Eugenia despertara, igual, se quedó en la cocina para hacerle compañía.
-¿Haces ejercicios por las mañanas?
-Cada vez que puedo -aclaró, para no seguir echando culpas sobre Eugenia de sus hábitos cambiados desde que apareció en su vida.
-¿Y fumas?
-No mucho.
-No te he visto fumar desde la primera noche.
-Antes nunca lo había hecho en la casa, solo en los minutos de descanso en el trabajo. Lo necesito.
El desayuno continuó en silencio, Franco encendió el pequeño televisor blanco y negro que descansaba en la repisa del comedor y se entretuvieron mirando las noticias de ese día. Nada interesante para ellos pero llenaba los incómodos espacios de silencio. Aunque no hablaron de la intimidad ocurrida la noche anterior, antes que Eugenia se marchara a su cuarto, ninguno dejaba de pensar en los besos compartidos.
Franco se levantó cuando ella acabó con el contenido de la taza y se acercó, le levantó la cara y Eugenia creyó que la besaría pero él se limitó a pasar una mano por la mejilla que sanó sin dejar cicatriz y, luego, a revisar el interior del ojo que solo presentaba un tinte sonrosado, el párpado casi había adquirido el color natural de la piel.
-Estás curada -declaró con énfasis-. La cadera te dolerá algunos días más pero comprobé que ya no cojeas.
-Estoy bien.
El sonrojo volvió a las mejillas de Eugenia al recordar cómo Franco corroboró que le seguía doliendo.
-Eugenia no debes avergonzarte por lo de anoche -aclaró Franco, para terminar con la tensión latente entre ambos-. Lo necesitábamos.
Diciendo eso, Franco volvió a besarle la frente y se dirigió al baño.
-Me daré una ducha y escribiremos esas notas.
Eugenia aceptó con la cabeza y vio como Franco se perdía tras la puerta del baño. Era muy apuesto y no pudo dejar de reconocer que besaba de maravillas. Su cuerpo respondió al primer contacto como si lo conociera desde hacía mucho tiempo. Él tenía razón, ella también necesitaba de ese contacto cálido para saber que estaba viva. Era solo eso, una necesidad vital para convencerse que pelear por la vida no era en vano. Había más que dolor y sufrimiento en ella. Esa semana, sin su familia estuvo muy triste y desolada, su existencia se transformó de la noche a la mañana en una penuria. Sin embargo, ese día se sentía mejor, más fuerte y decidida. Seguía sintiendo culpa pero como dijera Franco, los dos lo necesitaban.
Dos días después, Franco y Eugenia se enteraron, gracias a la abuela de Eugenia, que los funcionarios del Ministerio de Justicia respondieron que la familia de su hija solo fue detenida para interrogarlos sobre los grupos gremialistas que funcionaban en la fábrica metalúrgica de su yerno, y serían liberados a la brevedad. También se enteraron que la casa de Eugenia fue incendiada la misma noche de los secuestros, los funcionarios achacaban la responsabilidad del hecho a los grupos rebeldes. En las notas, doña Margarita se notaba optimista y agradecida a esos funcionarios, que según contaba, la atendían amablemente cada vez que ella se acercaba a las dependencias a pedir información. No obstante, Franco y Eugenia dudaban de esa amabilidad, sobre todo porque nadie informó a la abuela Margarita que su nieta Eugenia no estaba en la nómina de los detenidos. Ella ignoraba ese dato, y que los funcionarios no lo mencionasen no demostraba otra cosa más que no movieron un solo dedo para averiguar sobre el paradero de la familia Serrano y no les interesaba hacerlo, solo conformaban a la señora diciendo lo que quería escuchar para que no hiciera ningún escándalo en aquel lugar.
Más inquieto que nunca por la situación de la familia de Eugenia. Franco decidió ponerse en contacto con el marido de Emilia, lo llamó por teléfono desde el trabajo y quedaron en encontrarse en un bar de la capital federal a la noche siguiente.
Franco llegó temprano a su casa ese día y para su sorpresa Eugenia no estaba. Desesperado, después de revisar cada rincón de su pequeño departamento, salió a la calle y sin saber qué hacer caminó en dirección a la salida del barrio. Eran las cinco de la tarde y el sol de invierno comenzaba a perderse en el cielo. Franco pensaba que la noche sería aliada de la joven pero muy mala compañía para él que quería encontrarla. Llegó hasta el auto estacionado en la acera y estaba prácticamente convencido que había un solo lugar al que podía ir Eugenia. Era una estupidez y sería muy estúpida si lo hacía, pero estaba casi seguro que la inconsciente mujer fue hasta su casa. Al recibir la noticia del incendio apenas pudo detenerla de salir corriendo, le hizo prometer que no se aventuraría hasta el lugar pero, en el fondo, Franco sabía que cuando tuviera la oportunidad no lo dudaría. No alcanzó a hacer cuatro o cinco cuadras cuando observó una figura envuelta en una capa negra que caminaba en dirección a la entrada del barrio con una bolsa de almacén en las manos.
Franco frenó el vehículo y la observó caminar, era ella. Respiró con alivio, como se estaba habituando a expeler el miedo y se tomó el corazón para cerciorarse que los golpes que escuchaba no le ocasionarían ningún síncope, hasta ese momento no se dio cuenta de lo asustado que estaba.
Esperaría que llegara al departamento para salir tras ella, y luego le gritaría las atrocidades a las que se exponía actuado de esa manera tan inconsciente. Además, daría tiempo a su razón para que dejara de atormentarse con todas las imágenes que se cruzaban por su cabeza con lo que le podría ocurrir a Eugenia si la encontraban algunos de los integrantes de las fuerzas que la estaban buscando.
La puerta se abrió de golpe y se cerró con la misma violencia. Asustada, Eugenia corrió hasta la entrada y se encontró con la cara desencajada de Franco que la miraba con furia.
-Llegas temprano - dijo ella con una sonrisa, intentando hacer cambiar la cara de Franco.
Él no contestó, ni saludó como hacía usualmente, caminó hacia ella con paso decidido.
Eugenia comenzó a retroceder hacia atrás al verlo avanzar sin cambiar un ápice las facciones de su cara enfurruñada.
-¿Te ocurre algo? -preguntó, con Franco casi pegado a ella.
-Tú. -Fue lo único que contestó y la apresó por la cintura, la atrajo hacia sí y la besó con furia.
No volvieron a dormir juntos, ni a besarse luego de la noche que llegaron los policías al edificio. Como un arreglo implícito entre ambos, los dos tomaron el hecho como un desahogo del mal momento y nada más. Por eso, era tan sorpresivo para Eugenia ese ataque de Franco. Lo oía respirar agitado y sus besos eran desesperados. Ella lo dejó hacer hasta encontrar una oportunidad de zafar de los brazos que la apresaban con fuerza. Franco estaba fuera de control y eso enfurecía cada vez más Eugenia. Sus manos comenzaron a moverse buscando las partes íntimas de la joven y ella a retorcerse bajo el abrazo. Los labios de Franco no paraban de apresar su boca para hurgar el sabor con la lengua, con fuerza la pegaba a su cuerpo para que sintiera su erección y la frotaba contra su entrepierna. Eugenia pudo soltar una mano y con toda su furia le pegó un violento cachetazo que lo apartó unos centímetros de ella, aprovechó el momento para poner la mesa entre ambos.
-¿Te has vuelto loco? -recriminó gritando.
-¡Sí! -contestó de la misma manera- ¿Dónde diablos te has metido? ¿Por qué saliste de la casa? ¿Acaso quieres que eso que acabo de hacerte, que es solo el principio de lo que te harían, se repita todos los días con cuatro o cinco tipos distintos? ¡Tú eres la que se ha vuelto loca al salir de este lugar! -terminó de regañarla llevándose las manos a la cabeza para tirarse el cabello hacia atrás-. No tienes idea de lo que esos tipos harán contigo si llegan a atraparte -concluyó acongojado y se tiró despatarrado sobre el sillón, aflojó el nudo de la corbata y se quedó mirando el techo.
Un breve silencio necesitó Eugenia para procesar toda la información que suministraba Franco, sólo después de eso, ella pudo volver a hablar.
-Tú has dado una muestra gratis de lo que sucedería.
Franco comenzó a reír de manera histérica. Se volteó hacia ella y se quedó mirando sus ojos celestes antes de hablar.
-No tienes idea, no he llegado ni al verdadero comienzo -enfatizó.
-Siempre sabes cómo actúan esos bastardos.
-Claro, soy médico -aseveró volviendo a su posición desparramada sobre el sofá.
-Eres un idiota.
-Sí, que casi muere de susto cuando no te halló aquí.
La confesión de Franco dejó muda a Eugenia que no sabía qué decir. Franco estaba asustado, no molesto ni enojado porque no obedeció la orden de mantenerse oculta.
-Lo siento.
-¿Qué es lo que sientes? -preguntó Franco.
-Siento haberte involucrado en esto.
-No lo sientas, es demasiado tarde. Lo que debes sentir es no tener el sentido común bien desarrollado.
-Eso es un insulto.
-Pues claro que sí.
-No te obedeceré, estoy harta de estar aquí encerrada sin hacer nada mientras mi familia sufre todo tipo de torturas quien sabe dónde -vociferó enojada-. Saldré todos los días hasta encontrarlos -replicó en tono de amenaza.
-No puedo decirte que llevaré flores a tu tumba, seguramente, terminarás compartiendo una fosa común en algún basurero -dijo Franco con tristeza y se levantó para encerrarse en su cuarto.
Las palabras de Franco golpearon con fuerza a Eugenia, se quedó sentada reverberando en su cabeza la idea de fosa común. Había visto un documental del exterminio judío en manos de los nazis y la idea de pozos en los que acumulaban decenas de cadáveres esqueléticos, hizo que su estómago se revolviese y salió corriendo al baño antes de manchar la pequeña alfombra que estaba delante del sillón.
Esa noche, no cenaron juntos como hicieron las noches anteriores, menos en la que Franco estuvo de guardia y se quedó toda la noche en el hospital. Llevaban diez días de convivencia obligada pero a los dos le parecía que fue mucho más el tiempo compartido.
Se encontraron a la hora del desayuno, ambos estaban más tranquilos y el encuentro fue cordial. Se saludaron con un amable buen día y, luego, pasaron a preguntarse mutuamente si descansaron bien, ambos mintieron al decir que sí.
-Hoy me reuniré con tu cuñado en un bar del centro -informó Franco y atrajo toda la atención de Eugenia con la noticia-. Si quieres saber lo que resulte de ese encuentro tendrás que intentar mantenerte con vida hasta que regrese.
-Estuve pensando en lo que dijiste anoche, tienes razón -afirmó, sorprendiendo a Franco con su concesión-. Tengo que ser más inteligente al actuar. Se lo debo a mi familia y te lo debo a ti -expuso Eugenia.
-No me debes nada. Hazlo por ti.
-Necesitaba ver cómo quedó la que fue mi casa.
-No creíste en mí, recuerdo habértelo detallado. Si quieres hacer las cosas a tu manera, hazlo. Espero de corazón que tengas suerte.
Las palabras de Franco sonaban muy distantes, eran frías, sin compromiso. Si se lo hubiera dicho cualquier otra persona las habría tomado como estímulo, dichas por él en el tono que lo hizo, sonaban a desentendimiento, una especie de «cuídate, sálvate y déjame tranquilo».
-Nos vemos -saludó al cerrar la puerta.
Él se despidió sin más que dos palabras y se marchó, no más beso en la frente. No se tomó el tiempo para revisarle las heridas como hacía cada mañana, no hubieron recomendaciones ni notas para dejar en la casa de la abuela Margarita de pasada al trabajo. Se quedó mirando la puerta cerrada y saltó de susto cuando esta volvió a abrirse de repente, Franco apenas asomó la cabeza para hablarle.
-Si estás viva en la noche, no me esperes a cenar. Hoy es mi guardia, volveré mañana por la tarde.
Eugenia se levantó de la mesa y se paró frente a la ventana para verlo caminar hasta el auto y luego perderse por la ruta que lo alejaba, suspiró dos o tres veces y, luego, se recriminó en silencio: ¿Pero qué ocurría con ella? ¿Se estaba lamentando por la falta de interés de ese hombre? Franco solo era una eventualidad en su vida, estaba segura que cuando acabase aquella tragedia en la que se convirtió su existencia, de la manera que terminase, Franco seguiría su camino y ella el suyo sin volver a cruzarse nunca.
Su cabeza no dejaba de reprobarle el parco trato que tuvo con Eugenia, pero sus sentidos decían que era la única manera de imponer cuidado en esa mujer. Estaba perdiendo el miedo y eso era peligroso para ella. No podía con la razón, intentaría con la indiferencia.
En el trabajo esperaba una sorpresa, antes de ingresar al hospital, un compañero le avisó que tendrían un día infernal. Sin perder tiempo entró al vestuario y se cambió para hacer la primera ronda de la mañana. Dos soldados militares estaban parados frente a la sala de cirugía.
-Este debe vivir «tordo», es muy importante para el coronel -advirtió uno de ellos.
Con la advertencia soplándole en la nuca, entró a la sala para revisar al paciente. El hombre estaba en muy mal estado. Tenía una herida infectada de bala en el hombro y supuraba sangre negra y un olor putrefacto, cortes y quemaduras por todo el cuerpo también colaboraban para empeorar el panorama general pero lo que más preocupaba a Franco en ese primer diagnóstico era el color negro que tenía en toda la zona abdominal, síntoma inequívoca de una importante hemorragia interna, seguramente provocada por los golpes en la zona. Poca esperanza de vida le daba al paciente y, en verdad, sentía alivio.
Generalmente, no hablaba con sus pacientes, hacía su trabajo y luego lo controlaba por veinticuatro o cuarenta y ocho horas y eso era todo, después, lo volvían a llevar a los centros de detención; si eran policías o algún miembro de las fuerzas armadas, era trasladado al hospital que correspondía por obra social.
El paciente que tenía delante comenzó a gemir cuando apretó una úlcera abierta en la pierna a causa de quemaduras no curadas. Según podía apreciar, ese hombre llevaba varios meses detenido.
-¿De dónde vienes? -preguntó Franco en un susurró, mientras seguía con la inspección.
El hombre mantenía los ojos cerrados y Franco pensó que había caído nuevamente en la inconsciencia. Sus manos dejaron de pasar por las piernas del paciente y se concentró en el vientre. Al palpar en un costado, el herido abrió los ojos obligado por el dolor.
-Si en verdad es médico, no me cure. Déjeme ir o deme algo para que duerma por siempre -rogó el hombre mayor, Franco calculaba que superaba ampliamente los setenta años.
Era la primera vez que uno de sus pacientes sugería lo que a él se le cruzaba por la cabeza cada vez que tenía que salvar a uno que estaba en igual estado. También era la primera vez que atendía a una persona tan mayor, ese hombre podría haber sido su abuelo.
-Soy médico -afirmó Franco-. ¿De dónde viene? -volvió a preguntar.
-Puedo reconocer a la gente con solo mirarla y sé que no eres igual a ellos.
-¿Quién es?
-No importa eso hijo, ya no.
-¿Su apellido es Serrano? -preguntó Franco con miedo a que la respuesta fuera afirmativa.
-No. En el campo, Serrano enloqueció cuando murió su mujer. La asaron pobre vieja.
Franco se quedó helado, no pudo moverse por varios segundos. Tenía que saber si se trataba de los padres de Eugenia, y si eran ellos: ¿cómo se lo diría a la joven? Sabía lo que el hombre quiso decir con la frase «la asaron», ese término utilizaban cuando se les iba la mano con la picana eléctrica. A causa del susto, el miedo y la corriente eléctrica surcando el cuerpo por un tiempo prolongado, el detenido tenía un paro cardíaco.
-¿Sabe el nombre de la mujer?
El paciente no contestó, volvió cerrar los ojos mientras soportaba el accionar médico. Pasaron varios minutos hasta que Franco volviera a hablar. Intentaría una nueva pregunta directa, eso había servido la vez anterior para recibir información.
-¿Por qué está detenido?
-Quieren a mis hijos ¡No se los voy a dar! -gritó el hombre con determinación. Asustando a Franco con la reacción exaltada.
Los dos guardias entraron en ese mismo momento con las armas listas.
-¿Problemas «tordo»?
-Este hombre solo delira por la fiebre y el dolor.
-Será mejor que le ponga una cinta en la boca, el coronel no quiere cuentistas -sugirió uno de los guardias, vestido de uniforme verde militar y el otro se aprestaba a cumplir con la sugerencia de su compañero.
-No, este hombre está con una hemorragia interna y puede ahogarse con su propia sangre si le tapan la boca ¿No lo quería vivo?
-Entonces, nos quedaremos aquí para saber qué dice.
-Solo murmura incoherencias -intentó disuadir la permanencia de los soldados en la sala.
Franco no perdió más tiempo hablando con los soldados, terminó con la inspección general del paciente y decidió hacer una pequeña incisión en el vientre para ingresar una sonda que evacuase la sangre dispersa antes de poder continuar. Dos enfermeras lo asistían y los dos soldados estaban firmes observando todo el procedimiento. El hombre solo gritaba cada tanto, el dolor debía ser insoportable. No se permitía usar anestésicos en los detenidos, sin embargo, Franco eludió esa orden. La edad del paciente fue la justificación ante las enfermeras asistentes que miraban asustadas cómo el médico utilizaba anestesia en un detenido y temían ser reprendidas por su culpa.
-Este hombre tiene las horas contadas -determinó cuando terminó la cirugía que nada pudo reparar.
-El coronel lo quiere vivo.
-¡No soy Dios! Sólo sé que no vivirá hasta mañana. Es imposible detener el sangrado.
-Llamaré al coronel.
-Hágalo.
-Informaré que no se puede hacer un último interrogatorio porque ha suministrado anestésicos al paciente que no tiene posibilidades de vida.
-No lo sabía antes de aplicárselos y ustedes lo querían vivo -Franco iba a continuar discutiendo con el soldado pero se arrepintió y con un indiferente-, haga lo que quiera -salió de la sala de cirugías.
Su mayor consuelo era que ese hombre no despertaría. Sus palabras no dejaban de martillearle la cabeza ¿Serían los padres de Eugenia los que estaban en el campo? No tenía dudas que se trataba de Arana. ¿De cuánto tiempo atrás hablaba ese hombre? Tenía que averiguar de dónde lo habían traído, no podía preguntárselo al soldado con el que acababa de discutir pero podría intentar en la oficina del director. Con premura, antes de ser solicitado para un nuevo caso, entró a la oficina. Pensaba hablarle al director del paciente y lo ocurrido con el soldado, con ello iría sondeando los datos del hombre y de dónde lo trasladaron.
Nadie se encontraba en la oficina, la puerta estaba abierta pero no se veía al director en la cercanía. En el escritorio que ocupaba su espacio con bibliógrafos y carpetas, sobresalía un cuaderno que estaba apartado del resto, en el centro del lugar, seguramente el director estaba anotando datos en él. Ese fue el primero que tomó Franco y comenzó una rápida inspección. La suerte lo acompañó en aquel asunto, en las últimas páginas escritas estaba el nombre de Abraham Fletcher, de 74 años, Arana, Quilmes. Franco leyó sobre el caso en el diario, no específicamente sobre el secuestro y tortura del viejo, sino de los hijos que heredaron de él una de las refinerías de petróleo más grande del país. Según el diario, los administradores actuales de la refinería defraudaron al estado por varios millones de pesos y eran buscados intensamente por la justicia. Viendo el accionar de la justicia en esa cuestión, no podría decir quién cometía el mayor de los delitos. Los datos que encontró no ayudaron en nada, el viejo Fletcher fue trasladado al hospital desde el pozo de Quilmes. Franco dedujo que lo habían «movido» al pozo de Quilmes desde Arana, lo que tenía que saber era cuanto tiempo había pasado.
La voz del director del hospital se escuchó cerca, Franco dejó el cuaderno en su lugar y caminó hasta la puerta de la oficina.
-Lo esperaba -fue lo primero que dijo cuando en médico director del hospital entró a su despacho.
-Yo también quería hablar con usted doctor.
-Si es por el paciente que está a cargo de los soldados…
-No, no, no es por eso, aunque si se muere el viejo será todo un dolor de cabeza - lamentó el director, ya enterado del parte dictaminado por Franco-. Es el viejo Fletcher ¿Lo sabía? -preguntó sorpresivamente.
-No tenía idea.
-Solo tenían que interrogarlo y mira como terminó. A los muchachos no le caen bien los judíos -declaró, dejando sorprendido a Franco con esas confesiones- Bueno ¡Qué remedio! -exclamó, como propio consuelo, estiró las mangas del largo guardapolvo blanco que usaba y se aprestó a hablar de otro tema-. Doctor Hernández, tenemos… -se quedó varios segundos buscando la palabra-… una emergencia digamos y, es necesario cubrirla. Necesito que se traslade junto con personal policial hasta algunas dependencias de la zona sur, el doctor Torres encargado de esos menesteres está indispuesto, no podrá prestar sus funciones por varios días y es necesario que alguien lo reemplace- lo miró esperando solo una respuesta afirmativa y preguntó- ¿Cuento con usted?
En otro momento, en otras circunstancias se habría negado de plano a cumplir con esa tarea pero sabiendo que podría obtener valiosa información de esos lugares, con un nudo en la garganta que apenas podía evitar para que salieran las palabras aceptó.
-Por supuesto -dijo y, fue víctima de un acceso de tos.
-Todo resuelto entonces. Prepárese, es un trabajo duro, espero que esté en condiciones de realizar este trabajo con la misma eficiencia y lealtad que lo hace en este centro.
La advertencia velada provocó escalofríos en Franco, no por miedo sino por imaginarse lo que podría encontrar en el lugar al que lo llevaban.
-Saldrá en una hora -informó el director, después de anotar su nombre en una hoja de ruta-. No se preocupe por el caso Fletcher, olvídese de él. Si lo querían vivo no lo hubiesen golpeado tanto.
-Por supuesto -repitió Franco.
-Doctor, este trabajo que está por realizar requiere de la más absoluta confidencialidad - mirándolo de lado, con los saltones ojos verdes que caracterizaban al director, agregó- No es necesario que se lo explique.
-Por supuesto -repitió por tercera vez y se sintió muy estúpido al terminar de decirlo.
-Por supuesto... -ironizó el director-, sabrá que no puede hablar con las personas que estará en contacto y sólo asistirá a los detenidos que indiquen, a ningún otro, aunque usted considere necesario hacerlo. Recuerde que no es un voluntariado, está bajo las órdenes de las fuerzas militares y su obediencia es estricta y sin peros.
-Lo sé, lo ha repetido varias veces en estos seis meses.
-Dejémonos de tanta charla, es hora de trabajar -indicó el director, se levantó del sillón del otro lado del escritorio y caminó hasta Franco para apoyarle un brazo en el hombro- Los oficiales se podrán en contacto con usted, cuando sea el momento de partir.