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El odontólogo encontró la última planta del edificio, propiedad de su padre, tomada literalmente por la policía de homicidios. Uno de los agentes le pidió la documentación y, tras consultar a su superior, le permitió el paso. Hacía varios años que Arturo no se dejaba ver por allí, por eso Genaro no le reconoció.

—Que mala memoria tiene usted. Mire que no acordarse de mí. ¿Tanto he envejecido? —dijo Arturo con chanza.

—Discúlpeme, el que ha envejecido soy yo. Usted está hecho todo un señor… ¡Vaya que si lo está! ¡Qué desgracia! Es una desgracia tener que vernos en estas condiciones. ¡Es horrible! No sabe usted que atrocidad le han hecho a la pobre Isabel. Era tan joven… Y guapa. Guapa lo era un rato. Estaba terminando la carrera de empresariales; ayer sin ir más lejos me dijo que éste era su último año. Sus pobres padres vienen de camino. Son de Santander. Del mismo Sardinero. La pobre mía les echaba tanto en falta —dijo compungido.

—Desgraciadamente no se pueden prever estas atrocidades —contestó Arturo palmeando la espalda del portero.

—Sí, señor; sí se puede. Yo se lo dije, yo le dije que ese novio tan raro con el que venía no me gustaba. No daba ni los buenos días. La educación dice mucho de las personas. Mi mujer siempre lo decía. Parecía el mismo demonio, todo de negro, con un sombrero de piel marrón calado hasta las cejas, y unas gafas de sol muy grandes. No se le veía la cara. Aún recuerdo sus labios; los llevaba pintados. Para mí que era un heterosexual de esos…

—Homosexual… Si se refiere a los hombres que les gustan los hombres se dice homosexual. Heterosexuales son los que sienten atracción por el sexo contrario —dijo Arturo sonriendo.

—Pues eso, que era un poco raro. Tal vez era transformista, pero ir pintado no es muy normal en un hombre. La muchacha, Isabelita, decía que era un bohemio, un pintor. Sí, recuerdo que dijo que pintaba muy bien. Mire, don Arturo, yo sé que fue él. Lo sé porque media hora antes le vi salir. Mientras sacaba la basura, salió muy rápido. No dijo nada, pero nunca lo hacía, incluso cuando yo le saludaba, nunca contestaba. No tenía educación, no la tenía.

—Le ha dicho todo esto a la policía —preguntó Arturo.

—Con pelos y señales. Pero ya sabe usted cómo son estas cosas… En dos días estará en la calle; eso si le cogen. Además, todos los que cometen estas barbaridades están locos de remate, y la locura, don Arturo, desgraciadamente es su defensa. ¡Habría que colgarlos! ¡Si me lo dejasen a mí!… Si me lo dejasen no lo repetiría.

—Genaro, debe tener cuidado con lo que dice. Debería ser más prudente.

—No puedo, señor. Este mundo está loco y el diablo anda danzando por él sin control. Sabe usted lo que le pasó a la pobre Teresa, ¿se enteró? Pues a Isabel también le han cortado los dedos. Todos los dedos de la mano derecha, y los han clavado. Sí, señor, ¡a martillazos! Los han dejado clavados en la puerta del baño, formando la letra «I». La pobre está en el baño, con el cuello cortado. No creo que pueda llegar a olvidarlo… Nunca lo olvidaré.

—¿Quién la encontró? —preguntó Arturo.

—El desgraciado dejó la puerta abierta. Juan es el inquilino de enfrente, andaba detrás de la muchacha… Vamos que le gustaba, y cuando volvía a casa, vio que la puerta de Isabel estaba abierta. La llamó y al ver que no contestaba entró y se encontró con el cadáver. El pobre está con la policía; le han tenido que administrar sedantes.

—¿Fue la policía la que le dijo a usted que llamase a mi padre?

—No, señor. Fue idea mía. Creí que su padre debía saber que habían asesinado a uno de sus inquilinos, y esto no es todo —dijo Genaro haciendo una pausa.

—¿Cómo que no es todo? ¿Hay algo más?

—Sí, el piso arrendado por Isabelita era el que tuvo arrendado don Abelardo Rueda. El jefe de la pobre Teresa, el escritor. No creo que haya sido una coincidencia.

Arturo escuchaba con expresión de asombro al portero.

—¿Dice usted que este ático estuvo habitado por el escritor Abelardo Rueda?

—Sí, señor. La policía lo ha relacionado enseguida, en cuanto han visto el cadáver. Claro que antes de que ellos se diesen cuenta yo les había comentado que aquí había vivido el escritor y la pobre Teresa, qué en gloria esté… Uno de ellos le dijo al inspector que las letras iban tomando sentido. He oído que a todas las víctimas les habían cortado los dedos… Yo eso no lo sabía; no se había dicho nada de eso. El inspector dice que es obra de un psicópata. Me he permitido decirle a su padre que no alquile el piso de nuevo. Esto, señor, es muy extraño, muy extraño…

—Usted no se preocupe, no creo que la muerte de esta joven tenga nada que ver con el señor Rueda.

—¿Es usted don Arturo? —preguntó uno de los policías judiciales.

—Sí, señor, el hijo —contestó el odontólogo—. Mi padre es el propietario del edificio. Está en Caracas. Le ha sido imposible viajar a Madrid.

—Verá usted, lo que necesitamos son puros trámites para la investigación, nada importante en principio. El contrato de alquiler de la casa, la fecha en la que se formalizó, la forma de pago, y algunos detalles como si el contrato está firmado sólo por la inquilina o por alguien más.

—Si ustedes quieren, yo mismo puedo acercarme a la agencia inmobiliaria. Ya he llamado a mi abogado y está de camino. Él lleva todos los asuntos de mi padre en Madrid. Creo que podrá facilitarles todo lo que ustedes necesiten.

—Muy amable. Necesitamos saber si alguien más figura en el contrato de arrendamiento; ese detalle es el más importante. Al menos por el momento —dijo el policía.

Goyo entraba en esos momentos en el edificio. Cuando la policía le informó de todo lo que necesitaban, Arturo y él se desplazaron a la agencia inmobiliaria.

—¿Has hablado con tu padre? —preguntó el letrado.

—Sí. Fue él quien me llamó. Genaro le telefoneó casi de inmediato. Hace unos momentos volvió a llamar; le es imposible venir está…

—Ya, lo sé, está embarcado en la creación de una agencia de valores en Colombia. Lo sé.

—A mi juicio se ha vuelto completamente loco —dijo Arturo—. Ha invertido todo su capital, y no sólo eso, aún necesita financiación. Creo que estaba negociando con dos entidades bancarias.

—No creas que está tan loco. El futuro del mercado financiero está precisamente fuera de Europa. Ha consultado con expertos, y está bien asesorado. Es más, tiene ya una plantilla trabajando para él. Los mejores —contestó el abogado.

—Pero Colombia no goza de muy buena salud. Mi padre no necesita arriesgar su capital. Sesenta y seis, ¡son demasiados años! Aunque seguro que detrás de esto hay una posible venta posterior de todo el negocio —dijo Arturo pensativo.

—No lo creo. A mi juicio está bastante entusiasmado, y su mujer aún más. Hace unos días me comentó que tal vez fijen allí su residencia. Tu padre está en la plenitud de su vida. Entre mi personal se ha comentado más de una vez su estupenda forma física, y mental.

—¡Quizá haya hecho un pacto con el diablo! —dijo Arturo sonriendo.

—¡Qué cosas tienes! No cambiarás nunca. Tu padre es muy inteligente; no ha arriesgado ni una sola de sus propiedades inmobiliarias. Todo lo que ha invertido es dinero contante y sonante. Hizo una gran inversión en un portal de Internet. No te puedes imaginar los beneficios que le ha reportado; lo más curioso es que esa inversión la realizó exclusivamente para no tener el dinero muerto en cualquier tipo de fondo. A los dos años, cuando todo ha empezado a funcionar a pleno rendimiento, se ha encontrado con que lo invertido se ha multiplicado por cinco. Ya sabes… ¡dinero llama a dinero!

—Quizá él os hizo creer a todos que invertía para mover su dinero, pero yo estoy seguro de que invirtió precisamente para que su dinero se multiplicase. Siempre ha sido así. ¡Siempre! Con las mujeres también, y con ésta no va a ser diferente. Ya veremos lo que le dura. Es posible que el tiempo que duren sus negocios en Sudamérica. Si yo te contara los trucos que mi padre me enseñó en mi más tierna infancia, no lo creerías… —Arturo hizo una pausa y continuó—: Recuerdo que tenía ocho años cuando comenzaron a ser populares las peonzas de madera. Mi padre me compró una docena, todas iguales. Asombrado, le pregunté qué pretendía que hiciese con tantas peonzas. Y… ¿sabes lo que me dijo? —Arturo cambió el tono de voz emulando el de su padre y dijo—: «Guárdalas. Dentro de un año cuando llegue la primavera volverán a estar de moda; entonces se las vendes a tus amigos. Habrá pasado un año desde que yo te las he comprado y eso habrá hecho que sean más caras de lo que eran el año anterior. Eso quiere decir que con su venta habrás ganado para pagarme lo que me costaron. —Goyo, mientras conducía, escuchaba con deleite—. Lo que te sobre después de que me hayas pagado será tuyo. Eso recibe el nombre de inversión a largo plazo». Eso me dijo el muy tirano. Pero yo escuchaba con atención. Debía sacar dinero, estaba obligado a aprender de él. Siempre fue un maestro. Pues bien, pensativo le dije que el problema sería si las peonzas no volvían a estar de moda. Si esto sucedía, ¿qué haría yo con tantas peonzas? Mi padre perdería su dinero porque, evidentemente, yo no podría pagarle. Él, muy tranquilo, me contestó: «Muy sencillo, Arturito, muy sencillo. Tú las pondrás de moda. Tendrás que hacer que los otros se interesen por tu mercancía. Les tendrás que convencer de que las necesitan para divertirse. A eso, hijo, se le llama vista comercial. El primer principio básico de los negocios es fijarse en lo que necesitan los demás. Las necesidades son el objeto de todo negocio, son los cimientos, la base. Y los negocios, querido Arturito, cubrirán tus necesidades, que es de lo que se trata… ¿O no?». Aunque no lo creas, aunque te parezca increíble, vendí todas las peonzas un duro más caras de lo que le habían costado a mi padre, saldé la deuda con él y con ese dinero compré doce catalejos de cartón, con los que repetí la operación, sólo que en ese momento me di cuenta de que todo el dinero era mío y, gracias a ello, senté las bases de mi vida —concluyó Arturo.

—¡Es fascinante! —dijo Goyo sonriendo—. ¡Fascinante!

—Lo sé. Él me lo ha enseñado todo. Pero las cualidades no se enseñan, tienes que nacer con ellas, por eso creo que jamás llegaré a superarle. Mi padre tiene una gran cualidad, algo imprescindible, eso y su tenacidad son lo que le han colocado donde está

—¿Qué es? —preguntó intrigado Goyo.

—Me lo guardo para mí. Es algo de lo que yo carezco, algo que nunca poseeré. Si te lo desvelase, te descubriría mi carencia más importante y, como dice mi padre: «No des a conocer tus carencias. Ten conocimiento de ellas. Sé consciente de lo que necesitas y negocia para conseguirlo sin que el que lo tenga sepa lo importante que es para ti su adquisición. Si nadie sabe lo que necesitas, ni siquiera el diablo con su infinita astucia te podrá llegar a esclavizar». Y te juro que tiene razón. Lo he comprobado más de una vez.

—No creo que tú tengas ninguna carencia grave. Creo que tienes dinero suficiente para comprarlo todo —dijo Goyo sarcástico.

—Te sorprenderían las necesidades que tienen algunas personas. Sin ir más lejos, el asesino de esta pobre estudiante, Isabel. Ese indeseable tiene la necesidad de matar.

—¿Necesidad? Yo no lo calificaría de necesidad. En realidad, creo que no hay forma de calificar el motivo que mueve a ese tipo a matar —contestó Goyo indignado por la opinión de Arturo.

—Eso depende del punto desde el que lo mires. Creo que este individuo necesita hacer el mal. Todos los psicópatas se mueven por la necesidad de convertir sus actos depravados en actos permisibles, en actos que todos vean como normales. Tú, por ejemplo, necesitas sentirte amado, por eso buscas el amor; él hace lo mismo… Estoy convencido de que con ello siente placer, simplemente le gusta, lo necesita.

—La verdad es que no creo que este individuo tenga nada de loco. Si te soy sincero, pienso que es bastante inteligente. Está jugando con la policía. Más que eso, creo que quiere cargarse a Abelardo. Los de homicidios me han dicho que este asesinato está relacionado con los anteriores, que la persona que lo cometió es la misma. Ha dejado las mismas pistas, las mismas huellas. Es todo demasiado perfecto. Está claro que persigue un fin y es algo concreto, muy concreto. Sabe lo que hace, lo sabe desde el primer homicidio.

—Eso no lo sabía. ¿Está dejando pistas? —preguntó Arturo con Opresión de sorpresa.

—Sí. En el asesinato del vigilante de la editorial dejó un martillo y un bisturí. Normalmente es extraño encontrar el arma con el que se ha cometido el delito.

—¿En todos los asesinatos ha hecho lo mismo?

—No sé todos los detalles, pero creo que sí.

—¿Se han encontrado huellas?

—¿Huellas? Todo indica que es demasiado inteligente como para dejar sus huellas. La sangre que se ha encontrado ha sido de las víctimas, la de la primera era del grupo cero Rh negativo.

—¡Qué curioso! No es un grupo muy común. ¿Sabías que Adela y Abelardo tienen el mismo?

—No. No lo sabía. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo comentó Adela en Nochevieja. Tuvieron problemas para tener hijos. Entre otras muchas cosas uno de los problemas fue lo del grupo sanguíneo, el RH: tenían el mismo.

—¿Qué Adela te comentó los problemas que tuvieron para tener hijos? Ella nunca habla con nadie de eso. Es más, no suele hablar de nada que no sea trivial… ¿Te has acostado con ella…? ¡Qué cabrón! Eres un chulo.

—Ahora sé por qué mi padre me dijo que tuviese cuidado con lo que te decía en calidad de cliente. Eres una persona demasiado íntegra. Pero ésa es una cualidad imprescindible en un amigo, y te recuerdo que los amigos guardan los secretos. ¡Tú eres mi amigo! —dijo Arturo burlón.

—¡No entiendo cómo tienes tan poco estómago! ¿Cómo has podido acostarte con Adela? ¿Cómo se ha podido acostar ella contigo? ¿Cómo has sido capaz?

—Es sencillo, me gusta. No puedo darte más detalles. Si lo hiciese estoy seguro de que te ofenderías. De todas formas no debes preocuparte, Adela jamás dejará a Abelardo. Pero te garantizo que si en algún momento lo hace, en su puerta estará este odontólogo para ponerle prótesis hasta en el alma.

—¡Te has encoñado! No puedo creerlo, tienes mil mujeres y te encoñas con una que está casada. Si Abelardo se entera te matará. Es una persona muy visceral, no sabes hasta qué punto.

Goyo aparcó el coche en el garaje de la inmobiliaria situada en la calle Serrano. Los dos hombres entraron en el ascensor del estacionamiento. En la primera planta del edificio se encontraban las oficinas. Las dos puertas de cristal que daban acceso al recinto estaban abiertas.

—¡Qué extraño! —exclamó Goyo—. Es tarde para que haya personal.

En el momento en que entraron en el local se dieron cuenta de que allí no había nadie.

—Parece que han entrado a robar… ¡Cómo lo han dejado todo! —dijo Arturo mirando el suelo cubierto de papeles—. Llamemos a la policía antes de tocar nada. Está claro que es una acción premeditada.

Arturo sacó el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta y se puso en contacto con la policía. Goyo contemplaba impresionado el desorden. En el suelo había archivadores abiertos, carpetas, disquetes de ordenador, grapadoras… Más que un robo, aquello parecía un despropósito. Apenas sí se podía andar sin pisar alguno de los objetos que cubrían todas y cada una de las losetas blancas. Era como si el artífice de aquel desorden tuviese como único fin ocultar las baldosas de la agencia y para ello hubiera utilizado todo lo que había ido encontrándose en su camino. El mobiliario estaba fuera de su sitio: las mesas desplazadas, los cajones fuera de las guías, los teléfonos desconectados de la terminal, las sillas tumbadas en el suelo…

—¿Crees que esto puede tener algo que ver con el asesinato de Isabel? —preguntó Goyo mirando a su alrededor.

—¡Es posible! Si el individuo que la mató alquiló con ella el ático, puede que haya venido a destruir la documentación. Pero a mí me parece improbable. ¿No te ha parecido absurdo que el inspector nos pidiese el contrato? Isabel debería tener una copia. Estas cosas, tú lo sabes muy bien, siempre se hacen por duplicado. ¿Me equivoco? —inquirió Arturo.

—La policía no ha encontrado el contrato en el ático. No estaba. Eso fue lo que me dijeron cuando yo les dije lo mismo: que Isabel debía tener una copia del contrato. Es posible que la persona que la ha matado se la llevase. Puede que viniese aquí buscando la otra copia. Voy un momento al baño. No toques nada.

—Descuida no lo haré —dijo Arturo sentándose sobre un montón de papeles.

El letrado entró en el aseo de caballeros sonriendo al leer el letrero que los empleados de la agencia habían colocado en la puerta. Tenía dibujado un caballero que miraba con expresión de asombro un cartel prendido encima de un urinario que decía: «Si la buscas y no la encuentras, no lo dudes, ¡llámanos! Tenemos las mejores del mercado. Están muy bien equipadas».

Goyo entró sonriendo en el interior del retrete. Cuando salió, se dispuso a lavarse las manos. Abrió el grifo y mientras se frotaba con el jabón se miró en el espejo de pared… Al hacerlo palideció. En él había escrita una frase: «Escritor, has de saber que tú eres responsable de mis acciones al igual que yo. ¡Escucha! ¿Sabías esto?, todo lo que el hombre es capaz de imaginar es una realidad en el tiempo. No lo olvides nunca, porque ésta será la máxima que marcará tu vida desde hoy».

El letrado llamó a Arturo y ambos decidieron telefonear de inmediato a la policía judicial que llevaba el caso de Isabel. Arturo planteó la posibilidad de llamar a Abelardo, pero Goyo se negó, aludiendo que aquello era un tema policial en el que ellos no debían intervenir por el momento.

—Si esta noche la policía no le informa, le llamaré mañana. Ahora dejemos las cosas como están. Es evidente que ese individuo va a por él. Abelardo lo sabe. Lo único que conseguiremos llamándole será que no pegue ojo en toda la noche y, créeme, es lo que menos necesita. Si podemos evitarle un mal trago, aunque sólo sea por unas horas, hagámoslo.

Arturo siguió las indicaciones del abogado. Cuando la policía acabó con las diligencias, los dos hombres se despidieron:

—¿Te quedarás en Madrid? —preguntó Goyo.

—Sí. Sólo durante esta noche, mañana salgo para Mallorca. Estoy construyendo una clínica en la isla.

—¿Has conseguido comprar las dos de aquí?

—No. Hay un socio que se resiste a vender. ¡Está loco! ¿Sabes que me pide diez kilos por sus acciones? Lo más irrisorio es que están en suspensión de pagos. La gente es la pera. He decidido dejarles que se hundan un poquito más; dos semanitas serán suficientes. Después nos veremos las caras y estoy seguro de que las expresiones y los acuerdos serán diferentes. Ya te llamaré.

—De acuerdo. ¿Te llevó al hotel? —preguntó Goyo.

—Gracias. Prefiero caminar un rato. Cuando me canse cogeré un taxi. Madrid es especial de madrugada; me encanta ver cómo el camión de la limpieza riega las calles —dijo Arturo encendiendo un cigarrillo.

—¡Eres un excéntrico!

—Cierto… Dime tú, si es que lo sabes, ¿qué nos queda a los ricos que pueda hacer que nos sintamos diferentes, siéndolo desde que nacemos? Dime algo que dé más placer que la excentricidad.

—Lo prohibido, la propiedad ajena. Tú eres feliz arrebatando a los demás lo poco que tienen —contestó Goyo sarcástico.

—Si te refieres a mis negocios, has cometido un gran error. Yo no arrebato nada, yo compro.

—Me refiero a las mujeres.

—Tampoco arrebato, conquisto, y ellas se dejan. Yo no soy el malo de la película. No olvides eso. Nunca lo olvides. ¡Recuerdos a tu familia! —dijo cerrando la puerta del automóvil.