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Tras un rato de aguantar los rugidos de su estómago y tentada por el delicioso aroma, decidió dejar de lado su orgullo.

—Quizá podría tomar algo —murmuró de mal humor, por tener que ceder finalmente.

Sin levantar la vista del plato, Harrys asintió. Ella agradeció que no le dedicara ningún comentario irónico y se dispuso a acompañarlo.

Comieron en silencio, observándose mutuamente, de manera furtiva. Cada uno sumido en sus pensamientos y especulando sobre los del otro.

—Vamos a la cama —dijo con total tranquilidad una vez dio la cena por terminada.

—No me acostaré en la misma cama que usted.

Isabel se mostró de nuevo a la defensiva.

—No puedes dormir en el suelo.

—Sí que puedo y lo haré —respondió tajante.

Harrys se levantó y caminó decidido hacia ella. Al verlo, Isabel se puso en pie con rapidez y se colocó tras la pesada silla.

—Estoy cansado y no tengo ganas de juegos —sonó amenazante.

Como si ignorara sus palabras, ella siguió manteniendo la distancia entre ambos.

—Isabel… —dijo con voz cansada—. Prometo no tocarte… —«Por el momento», pensó para sí—. Pero no puedo permitir que duermas sobre una manta en el suelo.

—Pues dormiré en otro lado.

—Ya te he explicado que no hay otro lugar.

Ella lo miró desconfiada. La verdad era que a pesar de haber dormido toda la noche sin interrupción, tenía el cuerpo dolorido por haber estado tumbada sobre las duras tablas del suelo, y la idea de dormir sobre una cama cómoda y limpia le parecía tentadora.

—Me dais vuestra palabra de que no... no me forzaréis.

Eso sí podía prometerlo, no tenía intención de violarla.

—Sí —dijo muy serio.

Sin embargo, aquella respuesta no quería decir que no fuera a intentar seducirla en algún momento…, aunque no aquella noche.

No muy convencida, Isabel asintió y se dirigió con paso lento hacia la cama.

—Será mejor que duermas del lado de la pared, por si tengo que levantarme en mitad de la noche.

Aquello le pareció razonable, pero eso la dejaría atrapada. Aunque, por otro lado, le había dado su palabra... Finalmente cedió, se desprendió de los zapatos y se metió en el lecho.

—¿No piensas quitarte la ropa? —preguntó casi horrorizado.

—No —dijo ella cubriéndose hasta el mentón.

—Estarías más cómoda, pero no importa.

Él, sin embargo, no dudó en desnudarse. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, Isabel se dio la vuelta, dándole la espalda.

Sintió el colchón ceder bajo su peso y se pegó todo lo que pudo a la pared, alejándose de él.

El suspiro de alivio del capitán le sirvió para darse cuenta de cuánto debía molestarle todavía la herida del costado.

Tensa y expectante, permaneció tendida a la espera de ver qué sucedía. Poco a poco, la respiración del capitán se fue tornando más regular. Así, logró relajarse y se quedó finalmente dormida.

 

 

Pese al dolor que sentía, la cercanía de la muchacha le había provocado una fuerte excitación. Tan sólo la certeza de que ella no se entregaría voluntariamente lo había mantenido alejado de su cálido cuerpo.

Aún estaba débil y cansado, y, ante la imposibilidad de saciar su deseo, se dejó arrastrar por el sueño.

 

 

Comenzaba a amanecer cuando abrió los ojos. El extraño peso que inmovilizaba una de sus piernas le hizo recordar que no estaba solo. Giró la cabeza.

Isabel aún dormía. Pero ya no estaba de cara a la pared. Durante el sueño se había vuelto hacia él y una de sus piernas descansaba sobre la suya.

No pudo contener el impulso de apartar los mechones azabaches que, de forma desmadejada, le caían sobre el rostro.

Contempló el arco perfecto de sus cejas y los labios color rubí, que se moría por saborear.

Intentó ponerse de costado, pero el ligero dolor que lo asaltó, le advirtió de que no sería buena idea. Suspiró un tanto frustrado y, tras sacar con cuidado la pierna de debajo de la de ella, abandonó el lecho.

Se aseó y se vistió. Todo ello sin que la joven se despertara.

Cuando finalmente dejó el camarote, Isabel, continuaba durmiendo.

 

 

Abrió los ojos y tardó unos minutos en recordar dónde estaba y por qué. La agradable sensación que había sentido al despertar, se desvaneció al instante.

No había sido una pesadilla, era real. Se encontraba a bordo de un barco pirata, rumbo a quién sabe dónde, cautiva de aquel cretino que se creía con derechos sobre ella.

Permaneció tumbada en la cama, observando el techo y escuchando los sonidos del barco. ¿Qué iba a hacer? Ni la promesa de una suculenta recompensa a cambio de devolverla a su padre había sido suficiente incentivo para Harrys. Ahora sólo contaba con su ingenio para escapar. Pero ¿cómo?

Tenía que tratar de ganarse la confianza de aquel hombre, quizá así tendría una oportunidad de huir en cuanto atracaran en algún puerto. Siempre y cuando no fuera como el último en el que habían estado, claro.

Con aquel nuevo objetivo en mente, saltó fuera del lecho.

Mientras se lavaba la cara, notó el vacío en su estómago. Divertida, pensó que, por lo visto, las preocupaciones no le quitaban el apetito.

Por suerte sobre la mesa había una bandeja llena de alimentos. Seguramente Paul se habría encargado de dejarla allí. Sin más demora, tomó asiento y dio buena cuenta de las viandas, mientras en su mente trataba de encontrar una solución a sus problemas. Lo que tenía muy claro era que no se entregaría a ese hombre, ella no era una cualquiera a la que poder usar hasta hartarse para luego desecharla como si nada.

Su virtud era lo único que le quedaba y no pensaba regalársela a él.

 

 

Tras terminar su abundante desayuno decidió subir a cubierta. Le apetecía disfrutar de la luz del sol y de la brisa. Había pasado demasiado tiempo encerrada y no estaba dispuesta a continuar estándolo.

Se cubrió con el gabán, pero hacía tanto calor que, finalmente, decidió quitárselo de nuevo para evitar asarse. No obstante, tampoco quería estimular la mente del capitán apareciendo tan sólo con la camisa, así que volvió a revisar el interior del arcón.

Finalmente encontró algo que podría servir: un chaleco, que, como el resto de las prendas, le iba demasiado grande. Frunció el ceño en desaprobación y se sumergió otra vez en el baúl lleno de ropa, hasta que encontró una correa que le serviría para mantener el chaleco cerrado.

Se miró de arriba abajo, puso los brazos en jarras y casi sintió ganas de reír ante el aspecto que presentaba. A su padre le daría un ataque si pudiera verla de aquella guisa.

Finalmente, se recogió el pelo en un rodete sobre la nuca y abandonó el camarote.

 

 

No pasó mucho tiempo hasta que Stephen la vio. Una sonrisa divertida curvó sus labios al verla con sus ropas. Si no fuera por aquellas deliciosas curvas que se insinuaban bajo éstas y el largo pelo recogido sobre la cabeza, podría pasar por un pilluelo.

La observó mientras caminaba por la cubierta, como si no estuviera rodeada de hombres que la miraban de arriba abajo al pasar junto a ellos. La mayoría eran miradas de sorpresa, y otras de diversión, ya que la muchacha no se veía muy favorecida con aquel atuendo. Con todo, ella caminaba muy erguida y con la cabeza alta, desafiante. Realmente tenía coraje. Después de todo lo que había vivido, aún le quedaban fuerzas para mostrarse orgullosa. Sin ninguna duda sería un placer llevarla a la cama. Estaba seguro de que aquella muchacha sería muy apasionada, aunque seguro que ella no lo sabía. Y para eso estaba él, para desvelárselo.

La sola idea le excitó y sintió el impulso de bajar junto a ella y arrastrarla hasta el camarote. Ansiaba sentir aquel cuerpo bajo el suyo, saborear aquella boca, enterrar la cara entre sus largos y sedosos cabellos...

Un gruñido de frustración se escapó de sus labios. May, que se encontraba a su lado, junto al timón, esbozó una pequeña sonrisa, que trató de disimular cuando Harrys lo miró con el ceño fruncido.

—¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? —El tono sonó claramente amenazante.

—Nada —respondió el otro poniéndose serio al momento.

—Bien. Encárgate tú —dijo soltando el timón.

Encaminó sus pasos hacia la proa, donde se hallaba Isabel.

—Buenos días —dijo al llegar a su lado.

Isabel lo miró de refilón, sin apenas girarse, y en seguida se volvió para contemplar el mar que se extendía interminable ante sus ojos.

—¿Te sucede algo?

—Me aburro —respondió encogiéndose de hombros, pero sin volverse para mirarlo.

—Bueno, yo podría...

Isabel lo fulminó con la mirada, sabiendo perfectamente lo que pretendía insinuar con aquella frase.

—¡De acuerdo! —Alzó las manos como señal de rendición—: En mi camarote hay libros.

—La lectura está bien para un rato, pero no pretenderá que me pase leyendo todo el día.

—Supongo que no —reconoció—. Entonces, ¿se te ha ocurrido algo para paliar el aburrimiento?

Dudó antes de hablar, llevaba un rato meditando sobre aquello y estaba segura de que la vida en el barco le resultaría tediosa sin nada en lo que ocuparse. Si pudiera conseguir que le dejaran realizar algunas tareas, además de mantenerse ocupada, también lo mantendría a él alejado de ella, aunque fuera momentáneamente y al final del día estaría tan agotada que se dormiría antes de que a él se le ocurriera tratar de seducirla. Una leve sonrisa se instaló en sus labios.

—Bueno… Quizá podría realizar alguna tarea en el barco. —Aquella idea había surgido mientras tomaba el desayuno, y no le había resultado del todo descabellada. Si se integraba en la vida del barco, tal vez tuviera una oportunidad de escapar llegado el momento.

—Ya veo… No te importaría fregar la cubierta o lavar las ollas de la cocina...

—No —respondió con seguridad.

Stephen permaneció callado unos segundos, se frotó la barbilla mientras parecía meditar las palabras de Isabel.

—Está bien.

—¿Está bien? —la sorpresa se reflejó en su tono, no había imaginado que cediera con tanta facilidad.

—Sí. Y creo que tengo una tarea para ti —se volvió e hizo señas a uno de sus hombres.

Se alejó ligeramente de Isabel y le dio una serie de instrucciones al sorprendido marinero, que lo miraba con los ojos muy abiertos.

Aunque trató de estirar su cuello para poder escuchar las órdenes, no logró entender ni una palabra. Vio cómo el hombre se iba y el capitán se giraba de nuevo hacia ella con una radiante sonrisa en el rostro.

Isabel no tardó en comprobar cuál sería su primera tarea. El marinero con el que Stephen había hablado hacía tan sólo un momento regresaba y llevaba un gran saco colgado a sus espaldas, que arrojó ante los pies de Isabel al llegar junto a ella.

—Bien, creo que con esto tendrás más que suficiente para esta mañana —dijo Harrys observando la expresión de la muchacha sin perder detalle.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con ese saco? —preguntó, casi arrepintiéndose de haber abierto al boca.

—Con el saco nada, encanto —Harrys cada vez parecía más divertido, lo que no ayudó a mejorar el humor de Isabel—. Con la ropa sucia que hay en su interior. Jim te traerá todo lo que necesites. Espero que te diviertas.

Sin más, comenzó a alejarse con pasos calmados y satisfechos. Isabel le habría arrojado algo a la cabeza para arrebatarle la fanfarronería de un golpe. En su lugar, se remangó la camisa y mirando al confundido Jim dijo:

—¿Vas a traerme jabón y un barreño o tendré que ir yo misma a buscarlo?

El tono airado de la joven hizo que el anonadado pirata desapareciera al instante.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó May cuando Harrys se reunió con él en el alcázar.

—Tan sólo estoy complaciéndola. —Aún no había perdido la sonrisa de diversión—. Veremos cuanto aguanta. Voy abajo. Si hay algún problema manda a buscarme.

May no le respondió, simplemente le dedicó una severa mirada que Stephen, a su vez, ignoró.

Tenía que poner al día su diario de a bordo. Después del asalto en el que resultó herido no había vuelto a hacer ninguna anotación hasta el día antes, y tenía que ponerlo al día. Aprovecharía que Isabel no estaría en su camarote en lo que restaba de mañana, ya que, si ella hubiera estado allí, seguramente le habría resultado imposible centrarse en la tarea. Su sola presencia lo trastornaba de una manera fuera de lo normal.

 

 

Isabel miró el montón de ropa sucia que tenía ante ella y resopló un tanto angustiada. Se lo tenía merecido, por bocazas. Sin embargo, no dejaría que Harrys se burlara de ella. Terminaría su tarea aunque le llevara todo el día.

Mientras comenzaba a separar las mugrientas prendas, Jim regresó con un par de pastillas de jabón y sendos barreños. La ayudó a recoger unos calderos de agua salada, para remojar la ropa y enjabonarla. El último aclarado lo darían con un poco de agua dulce que tenían almacenada.

La joven se concentró en el trabajo, no sin maldecir al capitán para sus adentros. Pero estaba listo si pensaba que se daría por vencida antes de comenzar. ¡Aún no sabía con quién se las estaba viendo!

Ella misma se sorprendía por aquella determinación que se había afincado en su interior. Nunca había sido una joven problemática ni empecinada, todo lo contrario: solía ser de carácter dulce y comedido. No obstante estaba claro que las experiencias que estaba viviendo le estaban haciendo aflorar un genio del que creía carecer. Y, si ese patán del capitán pensaba que la haría flaquear por tener que ocuparse de los harapos de su tripulación, se llevaría una sorpresa.

 

 

Stephen trataba de centrarse en el cuaderno que tenía abierto ante él, pero su mente no dejaba de volar, llevada por continuas distracciones e imágenes de aquella joven cabellos negros y ojos oscuros que lo tenía totalmente hechizado.

Sacudió la cabeza y volvió a mirar las hojas en blanco, pero entonces lo asaltó el recuerdo de aquellos turgentes senos que había visto, apenas unos instantes, en el tugurio donde la había encontrado. Deseaba posar su boca sobre ellos y lamerlos hasta conseguir arrancar gemidos de placer de aquellos labios tan carnosos y apetecibles. Se estaba poniendo enfermo de sólo pensarlo, de imaginársela entregada, desnuda sobre la cama, con la melena esparcida a su alrededor... El dolor de su entrepierna le hizo comprender que tenía que dejar de tener aquellos pensamientos o bien poseerla de una vez por todas.

Optó por la primera opción, no quería precipitar las cosas. La quería entregada y receptiva, no a la defensiva y esquiva. Esperaría, aunque eso terminara con él y su autocontrol.

Respiró hondo, cerró los ojos y esperó unos minutos, expulsando el aire lentamente, hasta serenarse. Bajó la vista de nuevo hacia la tarea que tenía ante él y comenzó a hacer anotaciones.