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Volver a saborear la dulzura de su boca había resultado mayor tortura que continuar ansiando sus besos. Ahora el deseo era más intenso y su necesidad de ella le resultaba casi insoportable.

Había dedicado el día a vagar por la ciudad sin nada con lo que ocupar el tiempo. Y ahora, de nuevo en el hotel, no hacía más que pensar en ella.

Había sido un necio al perder unos preciosos minutos discutiendo con Isabel. Debería haberle declarado su amor desde el primer instante y tal vez así ahora estaría disfrutando de su compañía. No, ¿a quién quería engañar? El padre de Isabel no le permitiría así como así acercarse a su hija. Tendría que utilizar toda su capacidad de persuasión para convencerlo de que estaba dispuesto a cambiar, a abandonar la emocionante vida llena de batallas y aventuras que había llevado hasta entonces por establecerse y formar un hogar.

La idea le provocó un ligero hormigueo en el estómago que no supo interpretar. ¿Sabría adaptarse a la vida en tierra firme tras llevar casi toda su vida en el mar?

Quizá podría conservar el Lady Catherine y escaparse juntos de vez en cuando para recordar los viejos tiempos.

Se dio cuenta de la sonrisa de bobalicón que adornaba su cara y sacudió la cabeza, ligeramente contrariado ¿Qué le había hecho aquella mujer? ¿Dónde estaba el terrible y temido pirata que acosaba los barcos por las aguas del Caribe?

«No queda rastro de él, amigo», pensó con un deje de tristeza y alegría al mismo tiempo.

Estaba dispuesto a dejarlo todo por conservar el amor de una mujer, por pasar el resto de sus días junto a ella.

Seguramente, su madre se alegraría al conocer la noticia. Ella nunca le decía nada, pero Stephen sabía que detestaba la vida que había escogido. Ahora tenía la oportunidad de satisfacer a las dos mujeres más importantes de su vida.

Al día siguiente, sin falta, regresaría a la casa donde se alojaban Isabel y su padre, y le expondría sus planes.

Sin poder dormir, permaneció tumbado sobre el lecho con las manos tras la nuca, imaginándose cómo sería su vida a partir del día siguiente.

 

 

Muy temprano aquella mañana y sin esperar a que Mateo se levantara, Tisdale abandonó la casa de su amigo.

No soportaba permanecer inactivo mientras aquel perro campaba a sus anchas por Madrid.

Tenía una corazonada y pensaba seguirla. Alquiló un carruaje y dio la dirección que la tarde anterior le había facilitado Galván.

Como había dicho su buen amigo, no creía en las casualidades, y la certeza que se había apoderado de él, tal vez originada por la desesperación, le aseguraba que la mujer que había ido a buscar Harrys era Isabel Fuentes.

Si no ¿por qué se había mostrado tan inquieta y tensa cuando su amiga había sacado el tema del abordaje de los piratas?

Era una lástima no poder contar con la presencia del Holandés, seguro que él le confirmaría sus sospechas.

 

 

Parado a una distancia prudencial de la mansión de los Manríquez, observaba la calle a la espera de que sucediera algo. Como un depredador al acecho, aguardaba el momento ideal para saltar sobre su presa, en paciente espera.

«Esta vez no escaparás», pensó regodeándose para sus adentros.

 

 

Tras varias horas de infructuosa espera, en las que nadie entró ni salió de la casa, comenzaba a pensar que su corazonada no era acertada, cuando un coche se detuvo ante la vivienda.

Una sonrisa de triunfo estiró sus labios, hasta tornarse una mueca macabra y despiadada.

«Lo sabía.» La satisfacción que sintió fue tan grande que se permitió dejar salir de su garganta un sonido estridente y diabólico, que pretendía ser una carcajada.

—Se acerca el final, Harrys.

 

 

Sabía que aún era demasiado temprano para las visitas, pero no le importó. A fin de cuentas lo suyo no era una visita de cortesía.

—Quisiera ver a la señorita Fuentes y a su padre, por favor —pidió con educación al mayordomo que le abrió la puerta.

El sirviente dudó durante unos segundos, para luego retirarse, dejándolo solo en el recibidor.

¿Sería demasiado temprano? No conocía los hábitos de Isabel ahora que volvía a llevar una vida ordenada en la ciudad. Quizá aún no se había levantado.

Pronto salió de dudas al ver descender a Ernesto Fuentes por la escalera. La severa mirada del hombre consiguió tensarlo de tal manera, que comenzaban a dolerle los músculos.

«Esto no va a ser fácil», se dijo tratando de controlarse.

—¿Isabel? —preguntó, intentando mantener un tono de voz sosegado.

—En un momento se reunirá con nosotros. Pero antes quiero tener unas palabras con usted.

Stephen asintió, y sin añadir nada siguió a Ernesto hasta el salón.

—Por favor. —Señaló una de las chillonas butacas.

Mudo, obedeció sabiendo de antemano lo que vendría a continuación.

Ernesto tomó asiento frente a él y tras unos breves instantes en silencio, comenzó:

—Imagino que podrá hacerse una idea de lo complicado que me resulta tenerlo frente a mí —su voz sonaba calmada a pesar de la adusta expresión que mostraba su rostro.

—Sí, me hago cargo.

Comprendía a la perfección cómo debía de sentirse aquel hombre. Él, en su lugar, ya habría saltado sobre su cuello tratando de estrangularlo. Agradeció que el padre de Isabel fuera capaz de mantener la compostura dadas las circunstancias.

—Pero me gustaría aclararle ciertos detalles que usted desconoce.

—Ciertamente carezco de mucha información sobre lo sucedido, pero la que poseo no inclina la balanza a su favor.

—Lo sé. Tan sólo conoce la versión de su hija.

—¿Acaso la suya es diferente? —preguntó elevando las cejas como si el comentario del pirata lo hubiera sorprendido.

—Sé que no hay excusa posible para haberla retenido a mi lado sin permitirle ponerse en contacto con usted. —Tomó aire antes de continuar.

Comenzaba a sentirse ridículo teniendo que dar explicaciones de su comportamiento. Era un bucanero y había actuado como tal, pero sabía que aquella no era la respuesta que el hombre esperaba escuchar. Así que se armó de valor y confesó:

—Me enamoré de ella y la sola idea de perderla me volvía loco. Reconozco que en ningún momento pensé en su sufrimiento y ella tampoco insistió en el tema cuando le aclaré que no estaba dispuesto a deshacerme de ella.

—Y lo dice con toda la tranquilidad... —No sabía si lograría mantener la serenidad durante mucho más tiempo. La arrogancia de aquel hombre lo superaba.

—No estoy tratando de justificarme, tan sólo le estoy exponiendo los hechos. Pero hay un detalle que tanto usted como su hija desconocen. El mismo día que Isabel desapareció, yo me encontraba organizándolo todo para pedirle matrimonio.

—¡Qué oportuno! —No pudo evitar el sarcasmo.

—Puede pensar lo que le plazca, pero es la verdad.

—Y ¿qué clase de vida hubiera sido la de mi hija de haber permanecido a su lado?

—La misma que le ofrezco ahora —afirmó con total serenidad.

—Una vida de peligro y pillaje...

—No, en eso se equivoca —lo interrumpió, dedicándole una sonrisa de suficiencia—. Estoy dispuesto a abandonar la vida que he llevado hasta ahora, igual que lo estuve entonces.

—¿Así de sencillo? —No sabía si creer en la palabra de aquel hombre. El temor de volver a perder a su hija lo hacía mostrarse escéptico.

—Sí, así de sencillo.

 

 

Tras la puerta del salón, Isabel paseaba nerviosa, bajo la atenta mirada de Gertrudis y Alberto.

De vez en cuando se acercaba y trataba de escuchar lo que sucedía tras la oscura y pulida madera, pero no podía oír nada. Al menos, aún no habían comenzado a tirarse trastos a la cabeza, pensó un tanto aliviada.

 

 

—De todas formas —continuó Ernesto profiriendo un profundo suspiro—. No soy yo el que tiene la última palabra en este asunto.

Stephen advirtió que a pesar de no sentir ningún tipo de afecto hacia su persona, el padre de Isabel estaba dispuesto a ceder a los deseos de su hija, si ésta decidía aceptarlo, lo que lo tranquilizó en parte.

Ahora sólo cabía esperar que Isabel acogiera de buena gana su propuesta.

—Entonces dejemos que sea ella la que decida qué es lo que quiere.

Ernesto observó, satisfecho, que la arrogancia del joven se había desinflado en gran medida, al saber que aún tenía que enfrentarse a Isabel y a la decisión que ésta tomara.

Lo que no le impedía continuar preocupado, ya que sabía que Isabel amaba al sujeto y no era difícil imaginar cuál sería su respuesta.

Se dirigió con pasos lentos y pesados hacia la entrada de la sala y abrió la puerta, sorprendiendo a Isabel, que se encontraba nuevamente pegada a ella.

Ernesto le dedicó una mirada de reprobación. Él no la había educado para que espiara tras las puertas. Con una sonrisa de disculpa se apresuró a entrar en la estancia.

Al verla aparecer, Stephen se puso inmediatamente en pie.

 

 

Lo veía más alto y apuesto que nunca. Llevaba el pelo recogido tras la nuca y vestía ropas elegantes. La imagen que tenía ante ella distaba mucho de la que había presentado tiempo atrás, cuando, desaliñado y peligroso, la había comprado al Holandés por una bolsa de monedas. Pero de aquello hacía demasiado tiempo, e Isabel sólo podía ver al hombre que tenía ante ella y que la miraba con los ojos cargados de anhelo y deseo.

Un estremecimiento de placer la recorrió al darse cuenta de ello y caminó decidida hasta donde él se encontraba.

—Isabel... —comenzó a decir, pero la mano en alto de la joven lo interrumpió.

—No sé lo que habéis estado hablando mi padre y tú —le sorprendió el tono cortante de la muchacha, que tomó asiento frente a él y continuó hablando—. Sentaos, por favor —pidió a los dos hombres, que se miraron ligeramente confundidos por la actitud de la muchacha.

—Para empezar, espero que te hayas disculpado ante mi padre, creo que es lo menos que puedes hacer después de lo sucedido. Pero, ése no es el tema ahora. Como comprenderás, no me conformo con un simple «te amo».

Ernesto estaba anonadado por el temple de su hija y lo dura que se mostraba ante el hombre que, supuestamente, amaba.

Otro tanto le sucedía a Harrys, aunque conociendo su temperamento, en realidad tampoco le extrañaba.

—Necesito saber cuáles son tus intenciones y qué planes tienes respecto al futuro. No sueñes, ni por un instante, que volveré a alejarme de mi padre para embarcarme en ese maldito barco abarrotado de tunantes. Tienes que comprender que ésa no es vida para una mujer, y mucho menos estoy dispuesta a vivir con la angustia de estar esperando a que resultes malherido o en el peor de los casos, detenido y acusado de piratería...

Se irritó al contemplar la sonrisa divertida de Stephen.

—No sé qué es lo que te resulta tan gracioso —dijo mostrando su enojo.

—Tú, encanto —aseveró sin dejar de sonreír.

—Veo que mi presencia en esta sala no es necesaria —comentó Ernesto poniéndose en pie—. Creo que mi hija es muy capaz, ella sola, de enfrentarse a esta situación y aclarar las cosas entre ustedes —proclamó mirando a Stephen.

—Nunca pensé lo contrario —comentó divertido, provocando aún más a la irritada Isabel.

No soportaba que hablaran de ella como si no estuviera delante.

—Entonces me voy. —Ya estaba a punto de salir, pero se volvió para añadir—: De todas formas, dejaré la puerta abierta.

Stephen entendió la indirecta a la primera e Isabel dejó escapar un bufido.

Cuando se quedaron solos, Harrys preguntó:

—¿Por dónde íbamos?

—No te hagas el gracioso conmigo —lo reprendió—. Ya conoces mi opinión, ahora es tu turno.

—Me encanta cuando te pones romántica.

Adoraba a aquella mujer, aún no entendía cómo había sobrevivido sin ella todo aquel tiempo.

—Estoy esperando —apuntó, mostrándose impaciente ante el silencioso escrutinio de Harrys.

—No sé qué más quieres que diga, has dejado muy claro cuáles son tus condiciones.

Sabía que con aquel comentario la enfurecería aún más, pero le resultaba tan atractiva y tentadora cuando se enojaba, que no pudo evitar provocarla.

—¡Eres un patán! —le espetó poniéndose en pie exasperada—. Sabes de sobra lo que quiero escuchar.

Comenzó a pasear de un lado a otro, pasando tan cerca de él que su fragancia lo invadió haciéndole perder el hilo de la conversación durante unos instantes.

—¿Que te amo? —interrogó él con gesto inocente.

—Eso ya lo sé —protestó.

—Sí, y se te ve tremendamente emocionada.

—No juegues conmigo Harrys —lo amenazó, plantándose ante él con los brazos en jarras. Por el amor de Dios, iba a terminar con él como continuara provocándola de aquella manera.

—Si no recuerdo mal, no hace mucho tiempo, te encantaba que jugara contigo.

Ante la voz ligeramente enronquecida y el brillo peligroso que vio en sus ojos, decidió poner distancia entre ellos. Si permitía que le pusiera un solo dedo encima, perdería la cabeza y ni la puerta abierta, ni el mismo demonio, conseguirían arrancarla de sus brazos.

—¿No puedes hablar en serio por una vez en tu vida? —suplicó frustrada.

Claramente estaba jugando con ella, pero necesitaba escucharlo decir lo que ella esperaba.

—Está bien, me dejaré de tonterías.

Se puso en pie y sin prisa se acercó a ella. La tomó de las manos y preguntó:

—Isabel Fuentes ¿me concederías el honor de ser mi esposa? Te prometo que cuidaré de ti y de nuestros hijos...

«Hijos de Stephen», pensó emocionada. La idea le resultó de lo más atractiva.

— ...te seré fiel hasta el final de mis días...

«Ése también es un punto importante a tener en cuenta», caviló satisfecha.

— ...y por ti estoy dispuesto a convertirme en un aburrido burgués.

—¿Eso quiere decir que dejarías... el mar? —en el fondo ése era el centro del problema y los dos lo sabían.

—Por ti dejaría hasta de vivir, si con ello pudiera garantizar tu felicidad.

Ya no sonreía y sus ojos expresaban todo el amor y el deseo que albergaba en su interior por ella. «Pero yo no sería feliz si tú no estuvieras a mi lado», se dijo a sí misma sin poder reprimir las lágrimas. Sin pensarlo dos veces se arrojó a sus brazos. Necesitaba sentirlo contra su cuerpo, saborear de nuevo su boca. Se fundieron en un tórrido beso que los hizo olvidar dónde se encontraban, hasta que un carraspeo a sus espaldas puso fin a aquel delicioso momento.

—Imagino que ya habéis arreglado vuestras diferencias —comentó Ernesto con tono malicioso.

No estaba del todo satisfecho con aquella relación, pero era lo que su hija había decidido y no sería él quien la obligara a escoger entre ambos. Prefería tener un pirata como yerno, que perder nuevamente a su hija.

—Papá, vamos a casarnos —aclaró Isabel radiante de felicidad, como si realmente fuera necesario aclararle la situación.

—Sólo espero que no tengas que arrepentirte de esta decisión, hija mía.

—¡Papá...! —protestó.

—No lo hará, puede estar tranquilo —aseveró Stephen.

—Bien. Hay algunos puntos en los que me veo obligado a insistir.

Las miradas confundidas de la pareja no lo detuvieron.

—En primer lugar, Isabel permanecerá bajo mi custodia hasta el día que se convierta legalmente en su esposa. —Alzó la mano para detener la protesta del inglés—. En segundo lugar, deberá liquidar todos los asuntos que pueda tener pendientes y sólo entonces, y tras un tiempo, digamos, prudente, podréis contraer matrimonio.

—¡Papá...! —volvió a protestar Isabel, golpeando el suelo con el pie.

Aquel gesto infantil lo hizo volver atrás en el tiempo, cuando siendo una niña, lo utilizaba cada vez que no lograba salirse con la suya. Pero ya no era su niña pequeña, ahora era una mujer, pensó con nostalgia, y pronto pertenecería a otro hombre.

En realidad hacía mucho que ya le pertenecía, reconoció no sin cierta tristeza.