18

Adela permanecía ajena a los escarceos sexuales de su marido. Su obsesión por encontrar al asesino cada vez era mayor y dedicaba a ello todo su tiempo. Su vida social se estaba reduciendo tanto que era casi inexistente. Lo único que le preocupaba era conseguir el máximo de información posible sobre las relaciones que había tenido Abelardo. El temor de que los anónimos o los paquetes podían volver a aparecer, de que el asesino reemprendiera su búsqueda la atemorizaba cada vez más. Las cenas en la mansión fueron poco a poco canceladas, ya que en cada velada Adela, llevada por su paranoia, sometía a todos sus invitados a interrogatorios sin sentido, alegando estar inmersa en la biografía de su difunto esposo y no dudaba en mostrar sin pudor alguno su desconfianza sobre cualquier persona cuando ésta manifestaba haber conocido al escritor y ella no tenía datos de aquella relación.

Arturo se vio forzado a excluirla de todos sus actos sociales. El comportamiento de su mujer y el perjuicio que llegó a causar en la marcha de alguno de sus negocios hicieron que su exclusión fuese considerada por él algo necesario.

Impotente, veía cómo Adela recopilaba información en su estudio e intentaba ocultarla, dándole a entender que ni tan siquiera él le merecía su confianza.

—Creo que todo esto forma parte del pasado. Además, no es a ti a quien le toca investigar. Si continúas así, me obligarás a pedirte que te deshagas de toda la documentación que estás almacenando.

—¿Qué te pasa? ¿Tienes algo que ocultar? —dijo Adela desafiante.

—Sólo dices estupideces. No sé a qué te refieres.

—Sé que has estado metido en la adquisición de piezas muy valiosas, de piezas de coleccionista que has comprado fuera de España; obras de arte que habían sido robadas. ¿Crees que soy imbécil? Es fácil entrar en esas organizaciones, lo único que se necesita es dinero; para todo en la vida sólo se necesita dinero.

—Esto raya los límites de lo permisible. No voy a consentir que me acuses de un delito, ni tampoco que investigues sobre mi vida. No pienses que estar casada conmigo te da derecho a ello.

—Tú tampoco tienes derecho a censurar mis investigaciones y mucho menos a catalogarme de loca. Sabes de sobra que no lo estoy. Mis intenciones son claras. Estoy en peligro, mi vida está en las manos de un asesino que anda buscando una pieza única, un libro que ha permanecido custodiado por una cofradía durante siglos y que algún desaprensivo, algún estúpido, algún inculto avaricioso como tú, compró de estraperlo. La paranoia que produce la posesión del libro es el verdadero peligro, no yo. Ése es mi problema, el maníaco que anda tras mis pasos porque cree que yo tengo tres páginas que le faltan al manuscrito. No estoy sola en esto; los monjes de la cofradía están conmigo y ellos no piensan que haya perdido el juicio. Llegué a saber que estabas metido en ese tipo de negocios porque intenté entrar en una de las redes: solicité hacerme con uno de los cuadros robados en una capilla de las cercanías de Madrid. Es fácil, sólo tienes que dar el nombre de las obras que figuran en la prensa como desaparecidas y pujar por su adquisición… Dinero, sólo es cuestión de dinero. Alguien me mandó esta nota —dijo Adela tendiendo un folio a Arturo.

Él lo leyó: «Si quiere saber dónde encontrar el cuadro, pregunte a su esposo, don Arturo de Depoter, él es uno de nuestros mejores clientes. No entendemos cómo no ha sido él quien se ha puesto en contacto con nosotros».

Arturo miró con despreocupación a su mujer y dijo:

—¿Y qué? No tengo que darte ninguna explicación de lo que haga. Somos muchos los interesados en la adquisición de ese tipo de objetos. Invertir en pintura es mejor que hacerlo en inmuebles; nunca se devalúa. Pero para tu tranquilidad te diré que no sé de dónde procede esta nota y que no es cierto que yo esté en ninguna lista de clientes. Mis adquisiciones son legales, si no ¿de qué servirían las inversiones?

—¿Legales? He visto las piezas romanas que tienes. Sé que han sido adquiridas de forma fraudulenta. He revisado archivos, muchos archivos, sobre los yacimientos de la isla, sobre las excavaciones, sobre los museos. Te sorprendería lo que he aprendido sobre todo este comercio de piezas extrañas, sobre las leyendas estúpidas que las acompañan, sobre esas supercherías que cuestan la vida de muchos.

—Adela, si continúas con esto, me veré obligado a tomar una decisión drástica. Lo único que pretendo es llevar una vida tranquila. Cometí un error manifiesto al casarme contigo. Lo único que buscaba era tener herederos, alguien a quien dejarle mi legado, todo lo que he construido durante años. Me horroriza pensar que el Estado se quedará con mi patrimonio, que lo repartirá entre gentuza que no ha dado un palo al agua en su vida.

—¿Herederos? No me hagas reír. Sabías que nunca tendría hijos. Sabes que odio a los niños, no estoy hecha para la maternidad. Pienso fundirme todo lo que tenga antes de irme de este mísero mundo. Creí que pensabas igual que yo. ¿Hijos tú? Deja que me ría.

—Puedes reírte lo que quieras, pero te exijo que dejes tus investigaciones. La policía ha descartado tu participación en la muerte de Goyo. Todo está en su sitio. Te lo exijo, ¡ya está bien!

—No pienso dejar mis investigaciones. La policía me ha dejado en paz porque no tuve nada que ver con el asesinato de Goyo. Es cierto que sentía animadversión por él, como él la sentía por mí, pero no hasta el punto de querer matarlo. Detrás de su muerte está alguien como tú. Alguien obsesionado con los misterios de los objetos antiguos y a ser posible únicos. Alguien que no parará hasta dar con las tres páginas que le faltan al manuscrito que le compró al agustino.

—No pienso tener en cuenta tus mezquinas acusaciones. Carecen de base argumental, a no ser que tú tengas esas páginas y por ello estés tan segura de que el asesino va tras ellas —dijo mirándola a los ojos.

—No las tengo, pero él cree que sí. Igual que lo crees tú.

—¿Yo? No digas tonterías, ¿por qué iba a creer yo eso?

—Ayer encontré esto en el sótano, dentro de uno de tus baúles —dijo inclinándose sobre la mesa de estudio y cogiendo un folio que entregó a Arturo.

—Esto no es mío —dijo tajante él—. Creo que te someteré a terapia, quieras o no tendré que hacerlo.

—Si no es tuyo, ¿por qué estaba en uno de tus baúles?

—Te diré una cosa. No voy a consentir que esto continúe ni un minuto más. Me estás sometiendo a un interrogatorio sin sentido, y no estoy dispuesto a seguirte el juego. Eso pertenece a mi padre. Los baúles son de mi padre. Ni tan siquiera me tomé la molestia de mirarlos. No sé qué contienen.

—Pues deberías saberlo, porque la documentación que hay en ellos es una auténtica joya. Podría escribir el mejor best seller sobre la infructuosa búsqueda del Santo Grial. En mi vida había visto nada igual.

—No entiendo qué tiene que ver el Santo Grial con tus investigaciones. Lo que has encontrado no debe de ser nada en comparación con todo lo que tenía mi padre en su poder sobre el cáliz sagrado. Repito que no sé adonde quieres llegar —repitió al ver que Adela sonreía.

—Depende de cómo lo mires o lo interpretes. ¿Tu padre era miembro de la logia de Rosacruces?

—Sí —contestó Arturo—. Voy a prohibirte que sigas metiendo tus narices en las cosas de mi padre. Esa información la has sacado del registro fraudulento de los enseres de mi padre, cosa que no te perdonaré nunca.

—Tranquilízate, quiero que escuches con atención lo que voy a decirte. —Arturo hizo un gesto indicándole que continuase, mientras la miraba con evidente desprecio—. Como he comprobado, su vida la pasó buscando información sobre el paradero del Santo Grial, algo común en su orden, aunque ellos siempre lo han negado. Incluso he encontrado documentos en uno de los baúles que hablan de que en un tiempo el Santo Grial fue custodiado por ellos. Pero en 1933 Hitler les acusó de estar llevando a cabo actividades subversivas y decretó la disolución de todas las asociaciones masónicas en Alemania. Fue entonces cuando se perdió el rastro del Santo Grial. Según las notas de tu padre y los documentos enviados a él por miembros de otras logias, Hitler no llegó a ver la copa, pero sospechaban que el que arrebató el Santo Grial al custodio fue uno de sus generales que más tarde lo entregó a un monje católico, pensando que no tenía más valor que el de una simple antigüedad, ya que no entendía nada de lo que en él se decía. —Arturo tomó asiento mirando a su mujer asombrado. Ella continuó su exposición—. Como verás, no he perdido el tiempo sólo en buscar a la persona que tiene el libro del monasterio que le costó la vida a mi marido y a las demás víctimas. No estoy loca, ni mucho menos.

—Continúa con la historia del Santo Grial, me tiene muy interesado —dijo Arturo en un tono burlón—, y no entres en menudencias.

—¡No son menudencias! —respondió ella enfadada—. Según las cartas que dirigió a tu padre, un miembro de la logia, del cual no sabemos su nombre, porque no figura en las misivas, pero que deduzco es una personalidad relevante, desde 1933 la Iglesia católica ha mantenido guardado el Santo Grial en un lugar secreto, custodiado por una cofradía que niega que la Santa Sede conozca su existencia y que dice no tener vinculación alguna con la guarda y custodia del Santo Grial, del cual dicen que no existe. En otra carta fechada el 4 de diciembre de 1791 se dice tener sospechas de que Antonio Salieri quiere asesinar a Wolfgan Amadeus Mozart no por rencillas sino porque piensa que éste posee el Santo Grial y a eso le atribuye su genialidad y talento, cosas que Salieri quiere para él y cree que obtendrá si consigue el cáliz. Como sabrás, Mozart era un masón reconocido, y murió un día después de la fecha que figura en esta carta —dijo Adela mirando fijamente a su marido, que seguía mudo—. Todo indica que la lucha por la posesión del cáliz ha sido y será perpetua. El Santo Grial estuvo en posesión de los masones durante mucho tiempo, pero a partir de 1933 perdieron su rastro y desde entonces llevan buscándolo.

—Todo son conjeturas. Ten —dijo, devolviéndole el papel a la mujer—. Esta carta sí la conozco. Mi padre me la leyó muchas veces cuando era niño. Insistía en que Amadeus Mozart fue asesinado y que aquello era la prueba de su homicidio. Siempre decía que un día la haría pública. Pero en realidad es un documento que pudo haber escrito cualquiera. Todos sabemos que Mozart padecía una dolencia renal crónica y que esa dolencia fue la causa de su muerte… A saber a quién le compró mi padre esta carta. No todo lo que se adquiere como auténtico lo es. Todos podemos ser víctimas de fraudes.

—Todos sabemos muchas cosas, sí. Pero en realidad sólo sabemos lo que se nos cuenta. Nada más que eso.

—Aún no entiendo adonde quieres llegar. ¿Qué relación tiene todo esto con los crímenes de los que acusaron a Abelardo? Estoy perdido y creo que tú también.

—Los documentos de tu padre tienen una increíble coincidencia en fechas tanto como en acontecimientos con los reales. He verificado la autenticidad de todos ellos y no son falsificaciones. Tu padre estaba buscando el Santo Grial, incluso en algunos de sus apuntes da a entender que está cerca de él.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque sé dónde estuvo la última vez. —La expresión de Arturo cambió bruscamente.

—Explícame de una vez por todas lo que quieres decir. Deja de dar rodeos, que es lo único que estás haciendo. Deja de hurgar en los recuerdos de la vida de mi padre —dijo Arturo—. Él era, aunque no lo pareciese, un hombre con los pies en el suelo, un auténtico as de los negocios. Y también era un hombre bueno y, como casi todos los hombres buenos, buscaba algo que demostrara que Dios existe, nada más. Buscaba desesperadamente una prueba y estaba convencido que no podía haber mejor prueba que el Santo Grial. Conviví con esa obsesión de mi padre desde mi infancia. Aparte de eso, dime de una vez cómo se relaciona todo eso con Abelardo.

—Creía que eras más inteligente —dijo ella burlona.

—Pues como ves no es así. Soy un hombre de negocios, pragmático y realista, como todos los que estudiamos ciencias.

—Mi búsqueda ha dado resultados. Sé quién está detrás de todo este asunto.

—¿Qué asunto? —preguntó Arturo con voz queda.

—¡Qué asunto va a ser! Sé quien se esconde detrás de todos los crímenes y lo que busca. Es un masón, y está buscando el Santo Grial.

Arturo la miró sobrecogido. Su expresión cambió bruscamente.

—¿Cómo dices? Un masón detrás de los crímenes. Es imposible. Sus reglas no permiten el crimen. Además, no entiendo qué tiene que ver el cáliz en todo esto.

—El Santo Grial no es una copa, es un libro —dijo Adela mirándole a los ojos desafiante—. Es un libro con las cubiertas en forma de copa.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Arturo visiblemente desconcertado ante la resolución de Adela.

—Su descripción no es más que una metáfora. Como lo es la manzana del Génesis. Un simple recurso lingüístico que lo ha protegido durante años. La mejor forma de ocultar una cosa es dejarla a la vista, decía Abelardo. Ha estado delante de nuestros ojos siempre. El Santo Grial es el libro de la sabiduría del que comió Eva, por el que fue desterrado Luzbel. En sus páginas está el secreto de nuestra existencia, estoy convencida de ello. Pero al libro le faltan tres páginas, y creo que son las que tienen la clave de la inmortalidad. No me preguntes por qué sé esto último, pero creo que es así. No encuentro un motivo de más peso que la búsqueda de la inmortalidad para arriesgar la propia vida.

»Por otro lado, la persona que anda tras el Santo Grial debe tener una buena posición, ya que si no, no podría haberle pagado al agustino la cifra que le dio por la adquisición del libro. Los agustinos sabían desde el principio que el libro era el Santo Grial y me engañaron. No me dijeron toda la verdad, pero me pusieron en la pista; les debo un favor. Les diré lo que he averiguado. Creo que la persona que trata de encontrar esas tres páginas del Grial debe padecer una enfermedad terminal. Ahora sé que estaba equivocada con respecto a los monjes de El Escorial. Nunca quisieron hacerme daño, ni a mí ni a nadie.

—Nada de lo que has dicho se sostiene.

—Ese libro —continuó Adela ignorando el comentario de Arturo— debe contener las claves de nuestra existencia. No sólo eso, quizá puede llegar a poner en peligro la estabilidad de todas las religiones del mundo. Es posible que lo que cuente sobre la naturaleza de Dios no tenga nada que ver con lo que nos han venido diciendo hasta ahora. Son muchas las personas interesadas en tener el Grial, unas por una cosa y otras por otra. Y por lo que me comentó el monje agustino, si cayera en manos inapropiadas y se diera a conocer el contenido del libro, el caos sería enorme, incalculable. Creo que por eso Abelardo arrancó esas páginas. Lo que debió ver en ellas tuvo que ser una verdad demasiado terrible, demasiado peligrosa. Creo que los monjes y yo nunca las encontraremos.

—¿No pensarás buscar algo que forma parte de una leyenda, algo que tú has inventado?

—Me da igual que me creas o no. No me importa lo que pienses de mí. Sé que estoy en lo cierto y voy a decírselo al monje. Tenemos que dar con la persona que está buscando esas páginas, así encontraremos el libro, que es incluso más importante que esas tres páginas sueltas que de seguro Abelardo puso a buen recaudo o destruyó. Es la única forma de ponerme a salvo.

—Por mí puedes hacer lo que quieras, pero no cuentes conmigo en esta locura. Imagina si la gente llega a conocer tus obsesiones, imagina lo que tu paranoia afectaría a mis negocios… Y te advierto una cosa, no saques el nombre de mi padre a relucir en ningún momento, y menos su condición de masón. ¡Te lo prohíbo!

—Tú no puedes prohibirme nada. Tu reputación es lo único que te preocupa, nada más. He estado sola en esto desde que comenzaron los problemas. Desde que recibí la copia de la novela y los recortes de prensa. Tú, que eres mi marido, que confíe en ti, me has apartado de tu lado, sin tener en cuenta cómo me siento. ¿Crees que te lo voy a perdonar? ¿Crees que no sé que vas diciendo que estoy loca? Lo sé todo, aún me quedan amigos. Sé lo tuyo con Carlota, desde el comienzo. Pero eso Arturo no me importa, lo único que me come por dentro es tu indiferencia ante el peligro que corro, eso es lo que me consume y no voy a perdonarte nunca. Cuando todo esto acabe, porque acabará, me haré con la dirección de la agencia, Carlota seguirá trabajando para mí y tú siendo mi esposo en funciones, funciones puramente administrativas, de contrato. Ahora soy yo la que te exijo, y si no quieres que haga pública la condición de masón de tu padre, tendrás que soportar mi carga.

—Creo que has perdido el juicio y que no sabes a lo que te enfrentas. No tienes ni idea. Si quieres ayuda déjalo todo como está, no sigas investigando. Olvídate de las páginas de ese libro, porque no es más que un libro, un simple libro. Hazme caso, olvida este asunto. Yo sé cómo acaban estas cosas. Mi padre… ¿recuerdas?

—Vaya, ¡qué sorpresa! Ahora resulta que puedo estar en el camino correcto. ¡Cómo cambian las cosas!

—No ha cambiado nada, Adela. Mi advertencia sigue siendo la misma. No saques nada a relucir que perjudique mi buen nombre o el de mi padre. No lo hagas o te arrepentirás.

—¿Por qué? ¿Me ingresarás en un psiquiátrico? —preguntó ella—. Me muero de miedo —dijo burlona, y añadió—: Quiero que sepas que haré lo que sea necesario para ponerme a salvo. Lo que sea.

—Tú misma. No pidas lo que tú no has dado antes. Me criticas cuando tú hiciste lo mismo con tu marido —contestó él hastiado—. No volverás a tener acceso a nada que no sea tuyo. Ordenaré que el servicio traslade todos los baúles a Madrid hoy mismo. Yo también me marcho. No volveremos a vernos hasta Navidad. La cena de Nochevieja será como todos los años; no pienso romper la tradición. Guardarás las apariencias y no harás nada que se salga de lo normal. Nada. ¿Entiendes? —preguntó—. Estás totalmente obsesionada. Estás loca —dijo, y levantándose le arrancó a Adela de las manos la carta que hablaba de Mozart y Salieri—. Esto ha terminado.