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Isabel, sentada junto a su padre, sostenía las manos de éste entre las suyas. Stephen permanecía en pie frente a la chimenea recién encendida, y Alberto, sentado frente a sus amigos, les relataba de manera resumida todo lo sucedido tras su partida y las sospechas que Bárcena albergaba sobre las intenciones de Tisdale.
—Sin duda fue una suerte que os toparais con él ese día —dijo Ernesto ya mucho más tranquilo por tener a su hija de nuevo a su lado.
—Si no hubiera sido por ese encuentro fortuito, sólo Dios sabe lo que habría pasado —respondió el joven con la voz apagada por el agotamiento—. Mañana vendrán a tomarles declaración —añadió—. Aunque lo cierto es que en ningún momento han puesto en duda nuestra historia.
—Bien. Ahora será mejor retirarnos, creo que todos necesitamos un merecido descanso —sentenció el anciano.
Isabel observó a Stephen, que se había mantenido extrañamente callado y meditabundo.
Fue consciente de la mirada de la muchacha y, alzando la vista, buscó sus preciosos ojos oscuros.
Sólo de pensar en la posibilidad de no haber podido contemplar aquella mirada nunca más lo hizo estremecer.
No sabía en qué momento Isabel se había vuelto imprescindible para él, era una pregunta que se había formulado a sí mismo un millar de veces, pero así era y estaba dispuesto a no permitir que nunca más volviera a alejarse de su lado. Pensar en perderla nuevamente lo había llevado al borde de la locura, hasta el extremo de llegar a dudar de ella.
Y no podía dejar de sentirse culpable por ello, a fin de cuentas todo había sido por su causa, no entendía cómo después de todo aún continuaba amándolo.
—María ya ha preparado una habitación para ti, Alberto —dijo Isabel poniéndose en pie y apartando la mirada de los ojos de Stephen.
—Gracias. Después de esto, creo que necesitaré varios días para recuperarme —bromeó, tratando de aligerar el denso ambiente que se había adueñado del salón.
—Estás en tu casa —señaló Ernesto incorporándose trabajosamente.
Dedicó una mirada a Harrys para después contemplar a su hija.
—No tardes en subir —recomendó dándole un beso en la frente—. Gracias —añadió mirando fijamente la seria expresión del bucanero.
Asintió levemente, consciente del esfuerzo que Ernesto Fuentes había hecho al mostrarle su agradecimiento abiertamente. Lo culpaba, y con razón, de lo sucedido, pero el amor que profesaba a su hija era mayor que su rencor y parecía dispuesto a enterrar el hacha de guerra.
—Buenas noches —se despidió Alberto.
—Buenas noches, que descanses —respondió Isabel.
Esperó a que los dos hombres abandonaran la estancia y se acercó lentamente a Stephen.
—Has estado muy callado —dijo apoyando la mano sobre su pecho y dejándose abrazar por los fuertes brazos que durante tanto tiempo había añorado.
La atrajo hacia él y reposando la barbilla sobre su cabeza dejó escapar un sonoro suspiro.
—¿Qué sucede? —preguntó apartándose ligeramente, buscando su mirada.
—Has vuelto a estar en peligro por mi causa.
—Tú no tienes la culpa de que ese hombre fuera un desequilibrado. Nadie en su sano juicio albergaría tanto resentimiento en su corazón por algo que sucedió hace años y que nada tenía que ver contigo —proclamó tratando de hacerle ver lo injusto de la situación.
Volvió a estrecharla con fuerza contra él. Necesitaba sentirla, notar su calor. No era una necesidad carnal, era más bien algo que su corazón le exigía.
—¿Me amas? —preguntó enterrando la cara entre sus oscuros y desmadejados rizos.
—¿Cómo puedes preguntarme eso? —exclamó ofendida—. Claro que te amo. Nada ni nadie en este mundo podría impedir que te amara con toda mi alma.
—Gracias. Necesitaba escucharlo de tus labios una vez más —dijo besándola con suavidad.
—Te lo diré tantas veces como quieras —le regaló una maravillosa sonrisa que hizo que el pecho de Stephen se expandiera a punto de estallar de dicha—. Tengo el resto de nuestras vidas para repetírtelo tantas veces como sea necesario.
Emocionado por la vehemencia de sus palabras, se apoderó de su boca, fundiéndose en un apasionado beso.
—¡Dios mío! —masculló separándose apenas de sus labios—. No sabes cuánto te necesito.
—Puedo imaginármelo... —respondió ella igualmente encendida por el deseo que le recorría las entrañas, inflamando hasta la última de sus células.
Sus manos recorrían el cuerpo del pirata, recordando, al hacerlo, cada músculo, cada recoveco, cada sensación que aquel magnífico cuerpo había despertado en ella tanto tiempo atrás.
—No podemos hacer esto —masculló apartando las manos de sus caderas—. No sería correcto.
—¿Desde cuándo te importa lo que es correcto o no? —protestó con un ronroneo, mientras depositaba húmedos besos en el sólido cuello del que fuera su amante.
—Deténte, por todos los demonios —suplicó apretando los dientes—, o no respondo de mis actos.
Lo estaba torturando a propósito, sabía que ella no se entregaría a él bajo el techo de su padre y con él en la casa. ¿O tal vez sí?
Buscando su mirada encontró la respuesta.
Con un juramento ronco, volvió a hundirse en su boca. Tomó todo lo que ella le ofrecía y más. Perdió, durante unos instantes, la sensatez y se dejó llevar por la desbordante sensualidad de la mujer que le había hecho perder el norte por completo.
—No —gruñó alejándola de él de forma abrupta—. No podemos. Tu padre pediría mi cabeza si nos descubren —añadió con la respiración agitada, el corazón galopando frenético dentro del pecho y las pupilas dilatadas por el deseo.
—Está bien —cedió a regañadientes—. Pero no creas que voy a esperar hasta la noche de bodas —advirtió con tono amenazante.
La carcajada de Stephen reverberó por el amplio y, hasta el momento, silencioso salón.
—Encanto, me da la sensación de que tus modales son más propios de un filibustero que de una dama.
—He tenido buenos maestros —apuntó divertida.
—Será mejor que me vaya —dijo depositando un suave beso sobre los encendidos labios—. O temo por mi virtud —bromeó.
El bufido de Isabel provocó nuevamente su hilaridad y tomándola de la cintura la hizo girar en dirección a la puerta.
Durante los días siguientes, aunque todos trataban de simular normalidad, el peso de lo ocurrido caía sobre ellos como una pesada losa, dejándolos con el ánimo apagado y en ocasiones sumidos en largos silencios.
Las autoridades, que en ningún momento cuestionaron la veracidad de la historia, consintieron en guardar silencio por el bienestar de la muchacha y de sus allegados. Si el asunto trascendía y se hacía público, sin duda los rumores y cotilleos les harían la vida un tanto incómoda y esto no ayudaría, ciertamente, a que la joven Isabel Fuentes olvidara el traumático episodio.
De todas formas, su regreso había provocado que un interminable número de amigos y conocidos pasaran por la casa a saludarlos y conocer de paso las últimas noticias que llegaban de la capital.
La continua presencia de Azucena en el hogar de los Fuentes, aligeraba a Isabel de la considerable carga que suponía actuar de anfitriona ante las visitas. Eso y los encuentros con Stephen permitieron a Isabel continuar serena y mirar hacia el futuro con esperanza.
Las noches, en cambio, eran muy diferentes. Los sueños de Isabel se plagaban de terribles imágenes en las que Stephen o su padre aparecían muertos, e inevitablemente terminaba despertándose agitada y empapada con una angustiosa sensación en el pecho que le dificultaba respirar con normalidad. Por más que intentaba desterrar de su mente esas pesadillas, éstas parecían perseguirla noche tras noche sin descanso.
—No tienes buen aspecto —comentó Azucena una semana después, al contemplar el pálido rostro de su sobrina y las ojeras que ensombrecían sus ojos—. ¿Continúas teniendo pesadillas?
—Me temo que sí —reconoció abatida—. Sé que todo ha terminado, pero mi cabeza parece no querer aceptarlo y me atormenta todas las noches con espeluznantes imágenes.
—Supongo que después de todo es normal, aunque, si no pones remedio, terminarás enfermando —sentenció tras dar un sorbo al refresco que María les había servido en el patio.
—Ya, pero no sé...
—Tal vez sería aconsejable que tomaras una infusión relajante antes de acostarte. Eso, seguramente, te ayudaría a descansar mejor.
—Sí, puede ser —dijo poco convencida—. Se lo diré a María y esta misma noche haré la prueba.
Hacía un par de días que Alberto había regresado a Madrid. No obstante, antes de volver a casa se había encargado de enviarles una carta a sus padres relatándoles lo sucedido con Tisdale. Estaba convencido de que al menos su madre querría conocer los detalles de primera mano.
La vida de Isabel comenzaba a recuperar poco a poco el ritmo normal, exceptuando los episodios nocturnos que aún la acosaban.
—Hace días que no veo a Stephen —comentó Azucena.
—Nos vemos todos los días, pero es cierto que últimamente anda enredado en algún asunto y dispone de menos tiempo —declaró con una ligera nota de fastidio en la voz que Azucena no pudo pasar por alto.
Ella conocía la naturaleza de los asuntos que lo mantenían ocupado, pero había dado su palabra de mantener el secreto y, por mucho que le apeteciera confiar a Isabel las intenciones de Stephen, no podía faltar a su promesa.
—¿Te ha aclarado, al fin, los motivos de Tisdale para...? —se interrumpió un tanto indecisa. Prefería cambiar de tema antes de ceder a la tentación y confesar cuáles eran los motivos por los que su prometido apenas pasaba tiempo con ella.
—Sí, aunque yo ya había imaginado gran parte de la historia gracias a los comentarios de Tisdale.
Azucena asintió.
—En el fondo siento lástima por ese hombre. Debió de ser terrible vivir amargado y obsesionado durante tantos años.
—Pues yo no lo compadezco en absoluto, créeme —respondió poniéndose en pie—. En fin, ¡gracias al cielo, todo ha terminado! Y ahora me voy. Esta noche, tu tío y yo estamos invitados a una cena y aún tengo que arreglarme.
Se despidieron en la puerta e Isabel no regresó al patio, donde la luz del atardecer comenzaba a cubrir de sombras los rincones.