40
Tras una acalorada discusión, Stephen y Alberto habían llegado a un acuerdo respecto a la mejor manera de hacer frente a la situación. Tan sólo quedaba esperar a que Tisdale se pusiera en contacto con él y ver cuáles eran sus instrucciones, y así poder concretar los últimos puntos de su ofensiva.
La espera les estaba resultando tediosa. Stephen se paseaba de un lado a otro del cuarto, tratando de mantener bajo control la furia que lo consumía. Si aquel malnacido osaba poner un solo dedo sobre Isabel, lo despellejaría vivo con sus propias manos.
El estado de ánimo de Alberto no era mucho mejor que el del pirata, pero, a diferencia de éste, el joven Manríquez se había dejado caer sobre una de las sillas, tratando de dar alivio a su maltrecho y agotado cuerpo. Observaba el incansable ir y venir de Harrys, entendiendo a la perfección su frustración y sufrimiento. Si en algún momento había dudado de los sentimientos de aquel hombre hacia su amiga, todas sus dudas desaparecieron al ver su reacción y la preocupación sincera que empañaba su fiera expresión.
Los otros dos hombres se habían acomodado en el suelo, apoyando las espaldas contra una de las paredes.
Todos saltaron sobresaltados ante los suaves golpes que sonaron en la puerta.
El cuerpo de Stephen se tensó como el de un felino a punto de saltar sobre su presa y Alberto se enderezó con un rápido y silencioso movimiento.
La llamada volvió a repetirse y Stephen hizo una señal a sus tres compañeros para que se alejaran de la puerta. Mientras obedecían con presteza, él inspiró profundamente y trató de mostrarse sereno. Dio un par de pasos hacia la puerta y la abrió con decisión.
No tardó en reconocer al hombre que se hallaba al otro lado de ésta y dejando caer los hombros con desánimo, se hizo a un lado para dejar paso a Ernesto Fuentes y el hombre que lo acompañaba.
—¿Aún no se sabe nada? —preguntó el hombre angustiado, escrutando con la mirada a los dos hombres que tenía ante él.
—No —fue la seca respuesta de Stephen, que reinició su paseo mientras se mesaba los cabellos.
—Señor Fuentes, deberíais iros a casa —propuso Alberto al contemplar el pálido semblante del anciano.
—No, me quedaré aquí —porfió con tozudez.
—Deberíais hacer caso al muchacho —intervino Stephen, que también advirtió el estado en el que su futuro suegro se encontraba.
—De eso nada. Quiero saber qué va a hacer para rescatar a mi hija.
Las palabras del hombre fueron como puñales para Harrys. Aunque no lo había dicho claramente, el tono era sin duda acusador y sabía que no podía replicar porque él mismo se sentía responsable de lo que estaba sucediendo.
Lo miró fijamente y un escalofrío le recorrió la espalda. A pesar de la aparente debilidad y de su maltrecho aspecto, la mirada del viejo era tan intensa como la suya propia; había tanta ira contenida en ella que imponía.
—Hemos trazado un plan, pero tenemos que esperar. Sería inútil tratar de encontrarla por nuestra cuenta. Es evidente que Tisdale se pondrá en contacto conmigo. Una vez sepamos el lugar donde la retiene y cuáles son sus indicaciones, nos pondremos en marcha. Presumo que una condición indispensable será que me presente solo, por lo que tendremos que ir por separado y tratar de sorprenderlos. Ahora que usted ha llegado, contamos con un hombre más —dijo señalando con la cabeza a Pablo, que asintió sin vacilar.
—Yo también voy —dijo Ernesto decidido.
—Tendrá que perdonarme, pero creo que usted debería permanecer aquí.
Ernesto ya había comenzado a abrir la boca para protestar, cuando Alberto lo atajó.
—Harrys tiene razón, señor Fuentes, se le ve agotado. Además —hizo una pequeña pausa antes de continuar—, se está haciendo de noche y usted ya no está en condiciones...
—Está bien —espetó malhumorado el anciano reconociendo la verdad en las palabras del joven—. Esperaré aquí. Pero tan pronto como mi hija quede libre, quiero ser informado.
—No se apure por ello, uno de los hombres se adelantará para avisarlo en seguida que Isabel esté fuera de peligro.
Asintiendo con un gesto de la cabeza, el cada vez más envejecido Ernesto, se dejó caer sobre la silla que no hacía más que unos momentos había ocupado Alberto.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, el silencio volvió a apoderarse de la habitación; tan sólo los pasos de Harrys sonaban, monótonos, sobre el suelo de madera.
La noche estaba despejada y la luna brillaba llena en el firmamento iluminando el camino, permitiéndole avanzar a gran velocidad.
La angustiosa espera pareció haber llegado a su fin cuando sonó un golpe seco en la puerta y se deslizó bajo ella una misiva.
A pesar de la rapidez de reflejos, Harrys no alcanzó a ver al secuaz de Tisdale, que con gran agilidad había desempeñado su labor y desaparecido sin dejar rastro.
En la carta se especificaban las directrices que Stephen debería seguir al pie de la letra si no quería ser el causante de la muerte de Isabel.
Ante tal amenaza le costó ceñirse al plan preestablecido, pero Alberto lo hizo entrar en razón. Él solo y desarmado no tenía ninguna posibilidad de salir con vida de aquella trampa mortal y mucho menos de rescatar a Isabel.
En aquellos momentos, mientras el frío aire de la noche le golpeaba el rostro y agitaba sus largos cabellos, que flotaban libres en torno a su cara, su mente trataba de centrarse en lo que debía hacer cuando llegara al lugar indicado por Tisdale, evitando pensar en cómo estaría ella y si le habrían infligido algún castigo. Por el bien de todos, debía mantener aquellos pensamientos alejados de su cabeza o la locura se apoderaría de él y no sería capaz de medir las consecuencias de sus actos en cuanto tuviera frente a sí a aquella sabandija.
Mantener la cabeza fría y despejada era una tarea relativamente fácil. Los años a bordo de su nave y las constantes escaramuzas lo habían dotado del suficiente autocontrol como para lograrlo. Pero su corazón era otro tema: se negaba a sosegarse y golpeaba con rabia dentro del pecho, provocando que el eco de sus latidos reverberara por todo su cuerpo.
Esa misma rabia lo invadía por completo, provocando que todos los músculos de su cuerpo se hallaran tensos, de una forma casi dolorosa.
Mientras el caballo devoraba la distancia, repasó los detalles de la táctica que emplearían para rescatar a Isabel, sin poner en peligro su vida ni la de ninguno de los implicados en el rescate.
Sumido en la batalla interna entre el miedo y la ira, no reparaba en la tranquilidad del paisaje a su alrededor, ni en los sonidos que poblaban la noche del campo andaluz.
A medida que pasaban las horas y la oscuridad los envolvía, Tisdale se mostraba más nervioso. El cansancio, a pesar de la excitación que lo embargaba, comenzaba a hacer mella en él y su humor se tornó aún más agrio.
Todo estaba dispuesto para el encuentro. La muchacha se encontraba inmovilizada por las ataduras de pies y manos y continuaba sentada donde la había dejado. El fuego prendido frente a ella ofrecía suficiente claridad como para que Harrys la reconociera al instante.
Él se había apostado en el extremo opuesto, pistola en mano y oculto entre las sombras, a la espera. Sus hombres vigilaban los alrededores, asegurándose de que nadie que no fuera Stephen se acercara a las ruinas. Tenían orden de disparar a cualquiera que mostrara intención de llegar hasta ellos.
Pero la espera estaba resultando tediosa y las dudas comenzaban a asaltar al inglés.
—Tu enamorado tarda mucho. ¿Tal vez vaya a dejarte morir? —profirió en voz alta para que Isabel lo escuchara.
—¡Ojalá! —respondió ella sin fuerzas.
—¡Qué enternecedor! Realmente debes de amarlo mucho —se burló—. Pero esa rata no merece tu cariño, lo único que merece es morir entre terribles sufrimientos —continuó visiblemente irritado—. Debería haber terminado con él hace mucho tiempo, cuando aún era un muchacho indefenso. Me habría ahorrado muchos problemas, sin duda alguna.
Era evidente que ya no se dirigía a Isabel. Hablaba para sí mismo, expresando en voz alta lo que pasaba por su cabeza.
Un estremecimiento, provocado por las horribles palabras del inglés, sacudió a Isabel de arriba abajo. Si albergaba alguna duda sobre su cordura la actitud del hombre había acabado de confirmarle sus sospechas. Era un enfermo y no se detendría ante nada hasta lograr su objetivo: eliminar a Stephen Harrys de la faz de la tierra.
Tenía que ser eso, pensó angustiada, porque no era capaz de asimilar que en el mundo pudiera existir un ser tan despiadado y malvado en plenas facultades. Eso le resultaba aún más escalofriante.
El dolor atormentaba su cuerpo. Las horas sentada inmóvil sobre el cascote, que en otros tiempos había formado parte de la pared de la vivienda, comenzaban a pasarle factura. Pero era aún más grande y lacerante el dolor que sentía en el pecho, la angustia que la carcomía por dentro, deshojando poco a poco la esperanza de que Stephen no acudiera en su busca. Rezó con devoción, implorando a Dios que le concediera esa gracia. Estaba dispuesta a sacrificar su vida, lo que hiciera falta con tal de que él no apareciera. Porque si lo hacía, estaba segura de que Tisdale no lo dejaría marchar de allí con vida.
De nuevo, la sola idea de perderlo para siempre provocó que las lágrimas se agolparan en su garganta, resquemando, ahogándola. Dejó escapar un fuerte sollozo, tras el cual le fue imposible controlar el llanto. Las lágrimas volvieron a rodar por sus sucias mejillas; los ojos, ya hinchados, le escocían con cada salobre gota.
Sintió la necesidad de gritar, de liberar la agonía que le oprimía las entrañas. Una nueva sensación comenzó a apoderarse de ella, crecía y se expandía a gran velocidad, arrollando a su paso todos los sentimientos que la mantenían paralizada y aterrada. No tardó en distinguir la ira que comenzaba a apoderarse de ella y que le insufló la fuerza suficiente para enfrentarse a aquel desalmado.
Con un alarido salvaje dejó salir toda la rabia que amenazaba con dejarla sin aire. Alzó la cabeza y buscó entre las sombras al responsable de sus nuevas desgracias. Tan sólo pudo intuir su presencia, pero de todas formas clavó su fiera mirada en él. Sabía que desde su posición y gracias a la luz que derramaba sobre ella la fogata podría verla.
—¿Ha perdido el juicio, señorita? —la sorpresa teñía claramente el tono de su voz—. Creí que era más fuerte, después de todo lo que ha vivido...
—Si alguien ha perdido el juicio aquí, puede estar seguro de que no he sido yo. —Su voz sonó extraña hasta para ella, más grave e intimidatoria—. ¿Ya ha confiado su negra alma al diablo?
La feroz mirada de la joven y la seguridad que destilaba al hablar le hicieron entrecerrar los ojos, deslizando la mirada rápidamente por el lugar, hurgando entre las sombras, inquieto.
—¿Por qué me hace esa pregunta? No seré yo el que perezca esta noche.
—¿Tan seguro está? —Ahora una nota divertida fue la encargada de alterar un poco más los ya tensos nervios del inglés—. Es usted un demente si piensa que podrá terminar con él. Ni en sus mejores sueños lo logrará.
—Somos tres contra uno —aclaró, dando por hecho que el comentario causaría efecto en la joven y la haría cerrar la boca de una maldita vez.
Pero lo único que logró fue que el aire vibrara con la carcajada que Isabel dejó escapar. No pudo evitar estremecerse ante el tintineante sonido. Realmente había provocado que la muchacha perdiera el juicio, nadie en su situación se reiría con aquella alegría.
—Tres contra uno —repitió—. Lo he visto pelear con mayores desventajas y contra hombres mucho más fieros que sus esbirros. ¿De verdad piensa que tiene alguna oportunidad? —espetó con desprecio.
La furia le había dado fuerzas para atacar, al menos verbalmente, a su captor. Esperaba conseguir con ello que la moral del inglés se viniera abajo o distraerlo de su vigilancia. Si lo lograba, Stephen tendría una oportunidad de sorprenderlo.
—Manténgase calladita si no quiere que le cierre la boca para siempre...
—¡Ánimo, hágalo! —lo apremió—. Estoy segura de que después de que termine conmigo Stephen encontrará mucho más satisfactorio terminar con su miserable vida.
Tisdale apretó con fuerza la mandíbula, tratando de controlar su genio. Aquella zorra pretendía amedrentarlo con sus comentarios, pero no lo lograría. Su plan era perfecto y tenía todo bajo control. Lo único que necesitaba era que la maldita guardara silencio.
—¡Máteme! ¿A qué espera? —le gritó con la fuerza que le daba la rabia—. No me matará porque soy su única baza.
—¡Cállese! —bramó alterado.