12
A la mañana siguiente se vistió con las ropas que Harrys le había indicado tras levantarse y se dirigió a la cocina, donde John ya trajinaba con sus ollas.
Además de aquellas ropas, visiblemente más pequeñas que las que había llevado hasta entonces y que se adaptaban mejor a su estatura, Harrys también le había proporcionado una camisa para dormir, amenazándola con ponérsela él mismo si volvía a encontrarla vestida y oliendo a comida en su cama. En otro momento habría protestado, pero se dio cuenta de que el uso de aquella prenda la ayudaría en su tarea de seducir al capitán, siempre y cuando se atreviera a hacerlo. No obstante, lo peor no era si no estaba segura de saber cómo llevarlo a cabo.
Prefirió no pensar demasiado en ello, porque la sola idea hacía que su estómago se le encogiera de los nervios. Además, estaba segura de que tan sólo tendría que insinuarse ligeramente y Harrys haría el resto. De hecho, el pirata ya le había dejado muy claro para qué la quería en su camarote. Así pues, se centró en su trabajo y expulsó aquellas ideas de su cabeza. Cuando llegara el momento ya pensaría en ello; o tal vez no, porque si lo pensaba demasiado seguramente se echaría para atrás.
Aquel día prácticamente no había abandonado la cocina: había comido allí y solamente se había permitido un pequeño paseo por cubierta, eso sí, después de haberse asegurado de que el capitán pirata no se encontraba en ella.
Apoyada sobre la baranda de proa, contempló el inmenso océano y el cielo ligeramente cubierto de nubes que se extendían ante ella. A pesar de la sensación de soledad que la embargaba cada vez que contemplaba aquella estampa, tenía que reconocer que también le gustaba. El sonido del agua chocando contra el casco del barco al avanzar incansable sobre ella, las nubes que corrían, como si los retaran, empujadas por el mismo viento que inflaba las velas y los arrastraba hacia adelante, hacia un destino incierto… tan incierto como su futuro.
Un leve escalofrío la recorrió de pies a cabeza, al pensar que, en pocas horas, el sol comenzaría a descender, perdiéndose tras la línea del horizonte e indicando el momento en que debería enfrentarse a su decisión. Era algo que tenía que hacer y cuanto antes mejor. Si Harrys la poseía, lo más probable es que perdiera el interés al instante o al cabo de poco tiempo, y eso le permitiría irse de su lado. Y si no era así, siempre tenía la opción de tratar de escaparse. Si se le presentaba la oportunidad de huir, no iba a desaprovecharla en absoluto.
Escuchó el comentario ligeramente grosero de uno de los miembros de la tripulación al pasar cerca de ella, pero no le hizo caso y continuó contemplando la llegada del atardecer.
Los hombres de Harrys parecían haberse acostumbrado a su presencia en el barco, y el hecho de que se hubiera ganado a Big John era como una especie de salvoconducto entre aquella chusma. Aun así, de vez en cuando alguno de ellos le dedicaba alguna grosería, pero ya había dejado de escandalizarse, tal vez acostumbrada ya al lenguaje vulgar y soez de aquellos marineros. Casi le hizo gracia pensar en la cara que pondrían las damas de Caracas si pudieran oír algunas de las expresiones que aquellos hombres utilizaban continuamente y sin ningún tipo de reparo. ¡Estaba segura que más de una necesitaría un frasquito de sales bajo la nariz para no terminar desmayada!
Cuando Harrys entró en el camarote, Isabel ya se había puesto la camisa de dormir y doblaba con cuidado sus ropas, dejándolas sobre uno de los arcones. Stephen no pudo evitar recorrer con la mirada la parte de sus piernas que quedaba expuesta bajo el borde de la prenda. Los delgados tobillos y las suaves curvas de las pantorrillas se le antojaron encantadoras. Sus pequeños pies descalzos, le hicieron desear acariciar cada uno de sus dedos con la lengua, para luego subir poco a poco hacia arriba y... Soltó una maldición entre dientes y apartó la mirada del objeto que despertaba sus deseos de manera tan desmesurada.
Isabel, aunque lo había oído entrar, prefirió mantenerse ocupada para tratar de detener el temblor de sus manos. Pero el gruñido a su espalda la obligó a girarse.
—¿Sucede algo? —preguntó con gesto inocente.
—No —respondió de forma brusca mientras comenzaba a despojarse de la camisa.
Era evidente que no se encontraba de muy buen humor, pero tenía que intentarlo. Si lo posponía, seguramente perdería todo el coraje que había estado acumulando en el trascurso del día y no volvería a sentirse capaz de hacerlo.
Al ver el apósito que cubría su costado tuvo una idea que quizá podría darle el pie que necesitaba para lanzarse.
—¿Cómo está tu herida? —interrogó a la vez que señalaba su costado con un gesto de la barbilla, procurando que sus ojos no fueran a parar al imponente pecho que tenía ante ella.
—Mejor.
—Habría que cambiar ese vendaje. —Esperó alguna respuesta, pero como él no decía nada continuó—: Puedo ocuparme de ello, si quieres.
Clavó su mirada en la de ella y la observó durante unos minutos sin responder. No sabía cómo tomarse aquel ligero cambio de actitud, pero tampoco iba a desaprovecharlo.
Sonrió levemente, elevando apenas la comisura de sus labios.
—Sí, por qué no.
La idea de sentir aquellos pequeños dedos sobre su piel aunque fuera para cambiar el vendaje, le hicieron excitarse de inmediato, anticipándose a lo que podría venir después, al menos en su imaginación.
—Hay vendas limpias en aquel baúl.
Isabel asintió y fue a buscarlas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar y disimular el temblor de sus manos cuando se volvió de nuevo hacia él. Harrys continuaba en pie, ante ella, observando sus movimientos.
Al acercarse, no pudo evitar posar la mirada sobre la piel dorada del impresionante torso que tenía ante ella. Y sintió deseos de deslizar los dedos sobre él, de acariciar los anchos hombros y los fuertes brazos, donde cada músculo, tendón o vena, se marcaba de forma clara, evidenciando la fuerza que poseían.
Stephen, divertido a pesar de todo, carraspeó para hacerla regresar de donde quiera que estuviera.
Azorada, alzó los ojos y se encontró con los de él que la miraban con un brillo que no supo interpretar.
Con dedos aún temblorosos retiró el apósito, humedeció un paño y limpió los bordes de la herida, que presentaban ligeros restos de sangre reseca.
—Tiene buen aspecto —comentó, ahora más concentrada en su labor.
Lo secó con suavidad y procedió a vendarlo nuevamente.
No pudo dejar de notar lo caliente que estaba la piel del capitán bajo sus manos, pero continuó con lo que estaba haciendo sin demorarse.
Stephen la miraba con detenimiento, mientras ella se afanaba en el cuidado de su herida.
Era una muchacha realmente adorable. El arco perfecto de sus cejas era el marco ideal para sus maravillosos y expresivos ojos. Sus labios, ligeramente carnosos y del color de un buen vino, eran tan apetecibles como el mejor de los caldos españoles.
Apartó un mechón de cabello que había escapado del sencillo recogido que llevaba tras la cabeza. Al hacerlo, dejó que sus dedos rozaran su mandíbula. Había esperado un gesto de disgusto o protesta por su parte, pero tan sólo alzó los ojos y lo miró con intensidad durante unos segundos. El irrefrenable deseo que se estaba apoderando de él le hizo apretar la mandíbula cuando ella bajó la mirada y continuó con su trabajo.
Isabel pensó que, después de todo, tenía que agradecer que el capitán fuera un hombre atractivo y que tuviera un cuerpo espectacular. De este modo, quizá no le resultara tan difícil entregarse a él. No es que hubiera dejado de preocuparla lo que estaba a punto de hacer, pero, por lo menos, su atractivo le haría la tarea menos desagradable.
Estaba casi segura que, de haberse conocido en otras circunstancias, se habría sentido tremendamente atraída por él. Era una lástima que fuera un pirata y que ella sólo fuera a utilizarlo para conseguir su objetivo: huir de él y de los de su calaña.
Stephen contuvo la respiración cuando la pequeña mano de Isabel se posó sobre su pecho.
—Ya está —dijo sin separarse, acariciando levemente y como distraída el suave y ensortijado vello que le cubría el pecho.
No se movió, y ella no sabía qué hacer a continuación. Alzó la mirada y vio que a él también se le había soltado un mechón de cabello. Imitó su gesto y se lo llevó hacia atrás, descubriendo al hacerlo el aro dorado que pendía de su oreja. Deslizó los dedos sobre el lóbulo, rozando el frío metal, para después recorrer la firme mandíbula en su descenso.
La sonrisa lobuna apareció en sus labios y sin mediar palabra la atrajo hacia él, pegándola a su boca.
Se sorprendió de la suavidad de sus labios, el agradable modo en que se movían sobre los de ella. Lamiéndolos y succionándolos con delicadeza.
Apoyó las manos sobre sus hombros, comprobando la fuerza que se escondía bajo la suave y ardiente piel del pirata.
Un gemido de satisfacción escapó de los labios de él. La apretó aún más contra sí, pegándola a su excitado cuerpo, notando las delicadas curvas que se escondían bajo la camisola.
A pesar de que sabía que aquello no era más que algo que se había impuesto a sí misma para conseguir un fin, no podía negar que le resultaba agradable.
Sintió las manos grandes y fuertes apoyadas sobre sus caderas, que la obligaban a permanecer tan cerca que podía sentir la dureza de su miembro contra el vientre. La deseaba, de eso no cabía duda, y ella pensaba aprovecharse de ello. Le rodeó el cuello con los brazos y lo incitó a continuar.
Si se sorprendió cuando le introdujo la lengua en la boca, Stephen no lo notó. La hostigó y la provocó, hasta que la de ella respondió a sus embestidas uniéndose de manera torpe a la de él en aquella sensual y húmeda danza.
La alejó ligeramente, lo necesario para desatar las cintas de la camisa. Abandonó su boca durante unos segundos, lo justo para desembarazarse de la prenda, que ya comenzaba a estorbarle.
Isabel tenía las mejillas encendidas y la respiración agitada. Observó goloso aquellos maravillosos pechos que ya había vislumbrado durante unos instantes la noche que la descubrió en compañía del Holandés, y comprobó que eran más tentadores aún de como los recordaba. Se inclinó para alcanzar uno de ellos con su boca, dedicándole toda su atención, mientras sus manos agarraban con fuerza las firmes y redondeadas nalgas, apretándola nuevamente contra él.
Isabel ahogó una exclamación ante la nueva caricia. Ahora la lengua de Harrys se movía, juguetona contra su pezón que se erguía, duro, dentro de su boca.
Cerró los ojos mientras trataba de mantener la cabeza despejada y en su sitio, pero cada vez le resultaba más difícil conseguirlo. El torbellino de sensaciones que aquel hombre estaba despertando en su cuerpo se estaba adueñando de su mente, anulando cualquier intento por su parte de mantener el control de la situación.
Demasiado tarde se dio cuenta de que lo había perdido, que estaba en sus manos y que él era el que dominaba el juego. Sin apenas darse cuenta, se encontró sobre el lecho.
Tumbada boca arriba entornó los ojos, curiosa, cuando el capitán se despojó de sus pantalones.
Apenas tuvo tiempo de adivinar la protuberancia inhiesta que nacía en su entrepierna, porque Harrys se reunió con ella en el lecho inmediatamente después de quedar completamente desnudo, privándola de saciar su curiosidad respecto a aquella parte en concreto de su estupenda anatomía.
Él la recorrió con la mirada, ansiando saborear cada rincón de aquel adorable cuerpo.
No perdió tiempo y se puso a ello, comenzando por los generosos pechos, agasajándolos con sus caricias y sus besos. Poco a poco, fue dejando que sus labios rozaran la tersa piel del abdomen, resbalando hasta el ombligo, pequeñito y poco profundo, donde jugueteó con su lengua, provocándole unas ligeras cosquillas que la hicieron reír. Mordisqueó las caderas, suaves y redondeadas, totalmente femeninas.
Las piernas delgadas, de carne prieta, fueron las siguientes en disfrutar de sus atenciones. Para cuando la lengua de Stephen llegó a las corvas, Isabel, se sentía enfebrecida.