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Adela se aproximó a la puerta del restaurante decidida a entrar, pero el encargado se le adelantó.

—Ya le dije que no volviera. Vuelva a su casa y olvide que ha estado aquí. No podemos ayudarla, y si sigue usted aquí, lo único que conseguirá es ponernos en un aprieto. Si es necesario llamaré a la policía para que la convenza de que debe abandonar el restaurante.

—No entiendo por qué se niega a decirme nada. No tiene ni idea, no sabe dónde se ha metido al entregarme ese paquete —dijo Adela señalando el vehículo.

—Mire, señora, vamos a ver si nos entendemos —dijo en tono amenazante el encargado—. Yo no le he entregado nada. Ese paquete lo traía usted. Cualquiera de los empleados puede ratificar lo que digo.

Adela, impotente, contempló cómo el hombre volvía dentro y cerraba la puerta. Los clientes al salir la miraban con extrañeza, como si también supieran lo que había pasado antes dentro del local. Una vez que estuvo de nuevo en el coche, tomó el ejemplar de la obra y sin mirarlo lo puso en los asientos traseros y emprendió el camino hacia el aeropuerto de Barajas.

Aún estaba aturdida por la impresión que le produjo reconocer el ejemplar. ¿Quién más, aparte del asesino, podía tener una copia del Epitafio? La respuesta le aterraba. Sabía que nadie, que aquélla era una de las dos copias que tenía el criminal, las únicas copias que no estaban en su poder cuando ella y Abelardo procedieron a quemar los textos. Recordó que sólo faltaban dos: el ejemplar que su marido echó en falta, y el que el homicida le robó a Tomás después de asesinarlo. Aquélla copia tenía que ser una de ellas, y era la clara evidencia de que el criminal andaba tras sus pasos, como anduvo tras los de Goyo después de sus indagaciones. Pensó que había caído en la trampa como un corderito.

En aquellos momentos, Adela sopesó la posibilidad de que el verdadero autor de los homicidios fuese la persona con la que Abelardo se veía en La Caña Vieja y que esa relación, a su vez, tuviera que ver con el monasterio y el libro que su marido supuestamente había leído.

Mientras esperaba su vuelo en el aeropuerto le echó un vistazo al texto, con manos temblorosas. Luego, durante el viaje, examinó la obra con más detenimiento. Y fue así como, tras leer pasajes cortos y salteados, cerrándola con terror una y otra vez y retomando al poco rato la lectura, se dio cuenta de que aquel ejemplar no era uno de los que el asesino había robado; tampoco era el que le quitó a Tomas tras asesinarlo en la editorial. Aquellas hojas estaban escritas en un cuerpo diferente, en verdana, y la obra original de Abelardo fue escrita con una máquina de escribir.

Adela cerró el manuscrito de golpe, había comprendió que nadie más que ella podía sacarla de donde estaba. Volvió a repasar todos los acontecimientos y llegó a la conclusión de que tenía que encontrar dentro del material que aún conservaba de Abelardo un indicio, por muy pequeño que fuese, de lo que estaba pasando, algo que le sirviese de guía y la condujese a una salida. Era evidente que su marido estuvo metido en el estraperlo y tal vez en la venta de material literario cuyo contenido no era del agrado de la Iglesia católica. Quizá su hipótesis sobre el contenido del texto era cierta; tal vez aquel incunable contenía una información que haría caer en picado los cimientos de la sociedad actual. Si era así, ella sabía que los primeros cimientos que se desmoronarían serían los de la Iglesia, y aquello le parecía mucho más peligroso que estar en el punto de mira de un asesino en serie. Para Adela, el fanatismo religioso era el origen de las demencias más peligrosas.

Cerró los ojos y guardó la copia en el bolso de mano, pero al instante volvió a abrirlo y sacó el texto. Nerviosa buscó el comienzo de la obra y leyó el primer asesinato cometido en sus páginas: «La única forma de llegar al ejemplar era dar con el prior y así lo hizo…».

Adela estaba segura de que ese texto no se correspondía con la obra que ella había leído. Esa obra no era Epitafio de un asesino, al menos no en su totalidad. Continuó con la lectura del primer capítulo y se dio cuenta de que se trataba de una novela histórica, la novela que Abelardo estaba escribiendo sobre el Monasterio de El Escorial. La muerte que se relataba era la de un clérigo. En aquel instante, una vez más, las palabras del ciego volvieron a sus pensamientos: «Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o es que su esposo lo quitó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?».

Aquel recuerdo le taladró el alma. Comprendió que ocultar la obra de Abelardo fue la firma de su condena, lo que la llevó por sendas desconocidas y desvíos imprevistos. El destino le tendió una trampa y ella cayó llevada por la avaricia. Sumergida en sus intereses, en aquel momento, después de que encontrasen el cadáver de su ama de llaves, no pensó que la ocultación de la existencia de la obra llegara a acarrearle consecuencias tan imprevisibles y graves.

Podía dar a conocer la existencia de la obra, pero, teniendo en cuenta las indagaciones que había hecho, pensó que no era lo más adecuado, no en aquellos momentos en que la policía andaba comprobando toda la información que tenía. Sopesando que ella siempre había manifestado que la novela no existía, desdecirse era reconocer que había cometido perjurio y eso la ponía aún más en la cuerda floja dentro de las investigaciones policiales, por lo que decidió callar una vez más, ocultar todo lo que estaba averiguando. Levantó la cabeza con gesto soberbio y miró al frente mientras cerraba el ejemplar.