13
Deseaba acariciarlo igual que él la acariciaba a ella, quería sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo. Necesitaba algo, no sabía lo que era, pero su cuerpo parecía estar pidiéndolo a gritos.
Enredó los dedos en los largos y oscuros cabellos del capitán y tiró de él hacia arriba, acercándolo a su boca que reclamaba, exigente, las atenciones del pirata.
Satisfecho y sin ningún problema, le dio lo que quería. Pero en esta ocasión sus besos no fueron tan gentiles como al principio. Ahora, aquella boca le exigía, la provocaba y la excitaba de una manera mucho más ruda, más urgente y apasionada.
Se aferró a él con desesperación y dejó escapar un gemido de frustración. No le bastaban sus besos; necesitaba más, mucho más.
Stephen sabía que estaba lista para recibirlo en su interior; había alargado el momento hasta llevarla al límite del deseo, la quería bien dispuesta y vaya por Dios si lo estaba.
Le separó las piernas y se colocó entre ellas. Antes deslizó su mano entre los dos cuerpos, encontrando el estrecho y húmedo canal preparado para acogerlo en su interior.
La ligera caricia arrancó un gemido a Isabel, que comprendió en ese instante, donde residía su necesidad.
No se demoró más, se hundió en ella despacio, hasta chocar con la barrera virginal.
Por la actitud de la muchacha hubo momentos en que llegó a dudar de su inocencia, pero no se había confundido. Ella era virgen.
Volvió a hundirse en su boca, con una mano se apoderó de uno de sus senos, lo mordisqueó, lo apretó y lo acarició haciéndola sentir mil sensaciones a la vez. En el momento que, con una fuerte embestida, la penetró por completo, estaba tan centrada en lo que le estaban haciendo su mano y su boca, que apenas notó un ligero pinchazo.
Sin dejar de besarla, comenzó a moverse dentro de ella. Primero despacio, saboreando cada nueva penetración sintiendo cómo su miembro se hundía en ella poco a poco y cómo lo envolvía con su calor.
Isabel abrió los ojos sorprendida, jamás hubiera imaginado que aquello iba a ser así, la plenitud que experimentaba al tenerlo dentro de ella.
Él tenía los ojos cerrados, las mandíbulas apretadas, como si se estuviera conteniendo. Se movió debajo de él, incitándolo inconscientemente. Stephen aumentó el ritmo, cada vez se movía más de prisa, empujando más adentro, hasta el fondo. Cerró nuevamente los ojos, incapaz de mantenerlos abiertos por más tiempo, gozando con lo que le estaba haciendo.
El gritito de placer que soltó, fue música para los oídos de Stephen, que perdiendo por completo el dominio de la situación, alcanzó el orgasmo con unos rápidos y duros empujones finales.
Cuando lo sintió desplomarse sobre ella, tardó unos momentos en abrir los ojos, tenía la respiración entrecortada y el corazón le palpitaba acelerado.
Sintió el deseo de acariciarle el pelo, apartárselo de la cara y besarlo. Pero no hizo tal cosa, no tenía que mostrarse tierna, tan sólo complaciente. No quería que la situación se le escapara de las manos enamorándose de aquel hombre. A fin de cuentas, él la retenía contra su voluntad y la trataba como si sólo fuera una posesión. A pesar de todo, no pudo negar, que lo que habían compartido había sido maravilloso, casi mágico. Por un momento, antes de que él se derrumbara saciado sobre ella, creyó poder alcanzar las estrellas. Pero la sensación desapareció en el mismo instante en que él dejó de moverse en su interior, devolviéndola, afortunadamente, a la cruda realidad.
Se desplazó hacia un costado del lecho, sintiendo tener que separarse de aquel cuerpo suave y cálido. Se retiró el cabello del rostro, echándoselo hacia atrás con las manos. La miró con atención, escrutando su rostro y preguntó:
—¿Te he hecho daño? —su voz aún sonaba ronca.
Negó con la cabeza, sin añadir ningún comentario, pareció satisfecho con su respuesta.
Una vez que estuvieron bajo las mantas y con ella apoyada sobre su pecho, dejó que su mano paseara distraída por la piel de la muchacha, con una caricia lenta y relajante.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó directamente.
Isabel se sorprendió con la pregunta, y se tensó ligeramente entre sus brazos.
—No sé a qué te refieres… —Era imposible que Harrys hubiera descubierto sus intenciones; pero, entonces, ¿por qué le hacía aquella pregunta?
—Vamos, encanto, ayer mismo me habrías arrancado la cabeza si hubiera intentado tocarte.
Isabel trató de encogerse de hombros.
—¿Por qué retrasar lo inevitable...? —respondió, esperando sonar convincente.
Una sonrisa de triunfo se instaló en los labios del capitán. Después de todo, la pequeña arpía no era tan inmune a sus encantos como había querido hacerle creer.
—Chica lista.
Isabel no se movió de la posición en la que se encontraba, no se atrevía a enfrentarse a su mirada, pero por el tono de voz supo que su explicación había resultado de su agrado y que se había quedado satisfecho con ella.
Un poco más relajada, se dejó arrastrar al mundo de los sueños, acompañada con las suaves y tiernas caricias que Stephen continuaba propinándole.
Ciertamente se sentía satisfecho con lo que acababa de suceder. Le hubiera gustado poder controlarse y darle a ella tanto placer como el que había conseguido él mismo, pero el deseo acumulado le había impedido dominarse. Ahora más que nunca sabía que no había tirado el dinero que había pagado por ella al Holandés. Ella valía más que cualquier tesoro o botín, era como un gran diamante en bruto, al que había que pulir. Cuando él terminara con ella, sería la joya más perfecta y deseable que cualquier hombre podía ansiar tener en su lecho. Y era suya, toda, entera y para siempre.
Con esas ideas estimulando su imaginación, cayó en un sueño ligero, en el que no pudo evitar soñar con la belleza morena que tenía junto a él.
Aunque ya había amanecido hacía rato, Isabel permanecía tendida en la cama. Pensar en levantarse y acudir a la cocina a ayudar a John era lo que menos le apetecía en aquellos momentos. Parecía que su cuerpo, extrañamente relajado, se negara a ponerse en marcha.
Por fin se había autoconvencido para salir del lecho, cuando unos golpes en la puerta la hicieron cubrirse nuevamente hasta el mentón.
—¡Adelante! —gritó.
—Buenos días —saludó Paul, asomando la cabeza por detrás de la puerta entreabierta—. Me envía el capitán. Quiere que se quede en el camarote hasta que él baje a buscarla.
Aquellas palabras provocaron la inmediata cólera de la muchacha, que a punto estuvo de saltar del catre, sin recordar que estaba en cueros. Por suerte lo recordó antes de encararse al joven que la miraba desde la entrada.
—¡Cómo se atreve! —dijo con la mandíbula apretada—. No puede obligarme a quedarme aquí encerrada, sólo porque a él se le...
—Vamos a abordar un barco —aclaró el grumete, interrumpiendo su enfurecido discurso.
Los ojos de Isabel se abrieron de forma exagerada, ante las palabras de Paul.
—¿Un abordaje? —repitió como en trance. No podía ser cierto, aquello no podía estar pasando, pensó angustiada.
—Sí, eso he dicho —confirmó encogiéndose de hombros—. Por eso el capitán no quiere que salga del camarote hasta que él le asegure que es prudente hacerlo.
Sin esperar ninguna respuesta más por parte de la muchacha, Paul cerró la puerta tras de sí, dejándola sola y sumida en los recuerdos.
Como una autómata, salió de debajo de las mantas y comenzó a vestirse. Tragó saliva con dificultad al pensar en lo que estaba a punto de suceder sobre su cabeza. Le era imposible no revivir la angustia que había vivido no hacía tanto en el María Cristina.
Sintió cómo un sudor frío le perlaba la frente y un nudo, demasiado familiar, se cerraba sobre su garganta.
Los cañonazos no se hicieron esperar y los gritos enardecidos de la tripulación llegaban hasta ella, haciéndola temblar de pies a cabeza.
Se dejó caer en una de las esquinas del camarote y, rodeándose las piernas con los brazos, enterró la cara entre ellos y trató de no escuchar las carreras sobre la cubierta, ni los disparos, ni los gritos de los hombres. No quería estar allí, reviviendo paso a paso aquel otro ataque que la había separado de su padre y que la había llevado hasta donde se encontraba en aquellos momentos. Grandes lágrimas de miedo, rabia y desesperanza recorrían sus mejillas. Odiaba todo aquello, odiaba a aquel hombre que la mantenía retenida y odiaba a toda aquella chusma que infestaba los mares con sus rapiñas y acosos.
Cuando Stephen regresó al camarote, eufórico y entusiasmado por la escaramuza y sus beneficios, la encontró echa un ovillo en un rincón. Preocupado, se acercó a ella e intentó ponerla en pie con suavidad.
—Isabel, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado? —su preocupación era evidente.
Pero a Isabel no le importó, lo único que quería era alejarse de él, que no la tocara con sus sucias manos. No era mejor que Hanks, tan sólo era más apuesto, pero por dentro era igual de repugnante. Ahora más que nunca estaba decidida a alejarse de él, costara lo que costase.
—¡Déjame! ¡No me toques! —Lo apartó de ella con un fuerte empujón.
Sorprendido por aquella reacción, la observó confundido. Vio sus ojos hinchados por el llanto y el rastro que las lágrimas habían dejado en su encantador rostro.
—No eres mejor que Hanks, eres un maldito...
—Pirata —terminó él.
No había diversión en su voz, ni en su mirada. Ella lo taladró con la suya, demostrándole todo el desprecio que sentía.
—¿Cómo puedes...? ¿Cómo eres capaz de...? —No era capaz de terminar sus preguntas.
Su respiración se agitó, y ella, comenzó a sentir el impulso de arrojarse contra él y golpearlo hasta que pagara por todo el daño que infligía a seres inocentes.
—Es lo que soy, ¿lo habías olvidado? Compartir mi cama te ha hecho verme con tan buenos ojos que me creíste mejor que Hanks —respondió. Quería herirla como su mirada cargada de odio lo estaba hiriendo a él.
—Eres despreciable —lo acusó ella tras escuchar sus palabras. En ese momento ya no pudo reprimir el impulso de atacarlo.
Con los puños cerrados se lanzó contra su pecho, golpeando tan fuerte como sus pequeñas manos se lo permitían, mientras que las lágrimas volvían a brotar de sus oscuros ojos, desvelando todo el dolor y el sufrimiento por el que estaba pasando.
Stephen no trató de detenerla, la dejó desahogarse. Ver las profundidades de aquellas dos lagunas negras tan cargadas de angustia le había hecho arrepentirse de sus palabras. Ya sólo quería consolarla, pero primero tenía que esperar a que sacara toda aquella rabia que albergaba en su interior. Por eso la dejó continuar hasta que sus golpes se fueron debilitando, y las lágrimas fueron convirtiéndose en un llanto cansado y suave, que la hacía estremecerse con suavidad. Entonces sí la toco, la estrechó entre sus brazos y le acarició la larga y oscura cabellera, hasta que los sollozos fueron apagándose.
Le hizo levantar el rostro hacia él y, con un gesto cargado de ternura, desterró de su cara las últimas lágrimas que humedecían sus mejillas.
—Lo siento —se excusó con la voz ronca. Su semblante aparecía serio y sin rastro de la ironía que lo caracterizaba.
Isabel negó con la cabeza sin decir nada. No se sentía con fuerzas para hablar, tan sólo lo contempló antes de volver a hundir su rostro en el cálido pecho que la acogía.
Le parecía ridículo que aquellos brazos que acababan de asaltar y desbalijar un barco, y que no hacía ni unos instantes que ella acababa de criticar, ahora le estaban procurando consuelo; y lo peor era que se sentía muy a gusto entre ellos.
Cuando un sonriente Paul entró con la bandeja de la comida y sorprendió a la pareja que aún permanecía abrazada en medio del camarote, se quedó parado sin saber qué hacer. Con una rápida mirada por encima de la cabeza de Isabel, Harrys le indicó al grumete que dejara los alimentos sobre la mesa y que se fuera. El muchacho obedeció y salió tan rápida y silenciosamente que Isabel no notó su presencia.
—Ven, tienes que comer algo. —La acompañó hasta la mesa, e Isabel se dejó guiar.
—No tengo hambre —protestó.
—Tienes que comer —le dijo con dulzura—. Si no, yo mismo me encargaré de dártelo.
Con una ligera mueca de fastidio se acercó a la mesa y se sirvió una pequeña ración de la suculenta carne que tenía ante ella.
Stephen tomó asiento frente a ella y sin dejar de observarla llenó su plato.
Comieron en silencio, absortos cada uno en sus pensamientos.
Isabel analizaba lo absurdos y contradictorios que eran sus sentimientos por aquel canalla. El canalla en cuestión pensaba que en aquellos momentos le habría gustado encontrarse en otro lugar, en otra situación y no allí, enfrentado al desprecio de aquellos preciosos ojos. Era una mirada que había sentido clavada en él muchas veces a lo largo de los años, pero verla en los ojos de ella le había dejado un regusto amargo en la boca.
Cuando terminaron de comer, él sintió la necesidad de quedarse junto a ella; sin embargo, tenía que regresar a cubierta. La dejó tumbada sobre la cama, adormecida y tranquila.
El resto de la tarde permaneció así, en el lecho, y pensando sobre lo ocurrido aquel día. Tenía que controlarse. Aquello volvería a pasar: estaba en un barco pirata y vivían del pillaje; no podía dejar que sus verdaderos sentimientos afloraran cada vez que abordaran un barco. No podía dejarse llevar por la furia y el odio, así nunca se ganaría la confianza de Harrys. Quería que se confiara, que bajara la guardia, y así poder aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para huir.
Por eso aquella noche cuando Harrys se deslizó entre las sábanas, se volvió hacia él y dejó que sus manos descansaran sobre su pecho, a la vez que elevaba el rostro buscando sus labios. Stephen no los despreció y se apoderó de ellos con ternura, a la vez que una sensación de alivio se instalaba en su interior.
La amó con suavidad, con mimo, deleitándose con cada roce de sus manos, con cada beso de su boca. Después de todo, Isabel no parecía resentida por lo sucedido aquella mañana y dio gracias por ello. No le hubiera gustado tener que mantener las manos alejadas de aquel cuerpo que lo hacía perder el norte y del que apenas había empezado a disfrutar.
Al día siguiente, Isabel retomó su trabajo en la cocina junto a Big John. Trabajaba casi todo el día, aunque las tareas asignadas por el cocinero no eran lo que se puede decir agotadoras. A Big John le gustaba tenerla a su lado, más por la compañía que le hacía que por aligerar su labor entre las ollas.
Era un hombre parlanchín, que disfrutaba compartiendo con ella sus aventuras. Isabel sospechaba que casi todo lo que le relataba era mentira, pero no le importaba si John aderezaba un poco sus andanzas: resultaba divertido y siempre tenía algo nuevo que compartir con ella.
Muy a su pesar, parecía estar adaptándose a la vida del barco. Vestida como un muchacho más, se movía por el navío con total libertad y sin miedo a ser molestada por ningún miembro de la tripulación. Disfrutaba del sol y la brisa, y su piel, hasta entonces ligeramente sonrosada, se estaba tornando de un color tostado nada adecuado para una señorita de su posición.
Su relación con Harrys era otro tema. Cada noche y muchas mañanas, el capitán reclamaba sus atenciones y ella se las ofrecía cada vez más gustosa. En sus brazos estaba descubriendo un mundo de sensaciones tan nuevas y maravillosas que comenzaba a sentirse atrapada, atada a sus besos, sus caricias, sus palabras susurradas con voz quebrada, mientras le hacía alcanzar la cima del placer.
Cuando compartían aquellos momentos de intimidad, desaparecía el pirata y tan sólo quedaba el amante tierno, exigente y apasionado que la estaba enseñando a disfrutar, tomando y ofreciendo, gozando y haciéndolo gozar a su vez.
Era en esos momentos cuando se olvidaba del verdadero motivo de aquella entrega. Incapaz de pensar, se dejaba seducir, y no era hasta mucho más tarde cuando, agotada y feliz entre sus brazos, recordaba, y una sombra de pesar empañaba sus pensamientos.
—¿En qué piensas? —interrogó a la vez que depositaba un cariñoso beso sobre su frente.
—En nada en especial —mintió apoyando la barbilla sobre su pecho y dedicándole una sonrisa.
—¡Qué desilusión! —El tono y la sonrisa juguetona le indicaron a Isabel por dónde iban los pensamientos del capitán antes de que terminara de hablar—. Creí que estarías pensando en lo maravilloso que soy en la cama. Tal vez tenga que ser un poco más insistente.
Con una risa clara y cristalina, Isabel le siguió el juego y pronto estuvieron enredados en otro encuentro amoroso que los dejó definitivamente satisfechos.
—Stephen… —Su voz sonaba apagada por el sueño que comenzaba a apoderarse de ella.
—¿Sí?
—¿Por qué te hiciste pirata? —Situado a su espalda, no pudo ver su reacción ante la pregunta, pero su silencio era muy elocuente.
—Es una larga historia. —Tampoco notó en su voz nada que le indicara su estado de ánimo en esos momentos.
—Bueno, que yo sepa no voy a irme a ningún sitio, por lo menos en una buena temporada. —Intrigada, se había despejado y la modorra que comenzaba a invadirla hacía unos segundos había desaparecido—. Disponemos de tiempo.
—En otro momento, encanto, ahora duérmete —la instó depositando un suave beso en su cuello.
—¿Me lo prometes? —insistió.
—Está bien, te lo prometo. Pero ahora, a dormir. —La acercó aún más a su cuerpo y dejó que su mente vagara sin rumbo por los recuerdos, mientras la respiración de Isabel se volvía más lenta y acompasada.
La curiosidad de la muchacha le hizo pensar en sus primeros años, cuando siendo apenas un muchachito había tenido que huir de Inglaterra para salvar la vida. Pensó en su madre, a la que hacía demasiado tiempo que no veía y a la que extrañaba cada vez más. Era una mujer fuerte y decidida, pero que no había querido arriesgar la vida de su hijo y por eso lo había separado de ella. No la culpaba, ni lo había hecho nunca. Allí tan sólo había un culpable, pero él se estaba encargando de hacérselo pagar. A su manera, se estaba cobrando venganza.