27
La habitación no era gran cosa, pero por lo menos estaba limpia.
Tras darse un baño por el que tuvo que pagar una buena propina, se tumbó sobre la estrecha cama. Le dolían todas y cada una de las partes de su cuerpo, le pesaban los párpados, que comenzaban a cerrarse, aliviando, en parte, el escozor de sus ojos.
Quizá fue la certeza de tenerla cerca o el puro agotamiento. Fuera lo que fuese se quedó finalmente dormido.
Esa noche no hubo sueños que lo dejaran temblando de lujuria, ni pesadillas angustiosas que lo hicieran saltar de la cama empapado en sudor. Tan sólo hubo descanso, un reparador y tranquilo descanso.
Sentado en los cómodos sillones del despacho de Mateo Bárcena y disfrutando de unas copas de licor, Tisdale continuaba dándole vueltas al tema de la muchacha.
—Esta noche has estado más callado que de costumbre —preguntó el dueño de la casa.
No añadió nada más, sabía que sería inútil preguntar abiertamente qué lo preocupaba. Sólo se lo contaría si realmente quería hablar sobre el tema. Si no era el caso, daba igual lo que le dijera, que no soltaría prenda.
Pero en esta ocasión, Tisdale, necesitaba la colaboración de Mateo y para ello debería compartir con él parte de la información que poseía.
—Tienes razón —contempló el líquido ambarino que contenía su copa antes de continuar—. Mi presencia aquí no es fruto de la casualidad.
—Nunca lo es —dijo el otro sonriendo y llevándose la copa a los labios, saboreando el magnífico coñac.
—Es cierto, pero en esta ocasión no se trata de negocios. He venido a buscar a una mujer —dijo sin rodeos.
—Esto se pone interesante... —Ahora sí que se sentía intrigado. En lo referente a las mujeres, Robert siempre era muy discreto y reservado.
—No es lo que estás imaginando —aclaró—. Se trata de una joven que podría llevarme hasta... Harrys. —El nombre pareció quemarle el paladar al salir de su boca, pero no se dejó cegar por la furia que lo invadía cada vez que pensaba en aquel mal nacido—. Ha llegado a mis oídos que una muchacha española consiguió escapar de él, tras meses de cautiverio. Estoy seguro, si logro encontrarla, de que me servirá para terminar con ese pirata. —Casi escupió la palabra—. Ella tiene que conocer sus movimientos.
El semblante de Mateo se había vuelto serio. Sabía del odio que el mentado Harrys despertaba en Tisdale y del afán de éste por terminar con él.
—Y ¿sabes dónde se encuentra la mujer?
—No. Mi informador tan sólo supo decirme que la joven había huido de Harrys en un barco español.
—Pero encontrarla puede llevarte meses. Además, ni siquiera es seguro que puedas localizarla.
—Lo sé, pero no puedo dejar de intentarlo.
—Comprendo —respondió asintiendo con la cabeza—. ¿Ya has pensado cómo afrontar la búsqueda?
—La joven era de buena familia. Así que estoy seguro de que su regreso habrá creado cierto revuelo entre la clase acomodada.
—Sí, seguramente.
—Además, cuento con la descripción de la muchacha —hizo una pequeña pausa—. Y curiosamente, se parece bastante a la señorita Fuentes, a la que nos presentaron justamente hoy en el teatro.
—¿Sospechas que pueda ser ella?
—No estoy seguro, pero sería interesante averiguar algo acerca de ella y su familia. Tal vez esté equivocado, pero cuando la señora Manríquez mencionó el ataque de los piratas, me pareció advertir cierto nerviosismo en la joven.
—Eso no quiere decir nada —le indicó Mateo.
—Lo sé, pero no quiero dejar nada al azar.
—Y ¿si fuera ella? —quiso saber Bárcena.
Tisdale observó el contenido de su copa casi vacía, y respondió sin despegar la vista del licor.
—Le pediría información sobre los movimientos de ese canalla, y por fin tendría algo con que presentarme ante las autoridades, denunciarlo y conseguir que lo apresen de una vez por todas. Ha sido escurridizo como una serpiente, pero esta vez no logrará salirse con la suya.
La última frase ya no estaba dirigida a su amigo, simplemente dejó que sus pensamientos salieran de su boca, sin apenas ser consciente de ello.
—Pongamos que estás en lo cierto —continuó Mateo—. ¿Estás seguro de que querrá colaborar contigo?
—Y ¿por qué no iba a hacerlo? —Tisdale regresó de su ensimismamiento. Sus pensamientos habían ido a lo más oscuro de su cerebro, allí donde se albergaban todo el resentimiento y el odio que sentía hacia todo lo que tuviera que ver con el hombre que le había robado a la única mujer que había amado en su vida—. Si se escapó de él, imagino que no le tendrá demasiado aprecio.
Mateo se limitó a asentir.
—Necesito que me ayudes con esto —le pidió—. Tú conoces a mucha gente y tal vez alguien sepa decirnos algo más concreto sobre la chica.
—Está bien. No será difícil averiguar algo más sobre ella.
—Sabía que podía contar contigo —añadió satisfecho, bebiendo el último sorbo de whisky.
Durante el camino de regreso a casa, Isabel había intentado seguir la conversación que Gertrudis y Galván mantenían. Pero el nombre de Tisdale volvía una y otra vez a su cabeza, impidiéndole concentrarse en la charla. Estaba segura de haber oído ese nombre con anterioridad, pero no lograba recordar dónde, ni cuándo. Lo más seguro era que el hombre hubiera realizado negocios en Caracas y su padre lo hubiera mencionado en alguna ocasión. Convencida de que así era, decidió desterrar a aquel hombre y su fría mirada de sus pensamientos definitivamente.
Se despidieron de Galván, que prometió pasar a visitarlas al día siguiente.
Gertrudis parecía encantada, e Isabel tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar el desagrado que le provocaba la idea.
Galván no parecía un mal hombre, pero ella no estaba interesada en corresponder a sus excesivas atenciones. De todas formas, si la dueña de la casa accedía a sus visitas, era muy poco lo que ella podía hacer para mantenerlo alejado.
—Ha resultado una velada deliciosa —exclamó Gertrudis mientras se dirigían al saloncito, donde seguramente las estarían esperando los hombres.
—Tengo que darle las gracias por no mencionar mi presencia en el María Cristina —dijo antes de que la mujer abriera la puerta del salón.
—No me lo agradezcas —dijo mirándola con cariño—. Sé que recordarlo no te hace bien. Así pues, ¿para qué mencionarlo? —dijo encogiéndose de hombros—. Has venido a divertirte y a olvidarte de esa horrible experiencia. Y por lo que a mí respecta, ese episodio nunca ha tenido lugar.
—Gracias —repitió—. Significa mucho para mí contar con su discreción.
—Es lo menos que podemos hacer por ti... Y más teniendo en cuenta que en su momento no fuimos capaces de ayudarte —respondió con pesar.
—Nadie habría podido.
—Bueno, pero quita esa cara tan larga —dijo de nuevo sonriente—, o esos hombres de ahí dentro pensarán que te has aburrido enormemente.
El tono desenfadado y dicharachero de la mujer contagió a Isabel, que mucho más tranquila sonrió abiertamente.
Cuando se reunieron con los hombres, ambas lucían unas espléndidas sonrisas.
—Veo por vuestra expresión, que habéis disfrutado de la velada y de la compañía.
El que habló fue el señor Manríquez, que al verlas entrar se había puesto en pie y caminaba hacia ellas para recibirlas.
—Sí, ha sido muy entretenido.
Isabel notó la expresión divertida de Alberto ante el comentario de su madre y tuvo que morderse el labio para no estallar en carcajadas.
No tardaron demasiado en retirarse cada uno a su cuarto, e Isabel lo agradeció. Había sido una noche extraña y tenía ganas de acostarse y olvidarse de todo.
Stephen se despertó temprano, totalmente restablecido y decidido a encontrarse con Isabel. No obstante, toda su determinación comenzó a flaquear en el mismo instante en que se plantó ante la puerta de la residencia donde se alojaba la muchacha.
Dudando entre hacer sonar la aldaba y bajar nuevamente los peldaños que lo habían acercado a la entrada, de repente se encontró frente a un apuesto joven que retrocedió sorprendido al verlo allí parado.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó Alberto observando al extraño que tenía ante él, y que con su gran cuerpo le bloqueaba la salida.
—He venido a ver a Isabel.
La familiaridad con que se refirió a la joven, provocó una extraña sensación en Alberto.
—¿Es amigo de la familia tal vez? —preguntó el muchacho, tratando de sonsacarle más información.
Stephen estaba comenzando a perder la paciencia con el mozalbete.
—Tal vez. ¿Me haría el favor de avisarla? —A pesar de lo correcto de la petición, Alberto fue consciente de que le estaba dando una orden.
—¿Y a quién debería anunciar? —insistió el joven.
Stephen dudó durante unos segundos, pero finalmente con voz firme y poderosa dijo:
—Dígale que Stephen Harrys quiere verla.
Observó satisfecho que el rostro del muchacho no había demostrado ningún síntoma de reconocimiento al escuchar su nombre.
Con un poco de suerte aquella gente ignoraba lo sucedido y se libraría de tener que dar explicaciones, además de enfrentarse a Isabel.
—De acuerdo —se apartó para cederle el paso hacia el interior—. Iré a decirle que usted está aquí.
Stephen lo vio alejarse y, sin apartar la mirada del lugar por el que desapareció, fue notando cómo todos y cada uno de los músculos de su cuerpo se tensaban. Se sentía igual que si estuviera a punto de realizar un abordaje: excitado, alerta y en tensión, aguardando la confrontación.
Pero ésta podía ser más peligrosa y con peores resultados que el peor de los ataques.
Le hubiera gustado poder observar su rostro al enterarse de que él estaba allí para verla. ¿Sería de miedo, de furia, de alegría...? La incertidumbre amenazaba con volverlo loco.
Un observador cualquiera no se habría percatado de los temores que lo acuciaban, ya que permanecía plantado en medio del recibidor, erguido y poderoso, con el semblante inexpresivo, salvo por la presión que mantenía sus mandíbulas fuertemente apretadas. Por lo demás, era la estampa del perfecto caballero.
O eso pensó Gertrudis al verlo, mientras descendía las escaleras.