Capítulo 13
Arrodillado frente al sillón, Franco esperaba que los hombres del operativo terminaran de revolver su casa en busca de objetos de valor. El sargento Migues no formaba parte del «equipo de tareas» que irrumpió en su casa. Miró con atención a cada uno de los hombres y ninguno era conocido, nunca los había visto. Tuvo miedo al hacer aquel descubrimiento pero también reconocía que los comandos de operaciones no actuaban sin hacer inteligencia previa, era lógico que no enviaran a su casa a gente con la que tenía un trato casi cotidiano.
Le vendaron los ojos con un pullover de lana que encontraron sobre la cama, le gritaron todo tipo de amenazas y, a empujones con varias armas apuntándole, lo sacaron de su casa y lo metieron a un auto.
Los hombres, en ningún momento hicieron mención al destino que le deparaba, según las palabras de Migues, ese destino era la comisaría de La Plata pero no sabía si confiar en el dato, el hecho de que el sargento no estuviera a cargo del operativo como había anunciado restaba credibilidad a la información que Franco tenía de antemano. Calculó que el viaje duró aproximadamente dos horas, llegados al lugar, lo sentaron y le sacaron la venda de los ojos para usarla en sus manos. En una sala oscura, sin muebles y sin ventanas, lo dejaron solo al menos por tres horas más. Hizo cálculos mentales y si sus percepciones no eran erradas, cuando oyó voces cercanas serían aproximadamente las nueve de la mañana.
-Doctor Franco Hernández, sin segundo nombre -dijo la voz grave del militar que entró a la sala y leyó su nombre de una hoja blanca que traía en sus manos-. Aquí no tengo mayor información que su nombre. Dígame doctor, ¿en qué andaba usted? ¿Con quién se anduvo metiendo para tenerlo sentado en esa silla?
-Sólo haciendo mi trabajo.
-Nadie se sienta en esa silla por nada doctor, no me mienta y podremos llegar a un acuerdo -el hombre que lo interrogaba estaba vestido de civil, pero era inconfundible su porte militar, la postura, los gestos, el corte de pelo y las palabras castrenses que utilizaba y el modo de pronunciarlas, Franco también podría afirmar que se trataba de un alto rango militar.
-¿Qué quiere que le diga?
-Comience hablando de su trabajo y yo iré haciendo las preguntas que crea pertinente.
Franco comenzó a hablar sobre el trabajo que desempeñaba para las Fuerzas Armadas, el militar, que en ningún momento dijo su nombre o rango, escuchaba sin interrumpir. Por diez minutos seguidos habló de sus funciones en el hospital de Banfield.
-Hábleme de los pacientes que atendió últimamente.
-El cabo Ariel Migues fue el…
-No hablo de todos los pacientes doctor, solo los civiles -interrumpió el militar-. Hábleme de los detenidos civiles que atendió últimamente- aclaró
-Nunca nos dicen los nombres de los detenidos que llevan al hospital. Nosotros solo hacemos lo posible por salvarles la vida y si lo logramos se lo llevan después de unas horas.
-¿Y si no lo logran?
-Se lo llevan de todas maneras, pero nunca sabemos sus nombres.
-¿No habla con los detenidos?
-No podemos. Siempre hay algún uniformado apuntando con su arma al detenido y controlando todos nuestros movimientos.
-Entiendo -condescendió con un gesto afirmativo el accionar de los integrantes de la fuerzas y miró fijamente a los ojos azules de Franco-. Doctor, entiéndame usted a mí. Si está en esta situación no ha de ser porque merezca un premio, usted ha hecho algo que puso en peligro de alguna manera el plan de reorganización nacional que lleva a cabo este gobierno, por eso se lo ha detenido. Sea sincero conmigo doctor y dígame: ¿qué ha hecho para merecer estar ahí? -indagó con tranquilidad. El militar tenía una pausada manera de hablar, era muy claro con las palabras y daba la impresión que no era de perder fácilmente la calma.
-En ese papel que tiene en las manos debería decir los motivos de mi detención. Dígame lo que dice y yo daré mi versión de los hechos.
-No funciona así doctor. Mire, si no habla conmigo, lo tendré que enviar con personas que tienen métodos más persuasivos para hacer hablar a la gente. No creo que le agrade que esas personas lo interroguen. Por lo que me ha contado, usted solía atender a detenidos que han pasado por esas duras manos.
-¡No sé por qué estoy aquí! ¡Solo cumplía con mi trabajo! -gritó comenzando a exasperarse.
-No se altere doctor. Volveré en unos minutos.
El militar se mantuvo de pie durante todo el interrogatorio, tampoco tendría donde sentarse si lo hubiese deseado, una sola silla amueblaba la sala y la ocupaba Franco, con lentitud, dejó el lugar tan inmutablemente como había entrado.
Franco se quedó solo por horas intentando descifrar lo que decían las personas que oía transitar afuera de la sala. Su mayor preocupación era saber si efectivamente lo llevaron a la comisaría de la ciudad de La Plata.
Su vejiga estaba por reventar cuando vinieron por él. Entre los cuatro hombres que entraron a la sala, no estaba el militar que lo interrogó horas atrás, ellos no parecían pertenecientes al cuerpo castrense.
-Espero que le guste el campo doctor -dijo uno de ellos y volvieron a atarle los ojos con el pullover que mudaba de lugar según lo requiriera la ocasión.
-Necesito ir al baño -solicitó Franco-. No me puedo mover.
Uno de los hombres lo levantó del codo y lo guió hasta los sanitarios, antes de cerrar la puerta del cuarto individual le sacó la venda de los ojos. Fue todo lo que Franco necesitó para saber dónde estaba. La puerta del baño estaba llena de inscripciones de otros detenidos, la piel se le erizó cuando recordó otro lugar en el que vio la misma manera que encontraron los detenidos para dejar un mensaje. El nombre, el lugar, la fecha que ingresaron y posiblemente la fecha en la que abandonaron su paso transitorio por la comisaría quinta y por el pozo de Banfield, quedaban impresas en las puertas de chapa. Seguramente, en cada centro de detención hallaría notas similares.
El campo. Sabía qué era y dónde quedaba el lugar al que lo llevaban. Allí asesinaron a la madre de Eugenia y esperaba encontrar información sobre su padre. Pese a las ocho horas que estuvo en la comisaría quinta, su paso por ese lugar fue mucho más breve y más saludable de lo que pensaba. Una sola persona lo había interrogado y no ejerció ningún tipo de violencia, hasta parecía amable, si omitía el hecho que amenazó con enviarlo juntos a personas más «persuasivas» y, efectivamente, en ese momento era trasladado.
El viaje fue considerablemente más corto que el primero y el recibimiento considerablemente más violento. Al bajar del auto, junto con otros detenidos, Franco recibió un golpe de puño en el centro del estómago que lo dejó arrodillado sobre un piso al parecer de cemento, era muy duro y raspó sus rodillas al caer. Los otros que viajaban con él también recibieron su parte, oía los ruidos sordos propios del sonido que la gente emite ante un golpe recibido en el estómago. Las amenazas y gritos pasaron a ser la atracción principal, agregando empujones y golpes en la cabeza los llevaron al interior de una edificación, Franco notó el cambio de luz que se filtraba por el vendaje en sus ojos y el eco que tenían las palabras encerrada entre paredes. El lugar era grande, no pararon de caminar por varios minutos, entrando y saliendo de lugares cerrados a espacios abiertos. Los golpes no cesaron en ningún tramo del recorrido. Después de mucho caminar lo dejaron parado dentro de un lugar oscuro con las manos sin atar y le ordenaron que no se sacara la venda de los ojos, lo mismo que a las otras personas que iban con él.
Franco no tenía miedo, fue decisión propia vivir esa experiencia y conocer el lugar en el que se encontraba suprimía la angustia de la incertidumbre que vivían los otros, sabía qué pasaría y no renegaba por ello, sin embargo, los otros detenidos gritaban y pedían por favor que no los lastimaran, entre ellos una mujer, podía escuchar el llanto apagado, ella no dijo una sola palabra en todo el viaje. Suprimido el sentido de la vista, sus otros sentidos trabajaban a pleno, con ellos estudió la situación de las personas que estaban a su lado y llegó a la conclusión que si no hubiese sido alertado por el sargento Migues, seguramente, estaría tan aterrado como los otros pero al conocer el destino, la cabeza y el cuerpo se preparaban de una manera distinta.
A Franco le sangraba la nariz, uno de los manotazos recibido de quién lo escoltaba tomándolo por la nuca, dio de lleno en su nariz y desde ese momento no paró de sangrar, no estaba rota pero le dolía muchísimo. El olor nauseabundo del lugar penetró en su nariz ensangrentada, varios segundos después de permanecer de pie e inmóvil en el lugar que los dejaron, reconoció el mismo olor putrefacto y purulento que olió cuando paso por el pozo de Banfield. Tenía que estar en la estancia de Arana, antes que le golpearan en la nariz, pudo percibir un aire fuerte, frío y con aroma a campo: heno, pasto y ganado, al momento que Franco intensificaba la inspiración para estar más seguro, llegó el golpe y su reconocimiento odorífero concluyó.
Se oyeron las bisagras chirriantes de una puerta grande y pesada que se cerraba, y percibió nuevamente oscuridad. Seguía con las manos sin atar pero no se animaba a sacarse todavía el pullover que le cubría los ojos. El llanto apagado de la mujer que estaba muy cerca de él, continuaba, parecía joven. Lentamente fue acercándose más a ella, el sonido provenía de su derecha, arrastrando apenas los pies por el suelo se movía hacia la muchacha.
-¿Quién ésta ahí? - preguntó una voz queda, y Franco saltó del susto, ya casi se pegaba a la mujer y su primera impresión era que le gritaban a él-. Soy Estéfano Garay -informó la voz-. Hace cinco días que estoy en este lugar, soy de Adrogué.
Franco calculaba que pasó un poco más de diez minutos desde que se escuchó la puerta cerrarse, y Estéfano comenzó a hablar.
-Soy Andrés Parra -dijo otra voz, en la misma sintonía que Estéfano - Soy de Berisso
-Yo soy Samanta Abramovich de Capital ¿Alguien sabe algo de Olga Abramovich? Es mi madre.
-Mi nombre es Paula Senkel -dijo la voz pegada a Franco - ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? -preguntó a todos.
Las presentaciones y los datos que todos exponían se sucedían una tras otra, Franco se sacó la venda de los ojos y con ella se limpio la sangre de la cara e intentó detener la hemorragia nasal que no cesaba. Cuando la vista se acostumbró a la penumbra del lugar, vio a los detenidos sentados en el suelo, estaban en una especie de galpón, en el suelo podía verse paja húmeda y sucia. Eran varias las personas que se encontraban es ese lugar, había paneles que dejaban rincones ocultos, Franco estimaba que tras ellos podía haber más gente. Todos tenían los ojos y las manos atadas en la espalda, pocos eran los que pudieron bajarse la venda de los ojos. Miró a los cuatro compañeros de viaje que permanecían parados como él y ellos también tenían los ojos y las manos atadas. No había guardias vigilándolos, Franco los ayudó a sentarse en un lugar más o menos seco y los hizo apoyar espalda con espalda, no se atrevió a sacarle la venda de los ojos, temía no estar cerca cuando ingresaran los guardias y a quien ayudaba, tal vez, solo traería un castigo extra.
-Oye tú -llamó a Franco uno de los que podía ver, tenía las manos atadas en la espalda y se estaba volcado hacia un costado de su cuerpo- ¿Cómo te llamas?
-Franco Hernandez, de Banfield.
-Creí que eras otra persona -dijo desilusionado el que se presentó como Darío Avelino
-¿Por qué no tienes las manos atadas? -preguntó.
-No lo sé, no me las ataron. Sólo me vendaron los ojos.
-Te dieron duro en la nariz -aseveró Darío, veía cómo Franco se presionaba el género del pullover contra la cara.
-Si.
-Igual no fue tanto como a mí -comentó el hombre y expuso una de sus piernas- Llegué así a este lugar- agregó.
Franco se acercó a Darío, podía apreciar el muslo negro a pesar de la penumbra. Mirando la pierna podía entender porqué estaba es esa posición tan incómoda. La pierna izquierda de Darío Avelino tenía el hueso roto, una punta del fémur levantaba la piel como si se tratara de una tela y seguramente con el movimiento lastimaría todos los ligamentos internos. La lesión debía ser harto dolorosa, pero Darío sonreía de la cara de espanto de Franco, que parecía sufrir más dolor que él.
-Puedo intentar poner el hueso en posición para que no siga lastimando la pierna por dentro.
-¿Puedes hacer eso?
-Soy médico -confesó Franco y todos prestaron atención a esas palabras.
-No puedo moverme -dijo Darío, mostrando los pantalones manchados de sus propios desechos.
-Si coloco el hueso en posición y logramos vendar con firmeza la pierna podrás moverte lentamente.
-Solo tengo que llegar hasta allí -señaló Darío, mostrando unos tachos de lata pintados de blanco en un rincón del galpón.
-Será doloroso, te soltaré las manos para que puedas ayudar.
Franco no perdió más tiempo en palabras, sabía que la pierna sin un vendaje firme no se recuperaría pero al menos podía ayudarle a sufrir menos dolor. Con firmeza se alzó sobre el muslo negro e hinchado y aplicando toda su fuerza, calzó las dos partes del hueso roto en una línea recta, la piel estirada cedió y un suspiro de alivio se oyó de los labios de Darío que soportó el dolor que implicaba acomodar un hueso roto e inflamado sin emitir un solo gemido. Con los movimientos del cuerpo del joven se desprendió un olor que apestaba todo el lugar y con una sonrisa, él pedía perdón a todos y prometía no volver a hacerlo. Franco le vendó la pierna con el pullover que tenía el las manos pero no era suficiente.
-Rompa el pantalón doctor -sugirió una de las mujeres que estaba mirando el accionar de Franco y vio su expresión de descontento con el vendaje insuficiente.
-Puede romperlo, no creo congelarme con la fiebre que me da - afirmó Darío.
Franco rompió el pantalón desde el mismo muslo, y sin pensar en lo que humedecía el pedazo de tela de Jeans terminó de vendar el muslo.
-Mantenla recta - indicó dejando la pierna en posición-. ¿Cómo te hicieron eso?
-Intenté escapar -dijo Darío y no agregó nada más.
-¿Hace cuánto tiempo que estás aquí?
-Un mes, no me mueven porque nadie quiere levantarme, creo que están esperado que gangrene la pierna y muera.
-Busco a Serrano ¿estuvo aquí? -preguntó susurrando, no quería que los demás escucharan.
-¿El viejo Serrano? ¿al que le mataron a la mujer?
-¿Lo conociste?
-Si, se lo llevaron hace tres días.
-¿Estaba vivo?
-Todavía, pero no sé adónde se lo llevaron.
-Está bien Darío, descansa.
-Gracias doctor.
No fue la única herida que atendió Franco ese primer día en el galpón, más detenidos pidieron su ayuda y él accedió a contemplar y a tratar de aliviar el dolor de aquellos que lo llamaban. La colaboración de todos los detenidos era conmovedora, todos prestaban oídos a los pasos de los guardias y daban el aviso de detenerse y volver a colocarse las vendas cuando se los oía cerca, ese día ninguno de los hielasangres entró al galpón.
La actividad de los guardias dentro del galpón comenzó mucho después del anochecer, a la primera que se llevaron fue a la muchacha que llegó con él, Paula Senkel, minutos después se llevaron a otro de los jóvenes con los cuales ingresó y la tercera vez que los guardias entraron al galpón lo levantaron en vilo y a empujones lo hicieron salir del lugar. Franco se había sacado un chaleco de lanilla para vendarse los ojos, después que atendiera a Daniel, en ningún momento, los guardias se dieron cuenta del cambio de vendaje. Entre insultos y gritos los tipos que lo arreaban como al ganado, decían que estaba por conocer la máquina de la verdad.
-Con ese artefacto nadie puede mentir -gritaban los dos o tres guardias que lo empujaban y reían-, ni siquiera usted tordo -dijo uno de ellos y Franco comprendió que todos sabían que era médico.
En la nueva estancia que lo introdujeron la música de tango sonaba fuerte. Era una radio, el locutor presentó el siguiente tango al concluir el que sonaba cuando Franco ingresó. Lo sentaron en una silla y un hombre de aliento más fétido que el de Darío se acercó a él diciendo que era capellán del ejército y que escucharía sus pecados.
-Arrepiéntete de tus faltas y Dios las perdonará. Dime que has hecho y con quien para que nosotros te perdonemos.
-No hice nada - dijo Franco, entrando en pánico, aunque se esforzaba para no sentirlo.
El capellán se alejó y entre dos hombres lo desnudaron y acostaron en un catre duro, se sentía como un potro de madera, le ataron las manos con alambres y los pies separados se los ataron con trapos. Franco podía oír los gritos de la joven que estaba siendo torturada y se escuchaba sobre la música que sonaba en la radio.
-Diga qué hizo tordo, es mejor que comience a cantar -advirtió uno de los hombres.
-¡No he hecho nada, no conozco a nadie! -gritó Franco.
-Diga con quien anda tordo, díganos los nombres de los que ha liberado.
Franco quedó aturdido por lo que acababa de decir su torturador y por el dolor que sintió después de oler a carne quemada. Un terrible dolor en el pecho le atravesó el cuerpo y antes de que pudiera terminar de impactarse con ese dolor, volvió a sentir el pinchazo de la picana sobre el otro pezón.
-Hable tordo, ¿dígame a cuántos detenidos ha liberado?
-No he liberado a nadie -gritó, atravesado por el dolor y tenso por saber que la tortura recién empezaba.
Lo picanearon en los genitales, en la cara muy cerca de los ojos y en otras partes sensibles del cuerpo, la pregunta siempre era la misma. El torturador quería los nombres de los detenidos que ayudó a escapar desde su posición privilegiada, reprochaba la falta de fidelidad hacia el sistema y reclamaba el hacerlo trabajar de más, según sus palabras, se suponía que solo a los enemigos debía torturar. Después de aplicarle la tortura con descargas eléctricas, lo soltaron de su amarre al potro y le sumergieron la cabeza en un balde con agua. Repitieron la metodología varias veces, mientras tenía la cabeza sumergida, el cuerpo contraído y las manos cerradas, gritaban que si tenía algo para confesar abriera las manos. Franco abría las manos cuando ya no aguantaba más la respiración y los tipos le sacaban la cabeza del balde, al no decir nada y solo tomar aire, volvían a sumergirlo. Al terminar la sesión, Franco apenas se sostenía en pie y lo obligaron a permanecer parado en un rincón de la sala por varias horas, cada vez que estaba decayendo lo pateaban o le golpeaban la cabeza para que se parase derecho.
Lo sacaron de la sala en la que lo torturaron por varias horas y lo metieron en un calabozo pequeño, no lo llevaron al galpón. Nunca le sacaron la venda de los ojos, a pesar del cansancio, todavía estaba en condiciones de reconocer que no caminó la misma distancia recorrida desde el galpón hacia la tortura, hizo solo unos pocos pasos antes que lo empujaran a un recinto en el que chocó rápidamente contra la pared opuesta a la puerta. Estaba descalzo, sus zapatos quedaron en la sala y podía sentir el agua helada mojarle las plantas de los pies. Uno de los guardias le arrojó algo de ropa sobre la espalda y lo dejaron solo.
Franco seguía con las manos sin atar, era una deferencia que no entendía pero que no estaba en condiciones de objetar. Se bajó la venda de los ojos, se vistió con el pantalón y la remera mangas cortas que le arrojaron, que por suerte era la suya, y se sentó en el suelo mojado. Su cuerpo estaba exhausto, calculaba que hacía más de veintiséis horas que no dormía ni probaba bocado. Examinó muy someramente las quemaduras que le produjo la picana en la piel y determinó que eran superficiales.
En el nuevo calabozo, escuchaba los gritos de las personas que eran torturadas, estaba muy cerca y no podía parar de estremecerse con los gritos desesperados de las mujeres que gritaban «¡Nooo!» por sobre todas las cosas. Mucho tiempo después de acurrucarse en un rincón se quedó dormido.
Franco despertó al recibir un baldazo de agua fría, tenía el cuerpo duro no podía moverse, le dolía hasta el respirar. Dos hombres lo levantaron tomándole un brazo cada uno y lo arrastraron a la sala en la que estuvo la madrugada anterior. Nuevamente lo desnudaron y lo acostaron en el potro de tortura, atándole las muñecas con alambres y los pies separados con sogas o trapos. Conociendo lo sufrido la madrugada anterior, Franco estaba verdaderamente asustado, ya no le parecía buena idea su acto de altruismo para dar con el padre de Eugenia. La amaba pero a esa altura estimaba que el amor no merecía tanto sacrificio, tendría que haber aceptado el consejo de Migues y largado lo más lejos que hubiese podido.
Los hielasangres, no eran los mismos, hablaron entre ellos en un rincón antes de acercarse a él. En su estado de embotamiento físico y mental, pudo escuchar que uno de ellos estaba enfadado, blasfemaba gritando y arrojando a un lado las cosas que se cruzaban en su camino. Franco reconoció esa voz, pero no pudo ponerle cara. Sabía que lo conocía, la venda en los ojos seguía impidiéndole la visión, pero ninguna de las voces era igual a la de sus primeros torturadores. Intentó despejar su mente de la neblina mental para saber por qué discutían y pudo oír que uno de ellos reprochaba el estado de Franco al otro. Al parecer no quería iniciar el tormento que le tocaba.
-¡No me parece! ¡Si a alguien se le ocurre decir cualquier boludez, terminamos igual! -gritó la primera frase clara que Franco pudo interpretar.
-Es un maldito vende patria.
-No estoy del todo seguro, esto no prueba nada -objetó, agitando lo que parecían ser papeles.
-O lo haces tú o lo hago yo, esas son las órdenes.
-No lo haré.
-Cuidado con lo que haces «negro», no quiero verte en esa situación en un par de semanas, yo no tendré reparos cuando estés ahí.
-No lo dudaría.
Más golpes y cosas que se estrellaban contra otras cosas escuchaba Franco acostado en el catre de madera. Oía la discusión y la negativa de uno de los torturadores a cumplir con la orden de comenzar el tormento, Franco estaba seguro de conocer a ese hombre y seguramente, él también lo había reconocido. Su objeción era clara, el hecho que Franco estuviera sufriendo acostado en la cama de torturas, demostraba a todos que ninguno estaba exento de pasar al otro bando. Escuchó un fuerte portazo después de oír palabras que hablaban de un traslado, pero no pudo comprenderlas del todo. Segundos después del golpe de la puerta, Franco sintió un profundo dolor en el vientre y comenzaron las preguntas sobre quienes eran las personas que dejó escapar y sus esperanzas de salvarse gracias al remordimiento de algunos hielasangres se fue por la cloaca como el agua que le tiraban antes de ponerle el artilugio que pasaba la corriente a su cuerpo. .
Los guardias llevaron a Franco a la misma celda cuando acabó la tortura, un poco más leve que la anterior pero su cuerpo estaba más deteriorado y lastimado. Se quedó sentado en el vértice menos mojado y no le quedó otra alternativa que oír los gritos de los otros torturados. Deseaba morir, no quería seguir sufriendo las calamidades a la que lo sometían y el frío que le congelaba la sangre. Cambió la posición y se acostó sobre el suelo mojado. Quiso que la muerte lo encontrara en ese lugar, si tenía suerte moriría de frío en lo que quedaba de la madrugada. Unos golpes provenientes de la pared contigua, lo sacaron de su parsimonia, se arrastró hacia la pared en la que oyó el golpe y respondió golpeando suavemente. Tuvo contestación inmediata desde el otro lado con el mismo sistema. Se sentó en el lugar menos mojado, esa comunicación con el detenido inyectó una pizca de ánimo a su alma abatida. Los golpes siguieron por largo rato y Franco determinó que si los otros podían aguantar semejante tortura, al menos debía intentarlo.
De noche, volvieron a sacarlo de la pequeña celda, en esa oportunidad un solo hielasangre lo levantó de los pelos y lo arrastró hacia afuera, allí se encontró hombro a hombro con el detenido con el que estuvo manteniendo una comunicación mediante los golpes en la pared y lo ayudó a mantenerse lúcido durante ese día. No podía ver pero no necesitaba hacerlo para saber que era tratado de la misma forma, otros detenidos de celdas contiguas también fueron obligados a abandonar su cubículo. A empujones se los llevaron de ese sector, caminaron mucho y salieron a la noche, Franco podía sentir el aire helado penetrar la fina camiseta de algodón que estaba tan húmeda como sus pantalones, con sus pies descalzos pisaba el pasto congelado por la escarcha. No lloraba ni gritaba como lo hacían algunos de los que marchaban a su lado, él se concentraba en mover sus piernas que, por momentos, se aflojaban y caía de rodillas sobre la tierra. Oía ladridos de perros cercanos cuando lo pararon de espalda a una pared, podía sentir la respiración de personas a su derecha y a su izquierda parados en la misma posición. Cuando el temblor del cuerpo descansaba por unos segundos oía el llanto apagado de la mujer que reconoció como la misma que llegó con él a ese lugar. Franco se desconectó dos segundos de la situación que estaba viviendo para tratar de recordar el nombre de la muchacha, no oía los insultos de los guardias, ni el ladrido de los perros… dos segundos: ¡Paula!, la muchacha se llamaba Paula. Una vez que su memoria capturó de su cosmos la información que necesitaba volvió a escuchar al guardia y todos los demás ruidos perdidos.
-Ya les queda poco tiempo -gritó uno de los guardias sobre el murmullo - ¡Hoy van a saber lo que hacemos con los vende patria y con los subversivos hijos de puta! -el guardia comenzó hablando en un tono alto y terminó gritando.
Los detenidos más jóvenes no reprimieron el llanto y comenzaron a pedir por sus madres. Otros, como él, pensaban en silencio en sus familias y elevaban una plegaria cargada de reproches hacia Dios.
El mismo capellán de aliento fétido que se presentó el día anterior, se acercó a Franco para insinuarle que era momento de confesar sus pecados para poder entrar al cielo. Franco se mantuvo en silencio y escuchó cómo el capellán hablaba para todos los que iban a ser ejecutados.
-Ha llegado el momento de pagar por sus pecados contra su país, que Dios misericordioso los perdone cuando estén frente a él en las puertas del cielo. Su patria los condena a morir esta noche -comenzó diciendo el capellán a voz alzada, hizo una pausa como esperando el arrepentimiento de alguno de los que estaban por ser ejecutados y ante el silencio de todos los presentes comenzó a rezar el Padre Nuestro. Uno de los guardias más viejos dio la orden de preparar armas y un grupo de sus subordinados se paró frente a los hombres y levantaron sus armas haciendo mucho ruido. Los rezos, llantos y plegarias se hicieron más fuertes y también más agudos. Nadie oía las palabras del capellán que los exhortaba por última vez a hablar y arrepentirse de sus pecados. Los guardias preparados con sus armas apuntando a los detenidos dispararon a la orden de su jefe.
-« ¡Fuego!»