5
—¡Necesito bañarme! —apuntó una mañana al entrar en el camarote del capitán.
Él la miró de arriba abajo, pero no dijo nada.
—Llevo más de dos semanas sin bañarme —protestó desafiándolo con la mirada.
—Come —ordenó el hombre de forma seca.
Isabel entrecerró los ojos, pero obedeció y se sentó a la mesa. Tomó un trozo de pan duro y una tajada de carne fría. Masticó durante unos minutos los alimentos, manteniendo una actitud meditativa.
—¿Así es cómo pensáis sacar un buen pellizco conmigo? ¿Presentándome sucia y con aspecto de pordiosera?
El tono despreocupado de la joven no engañó al pirata, que no tuvo más remedio que observar el acierto de aquellas palabras. Faltaban un par de días, tres a lo sumo, para llegar a su destino. Quizá no fuera tan descabellado desperdiciar un poco de agua con la moza. No podía negar que, en aquellos momentos, su aspecto no era demasiado tentador.
Sin hacer ningún comentario abandonó el camarote, dejándola sola.
Isabel continuó comiendo sin preocuparse en exceso por la repentina marcha de Hanks.
No tardó en regresar. Isabel apenas levantó la mirada del plato, ignorándolo totalmente.
Lo escuchó revolver dentro de los arcones que había junto a la puerta, pero no se volvió para ver qué era lo que buscaba con tanto empeño.
Para su sorpresa, el capitán extendió ante ella un vestido verde esmeralda de tafetán, que habría sido bonito de no ser por el indecoroso escote.
—Te darás ese baño que tanto dices necesitar y te pondrás este vestido.
Lo dejó caer sobre el regazo de la muchacha.
—Debe de ser una broma. Con ese vestido pareceré una... ramera. —La palabra le quemó la boca al pronunciarla.
La sonrisa torcida del capitán fue respuesta suficiente para ella.
—De eso se trata, preciosa.
—Me niego a ponerme una prenda tan... tan vulgar.
—Tú decides —se encogió de hombros—: baño y vestido, o continúas como estás —contestó como si fuera un ofrecimiento mientras se sentaba frente a ella.
—Me quedo como estoy —respondió alzando la barbilla a la vez que arrojaba el vestido sobre una de las sillas libres.
Lamentaba perderse el baño, pero no se pondría aquel vestido tan indecente por nada del mundo.
—Como quieras. —El capitán miró despreocupado sus uñas—. Tendré que recurrir a otros métodos para conseguir que paguen el precio que pediré por ti.
—¿Qué métodos? —preguntó con la voz ya no tan segura y los ojos entornados.
—Bueno… —suspiró volviendo a mirarla a los ojos—. Tal vez los compradores quieran ver lo que se esconde bajo el mugroso vestido que llevas.
Volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable a la que Isabel seguía sin acostumbrarse.
Sus palabras calaron en su cerebro como arpones afilados.
—¿Pretendéis que me desnude para...?
No pudo continuar, las palabras se le atascaron en la garganta, negándose a salir.
El pirata se encogió de hombros sin perder su sonrisa y un brillo de triunfo se instaló en su mirada.
—Tú decides.
—No seréis capaz… —exclamó horrorizada.
La gran carcajada de Hanks le hizo darse cuenta de lo equivocada que estaba.
—No te confundas preciosa. Soy un hombre de negocios, haré lo que sea necesario para obtener un buen precio por ti.
—¡Sois despreciable! —escupió.
Hizo caso omiso del comentario y poniéndose de nuevo en pie, recogió el vestido que Isabel había desechado minutos antes y lo alzó ante ella.
—Vestido o... nada.
Se le secó la garganta y tragó saliva con dificultad. Finalmente y de mala gana cogió el vestido que sostenía en alto ante ella, pero no dijo ni una palabra. Tan sólo lo fulminó con la mirada; todo el odio y el resentimiento que sentía se reflejó en sus oscuros ojos.
Hanks enarcó su tupida y desordenada ceja y dejó que sus labios, poco a poco, se curvaran en una sonrisa de satisfacción.
La muchacha tenía carácter, lo había demostrado durante todo el viaje, pero el fuego que desprendían sus ojos en aquellos momentos le hizo ver lo apasionada que podía llegar a ser.
¡Ah!, eso sin duda aumentaría su valor de forma considerable.
—Te dejaré sola, para que disfrutes del baño.
Como si hubieran estado esperando sus palabras, la puerta se abrió dando paso a dos de los hombres del capitán que portaban una tina y calderos de humeante agua.
Antes de irse y dejarla sola, le entregó un lienzo aceptablemente limpio para secarse y una pastilla de jabón.
La agradable sensación de sentirse nuevamente aseada se vio empañada cuando, finalmente, se puso el vestido verde que le había entregado el capitán.
El escandaloso escote era peor de lo que ella había imaginado. Era tan bajo que mostraba casi la totalidad de sus senos.
Tiró hacia arriba, desesperada, tratando de esconder bajo la escasa tela la corona rosada de sus pezones, que de otra manera quedaban a la vista.
Por una vez dio gracias al cielo porque su padre no estuviera allí para presenciar aquel lamentable espectáculo.
Estaba tan ensimismada tirando del vestido y procurando que sus pechos no escaparan de él, que no escuchó la puerta que se abría a sus espaldas.
El capitán la observó con detenimiento. No se había equivocado, el vestido le sentaba de maravilla, ciñéndose a su estrecha cintura y resaltando sus redondeadas caderas.
La larga cabellera negra caía, aún húmeda, en suaves rizos sobre la espalda de la joven.
Un brillo lujurioso cruzó sus ojos, pero en seguida apartó esos pensamientos de su mente. No merecía la pena estropear una mercancía tan estupenda por un capricho tonto. Una vez en tierra disfrutaría de los favores de alguna moza bien dispuesta...
—Tenías razón, preciosa.
La potente voz la sobresaltó, haciéndole dar un bote mientras se volvía hacia el hombre y se tapaba el escote con las manos.
—Necesitabas ese baño, y veo que el vestido te queda perfecto...
—Yo no diría tanto —respondió enojada—. Es totalmente indecente, me siento completamente desnuda con él.
—Te sentirías más sin él, ¿no crees?
El tono burlón del capitán no hizo sino aumentar su enfado.
—Disfrutáis con todo esto, pero a mí no me hace ninguna gracia en absoluto.
Sólo se dio cuenta de que sus manos ya no estaban sobre el escote cuando los ojos del capitán brillaron de una manera diferente, para nada tranquilizadora. Era obvio dónde había ido a parar su mirada y, sin perder más tiempo, Isabel, volvió a cubrirse el pecho lo mejor que pudo.
Hanks dio un paso hacia ella que la hizo retroceder.
—No hay duda de que eres un bocado muy jugoso, preciosa —dijo acercándose aún más.
Isabel trató de alejarse, pero comprobó horrorizada que la mesa le impedía continuar poniendo distancia ente ellos.
Le temblaban las piernas y le costaba respirar. La sola idea de que aquel hombre le pusiera una de sus sucias manos encima le resultó de lo más repugnante. Y por su mirada era evidente que estaba pensando en hacerlo.
Los pechos redondeados y turgentes le resultaron del todo apetecibles. Quizá mereciera la pena perder unas monedas y disfrutar de aquella criatura que tenía ante él...
Finalmente recuperó la cordura y, a pesar del deseo que sentía por la muchacha, decidió dejarla tranquila.
En otra época habría disfrutado tratando de someter a la fierecilla, pero ya estaba viejo y prefería la entrega voluntaria de una mujer bien dispuesta. Además, era lo suficientemente codicioso como para no perder ni una sola moneda en aquel negocio. ¡Que fuera otro el que peleara con ella!
Isabel notó el cambio en la mirada del capitán, pero, recelosa, se escabulló tras la mesa.
Hanks sonrió ante la actitud de la joven, y no dijo nada. Sin mediar palabra, se encaminó de nuevo hacia uno de los baúles y rebuscó en su interior.
Desde su posición, Isabel vigilaba todos sus movimientos.
Cuando él se volvió se preparó por si tenía que salir corriendo, aunque lo cierto era que no sabía hacia dónde.
Se sorprendió cuando una chaquetilla corta, a juego con el vestido, resbaló sobre la mesa.
—Será mejor que te pongas eso —señaló la prenda—, por lo menos mientras dure el viaje.
No hizo falta que se lo dijera dos veces. Con un rápido movimiento alcanzó la chaqueta y se la puso a toda velocidad.
Afortunadamente, contaba con un par de botones que servían, precisamente, para cerrarla sobre el pecho descubierto del vestido.
Aliviada por fin, se enfrentó de nuevo a Hanks.
—¿Puedo irme ya?
—Sí, vete.
La vio dirigirse a la puerta muy estirada y sin perderlo de vista en ningún momento.
Divertido hizo un amago de ir tras ella. Isabel soltó un gritito y corrió rauda hacia la salida.
Una vez en el pasillo pudo escuchar las carcajadas de diversión del capitán.
—Cretino —masculló entre dientes, mientras dejaba que el marinero la acompañara hasta su camarote.
Después de tantos días, por fin el hombre había dejado de arrastrarla del brazo de un lado a otro. Ahora se limitaba a ponerse tras ella mientras cruzaba el pasillo.
Una y otra vez, a lo largo de la mañana, se preguntó a quién habría pertenecido aquel vestido. Era evidente que no había sido una dama.
¿Habría sido de alguna amante del capitán? Quizá…
Aunque se veía bastante nuevo, tal vez lo había comprado con la intención de regalárselo a alguna mujer. O, lo más probable, lo habría conseguido en alguno de los muchos saqueos llevados a cabo a lo largo de su carrera como filibustero.
Los sonidos del barco, el crujir de las maderas y los gritos de las gaviotas la adormecieron ligeramente.
¿Gaviotas? Sí, eran gaviotas, eso quería decir que pronto llegarían a su destino, fuera cual fuera.
No pudo evitar cierto regocijo ante la idea de dejar para siempre aquel maldito barco.
Sin embargo, la alegría le duró poco. No podía olvidar que una vez en tierra el capitán pretendía venderla. Desanimada, se dejó caer de nuevo sobre el jergón, enterrando el rostro entre las manos.
Aquellos nefastos pensamientos añadieron nuevas preocupaciones a las que la atormentaban desde hacía días.
De todas formas, trató de consolarse pensando que una vez en tierra quizá le sería más fácil escapar y, de una manera u otra, tratar de encontrar a su padre. Si es que aún continuaba con vida...
Más que su propio destino, le entristeció la idea de que tal vez su querido padre no hubiera sobrevivido. Eso sería peor que cualquier otra cosa que le pudiera pasar a ella.
Si su padre estuviera muerto, ella estaría sola en el mundo, sin saber a quién recurrir o a dónde ir, en el caso de que lograra escapar.
Sacudió enérgicamente la cabeza como si de esa manera pudiera expulsar de ella todos aquellos pensamientos que tanto la torturaban y la entristecían.
No se daría por vencida, no se dejaría llevar por la melancolía, tenía que estar preparada para lo que sucediera y no podía perder ni una sola oportunidad, por pequeña que fuera, de intentar librarse del destino que el capitán le tenía preparado.
Con ese convencimiento pasó el resto del viaje, hasta que avistaron tierra.
Hanks estaba de mejor humor y hasta su custodio le dedicó una leve sonrisa al acompañarla de vuelta al camarote.
Ella no se mostraba tan entusiasmada, pero no tenía sentido negar lo evidente. Su encierro llegaba a su fin. Sólo rezaba para no caer en peores manos que las del pirata que la retenía. Sin embargo, nadie medianamente decente haría negocios con alguien de su calaña.
Todos sus temores se vieron respaldados por la deprimente imagen del puerto en el que atracaron al caer la tarde.
Sin duda era una de las muchas islas del Caribe que servían de refugio a forajidos y desarrapados.
Los rostros sucios y desdentados con los que se encontró nada más abandonar el barco en compañía de su captor, así se lo dejaron ver, terminando con sus esperanzas de ser vendida a alguien medianamente respetable que atendiera sus súplicas y la devolviera sana y salva a su padre.
Había decidido pensar positivamente respecto a la supervivencia de su progenitor, ya que de otra manera no encontraría la fuerza y el valor para enfrentar lo que se avecinaba.
Hanks la sacó del barco cogida del brazo, pero de una manera protectora. Por lo que casi se sintió agradecida.
Eran muchos los hombres que lo saludaban, síntoma de que era un hombre conocido por aquellos lares.
También fueron muchos los que le dedicaron comentarios soeces a ella, que instintivamente se arrimó al pirata en busca de protección. Resultaba irónico que su protector fuera precisamente el causante de todos sus males. Sabía que para él representaba, tan sólo, una bolsa llena de monedas, pero también era consciente de que no permitiría que aquellos despojos estropearan su valiosa mercancía. Por lo menos hasta que efectuara su venta.
Tuvo que reprimir una arcada, al entrar en el tugurio donde Hanks la llevó.
El humo y el olor a rancio llenaban el ambiente haciendo que respirar resultara una tarea trabajosa.
Los hombres, entregados a la bebida y al juego, manoseaban a las camareras ligeras de ropa, y no tenían mejor aspecto que los del exterior.
Su angustia crecía por momentos y el nudo de su garganta se extendió hasta su estómago.
El vestido verde era demasiado llamativo y atrajo más de una mirada lasciva sobre ella, a pesar de que llevaba bien cerrada la chaquetilla.
El capitán pirata la acompañó hasta una mesa, donde le indicó que tomara asiento.