CAPÍTULO 4
FUNCIONAMIENTO SOMÁTICO Y MENTAL

Lo más característico respecto al funcionamiento del organismo en su conjunto, o de cualquier parte de éste, es el hecho de no ser constante sino altamente variable. En ocasiones nos sentimos bien, y a veces, no; algunas veces, nuestra digestión es correcta, en otras pesada; ciertas ocasiones nos enfrentamos a las situaciones más peligrosas con calma y reposo, en otras los inconvenientes más banales nos dejan enfadados y nerviosos. Esta carencia de uniformidad en el funcionamiento del cuerpo, es el precio que hay que pagar por ser organismos vivos y autoconscientes, irremediablemente envueltos en un proceso que tenemos que adaptar a condiciones obligadamente variables.

El funcionamiento de los órganos de la visión -el ojo que siente, el sistema nervioso que transmite y la mente que selecciona y percibe-, no está exento al variable accionar del organismo tomado como un todo, o de cualquiera de sus partes. La gente que cuenta con ojos sanos y hábitos correctos para su uso tienen, por así decirlo, un amplio margen de seguridad visual. Aún cuando sus órganos sensoriales no funcionen correctamente, ven lo suficientemente bien para los fines prácticos. Así pues, no son tan conscientes de las variaciones del funcionamiento visual, como lo son aquellos que tienen hábitos erróneos en su mecanismo visual, y que detentan ojos alterados.

Estos individuos, tienen un margen muy pequeño en su seguridad visual o carecen por completo de él, y en consecuencia, cualquier problema en su capacidad de visión produce resultados notables y, en muchas ocasiones, muy penosos.

Los ojos pueden alterarse por muchas enfermedades. Algunas sólo afectan los ojos; y en otras, la alteración ocular es un síntoma de disfunciones en otras partes del cuerpo, como en los riñones, el páncreas o las amígdalas.

Otras enfermedades y estados de complicaciones crónicas menos graves no provocan alteraciones orgánicas de los ojos, pero influyen sobre su funcionamiento, y en ocasiones, se traducen en un descenso general de la vitalidad física y mental.

Una mala dieta o posturas inadecuadas en el descanso, pueden también afectar la visión.

Hay también razones puramente psicológicas para un mal funcionamiento visual. La tristeza, la ansiedad, la irritación, el miedo y, cualquier emoción desagradable, pueden causar un mal funcionamiento pasajero, o si esas emociones son prolongadas, una alteración duradera.

Si nos basamos en estos hechos, que son asuntos de la vida cotidiana, vemos qué absurda es la conducta de la gente cuando se produce una disminución en la función visual. Pasando por alto el estado general de su cuerpo o de su psiquis, se apresuran a visitar al oculista, quien inmediatamente, les receta un par de anteojos. El examen lo suele hacer alguien que nunca antes trató al paciente y que, por lo mismo, no tiene el menor conocimiento de él como ente físico o como individuo. Sin pensar en que la posibilidad de que la insuficiencia en la visión se pueda deber a un mal funcionamiento pasajero, provocado por alguna alteración somática o psicológica, el individuo se coloca sus lentes; y luego de un breve lapso (algunas veces no tan breve) de molestias más o menos manifiestas, obtiene, comúnmente, una leve mejoría en su visión. Esta mejoría, sin embargo, hay que pagarla.

La consecuencia inmediata, será que jamás podrá dejar de usar lo que el doctor Luckiesh llamó "las útiles muletas"; al contrario, la fuerza de las "muletas" tendrá que aumentar en la misma proporción en que disminuya la capacidad de la visión por su influencia. Esto pasa cuando las cosas marchan bien. Pero hay una minoría de casos en que sucede algo peor, y en ellos el pronóstico es más grave.

En la infancia, el funcionamiento visual se puede alterar fácilmente por las emociones, las angustias y los esfuerzos. Pero en vez de dar los pasos conducentes a la eliminación de estos estados psicológicos y restablecer los hábitos adecuados para un correcto funcionamiento visual, los padres de un niño que se queja de dificultad para ver, se apresuran a ocultar sus síntomas mediante lentes artificiales. Con la misma ligereza con que le podrían comprar al niño un par de zapatos, o un delantal a la niña, adquieren unos anteojos para su hijo, obligando al individuo, desde su niñez, a usar un recurso mecánico del que dependerá por siempre si quiere neutralizar los síntomas del funcionamiento defectuoso.