Capítulo 10

Se alejó del lugar, la cara del hombre apoyada sobre el diario caído en la mesa dejaba expuesto el impacto de la única bala que acabó con su vida. La vida que Franco sentía que había usurpado, esa bala era para él. Calculaba que el hombre asesinado transitaba la década de los cincuenta años, no tenía atuendo formal, era claro que no estaba trabajando y vivía por allí puesto que se tomó casi una hora para desayunar y leer el diario.

Los empleados del lugar se apresuraban para cerrar las persianas de chapa que ocultarían el espectáculo. Llamarían a la policía para que sacara el cuerpo, limpiarían el lugar y retornarían a las tareas diarias como si nada hubiese pasado. Uno de los mozos, lo tomó del hombro y lo llevó hasta la puerta lateral que ya tenía la persiana a medio cerrar.

-Se acabó el espectáculo amigo -dijo el mozo, coincidiendo con los pensamientos de Franco sobre el hecho.

Todavía atontado por el trágico destino del que acababa de salvarse, Franco se dejó llevar hasta la salida lateral.

-¿Lo conocía? -peguntó al mozo, más que acompañarlo lo empujaba hacia la vereda. Un solo pie tenía Franco dentro del local al hacer la pregunta.

-Eso no se pregunta amigo -reprochó el hombre canoso, de panza prominente y cara bonachona, vestido de traje negro y que superaba ampliamente los cincuenta años-. Aquí, nadie conoce a nadie ¿No conocía eso usted? -instruyó, después de una vida de convivir con ese precepto. - Ya tiene la edad necesaria para haber aprendido esa lección de vida.

-Lamentablemente, sí - contestó Franco resignado.

-Era un viejo solitario que venía todos los días a desayunar y a leer el diario -informó el mozo, violando sus principios al ver la angustia pintada en la cara de Franco,  ya había ganado la vereda para caminar hasta su auto.

No salía de su estupor, esa bala era para su cabeza, no podía parar de martirizarse con eso y el hecho que ese hombre murió por su culpa. Si el uniformado llegaba cinco minutos antes o si él no salía a buscar los cigarrillos, su sangre habría manchado la mesa del bar. Eugenia lo enrolló en una trama macabra de la que no sabía cómo salir, lo que tenía claro era que no la abandonaría, primero la sacaría a ella y luego se las arreglaría para salir indemne.

¡Eugenia! gritó su razón. Debía avisarle que no podía ponerse en contacto con su cuñado, necesitaba advertirle que no intentara acercarse a Pablo Milano.

No pudo ver el rostro del hombre uniformado que asesinó al hombre, si lo hubiera hecho, no estaría haciendo planes en ese momento, así que no podía afirmar que se trataba de Pablo Milano.  Si así era, no quería ni pensar cómo reaccionaría Emilia, su propio esposo detrás de todo. El enemigo rodeaba a la familia Serrano en todos sus flancos, el yerno, el futuro yerno, la familia de éste, sólo faltaba que la familia de Pablo perteneciera a las fuerzas y el círculo estaría cerrado.

Manejó hasta el edificio en el que vio entrar a Eugenia, antes de bajar del auto miró toda la gente que caminaba por la vereda y ninguno resultó sospechoso. Se dirigió al edificio y presionó el timbre del conserje. Nadie contestaba. Franco no dejaba de reprocharse el hecho de no haber tomado la libreta en la que Eugenia anotó el número de teléfono del departamento en el que estaba. Recordaba que habló del tercer piso pero no sabía en cuál de los cuatro departamentos que marcaba el tablero de timbres. Recapacitó sobre la situación y dedujo que nada podía hacer, seguramente, Eugenia no atendería a nadie que tocara el timbre o a quien llamara por teléfono. Faltaba una hora para la una del mediodía, él prometió llamarla justo a esa hora, tenía el tiempo necesario para llegar hasta su casa y tomar el número de teléfono.

A la una en punto de la tarde llamó y tampoco contestó nadie a sus reiterados intentos. Probó suerte con el número de la casa de Antonio. Con el nombre de Carlos y haciéndose pasar como un estudiante compañero de la joven, pidió por ella y la voz de una mujer amable dijo que no tenía novedades de la muchacha pero, si quería, podía volver a llamar a la noche, su hijo estaría en casa y él podía darle alguna información de su compañera de facultad. La mujer sugirió llamar a la casa de Eugenia, lo que notificó a Franco que la mujer de voz aniñada no estaba al tanto de lo que ocurrió con la casa de Eugenia, o al menos simulaba no estarlo.

Volvió a casa abatido, el recuerdo del asesinato, la responsabilidad que pesaba sobre sus espaldas, el temor de que Eugenia cometiera su mismo error y la soledad en el silencio del departamento, no hacían otra cosa que postrarlo todavía más.

Después de ducharse para sacarse de encima el espectro de la muerte que estaba posado sobre sus hombros desde el regreso de la ciudad, dio mil vueltas por la casa, su desesperación crecía a medida que las horas de la tarde avanzaban. En lo único que pensaba era en la mala decisión tomada al dejar que Eugenia se marchara. Si se hubiera presentado dos días atrás a la cita con Pablo Milano ella seguiría en la casa y, tal vez, estuviera muerto, pero al menos no sufriría aquella agonía que tampoco lo dejaba vivir.

La llamada de la noche a la casa de Antonio también fue infructuosa, la misma mujer negaba conocer el paradero de la muchacha y el de su hijo.

Sin pensar en lo que hacía, regresó a la ciudad y como un hábil ladrón esperó el momento oportuno para meterse en el edificio del hermano de Antonio junto con una familia que abrió la puerta de ingreso principal. Sabía que el departamento quedaba en el tercer piso lo que no pudo confirmar fue en qué departamento, Eugenia olvidó anotar ese detalle y él no podía recordar si se lo había dicho. Subió por las escaleras al piso deseado y una vez allí se encontró con cuatro puertas que iban de la A hasta la D. Escondido como un polizón escuchó detrás de las dos primeras, en orden de disposición, en los dos, se escuchaban ruidos de criaturas pequeñas. Los siguientes dos, estaban en absoluto silencio. Franco no tenía idea de cómo abrir una cerradura con una navaja, tampoco tenía una, se hizo de paciencia y esperó. No sabía que el ascensor estaba averiado por eso no funcionaba, él adjudicaba la falta de actividad con la alta hora de la noche pero no dejaba de controlar su movimiento y los ruidos provenientes de la escalera. Nadie circundaba el hall que unía los departamentos del tercer piso. A las once de la noche, una pareja adulta vestida elegantemente, apareció por el hueco de la escalera y  entró en el departamento D, él salió de atrás de una maceta con plantas de hojas lechosas y grandes para golpear con los puños la puerta del departamento C.

Pensó que Eugenia podría estar dormida a esa hora, se arriesgó a golpear un poco más fuerte. El timbre podría alarmar a la pareja que acababa de entrar y esa intromisión podría acabar muy mal. Un par de golpes y luego la espera, repitió este procedimiento por diez minutos al cabo de los cuales se le ocurrió salir, buscar un teléfono público, dejarlo sonar hasta que despertara a Eugenia y, luego, volver a entrar para golpear la puerta. Era un plan que tenía su mérito, si no tenía en cuenta que salir era fácil, lo difícil sería volver a entrar sin la llave de la puerta principal. Pensó colocar una cuña que sostuviera la puerta abierta hasta que regresara, a esa hora el encargado del edificio ya estaría en su propio departamento descansando de sus tareas.

Todo estaba saliendo a pedir de boca, a solo veinte metros había una cabina de teléfono en la vereda, muy cerca de dónde estacionó su Peugeot 504 celeste. La puerta de entrada principal quedó apenas visiblemente separada del marco, si no se prestaba la suficiente atención nadie notaría que estaba abierta, una diminuta piedra impedía que se cerrara. Estaba por llegar al teléfono cuando una voz de alto lo detuvo en seco.

-¡Alto policía! - escuchó, y su cuerpo se detuvo- ¡Colóquese contra la pared! -ordenó la voz autoritaria.

Franco obedeció inmediatamente. Los uniformados de la policía federal llegaron hasta él y, sin cuidado, uno lo palpó de armas mientras dos de ellos lo apuntaban con sus itacas y el restante se paraba a una distancia prudencial observando todo el panorama.

-Documentos -exigió uno de ellos, el que tenía más estrellas amarillas en el hombro.

-Los tengo en el auto -dijo claramente y señaló su Peugeot-. Es ese que está allí.

-Búsquelo.

Sin perder tiempo, Franco fue por su documento y la credencial del hospital.

-¿Qué está haciendo por aquí doctor Hernández? Está muy lejos de casa -dijo el policía, después de leer ambos documentos.

-He venido al cumpleaños de mi tía y se me hizo algo tarde.

-¿Dónde fue la fiesta? No estamos informados de ninguna por aquí.

-No fue una fiesta, solo una cena, en el edificio de allí -señaló con la mano el edificio del que acababa de salir y rogaba que los policías no notasen que la puerta estaba abierta.

-¿En qué piso fue la cena?

-Tercero D -dijo sin dudar.

-No me diga, conocemos a todos los propietarios de ese edificio -aclaró el policía con satisfacción.

-Me alegra que mi tía esté bajo protección de personas que se preocupan por conocer a los vecinos del barrio -elogió Franco a los uniformados, con una sonrisa que le costaba mantener.

Franco se sintió perdido, si preguntaban el nombre de su supuesta tía estaba aniquilado, lo llevarían preso y comenzaría una investigación que podía llegar a que se encontraran con Eugenia. Los policías se miraron entre ellos y decidieron creer en las palabras del médico.

-Vaya a casa doctor Hernández, sabe que no se permiten las reuniones después de las diez de la noche y pasaron hora y media de las diez. Es muy tarde y tiene que manejar mucho hasta Banfield.

-Es lo que estaba haciendo -replicó con admisión.

Franco caminó hasta su auto y cuando estaba por entrar, el único policía que habló con él lo detuvo con una nueva pregunta.

-¿Doctor, cuántos años ha cumplido su tía?

-Cincuenta -contestó sonriendo y se metió al vehículo para alejarse del lugar.

Los policías se quedaron parados en el mismo lugar, Franco pudo observarlos hasta que la distancia los hizo perderse en la lejanía. No lo siguieron, la mujer que vio entrar a ese departamento aparentaba esa edad, si realmente los policías conocían a los habitantes del edificio, sabrían que la mujer rondaba esos años. Tal vez, ese era su día de suerte.

Sin dormir, sin descansar y sin afeitarse, Franco se presentó a su trabajo al día siguiente. Era un poco más de las diez de la mañana cuando llegó. Antes que se sacara el saco para ponerse el guardapolvo blanco con el que realizaba sus tareas el director del hospital le informó que un colega lo esperaba en la sala donde descansaban los médicos.

Después del saludo de cortesía, el hombre alto de traje impecable permanecía de pie y no soltaba un maletín igual de distinguido que la ropa que vestía se presentó.

-Doctor Antonio Suarez Tai.

-Doctor Franco Hernández -dijo solo por inercia, aunque su rostro no denotaba la sorpresa que sentía de tener al novio de Eugenia parado frente a él, su corazón latía acelerado y el asombro nublaba su entendimiento.

-Sabe por qué estoy aquí, ¿no doctor?

-Creo saberlo -respondió parándose frente a él.

Franco no necesitó más que escuchar las dos primeras frases y ver la postura altiva de ese hombre para saber que no le agradaba y que nunca lo haría. Los dos se mantuvieron de pie, eran prácticamente de la misma altura y sus ojos se encontraban frente a frente. Franco tampoco soltó su maletín y no lo invitó a tomar asiento en las sillas que estaban dispuestas alrededor de una mesa.

-Eugenia ha dicho que usted la ayudó todos estos días después de los lamentables hechos del que fuera protagonista -comenzó diciendo - Por eso, y porque ella ha llegado a mí sin daño alguno, tiene mi agradecimiento -confirió como un rey otorgando un favor.

-No tiene nada que agradecer - dijo franco, impugnando con su tono la gracia concedida.

-Mi madre ha recibido curiosos llamados preguntando por Eugenia ¿Fue usted quien los realizó? -preguntó, sin sacar su gris mirada de los ojos azules de Franco, que lo desafiaban a seguir con esa tonalidad de diálogo para descargar con él la frustración y la ira acumulada desde el día anterior.

-Si, quería saber cómo estaba -admitió desafiante.

-Doctor Hernández, no es necesario que siga preocupándose por mi prometida, a partir de ayer tiene mi más absoluta protección y la de mi familia. Es muy lamentable que usted no le ayudara antes a llegar a mí.

-Ella no habló de usted -informó con satisfacción de poder refregarle que al parecer no era tan importante para Eugenia como él pensaba-. Pregunté a Eugenia sobre las personas que podían ayudarle y solo nombró a su abuela Margarita, no me dio sus datos ni el primer día ni el resto del tiempo que permaneció en mi casa.

-Eugenia estaba aterrada, seguramente no pensaba con claridad. La pobrecita habrá querido protegerme -contrarrestó y quiso rematar diciendo- Pero ya ve, cuando se recuperó del estupor fue a buscarme y ahora está conmigo.

-Lo sé y me alegra que Eugenia esté mejor y tratando de recuperar una mínima parte de su vida anterior que nunca volverá a ser la misma.

-Mire doctor, no quiero dilatar este asunto. Solo diré que por el momento, se le abrirá un sumario administrativo por los sucesos devenidos desde las detenciones de mi familia política.

-¿Solicitará un sumario en mi contra por proteger a su novia? -preguntó Franco, sin disimular su incredulidad.

-Su deber era entregar a la prófuga, no retenerla.

Franco lo miró estupefacto y no le importó que Antonio leyera el asombro en su mirada y en sus palabras. No podía creer lo que acababa de admitir. Ese hombre no era ningún estudiante de medicina, por la manera de hablar y de moverse era un integrante más de la fuerza y al parecer estaba al tanto de lo que pasaba con la familia que conocía toda la vida y hasta esperaba que Eugenia cayera en manos de los degenerados que fueron a buscarla.

-¿Quería que entregara a su novia a los cerdos que hacen las detenciones? Esos que no esperan a llegar a la comisaría para comenzar a violar a las mujeres ¿Sabía que los tipos que entraron a la casa de su novia la manosearon esa noche, la golpearon de manera salvaje y después le amenazaron con hacer todo tipo de perversiones con ella? -indagó con la voz llena de indignación y asco por el descubrimiento que acababa de hacer.

-Ninguna de las amenazas se habrían concretado. Y por lo demás, son solo métodos intimidatorios necesarios.

-¿Usted estaba al tanto de las detenciones?

-Eso a usted no le interesa. Solo tiene que saber que se ha iniciado el sumario, las obligaciones que le competen son bien claras doctor, solo tiene que cumplirlas -objetó, aparentando conocimiento sobre su restrictivo contrato laboral.

-No estaba trabajando cuando Eugenia se arrojó a mi auto.

-La obediencia es necesaria en todos los ámbitos de la vida -corrigió parsimoniosamente, luego, siguió informándole-. Seguirá trabajando en este lugar hasta que la junta administrativa lo disponga y… olvídese de Eugenia Serrano y de toda su familia. Buenos días doctor -saludó despidiéndose pero antes de salir de la sala agregó- Eugenia sabe quién es usted, dónde trabaja y su invalorable aporte a las Fuerzas Armadas, está muy enojada por la mentira.

-¿Qué pasará cuando descubra su mentira?

-¿Cuál? - preguntó sin inmutarse.

-¿Qué ocurrirá con Emilia y su padre? -interrogó Franco, omitiendo la última orden. No creyó que después de lo que acababa de advertir Suarez Tai fuera a proporcionar ninguna información pero perdido por perdido, preguntó por la familia de Eugenia.

-Veo que no pregunta por la madre, acerté en decirle a mi novia que usted sabía mucho más de lo que le contaba.

-¿Está confirmado el deceso de la señora Serrano?

-Un suceso lamentable.

-Coincido con usted, es muy lamentable que a una mujer de su edad la arranquen de su hogar cómo lo han hecho y luego la amenacen con torturarla de la misma manera que lo hicieron con el marido hasta casi matarlo.

-Hay que cumplir con la ley y el orden y, nada ocurrirá a las familias -objetó con un deje amenazador.

-¿Se lo ha dicho a Eugenia? -preguntó sin ningún temor por la amenaza implícita. Toda su familia estaba muy lejos del alcance de su poder.

-Claro que sí, no le mentiría a mi novia.

-Tiene que hacer que Emilia salga de ese lugar, está en muy mal estado.

-¿La vio?

-Sí, he estado en el pozo de Banfield. Si la joven sigue allí peligra su salud y la de la criatura. Usted debe saberlo.

-No, nunca he estado en otro lugar que no fuera el hospital naval. Según me informaron la señora está protegida.

-Le sugiero que haga esa visita entonces y compruebe usted mismo las condiciones en las cuales la protegen.

-Yo no hago esas cosas.

-Lo imaginaba.

-En verdad, me daba mucha curiosidad su persona doctor, por eso he venido -reveló imprevistamente Antonio.

-Espero colmar sus expectativas.

-En verdad no. Esperaba otra cosa -expresó con una nota despectiva, denotando con la mirada su aspecto desalineado.

-Agradezco su sinceridad doctor.

-No tiene nada que agradecer pero sí mucho que explicar.

-Lo haré cuando llegue el momento.

-Por último…

-Creí haber oído que no quería dilatar la conversación -dijo Franco aprovechando la pausa.

-Esto es importante, el encargado del edificio en el que vive mi hermano me informó de cierta anomalía en la puerta de acceso principal y los vecinos de piso oyeron golpes en una de las puertas de los departamentos, aunque ninguno precisó certeramente en cuál ¿Sabe algo de eso? - indagó, y seguidamente agregó- Según tengo entendido por palabras de Eugenia -puntualizó para demostrar el grado de confianza entre ellos- Ella le dejó al tanto que estaría en ese lugar.

-No puedo ayudarlo en ese tema doctor, está muy lejos de mi hogar.

-Solo preguntaba -aclaró restando importancia al asunto- Hemos decidido con Eugenia que viviremos juntos en una casita que tengo en la ciudad,  he agradecido a mi hermano su generosidad al dejarnos disponer de su casa pero ya no será necesaria. Conviviremos -volvió a repetir el tema de la unión - Solo será temporal, hasta que se solucione lo de su familia, luego, nos casaremos como Dios manda. No haré de ella una mujer indecorosa.

-Lo felicito doctor y envíele mis felicitaciones a su prometida.

-Serán dados. Que tenga buen día.

-Usted también doctor.

Fue el diplomático saludo de cortesía pero, por dentro, Franco gritaba todo tipo de maldiciones y estaba seguro que Suarez Tai hizo las suyas.

Antonio pasó junto a Franco al retirarse y él se quedó parado dónde estaba mirando el techo blanco de la sala. Eugenia sabía quién era realmente el doctor Franco Hernández, no dudaba que si lo veía algún día por la calle le escupiría a la cara y bien merecido lo tenía. Se arrepentía no haber explicado su verdadera situación, no haber aclarado que él estaba tan detenido como lo estaba su familia. No lo torturaban pero le obligaban a hacer cosas contrarias a su ética, a su moral y a sus creencias. Una tortura distinta pero igual de efectiva a la hora de apagar cualquier sedición. Por eso iba a largarse pero Eugenia se cruzó en su camino y todo cambió.

Franco comprendió algo que no vio hasta ese momento, a los actos aberrantes cometidos en nombre del régimen, se sumaban los hechos de codicia y ambiciones personales de los que ostentaban el poder. No todos los detenidos, o «secuestrados», como decía Eugenia, eran por causas subversivas, aunque todos eran clasificados bajo la misma denominación. Entendió el verdadero régimen de terror que estaban viviendo y más que nunca agradeció haber enviado a su familia muy lejos. Pretensiones personales, intereses económicos, causas políticas y la más pura y simple maldad gobernaban a un país, que era silenciado y sometido por el terror.

Se congració con él mismo, porque conociendo el origen y pensamiento de Antonio, en un momento de la conversación estuvo a punto de recriminarle por el atentado en el centro de la ciudad pero haciendo cuentas mentales, Eugenia no pudo haberle dicho nada sobre la reunión que mantendría con su cuñado porque eso fue algo esporádico que surgió después que la dejó a ella. Eso sumaba una amenaza que todavía desconocía pero no podía descartar que en un futuro se unieran. Si Suarez Tai y su familia tenían el poder que quería aparentar, no tardaría en atar cabos y saber que quien hizo la llamada a Pablo Milano o, a quien fuera que  atendió el teléfono de la casa para hablar sobre Emilia, fue él y sabría que salió indemne del atentado en su contra.

Lo que más le llamó la atención del encuentro fue la presentación, Eugenia habló de Antonio como compañero de Universidad, él lo imaginó más joven y menos formal. Sin  embargo, Suarez Tai con la postura segura y sobria de un profesional, se presentó como médico titulado y además el director del hospital lo nombró con el mismo tratamiento y demostró sumo respeto hacia su persona. Se enteró que trabajaba en el hospital naval, no que hacía prácticas médica como señaló Eugenia y daba toda la impresión que ejercía poder en el ámbito de las Fuerzas. Antonio tampoco era la persona que creía Eugenia.

Franco conocía y estaba al tanto de los espías que se hacían pasar por estudiantes en los claustros universitarios y sobre todo en las agrupaciones estudiantiles para detectar a los cabecillas que intentaba organizar a los futuros profesionales en agrupaciones o corporaciones que adquirieran fuerza para luchar contra la tiranía gobernante. Estos infiltrados eran moneda corriente en las carreras, sobre todo,  de Derecho y  de Filosofía y Letras;  en menor medida en las demás. Por lo que pudo apreciar, la de Medicina no era la excepción. Dada la edad de Antonio, su buena apariencia física y, tal vez, un carisma encantador que ese día dejó en otra parte, él cumplía con los requisitos necesarios para llevar a cabo esa misión y Eugenia lo desconocía.

Conjeturas y más conjeturas pasaban por la cabeza de Franco para justificar a Eugenia. Pero por doloroso que resultara, cabía la posibilidad que Eugenia conociera todo de Antonio y le hubiera mentido. Cómo mencionó el doctor Suarez Tai, ella esperó a que sanaran sus heridas y salió corriendo en su búsqueda creyendo que él podría salvar a su familia.

Una llamada de urgencia proveniente de la sala de cirugías lo hizo escapar de su inmovilidad física y corrió a cubrir el llamado. El día y sus tareas no lo dejaron reflexionar mucho más sobre lo  acontecido esa mañana.

Al salir al pasillo la corredera era infernal, enfermeras y camilleros entraban gritando en el acceso de ambulancias. Desde su posición sólo podía divisar tres camillas pero los gritos continuaban afuera, Franco sabía que tendría que esperar más pacientes. Todos los heridos eran policías bonaerenses con sus uniformes ensangrentados, los que no estaba heridos corrían acompañando a los que bajaban las camillas. Franco no se tomó la molestia de preguntar por ocurrido, lo sabía. Todo ese caos y muerte era producto de un enfrentamiento con los «montoneros». Tres de los policías llegaron muertos al hospital, otros cinco peleaban por sus vidas y los demás presentaban alguna que otra herida de menor importancia pero ninguno salió ileso de la batalla. Franco se disponía atender a uno de los pacientes graves en una de las salas de terapia al tiempo que un hombre lo tomó del guardapolvo y lo hizo retroceder.

-¿Qué ocurre?

-¡Doctor, mi hijo doctor! ¡Se muere!

 Franco se dejó llevar hasta una sala distinta a la que iba a entrar y al ver al paciente corrió para tratar de frenar las convulsiones que hacía escupir al joven policía sangre de la boca como si fuera un géiser.

-¡Se muere! -lamentó su padre, en un grito desesperado- ¡Hijos de puta, se muere! -gritó con más fuerza.

-Sargento Migues espere afuera -pidió Franco luchando con el muchacho que no paraba de convulsionar y ahogarse con su propia sangre y además tenía que estar atento a que su padre no se le arrojara encima- ¡Sargento Migues salga afuera ahora!  -ordenó en un grito autoritario - ¡Busque una enfermera! -volvió a ordenar cuando el policía ya tenía un pie afuera de la sala.

El hijo de Migues, un cabo de veinticuatro años, estaba muy mal herido, una bala ingresada por la espalda le perforó un pulmón y tenía otras heridas de bala que entraron y salieron de su cuerpo en pierna, hombro y cuello. El cuadro clínico del paciente era grave con poca esperanza de vida. La enfermera que colaboró en las primeras atenciones lo preparó para la intervención quirúrgica. Franco abrió un drenaje directo desde el pulmón para descomprimir la sangre y que pudiera respirar hasta llegar a la sala de cirugía, de otra manera, no habría sobrevivido a las convulsiones.

Con el suero conectado a sus venas, lo trasladaron de urgencia al quirófano, Migues que esperaba afuera, frenó por dos segundos al médico.

-Sálvelo «tordo», es mi único hijo varón.

-Haré todo lo posible -fue lo único que pudo prometer.

-Confío en usted, por eso lo fui buscar. Solo usted puede salvarlo -dijo el sargento cuando retomaron la marcha detrás de la camilla que llevaba la enfermera.

Franco solo asintió con la cabeza a la confianza y al buen concepto que el sargento tenía de él. Jamás lo habría imaginado.

La cirugía de Ariel Migues duró por más de seis horas, con un equipo compuesto de una sola enfermera, el anestesista que entraba y salía de la sala y la instrumentadora que hacía lo mismo, trabajaron a destajo para reanimar al paciente cuando sufría algún paro cardíaco. Después de un trabajo titánico, la operación concluyó y el hijo de Migues seguía con vida. El estado del paciente seguía siendo grave pero las lesiones internas que más comprometían su vida fueron clínicamente reparadas.

Salió de esa sala y apenas pudo sacarse el protector esterilizado que usaba en las cirugías y tuvo que ponerse otro para ir a colaborar con un médico que estaba intentando salvar a otro de los policías heridos. De los cinco policías que ingresaron mal heridos ese mediodía, tres murieron en el quirófano. Los dos pacientes en el que tuvo intervención el médico Hernández sobrevivieron. Uno de los policías presentaba una herida similar a la de Ariel Migues y fue atendido por el propio director del hospital que tuvo que salir de su trono para ensuciarse las manos de sangre ese día, el paciente era un policía de treinta y dos años que no superó la operación. Para los médicos era corriente ver a cuerpos que presentaban una resistencia y evolución distintas ante el mismo cuadro clínico pero para los policías Franco Hernández ese día se elevó un escalón por encima del resto de los profesionales.

-¡Sabía que usted podría salvarlo, doctor! -aclamó el sargento Migues, abrazando a Franco con un solo brazo, el otro presentaba una venda en toda la mano.

-Sargento, hay que esperar al menos setenta y dos horas antes de poder decir que está fuera de todo peligro -explicó Franco, con satisfacción ante el reconocimiento de su trabajo y algo extrañado de escucharlo decir doctor, en lugar de tordo.

-¡Se va a salvar! Si usted lo atiende, se va a salvar doctor.

-Me halaga la fe que tiene en mí sargento.

-Solo usted podía hacerlo -murmuró acercándose a Franco para que no oyera el director del hospital que en ese momento pasaba muy cerca de ellos, el pasillo era estrecho y tres personas cubrían su ancho-. No olvidaré lo que ha hecho hoy por mí hijo, doctor.

-¿No más «tordo»?

-A partir de hoy, para mí usted se ha ganado el título doctor.

-¡Pues, que bien! Nos vemos mañana sargento.

-Claro doctor.

Sentimientos encontrados abordaban a Franco mientras se vestía para regresar a casa, su éxito profesional chocaba con su ética. Salvaba a personas que no quería salvar. Pensaba en el Juramento Hipocrático, que para él sonaba igual a «Has el bien sin mirar a quien», y es lo que él hacía. Salvar vidas, sólo salvar vidas.