Capítulo 16

Los gritos cesaron con los violentos golpes de las cachiporras de los guardias contra las puertas que se abollaban allí donde el garrote impactaba y, con las amenazas de entrar a las celdas y golpear a los que gritaban de igual manera, el silencio no se hizo esperar. Los detenidos de las celdas no recibieron la represalia que temían.

Pocas horas después sacaron a Franco de la celda, creyó que comenzaría una nueva ronda de torturas pero lo hicieron bajar unas escaleras y lo sentaron en un banco de madera muy frío. En la habitación, el aire era más limpio, no sentía el olor putrefacto de las celdas y en poco tiempo comenzó a sentir pasos, voces y personas que eran sentadas a su lado. Presumió que otros detenidos eran guiados como él hasta ese lugar a esperar vaya saber qué nueva tortura colectiva. Los guardias permanecían en silencio, no se molestaban siquiera en maldecir o insultar mientras los llevaban hasta el banco de madera.

-Llegó el camión- informó uno de los guardias-. Sáquenlos rápido, pronto va a amanecer -ordenó la misma voz.

Con el mismo extraño silencio con el que fueron sacados de las celdas, los llevaron hasta el camión, uno de los hombres ayudaba colocándoles el pie en un estribo y otro los alzaban hasta el piso de lo que Franco suponía un camión, que ya tenía el motor en marcha.  Él no sabía si fue el primero en subir, lo que sí pudo contar fue a las seis personas que subieron tras él.

-Listo -gritó una voz desde abajo y el camión inició su marcha.

Nadie hablaba durante los primeros minutos de viaje. Los detenidos, al igual que Franco, estaban pendientes de las palabras de los guardias y ellos miraban con detenimiento a cada uno de los detenidos, todos estaban con los ojos vendados y con las manos atadas a la espalda, apestaban a muerte y estaban llenos de piojos y picados por las pulgas.

-Primero, daremos un paseo por la comisaría de Banfield -ordenó al chofer del camión una voz conocida para Franco.

-Llegaremos demorados, jefe -contestó alguien que quería mantener el tono confidencial, pero no lo logró

-No importa, pasaremos por Banfield ¡Carajo! - vociferó enojado por la objeción.

No hubo más objeciones de los guardias hacia su jefe. El tiempo de viaje no fue corto pero tampoco demoró demasiado, los mismos guardias que viajaron con ellos en la parte trasera del camión ayudaron a bajar a cada uno de los detenidos, sin golpes de por medio.

-Llévenlos a las duchas, no podemos llevarlos así al pozo. Hoy está el coronel -dijo el jefe y ordenó a uno de sus alternos-, busca dos o tres toallas viejas.

Trasladaron al grupo hasta las duchas y allí de a dos, los desataban y les permitían darse una ducha de agua fría.

-No desperdicien el momento, no sabemos cuando les permitirán bañarse nuevamente, el agua está fría pero es mejor aguantar un poco de frío que oler como muerto en descomposición -dijo uno de los guardias a la mujer que lloraba dentro del cuarto de baño.

Franco reconoció el llanto de Paula, seguía siendo su compañera de viajes. Sintió y escuchó como uno a uno fueron tomando su turno en la ducha de la comisaría y al salir los dejaban cambiarse con tranquilidad y, después, los guiaban a otra dependencia de la seccional de policía.

-Esto va doler -dijo alguien que tiró la cinta adhesiva con toda su fuerza para soltarla de los cabellos y desprenderla de su piel.

Franco tuvo esa cinta pegada a la piel por más de cinco días y sentía la irritación de sus párpados. La transpiración inevitable por el plástico de la cinta y la crisis de llanto que le había atacado hicieron que la bola húmeda de algodón se convirtiera en un papel de lija debajo. No gritó, pero le hubiera gustado mucho hacerlo para expeler con el grito un poco del dolor que sintió después del tirón. No podía abrir los ojos.

-Mójeselos, tiene que ablandar la costra para poder abrirlos - dijo Migues, una vez que estuvieron a solas en el pequeño espacio donde se ducharía-. Está peor de lo que imaginé, muchacho.

-Solo un poco achacado -bromeó Franco, sobre su lastimoso estado.

-Le dije que tenía que marcharse doctor, no sobrevivirá al pozo.

-¿Qué puede hacer usted por eso?

-Lamentablemente nada. El coronel está esperando en el pozo.

-¡Qué bien! Vamos a una cita con un coronel.

-No le veo la gracia, no se le ocurra bromear con Camps.

-El agua está helada -barbotó castañeando los dientes.

-Dos mujeres se han bañado y no emitieron quejas.

-Ellas son siempre más fuertes que nosotros -alabó Franco, fregándose el cuerpo vigorosamente con el agua helada - ¿Migues a qué pozo nos trasladan?

-A Banfield.

-¿Con Minicucci?

-Finja no reconocerlo, seguramente, él hará lo mismo si está en el pozo cuando lleguemos.

-¿Y al Rana y a los otros?

-Ni siquiera los mire a la cara.

-No creo poder mirar a la cara o a ninguna otra parte del cuerpo a nadie. Apenas lo reconozco Migues -dijo Franco haciendo fuerza para abrir los ojos y fijar la vista en el sargento.

-Doctor, no le voy a mentir... nadie acusado de traición sale con vida del pozo.

-Yo lo haré, porque no he traicionado a nadie.

-Haré lo que pueda para saber de usted.

-Me alivia saber que hay alguien pendiente de mi suerte.

-Debemos irnos doctor.

Franco volvía a sentirse un ser humano, vestía la misma ropa mugrienta pero su cuerpo estaba limpio, hasta se sentía más fuerte después de la ducha y el pan con la taza de mate cocido caliente que les dieron en la comisaría. Pudo ver algo borroso a sus compañeros, eran siete, dos mujeres y cinco hombres. Paula Senkel, era uno de ellos y después reconoció la voz de tres de los muchachos que estaban con él en el simulacro de fusilamiento. Antes de subirlos al camión volvieron a atarle las manos, pero le sacaron la cinta que rodeaba su cuello y le vendaron los ojos con pedazos de trapos secos.

Al llegar al pozo de Banfield el trato no fue el mismo, sin cuidado los bajaron del camión y a empujones los hicieron subir las escaleras que Franco ya conocía y los metieron a las celdas. Nadie lo reconoció, al menos nadie dijo hacerlo y para Franco fue un alivio. Se quedó parado en un rincón de la celda esperando oír los pasos de los guardias alejarse. Antes de retirarse los guardias ordenaron mantenerse alerta, en cualquier momento regresarían para llevarlo ante el coronel.

-¿Doctor? - preguntó una voz temerosa.

Franco se volteó lentamente, para cerciorarse que sus oídos no lo habían traicionado.No dijo nada.

-¿Doctor? - volvió a pregunta la voz con menos temblor.

-¿Emilia? - indagó Franco, corroborando la voz.

-Soy Emilia Serrano ¿Qué hace aquí doctor? -preguntó más sorprendida que temerosa.

-Dije que volvería ¿Recuerdas?

Emilia no respondió nada, se levantó del rincón en el suelo y se acercó al médico que le había atendido semanas atrás.

-Puedo sacarle la venda de los ojos si quiere, no tengo las manos atadas.

-Vendrán a buscarme en poco tiempo, tengo una cita con un coronel.

-Yo puedo decirle cuando el guardia pone un pie en el primer escalón de la planta baja para venir aquí. No se preocupe, podré atarle las manos y vendarle los ojos apenas los oiga.

-Tienes el oído muy agudo -elogió Franco, dejando que Emilia corriera la venda de los ojos hacia abajo.

-No solía tenerlo, pero aquí aprendes a oler y a oír a esos desgraciados a kilómetros de distancia.

Forzando los párpados que comenzaban a pegarse a la venda que le corrió Emilia, abrió los ojos con gesto de dolor.

-El que hoy necesita atención es usted, doctor.

-Estoy bien.

-No le creo, su cuerpo no dice lo mismo.

-Estaré bien -rectificó Franco.

-¿Hace cuánto no come?

-Esta mañana nos dieron un pan, una taza de mate cocido y nos permitieron bañarnos con agua helada.

-¿Y antes?

-No probé bocado en seis días y agua solo un vaso al día ¿Y tú?

-Aquí comemos cada dos o tres días una comida acuosa, salada, con dos o tres trozos de papas sumergidas entre una docena de fideo pequeños y nos bañamos una vez a la semana. Hoy está el coronel por eso nos hicieron limpiar los calabozos, tirar desinfectante y bañarnos.

-¿Cómo va tu embarazo?

-Bien. Eso dice Bergés.

Emilia estaba extremadamente delgada, los brazos eran dos huesos con piel encima y la cara mostraba la fisonomía del hueso del pómulo sobresalir debajo de la piel. La cara juntaba la mancha oscura surgida por el embarazo con las oscuras ojeras producto del mal descanso y los nervios. Solo sus ojos seguían brillando de la misma forma reluciente que él conoció. Al parecer, nadie podría arrancarle ese brillo especial.

-Estás muy delgada - dijo Franco, al terminar de evaluar el estado físico de Emilia.

-Lo sé y tengo miedo por el bebé, se mueve muy poco.

Emilia iba a continuar hablando pero se detuvo esporádicamente y se quedó mirando a Franco por varios segundos.

-Lo veo aquí y no entiendo nada -arguyó Emilia, observando el estado deplorable en el que se hallaba Franco, no se lo dijo, pero se asustó de la delgadez que presentaba.

Franco caminó hasta la pared opuesta a la puerta y se sentó en el piso apoyando la espalda en la pared para descansar, estiró los brazos hacia Emilia para ayudarle a sentar y ella aceptó. Cuando estuvo ubicada a su lado se abrazó el vientre prominente y sonrió.

-Emilia, quizás tengamos poco tiempo y luego de hablar con Camps no volvamos a estar juntos -comenzó diciendo Franco, recobrando algo de fuerza en sus palabras y con los ojos algo más abiertos-. Estoy aquí por Eugenia.

-¡Eugenia! ¿mi hermana? - preguntó sorprendida, pero sin levantar la voz.

La conversación a partir de ese momento se hizo más fluida, pero nunca levantaron la voz más allá de lo que podría considerarse un murmullo fuerte. Ambos a pesar del entusiasmo de reencontrarse no olvidaban donde se encontraban.

-Si, tu hermana. El día que huyó de tu casa se cruzó frente a mi auto y la ayudé a escapar, vivió unos días en mi casa hasta que se repuso de las heridas.

-¿Qué heridas? ¿Qué le hicieron? -interrumpió desesperada.

-Nadie la golpeó más que lo que tú presenciaste, pero tu hermanita saltó sobre mi auto cuando estaba en movimiento.

Emilia abrió grande los ojos ante la novedad y se quedó pensando, sin oír lo que Franco seguía narrándole.

-¿Fue grave?

-No, solo un golpe fuerte en la cadera.

-Emilia ¿Conoces a Antonio Suarez Tai? -volvió a preguntar Franco, que no recibió contestación de Emilia la primera vez.

-Si, es un idiota amigo de mi hermana.

-Eugenia se fue con él para pedir su ayuda, Antonio Suarez Tai no es el idiota que tú crees, y que él hizo creer a todos. Tú hermana tiene que haberle contado que la ayudé a escapar y vivió unos días en mi casa. Él fue a buscarme al hospital en el que trabajo -después de pronunciar la palabra, corrigió el tiempo-, trabajaba, y a exigir que me alejara de su prometida. Estoy seguro que ordenó mi detención por eso estoy aquí. Amenazó con una sumario administrativo por ayudar a escapar a Eugenia, que consideraba prófuga de la ley. Eso  fue sólo un ardid, lo que realmente estaba anunciando era que acabaría en este sitio.

-La lucidez mental es algo que se pierde gradualmente con el encierro, el miedo, la desidia y se agudiza por la falta de alimentos -dijo Emilia-. Deme un minuto para pensar en lo que ha dicho.

Emilia cerró los ojos, estaba procesando la información que rápidamente soltó Franco, de la mejor manera que podía, considerando su estado.

-Mi hermana no sería capaz de delatar al hombre que prácticamente le salvó la vida -contestó después de breves segundos-. Y no estaban comprometidos.

-No debió haberlo hecho adrede, pero cuando narraba los hechos a Antonio, quizás mi nombre se coló en sus palabras -supuso Franco, no hizo ningún comentario sobre la falta de compromiso de la pareja.

-Eugenia es muy inteligente, excepto para elegir hombres -aclaró mascullando las últimas palabras-. No tendría una equivocación como esa ni de casualidad.

-Lo cierto es que al otro día de dejar a Eugenia con Antonio, el doctor Suarez Tai del hospital Naval, se presentó en el trabajo para exigirme que dejara de ayudar a Eugenia.

-¿Doctor?

-Ya te he dicho que no es lo dice ser. Al parecer tiene mucho más poder de lo que podemos imaginar. Mantiene a tu hermana a su lado con el pretexto de estar tramitando la liberación de tu padre y la tuya.

-Ese desgraciado nos odia. Sobre todo, odiaba a mi madre, no moverá un dedo por nosotros. Si la liberación de mi padre y la mía depende de él, ya podemos considerarnos muertos -dijo Emilia con bronca- Y eso de no ser lo que parece, lo descubrió mi madre cuando todavía eran amigos, yo lo pude ver cuando ella me lo dijo pero Eugenia no. Creí que lo hizo esas últimas semanas que la relación había terminado.

-Parece que Eugenia no lo sabe, está con él -advirtió Franco dejando filtrar en sus palabras la desilusión que ese hecho le causaba y Emilia lo captó.

-¿Te has enamorado de mi hermana?- preguntó abandonando el trato formal.

-No lo sé. Quiero ayudarle, también a ti y a tu padre.

-¿Ella lo sabe? - continuó Emilia, indagando sobre los sentimientos de Franco.

-No.

-Entonces no puedes morir, tienes que confesarle a mi hermana que éstas enamorado de ella.

-Lo tendré en cuenta si la muerte anda cerca.

-Qué suerte tiene Eugenia.

-Está con Suarez Tai.

-No tanta suerte. Después de todo, parece que mi padre tenía razón al afirmar que el padre de Antonio no hubiera permitido de ninguna manera que alguno de sus tres hijos varones se saliera de las filas castrenses. Eugenia discutía con él, decía que Antonio era diferente al resto de su familia.

-Estuve en la comisaría quinta de La Plata, en Arana, y no supe nada de tu padre - dijo Franco hablando de otro tema.

-Mi padre está aquí. Hoy tiene que ver al coronel.

Franco se quedó mudo de asombro. La familia de Eugenia estaba con él en aquel lugar. Todavía estaban vivos. Todavía había esperanza.

-¿Cómo está tu padre? ¿Has podido verlo o hablar con él?

-Todo lo bien que se puede estar aquí dentro. Su ánimo cambió cuando me encontró en este lugar y le conté lo de Eugenia. Mientras no estuvo aquí, creía que las dos fuimos secuestradas.

-¿En qué celda está?

-La tercera de enfrente viniendo de la escalera.

-¿Y aquí estamos...?

-La quinta, siempre contando de la escalera.

-Emilia sobre tu marido…

-No quiero oír sobre mi marido -cortó Emilia y Franco se quedó sorprendido.

Se oyeron pasos en las escaleras y Emilia le colocó la venda en los ojos y ató las manos a la espalda de Franco que se puso de pie y fue a pararse en el mismo rincón que en un principio, ella se quedó sentada en el rincón y esperaron en silencio a que los guardias arribaran al piso de los calabozos en búsqueda de los detenidos que debían ver a Camps. Se escuchó el chirriar de dos puertas que se abrían y los característicos insultos de los guardias hacia los presos. Algunos gritos y algunas quejas se oyeron antes que los pasos se alejaran nuevamente.

-Los hielasangres se llevaron a mi viejo -informó Emilia a Franco, levantándose para sacarle la venda de los ojos, con más cuidado que la vez anterior, conociendo lo lastimado que los tenía. Franco no quiso que sacara las ataduras de sus manos y no volvieron a sentarse, se quedaron parados apoyados en la pared.

-Estás segura que era él.

-Sí, no tengo dudas.

-¿A ti te ha visto Camps?

-No, solo intereso a Bergés hasta que nazca mi hijo - dijo Emilia llena de tristeza.

-¿Emilia te han lastimado?

-¿Con la picana? ¿Si me violaron? ¿Si amenazan con matar a mi hijo de un golpe? ¿Si amenazan con matarme? Si eso quieres saber con una pregunta tan general, la respuesta es sí.

-¿Bergés no te protege?

-El desgraciado viene una o dos veces a la semana o cuando hay algún parto. Sus vigilantes de confianza no lo son tanto. Lo bueno es que no dejan marcas. No pueden golpearme tan duro.

-Lo siento tanto.

-No tiene caso, lo que me mantiene con vida en este lugar es mi hijo y la esperanza de saber que Eugenia está afuera y puede cuidarlo cuando ya no esté.

-No hables así Emilia, tú tampoco puedes morir, tienes que cuidar a tu hijo.

-No quiero salir de este lugar ¿Cómo voy a hacer para seguir con una vida normal? ¿Cómo volver a confiar en un hombre? ¡No puedo ser la mujer de nadie!

-Puedes ser madre, una buena madre -reprendió Franco a las palabras de Emilia, y no se atrevió a hablar de lo ocurrido cuando intentó ponerse en contacto con su esposo.

-No dejarán que salga con vida de este lugar -susurró y fue a sentarse en el rincón.

La energía renovada de Emilia en los primeros minutos del encuentro con Franco se agotaba rápidamente y volvía a su estado taciturno y desmoralizado. En silencio, bastaron pocos segundos para actualizar la situación con la nueva información que aportó Franco y la conclusión era desalentadora: todo estaba peor. Su hermana estaba con el farsante de Antonio, y el médico que ayudaba a Eugenia estaba en su misma celda en ese momento.

-Si saldrás y te irás con tu hijo muy lejos de este país hasta que la pesadilla termine. Algún día tiene que terminar - alentó Franco al ver el cambio en el ceño.

-Nunca acabará para mí. Lo llevo en la piel -replicó con los ojos brillantes por las lágrimas que comenzaban a mojar su mejilla.

-Todos tenemos que vivir con cicatrices.

-Las heridas que te abren en este lugar no cicatrizarán nunca -objetó con tristeza.

Franco se arrodilló y apoyó la cabeza sobre la de ella. Los guardias volvieron mucho antes de lo que pensaban. Emilia le acomodó la venda sobre los ojos y Franco se paró de espaldas a ella. La puerta de la celda se abrió y un guardia lo tomó del codo para sacarlo hacia el pasillo. Él escuchaba otras voces que seguían detrás de él en las escaleras que debían descender para llegar hasta el coronel.

Algo llamó la atención a Franco, escuchó a las personas bajar al interrogatorio con el coronel, pero no escuchó el regreso de ninguno de los presos. Incluyéndose, en total eran cinco las personas que llevaban a ese encuentro.

No le sacaron las vendas mientras el general los interrogaba, tampoco los torturaron. Los sentaron en cómodos sillones en alguna oficina de la planta baja y allí en un ambiente cálido gracias a algún artefacto de calefacción, el coronel en un tono amable y distendido comenzó la inspección y el interrogatorio a los tres detenidos que bajaron juntos.

Las preguntas eran básicamente las mismas para los tres, debían decir el nombre, la edad, el domicilio, la nacionalidad, la religión y luego preguntaban qué hicieron para estar en ese lugar.

El coronel escuchaba atentamente a cada uno de los detenidos y Franco podía oír ruidos de papeles manipulados por él. Imaginaba que mientras los interrogaba leía los legajos pertenecientes a cada uno y las declaraciones, bajo tortura, que tomaron en los centros de detención por los que pasaron.

El interrogatorio se extendió por una hora y media hora, el coronel los dejó a solas o al menos en silencio. Ninguno se atrevió a romper ese silencio, no sabían si estaban solos, hasta que fue roto por el propio coronel que gritó a uno de los guardias desde la puerta de la oficina.

-Traeme al resto ¿Cuántos quedan?

-Cinco -se escuchó la voz que respondía en la lejanía.

-Traelos todos juntos, ya estoy cansado de esto. Juntá a los que quedan, esta noche llega el grupo nuevo.

-Hijo, vos al pasas al PEN7 -dijo Camps, tocando el hombro de uno de los detenidos más jóvenes, Juan Manuel Fuentes, el joven que estuvo en la misma celda que el paciente herido de bala marido de la mujer parturienta que Franco atendió la única vez que lo hicieron trabajar en ese lugar.

A Franco le hubiera gustado preguntarle a Juan Manuel qué fue de Gastón, de su esposa e hijo, pero no podía.

-Los demás serán trasladados -dispuso el coronel, e hizo una pausa y luego ordenó-. Doctor comience con los preparativos para la gente que se trasladará.

Los detenidos agradecieron, mentalmente, el hecho de no hablar entre ellos cuando el coronel abandonó la oficina, un médico quedó en quietud y silencio, observándolos.

Todos tuvieron un nuevo destino después de que el coronel Camps los interrogara, algunos pasarían al PEN y otros, como el doctor Franco Hernández, serían trasladados. El muchacho Juan Manuel fue el primero que retiraron de la oficina en la que estaban y luego dos guardias vinieron por Franco y el otro detenido llamado Daniel Hertz, los sacaron de la oficina y después de atravesar el patio interno de la planta baja, los metieron en otro cuarto y los dejaron, siempre con las manos atadas en las espaldas y los ojos vendados, los pasos de los guardias se alejaron rápidamente y comenzó un murmullo insistente que cada vez dejaba escuchar con más claridad la conversación que mantenían los detenidos designados para el traslado que ya estaban en ese lugar sentados en los largos bancos de madera colocados contra la pared, allí podían apoyar sus débiles y castigadas espaldas para descansar sin guardias que los vigilaran. A pesar de tener la visión vedada, todos sabían que estaban solos en ese lugar.

Los traslados anteriores que vivió Franco fueron muy diferentes, el hecho que el coronel ordenara a un médico preparar a los detenidos para el traslado, a Franco, le daba mala espina. Encontrarse en una habitación en la que los guardias permitían el diálogo solo acrecentaba su sospecha.

-¿Quién ha venido? -preguntó una voz.

-Soy Franco Hernández.

-Soy Daniel Hertz.

-Acá estamos Mariano Maidana, Alberto Serrano, Romina Romero, Mario Ledesma.

-Toty Irigoyen -se nombró a sí mismo al callar la voz anterior.

-Vanesa Molinari y Virginia Acosta, somos uruguayas -sonó la voz dulce de una joven.

-¿Alguien sabe a dónde nos mandan? - preguntó Mariano Maidana.

El silencio que siguió a la pregunta, fue la respuesta negativa que confirmaba que nadie sabía cuál era el próximo destino que les esperaba. Franco tenía una leve sospecha, pero no alarmaría a los otros sin estar seguro, y si se confirmaban sus sospechas, tampoco podría hacer nada para salvarlos o para salvarse.

El padre de Emilia estaba en el mismo grupo que sería trasladado esa tarde, el hombre apenas se sostenía en pie por una lesión severa en la pierna derecha, él no estaba sentado en el banco porque no podía doblar la pierna herida, desde en el suelo preguntó al grupo sobre su hija.

-¿Alguno de ustedes vio a Emilia, la mujer embarazada? ¿Sabe si la llevaron junto al coronel?

-Yo estaba con la mujer - contestó Franco, y luego agregó - Sólo a mí me sacaron de la celda.

-¡Maldito Camps! -farfulló el hombre con bronca- Le hablé de mi hija y dijo que la vería.

-Escuchamos que todavía faltaban cinco interrogatorios para terminar -informó Daniel Hertz, dándole esperanzas al padre de la mujer -Pero no dijeron nombres.

-Pronto sabremos si la trasladarán con nosotros -manifestó la voz dulce y sufrida de Vanesa Molinari.

-Su hija está bajo vigilancia de Bergés viejo, no se haga muchas ilusiones -interpuso Toti Irigoyen.

-Le rogué a Camps que revisara su causa y dijo que la vería -repitió el padre de Emilia muy apesadumbrado.

-No sabemos adónde vamos viejo, quizás sea mejor que se quede aquí - volvió a irrumpir Toti.

-No quiero que la envíen a ningún lado. Quiero que la dejen libre -proclamó el hombre con la voz empañada por el llanto.

Los pasos que se acercaban indicaban que los guardias traían al último grupo que estuvo con Camps. El último de los interrogatorios fue el más corto, desde que Franco y su compañero ingresaron a la habitación, no pasó ni una hora. Dos hombres y una mujer se sumaron a los que ya estaban en el lugar. La conversación entre los detenidos no se reanudó, no volvieron a quedarse solos, los guardias caminaban alrededor de la sala con los habituales insultos y golpes que largaban de pasada con las manos abiertas en las cabezas de los que tenían cerca, vociferando por la tardanza del camión que se los llevaría, la noche se cerraba y había comenzado a llover.

-¡Está en la puerta! -gritó uno de los guardias en el patio.

-¡Vamos maricones! Levántense que ya vino el camión.

-Tú -señaló uno de los guardias, sacándole la venda de los ojos a Franco - Ayudá al viejo - ordenó.

Franco se puso en pie y después que el guardia le sacara la atadura de las manos, ayudó a Alberto Serrano a ponerse de pie y a caminar lentamente hacia la salida, el hombre era de cuerpo grande, superaba el metro ochenta y tenía la cara demacrada y caída, signo evidente de una drástica pérdida de peso, sus cabellos canos en la mayoría de ellos conservaba algunas hebras claras, del mismo tono que el cabello de Eugenia. Pudo ver la cara de todos y las jeringas hipodérmicas que uno de los hombres llenaba con una sustancia blanca sustraída de un frasco grande, presumía que era el nombrado doctor y, por las apariencias físicas: alto, de pelo rubio oscuro, ojos claros, y bigote espeso, también presumía que era Bergés. No se animaba a mirarlo a la cara, desviaba la vista cuando el doctor hacía cualquier gesto, tampoco quería que lo pillara observándolo, no pretendía ser el primero en recibir aquella sospechosa dosis.

-Tú - volvió a decir el guardia, haciendo lo mismo con Daniel Hertz - Ayudá a la mujer.

Daniel Hertz, estaba en las mismas condiciones que Franco, golpeado y débil por la falta de alimentos pero mucho mejor que el resto de sus compañeros, sin dificultad, el joven alto de largo pelo rubio y barba espesa alzó a una de las jóvenes uruguayas que no podía mover las piernas y se ubicó detrás de Franco que se cargaba al padre de Emilia sobre un costado del cuerpo.

-¡Vamos! Que el «pájaro nocturno» está esperando hace una hora y el camión todavía tiene que pasar por la «Capucha»8 y otros sitios -apuró un guardia que salió de una oficina lateral a los que obligaban a los detenidos a apurarse.

-¡No me corras Rana, el camión acaba de llegar! - replicó el que desató a Franco - ¡Andá a apurar al chofer! -lo despachó enojado.

Franco suspiró al ver que el Rana retrocedía, no quería que lo reconociera, por suerte, ese día al parecer trabajaba en otra cosa y se volvió haciendo un gesto obsceno hacia su compañero, tomándose con ambas manos los genitales.

-Vamos ustedes, caminen rápido - apuró enojado el paso lento de las personas empujándolas por la espalda, otros guardias vinieron a dar su empujón correspondiente para acelerar la marcha de los detenidos.

¡Algo tenía que ocurrir, sus días no podían terminar de esa manera! Rogó Franco, gritando en silencio. Las palabras del Rana y los preparativos del médico despejaron todas sus duda acerca del destino que esperaba a todo ese grupo. Los meterían al camión que pudo ver era un viejo colectivo que en el pasado habría sido de línea de pasajeros, los sedarían y luego los meterían en el pájaro para volar hacia la muerte. Oyó de esa práctica, tirar a personas desde un avión al Río de la Plata, era más fácil, más limpio y más económico para las fuerzas. No tenían que lidiar con cadáveres, ni cavar tumbas, no había que hacer papeleo y eran pocos los cuerpos que llegaban a la playa o golpeaban contra las costas del río.