9

A finales del mes de agosto un estudiante de psiquiatría se encargó del cuidado del escritor. El universitario solicitó en el mes de junio, mediante carta al director del hospital, hacerse cargo del cuidado diario de don Abelardo Rueda. En dicha solicitud, el estudiante manifestaba no querer recibir ningún tipo de compensación económica, y explicó que su interés por el paciente estaba relacionado con su tesis doctoral. De todo ello se incluía certificación compulsada del catedrático de la universidad. El director del psiquiátrico, tras comprobar la veracidad de la información, se entrevistó con el estudiante el treinta de julio.

—Su nombre es Raimundo Fernández Sáez. Está cursando la especialidad de psiquiatría.

—Sí, señor, así es —contestó Raimundo.

—¿Por qué quiere ocuparse de don Abelardo Rueda? ¿Por qué no de cualquier otro enfermo del hospital?

—Porque es el tipo de enfermo que me interesa. Voy a basar mi tesis doctoral en las características genéticas y los condicionantes sociales de los asesinos en serie. Creo que ambas cosas son las que originan ese tipo de conductas. Don Abelardo Rueda está aquí precisamente por haber cometido varios asesinatos. Su trastorno, la evolución que tuvo y el desarrollo tan rápido de su enfermedad, así como el tipo de vida que llevaba, me han interesado desde que a este señor se le empezó a dar un tratamiento psiquiátrico. Creo que es un caso excepcional. Su evolución ha sido muy rápida, quizá demasiado desde mi punto de vista, y este detalle, así como el de su estatus social, recientemente alcanzado, resultan muy interesantes. No suelen ser comunes, ni la rapidez ni que las personas sin aparentes problemas, desarrollen este tipo de patologías, aun estando sometidas a acontecimientos graves. No es común. La verdad es que para mí sería muy importante poder estudiar este caso. No quiero ningún tipo de retribución económica. Sólo deseo que me dejen pasar el mayor tiempo posible con él. Únicamente me interesa estudiar su comportamiento, la posibilidad de que este tipo de enfermedades surjan por alteraciones en algún gen o por la toma de conciencia repentina y brutal con la realidad que el enfermo vive en un momento determinado.

—¿Sabe usted en las condiciones que se encuentra el enfermo? Debo decirle que es un paciente peligroso. Tiene crisis de agresividad muy frecuentes. La mayor parte del tiempo está sedado. Hace dos días descubrimos, gracias a uno de nuestros neurólogos, una intolerancia a los psicotrópicos y varias reacciones adversas, que nos están dando problemas. No es una alergia sino un efecto rebote, una intolerancia que, como todas, no se percibe con ningún tipo de analíticas, sólo se diagnostica después de haber administrado el tratamiento, a veces pasados días y otros meses después de las primeras administraciones. El efecto ha sido contrario a lo que se esperaba, al que suele ser; la típica excepción que, desgraciadamente, en este caso, confirma la regla. Debido a ello, creemos que su estado empeoró por una sobre dosificación en los primeros días del tratamiento. Los fármacos, las inyecciones de clorpromazina, en vez de aminorar los síntomas, le incrementaron la agresividad y las alucinaciones, y éstas han contribuido en mayor medida a su exclusión voluntaria del mundo real que ya mostraba. Por este motivo las dosis que le administramos en la actualidad son muy bajas, lo que hace que cuando tiene una crisis sus reacciones sean más violentas, menos controlables. Creo que por el momento no debe usted conocer más detalles. No obstante, me gustaría saber si su tesis va a basarse en el estudio de algún otro enfermo además del señor Rueda.

—Comencé con Adolf Wolfli[1].

—Interesante —dijo el psiquiatra—. Fue un enfermo que no debería pasar desapercibido para ningún estudiante.

—Opino como usted. Su obra es enorme y su genialidad es igual de impresionante. Es evidente que Wolfli y el señor Rueda tienen actitudes muy semejantes. Wolfli fue condenado por algo que hoy no sería considerado de tanta gravedad. Posteriormente, dado su estado de demencia, fue enviado al Hospital de Waldau. Se le diagnosticó esquizofrenia, siguiendo la clasificación kraepeliniana que Bleuler utilizaba, diagnóstico que yo rebato en mi tesis. Creo que se le juzgó injustamente y eso fue el detonante de su enfermedad, eso y que durante su reclusión se le administraron fármacos que fueron, según creo, los causantes de las terroríficas alucinaciones que sufría y que obligaron a que permaneciera recluido durante toda su vida. Wolfli, como ya sabrá, durante su reclusión en una celda privada, que él mismo había solicitado, comenzó a escribir su biografía imaginaria, ¡más de veinticinco mil páginas! Además, realizó tres mil ilustraciones, de las cuales alrededor de ochocientas están en el museo de Kunst en Berna. Eso sin tener en cuenta sus canciones. ¿Obras maestras que salieron de una mente enferma? La verdad es que podríamos discutir si el arte de Wolfli era el producto de una inteligencia muy creativa o simplemente un subproducto curioso y genial de su enfermedad mental. Es decir, podríamos discutir si el suyo era «arte psicopático» por sí mismo o si Wolfli era un artista excepcionalmente dotado que se hizo psicopático. Creo que esto es lo que le une de forma indiscutible con el señor Rueda: ¿tanto el uno como el otro estaban realmente enfermos cuando fueron acusados o enfermaron tras ser acusados al no poder soportar la realidad, la verdadera realidad, o la que los demás creían que era la realidad? Además, según tengo entendido, el señor Rueda, desde que fue ingresado aquí, está escribiendo una novela que dice ya había escrito antes de ser condenado, pero que por lo visto nadie, excepto él, conocía, y que el volumen de la misma comienza a ser preocupante, igual que lo fue la de Wolfli. Creo que también está escribiendo una canción que ha titulado Marcha fúnebre, como la inacabada de Adolf Wolfli, ¿me equivoco?

—No. Está usted en lo cierto. Su celda está llena de folios por todas partes. Escribe constantemente y los folios los rellena sin dejar un solo hueco en blanco, lo que reafirma la tesis del característico «horror al vacío» de los psicóticos. No hay un espacio libre ni en el suelo de la habitación. También tiene un centenar de dibujos a carboncillo; creo que ya pintaba antes de ser recluido, al menos eso fue lo que dijo su abogado. Pero no creo que el trabajo de este paciente se parezca al de Wolfli, ni entiendo que exista relación entre los delitos de ambos. Sin embargo, en cierto modo, tengo que darle la razón; su hipótesis no va mal encaminada. Muchas veces me he hecho la misma pregunta que usted. Hay demasiados casos de trastornos mentales de genios, creo que la genialidad va unida a la enfermedad cerebral… Algo se nos está escapando, lo sé. Después de veinte años ejerciendo, aún me impresionan algunas manifestaciones orales de enfermos, ciertamente me hacen estremecer, llegan a lo más hondo de mis pensamientos. Es difícil de explicar, pero las mentes perturbadas parecen rozar un espacio que a nosotros nos está vedado. Espero que me deje leer su tesis; parece muy interesante, muy interesante. De veras que estoy interesado en leerla, no lo olvide. Ahora, dígame, si no le pagamos, ¿de qué piensa vivir? No crea que es indiscreción, es que creo que para que el trabajo de un investigador dé buenos frutos es importante que estén cubiertas sus necesidades básicas. Si no, ya sabe, el cerebro no funciona, uno deja de pensar y, en consecuencia, de trabajar.

—Tengo dinero ahorrado y a veces hago alguna colaboración esporádica. Además, soy abogado y espero ejercer pronto, creo que antes de acabar la tesis de psiquiatría.

—Tiene la carrera de derecho y quiere ejercerla. No entiendo muy bien. No creo que tenga nada que ver una ciencia con la otra —manifestó con extrañeza el director del psiquiátrico.

—Yo creo que sí. Si conozco bien la mente humana, podré defender mejor a mis clientes. En el cerebro reside el secreto de todos los actos del ser humano; si tienes acceso a él, tienes la llave mágica, el control de la verdad y la mentira, de lo real y lo irreal. Pienso convertirme en el mejor abogado criminalista.

—Veo que tiene muy claros sus objetivos. Eso es primordial para cualquier cosa; eso, la tenacidad, el empeño y la fe en uno mismo. Creo que a usted no le falta nada. El saber no ocupa lugar, al menos eso es lo que se dice, aunque, si le soy sincero, yo no estoy de acuerdo con esta afirmación.

—Yo tampoco. El saber sí ocupa lugar. Todo ocupa un lugar, hasta el dato más pequeño precisa un espacio. Puede estar seguro de que yo cada día tengo menos espacio libre en mi cerebro —contestó el estudiante.

El director del hospital sonrió al joven psiquiatra. Y dijo:

—Está bien. Su solicitud está concedida. Es más, quiero que sepa que estoy encantado de tenerlo aquí. Sé que aportará mucho al centro. Le pido que no olvide que tendrá que consultarme todo lo que haga; quiero decir que no puede cambiar los hábitos del paciente sin mi permiso. Pase por administración, allí le dirán la documentación que necesitamos.