Capítulo 14

Soñó que estaba en España, Franco estaba a su lado tomando su mano, sonreía y lanzaba pícaras miradas con sus bellos ojos azules. Ella también sonreía y no reprimía el impulso de tomarlo de la cara para besarle los labios. Juntos y felices, sentía paz como nunca antes sintió y una plenitud placentera colmaba su alegría y sus pensamientos al saber que a Franco le pasaba lo mismo. Caminaban por calles arboladas en un día a pleno sol, no hacía frío y a la calidez del clima se sumaba la de estar juntos dirigiéndose a visitar a sus familias. Todo era perfecto hasta que una sombra negra salió desde atrás de un árbol y se paró delante de ellos. La figura oscura no tenía rostro pero Eugenia reconoció la voz de Antonio. Él los obligaba a separarse y se la llevaba lejos de Franco, que se quedaba parado mirando como se perdía en la sombra.

Eugenia despertó sobresaltada y su primer pensamiento fue para Franco, se preguntaba qué habría hecho después que lo dejó, necesitaba saber si intentó buscarla o se abría marchado. El vacío le hizo doler el estómago, una angustia lacerante le comprimía el pecho al reprocharse haber dejado su casa. Ya no estaba enojada por la mentira, en lo profundo de su alma, sentía que conocía a Franco mucho más de lo que nunca podría conocer a Antonio y sus instintos gritaban que Franco era buena persona. Tampoco descartaba la fuente de la información, Antonio no era precisamente fiable, podría decir cualquier cosa para mantener a la gente apartada de ella, Eugenia lamentaba hacer ese descubrimiento cuando ya estaba muy lejos de todos.

Franco tenía razón, su relación con Antonio nunca fue pasional. Nunca podría sentir con él, el fuego que provocó Franco cuando susurró por primera vez en su oído, ni la agitación de su cuerpo al sentir las caricias de sus manos. Las noches que obligadamente compartió con Antonio, cuando él la tocaba sentía nauseas, aguantaba cuánto podía y luego se levantaba con la excusa de ir al baño para dejar de sentir las manos calientes ultrajar su cuerpo. Lo miró dormir a su lado y la embargó el asco y una repulsión muy parecida a la que sintió cuando uno de los secuestradores la manoseó.

No se casaría. Si el destino le tendió una mano suspendiendo la ceremonia, ella completaría el trabajo y escaparía de Antonio. Huiría en ese instante y contra todos los riesgos, iría a buscar a Franco, rogaría que huyera con ella, estaba segura que Franco sentía lo mismo y no habría impedimentos para dejar todo. Si era cierto que el padre de Antonio libró la orden de liberar a su hermana y a su padre, no daría marcha atrás por la obsesión de su hijo por una mujer. Y si lo que dijo Antonio sobre su padre era mentira, el hecho de contraer matrimonio no solucionaría nada. A su entender, Antonio no tenía ninguna injerencia en las Fuerza Armadas más que la influencia por parentesco que aportaba su apellido. Eugenia tenía claro que nada ganaba escapando, pero estaba segura que perdería la vida si se quedaba.

Antonio estaba profundamente dormido, Eugenia se vistió con rapidez y con sumo cuidado abrió la puerta de la casa que mantenía la llave puesta, algo que siempre ocurría en presencia de Antonio. Eugenia estaba convencida que seis jornadas de convivencia pacífica por las noches y encierros aceptados durante el día, fueron los que aportaron la confianza de Antonio que se sustentaba en el chantaje de casamiento para recuperar a su familia y él pensaba que no osaría con incumplirlo.

A Eugenia le quedaba por descubrir una nueva mala noticia, ella no sabía que Antonio incluyó en la lista de detenciones a Franco y a su amiga Paula, por eso, él sentía tanta tranquilidad por las noches. Si dinero y sin personas a quien recurrir, no llegaría a ningún lado si intentaba dejarlo.

Una vez afuera, Eugenia cerró la puerta con total cautela y arrojó las llaves al agua cuando pasaba por la piscina de la casa que acumuló agua de lluvia, ya estaba verde e impedía visualizar el fondo. El perro de la familia que dormía del otro lado de la casa principal comenzó a ladrar y Eugenia podía escuchar los pasos del animal que venía hacia ella, no ganaría una carrera de velocidad a un pastor alemán, por eso, desistió de su idea de llegar a la entrada principal para trepar por la columna de cemento que sostenía el gran portón de madera y se trepó a una rama de árbol que estaba pegada a la muralla de arbustos que hacía de malla perimetral. Por suerte, el perro llegó hasta ella cuando ganó una altura que impedía el ataque, pero la falta de ramas cercanas para seguir ascendiendo a la altura de la valla a sortear era una dificultad impensada. Su cabeza quedaba, por lo menos, a veinte centímetros debajo del límite de altura, la siguiente rama a trepar le llegaba al pecho y el perro no dejaba de ladrar y saltar para morderle los pies. Toda la situación se complicó más al escuchar pisadas de personas provenientes del frente de la propiedad, con desesperación utilizó todas sus fuerzas para trepar a la rama que tenía en el pecho y apenas pudo conseguirlo sin desollarse el vientre, sentía la quemazón de la herida, sin embargo, al estar arriba de la rama sin pensar que seguiría lastimándose se arrojó sobre el follaje duro del ligustro y luego se dejó caer hacia la acera.

El perro ladraba mirando hacia las ramas del árbol cuando los hombres llegaron hasta él, eran dos.

Eugenia acurrucada detrás de las ramas gruesas del ligustro, escuchaba sus voces y podía distinguir el logo de la campera de uno de ellos, era la misma que usaba su cuñado. Eran custodios que vigilarían la puerta de ingreso. Jamás hubiese logrado escapar si llegaba hasta la entrada de la casa. Mentalmente, agradeció al perro y se prometió comprarse uno cuando toda la pesadilla acabase.

-¿Qué le pasa a este perro? -preguntó uno de los custodios mirando hacia arriba, en la misma dirección que lo hacía el can.

-No veo nada allá arriba -replicó el otro, iluminando con su linterna las ramas superiores del árbol

-¡Callate perro de mierda! -clamó el que se las había tomado con el perro, que solo hacía bien su trabajo, no como ellos.

-Habrá cruzado un gato listo por el parque y este animal estúpido comenzó a ladrar- especuló el de la linterna que alumbraba las ramas del árbol.

Los hombre regresaron haciendo serpentear el haz de luz de la linterna a lo largo de todo el camino de regreso y Eugenia salió corriendo en dirección contraria pegándose a los arbustos, al llegar a la esquina cruzó la calle y siguió corriendo. Era de madrugada, la calle estaba desierta y solo podía pensar en  la noche que se encontró con Franco en similares condiciones, la única ausente era la lluvia. Esa noche Franco no la rescató, la luz que emergía del techo de un auto policial la asustó, se metió por una calle oscura y al mirar atrás, el reflejo de la luz acercándose estaba acabando con su coraje, dejó de correr. Hizo tres o cuatro pasos con la cabeza volteada hacia atrás viendo como el auto se cercaba, estaba a punto de renunciar a la huida cuando al mirar de frente, una iglesia se levantaba delante de ella. Las puertas de la iglesia no estaban abiertas, pero podía ingresar al patio interno por un lateral del edificio, corrió hasta allí y se perdió de la vista de la calle. Encontró un refugió solitario que la protegía de la vista de los policías, de los peligros de la noche y de su propio miedo. Acurrucada en el rincón más alejado de la galería de una capilla pequeña detrás de la iglesia principal, se ocultó entre una imagen gigante de la virgen María que abría las manos a los feligreses en la entrada de un confesionario y una gruesa columna. Esa noche más que nunca, Eugenia extrañaba el sobre todo negro de su hermana que dejó en casa de la hermana de Antonio. Para su tranquilidad, el pantalón que vestía era negro y el suéter de lana que logró colocarse sobre la camiseta de dormir era de un azul muy oscuro, pero nada tenía para cubrirse la cabeza, sus cabellos claros y su fisonomía femenina saltaban a la vista a cada paso que daba, con el sobretodo negro se sentía resguardada y se ocultaba del mundo.

Eugenia sopesó sus alternativas, todavía estaba a tiempo de regresar junto a Antonio y acatar con sometimiento su destino de convertirse en su esposa, en pos de la promesa de recuperar a su familia o podía seguir con la locura que estaba llevando a cabo, confiando en un hombre que conoció hacía menos de un mes, de quién no tenía clara su verdadera personalidad y del cuál no estaba segura de volver a recibir ayuda.

Días posteriores a recibir la noticia de su propio casamiento, Eugenia comprendió en su dimensión la verdadera naturaleza de Antonio, cada vez tenía menos reparos en disfrazar el chantaje. Todo llegaría después que estuvieran felizmente casados: la supresión de su pedido de captura, la liberación de su padre y de su hermana y también cargó un motivo de peso más para llevar a cabo su matrimonio sin que ella pudiera negarse o postergarlo: en médico Franco Hernández era investigado por ayudar a escapar a los detenidos, si la causa seguía era muy probable que siguiera el mismo destino que sus socorridos, pero Antonio prometió todo quedaría en la nada cuando ella luciera el anillo en el dedo. El hombre que la rescató la noche del secuestro continuaría con su vida, sin saber de la amenaza que pesaba sobre su cabeza, Antonio insinuaba que si ella era una persona agradecida, actuaría en consecuencia.

Volvió el recuerdo dos días atrás, día en el que tendría que haberse celebrado la boda, se suspendió por un imprevisto ataque de los rebeldes montoneros con bombas molotov a una sede administrativa del ejército en la ciudad que, oportunamente, estaba situada pegado al edificio del Registro Civil en la que se llevaría a cabo la unión. El ataque fue durante la madrugada, los daños a la estructura edilicia fueron significativos por el fuego que iniciaron los artefactos explosivos y a primera hora de la mañana, mientras Antonio se vestía para la boda en casa de su hermana, recibió el llamado del registro civil que comunicaba la postergación de la ceremonia. Al anunciar la noticia a una postrada Eugenia que se negaba a vestir para el enlace, Antonio estaba fuera de sí. En la casa que ocupaban se sacó el esmoquin y lo arrojó al suelo para salir echando humo por las orejas, maldiciendo y puteando a todo el mundo. Esa noche, llegó muy tarde y apenas si cruzaron dos palabras. Ella no durmió la noche anterior pensando en su eminente boda y durante el día, la agobiaba la idea de que Antonio pudiera cometer alguna locura a juzgar por el estado alterado con el que se marchó de la casa.

Los recuerdos no hicieron más que afianzar su determinación, seguiría su camino hacia Franco, no retrocedería en su decisión. Ese supuesto acto de terrorismo que la salvó de su propia condena, era una señal que no desoiría. Esperaría a que avanzara un poco más la madrugada y se subiría al primer colectivo que transitara cerca. Llegaría hasta Franco costase lo que costase. Determinada a continuar, comenzó a rezar a los pies de la virgen.

Los los pedazos de piedras que golpeaban su cabeza y el polvo que respiraba anunciaban a Franco que no estaba muerto. Pronto comprendió que las personas a su lado tampoco. Los sometieron a un simulacro de fusilamiento para conseguir alguna información que no pudieron extraer con sus otros «métodos persuasivos», tal como llamó a esos procedimientos el militar en la comisaría de La Plata. No sabía si con el simulacro asesinaron a alguien esa noche, de lo que estaba seguro era que los dos que estaban parados a su lado vivían y  escuchó el llanto de los otros jóvenes.

Maldiciéndolos a todos por el frío que les hacían pasar, los guardias volvieron a empujarlos para emprender el regreso a sus calabozos. No los dejaron en el galpón, los llevaron a las celdas pequeñas. A Franco lo dejaron en una que estaba seca, no había agua en el piso, fue lo primero que advirtió con sus pies descalzos. Se descubrió los ojos para ponerse el fino suéter con el que se los tapaba y vio tirado en suelo una manta de lana sucia y manchada, pero ni bien Franco sintió que los pasos de los guardias se alejaron se la colocó en la espalda. La remera estaba casi seca y el calor reconfortante que sintió con la manta lo adormeció.

Franco no comía desde la última cena que disfrutó en su casa y tampoco tocó agua limpia en todo el tiempo que llevaba detenido. Días atrás, observó sus manos ennegrecidas de mugre y sangre y se sacó varios piojos al rascarse la comezón irritante de a cabeza. No lo llevaron a la sala de torturas los días posteriores pero uno de los guardias lo golpeó varias veces con la dura cachiporra al sorprenderlo durmiendo sin la venda en los ojos. Desde ese momento, tenía las manos atadas a la espalda con un trapo que se enroncaba en su cuello, de esa manera, si bajaba mucho los brazos se ahorcaría él mismo. En los ojos le pusieron dos trozos de algodón y le envolvieron la cabeza con una cinta adhesiva, imposible sacársela. Con su nueva situación, perdió la noción del tiempo. No estaba seguro de las horas o los días pasados.

Los dolores que Franco sufría eran tan insoportables que no sentía el olor nauseabundo ni el hambre atroz que sintió los días pasados. Estaba despierto, permanecía quieto y tendido de costado sobre la manta, por momentos bajaba las manos hasta llegar al punto de estrangulamiento, pero luego aflojaba. La imagen de su madre y el de Eugenia cruzaban por su mente... y aflojaba. No podría soportar otra tortura pero la esperaba. Desde su posición en el piso, escuchaba con atención al ruido que se colaba por debajo de la puerta de chapa cuando las botas de los guardias pasaban por ella, el chocar de la suela dura contra el piso hacía que su cuerpo se tensara de tal manera que al dejar de escucharlas entraba casi en la inconsciencia. Ya no respondía a los golpes en la pared de sus compañeros de la celda continua, en su nueva prisión tenía uno o dos de cada lado. En los períodos de silencio, que eran muy pocos, escuchaba el murmullo de hombres pero no sabía de qué celda venían ni tenía interés en saberlo.

Allí tirado, Franco pensaba en el simulacro de fusilamiento, habría deseado que no lo hubiese sido, todo hubiese acabado para él. Padecía ese sufrimiento por su propia terquedad, se enamoró de una mujer que pasó tan fugazmente por su vida como la sombra de una nube solitaria. Sufría por ella aquellas torturas que lo llevarían a la muerte y dudaba que algún día Eugenia supiese lo que hizo por el amor que sentía por ella. Eugenia era un misterio para él, lo único que sabía era que la noche que hicieron el amor, ella se entregó sinceramente. Deseó, disfrutó y necesitó esa unión tanto como él. Eugenia no era indiferente a los sentimientos que a él avasallaron, dejándolo desprovisto de la capacidad de pensar su vida sin ella, podía verlo en sus ojos claros que se nublaban de deseo con simples besos. Juraría que a ella le pasaba lo mismo, solo que tenía otras preocupaciones en la cabeza por eso no podía vivir esa pasión libremente.

Simultáneamente, Franco y Eugenia se recordaban esa madrugada. Ella escondida y asustada detrás de la imagen de una virgen escapando de Antonio. Él tirado en el piso de una celda, atado, enceguecido y muy herido. Los dos estaban arriesgándose por algo que no estaba definido ni era seguro entre ellos.

Se separaron sin compromisos de por medio pero no se dijeron adiós y esa despedida pendiente era toda la esperanza que necesitaban para arriesgarse por el otro. Sólo los unía la noche de amor compartida, una única noche y la casi certeza que al otro le pasaba lo mismo por la cabeza, por el alma, por los sentidos y por el cuerpo al recordarse.

El pensamiento de ambos era casi el mismo: sería muy fácil, menos traumático y hasta casi más sabio dejarse guiar, seguir el camino que otros trazaban, obedecer, someterse y resignarse ¿Luchar? ¿Para qué? No tenía caso. El desconsuelo y la desesperanza atacaron a los dos en el mismo momento, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia y a días de no saber nada uno del otro, en el mismo preciso instante sentían lo mismo.

Eugenia se acostó en el piso, su brío la abandonó cuando sintió los pies congelados y las manos casi inmóviles de frío y recapacitó sobre el lazo que la unía a Franco, no existía tal lazo. No había nada entre ellos, estaba persiguiendo a un espejismo. Pensó en quedarse ahí hasta que la encontraran y algún policía la llevara junto a Antonio para acabar con su vida.

Franco bajó nuevamente los brazos en la espalda decidido a terminar aquello que interrumpió muchas veces.

Con los ojos cerrados, ambos se rendían a la maldad, a la injustica y a la crueldad. Se llevaban una noche de amor, una única, verdadera y placentera pasión compartida y el amor de cada una de sus familias. Eso era todo. Cada uno moría como podía, no cómo quería, y Eugenia pensaba que la verdadera muerte sería más benévola para ella que lo que le esperaba junto a Antonio, pero en su naturaleza no estaba acabar con su propia vida.

- Pasé noches en vela… desafié al destino. Serás lo que sos, quedé presa de vos y de lo que fingiste -susurró Eugenia pensando en Franco, con la cara pegada al pie de la virgen-. Cuando la luz del ocaso cegue mis pasos pararé a un costado, aunque la voz del camino, de lejos, me grite ¡segui! -siguió farfullando con palabras apenas audibles. Apretó más fuerte los ojos y se dejó caer todavía más cerca del piso y en esa nueva posición hizo silencio.

- ¡Levantate y seguí! -fue la voz de Franco que llegó con el viento,  no fue producto de su imaginación, ella escuchó su voz.

Llorando, Eugenia se levantó de los pies de la virgen y salió a la calle, olvidando sus dolores y el frío. Dos colectivos de pasajeros venían uno detrás del otro y ella extendió la mano para parar al primero.

No podía hacerlo. Aflojó los brazos.

- ¡Levantate y seguí!-fue el grito potente que salió de su garganta y se puso de pie - ¡Todo lo que hice, lo hago, seguiré siendo lo que soy! -volvió a gritar Franco con la cabeza bien levantada hacia el techo, escupiendo las palabras que salían sin tener una correcta coordinación-. ¡Voy a seguir! ¡Voy a vivir! ¡Voy a gritar! -siguió proclamando con la cara bañada en lágrimas y la voz que se le cortaba por el mismo llanto- ¡Y a gritar!

Lloraba, caminaba enloquecido de un lado a otro, se chocaba con las paredes y pateaba la puerta. Los otros detenidos también empezaron a gritar igual que él y a golpear las paredes y a sus propias puertas de chapa.

- ¡Y gritar… hasta que escuche Dios!  -fue el grito más claro y potente que salió de su garganta.

-¡Gritar hasta que escuche Dios! - se escuchó de una celda cercana.

La frase se diseminó por todas las celdas, por todas las gargantas. Se repetía una y otra vez. Una y otra vez...

-¡Gritar hasta que escuche Dios!