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Isabel mantenía los ojos muy abiertos y devoraba con ellos todo cuanto veía a través de la ventanilla del carruaje.

Cuando el coche se detuvo ante lo que parecía una gran mansión, un escalofrío de excitación la recorrió.

Ernesto la ayudó a descender del carruaje. Antes de que llegaran al final de los escalones de la entrada principal, un criado uniformado abrió la puerta para recibirlos. Tras él, un par de mozos esperaban sus órdenes para hacerse cargo del equipaje.

—Buenas tardes —saludó el padre de Isabel—. Soy Ernesto Fuentes, los señores Manríquez nos esperan.

—Buenas tardes —dijo el mayordomo acompañando el saludo con una leve inclinación de cabeza—. Si hacen el favor de acompañarme.

Precedidos por el sirviente, se adentraron en el fastuoso hogar de los Manríquez, lleno de matices dorados bajo la luz de las lámparas que deslumbraban a los invitados. Grandes retratos y elaborados tapices cubrían las paredes; preciosos jarrones sobre pedestales o mesillas, aparecían llenos de flores frescas y restaban un poco de sobriedad al lugar.

El saloncito donde los Manríquez los esperaban era acogedor a pesar de poseer el mismo estilo recargado que Isabel había observado en el resto de la casa.

El grito de Gertrudis le hizo dar un pequeño bote, pero en seguida se recuperó al ver la expresión emocionada de la mujer, que ya se acercaba a ellos.

—¡Dios bendito, criatura! Nunca imaginé que volvería a verte sana y salva —exclamó con su acostumbrado desparpajo.

—¡Gertrudis! —la reprendió su esposo.

Isabel no pudo más que sonreír ante la franqueza de la mujer y se dejó abrazar por la rolliza esposa del señor Manríquez.

—Pero pasen, pasen. No se queden en la puerta —arrastró literalmente a Isabel hacia uno de los sofás, estampado a juego con las cortinas, en las que predominaba el color azul pavorreal, sobre unas leves pinceladas de dorado, como no podía ser de otra manera.

Alberto y don Jaime, saludaron a Ernesto con un fuerte apretón de manos, en tanto las mujeres se acomodaban.

—Tienes que contarnos tantas cosas... —se la veía nerviosa y alegre a la vez—. No sabes la angustia que sentimos al ver cómo aquel rufián te secuestraba.

—Gertrudis, por favor. No atosigues a la muchacha. Estarán cansados del viaje. Tal vez preferirían refrescarse un poco antes de responder al interrogatorio al que los someterá mi esposa —dijo sonriendo con evidente buen humor.

—No se preocupe, señor Manríquez —dijo Isabel regalándole una cálida sonrisa.

—¡Por Dios! ¡Cuéntanos lo sucedido! No nos tengas en ascuas —insistió la mujer, ignorando las miradas resignadas de su esposo y su hijo.

Fue la historia ideada por su tía la que Isabel contó a sus anfitriones. Procuró ser lo más convincente posible al relatar los detalles de su fuga y su posterior búsqueda de empleo. En cambio, la parte final de la historia le resultó más sencilla, ya que esa sí era real.

Todos permanecieron en silencio, escuchándola. Incluso Gertrudis mantenía la boca cerrada, asintiendo de vez en cuando, atenta a las explicaciones de la muchacha.

Por su parte, Ernesto, mientras atendía también al relato de su hija, sabía lo difícil que debía estar resultándole contar aquellas mentiras cuando muy probablemente otros acontecimientos y recuerdos muy diferentes debían de estar acudiendo a su mente.

—¡Has sido tan valiente! —exclamó al fin Gertrudis—. Yo, en tu lugar, no habría sabido qué hacer.

—Instinto de supervivencia —se limitó a responder Isabel, restándole importancia.

En aquel momento su mirada se cruzó con la de Alberto, al que dedicó una cálida sonrisa.

—Saciada tu curiosidad, querida esposa, creo que deberíamos permitir a nuestros invitados subir a sus habitaciones a descansar.

 

 

La misma Gertrudis acompañó a Isabel hasta su cuarto. En el trayecto, no abandonó su inagotable charla, confesándole a Isabel la preocupación que su desaparición les había causado y el abatimiento y la angustia que se habían apoderado de su padre.

Isabel, que se limitó a escucharla, la siguió hasta la que sería su habitación. Una estancia llena de luz y color que agradó a la joven nada más poner un pie en su interior.

—Gracias por todo, señora...

—Nada de eso, muchacha, llámame Gertrudis. Después de todo lo que vivimos, es como si formarais parte de la familia.

Isabel, emocionada, se lo agradeció depositando un beso en la mejilla regordeta de la mujer, que se sintió gratamente sorprendida por el tierno gesto de la muchacha.

—Ahora descansa y, si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedirla.

—Gracias de nuevo, Gertrudis.

—No las merece, hija. Tenerte entre nosotros de nuevo es más que suficiente.

 

 

Contagiada por el entusiasmo de la dueña de la casa, Isabel recorrió la estancia con la mirada.

Era un cuarto maravilloso y parecía que todos los detalles se habían cuidado con total mimo. Decorada con alegres colores, aquella habitación le hacía sentir una agradable sensación de tranquilidad y bienestar.

Comprobó que su equipaje ya estaba debidamente colocado en el armario y su ropa interior en los cajones de la cómoda. Su cepillo y su frasquito de perfume favorito descansaban sobre la pulida superficie del tocador. No pudo evitar contemplar su imagen en el espejo y, horrorizada, comprobó que tenía un aspecto desastroso. El peinado estaba casi desecho y largos mechones caían sobre sus hombros. El vestido con el que había realizado el viaje se veía arrugado y lleno de polvo, lo que terminaba de darle un aspecto del todo inapropiado.

Sin más demora, se despojó de la ropa, se aseó lo mejor que pudo y, tras cepillarse el cabello y sin nada mejor que hacer, se dejó caer sobre la bonita cama de hierro forjado, cuyo dosel, más bien decorativo, era de una fina gasa verde mar que le daba el aspecto de la cama de una princesa de cuento de hadas.

Hasta que dejó que su cabeza reposara sobre la almohada no fue consciente de lo agotada que se sentía, y no tardó en quedarse dormida.

 

 

No sólo Isabel y Ernesto habían llegado ese día a Madrid, alguien más se encontraba en la capital española y con unos propósitos para nada honrosos. Él aún no sabía que el azar lo había llevado al lugar adecuado y que en realidad, estaba más cerca de su objetivo de lo que jamás hubiera soñado.

Ocupado en deshacer el equipaje, dejaba que su mente se recreara con el momento en que lograría echarle mano al canalla de Harrys. Aún no había decidido cuál sería la mejor manera de terminar con él, no quería adelantar acontecimientos, así que ese detalle lo dejaría para el final. Cuando el pirata estuviera en su poder, decidiría la forma de poner fin a su miserable vida.

Un brillo malévolo hizo relucir sus ojos y una pérfida sonrisa estiró sus finos labios.

 

 

Llevaba casi media hora paseando su indecisión ante la casa de los Fuentes. Hacer sonar la aldaba suponía un riesgo tremendo para él en más de un aspecto.

Si franqueaba aquella puerta, tendría que dar demasiadas explicaciones, además de enfrentarse a la reacción de los dueños de la casa.

Pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr, a pesar de que algo parecido a la culpabilidad, lo mantenía alejado de la entrada.

 

 

Le había llevado horas y varias copas de licor darse cuenta de sus reducidas opciones.

Esperar el regreso de Isabel no era una de ellas, y partir hacia Madrid, donde estaría aún más perdido que en Sevilla, tampoco lo era. Por eso, lo único que podía hacer era dirigirse a la familia de la muchacha y pedirles su dirección en la capital.

Tendría que dar explicaciones y contarles sus verdaderos motivos para estar allí, cuando, en realidad era precisamente eso lo que quería evitar. Abrir su corazón ante unos desconocidos no era en absoluto de su agrado.

 

 

El calor de la ciudad lo agobiaba, y la casaca, de corte impecable y hecha a medida, se pegaba a su cuerpo y le dificultaba los movimientos, así como la respiración.

Tiró una vez más de las puntas del chaleco, tratando de acomodarlo. Respiró profundamente y volvió a dirigir sus pasos, esta vez decidido, hacia la puerta de la familia Fuentes.

El golpe de la aldaba resonó en su cabeza igual que el mazo de un juez dictando sentencia. Ya no había marcha atrás.

Sintió cómo una gota de sudor resbalaba por su frente. Preferiría mil veces enfrentarse a un abordaje, que a lo que se le venía encima.

 

 

Un hombre mayor y pulcramente vestido le abrió la puerta.

—¿Qué desea? —preguntó con total educación.

—Quiero ver al señor Fuentes y su esposa.

—¿Lo están esperando?

—No, pero dígales que el señor Loring está aquí, por favor.

—Un momento —sin darle tiempo a replicar, aquel hombre de tan buenos modales le cerró la puerta en las narices.

Aprovechó el momento de espera, para secar el sudor que perlaba su frente. Notaba el pulso acelerado de la sangre, que martilleaba insistente dentro de su cabeza.

Antes de lo esperado, el criado reapareció ante él y le indicó con un escueto gesto que entrara.

—Si me acompaña, por favor —sin esperar respuesta o asegurarse de que el pretendido señor Loring lo seguía, el hombre inició la marcha a través del pasillo que se extendía tras el recibidor.

«Aún estás a tiempo de desaparecer», le gritaba una vocecilla dentro de la cabeza que, junto al incesante golpeteo de la sangre en sus sienes, parecía que fuera a volverlo loco. Le entraron ganas de mandarlo todo al infierno para salir corriendo de aquel lugar, y tal vez lo hubiera hecho de no ser porque sus pies parecían negarse a obedecerlo.

Pocas veces en su vida había sentido pánico, pero estaba claro que en ese momento estaba aterrado.

 

 

Inspiró profundamente, apretó la mandíbula y los puños, olvidó el retumbar de su cabeza e ignoró la voz que lo instaba a dar media vuelta y marcharse. Exhortó a sus pies a ponerse en marcha y, con paso decidido, siguió al criado, al que ya había perdido de vista.

Giró por el pasillo a la derecha y allí estaba el hombre, junto a una puerta con la mano sobre el pomo, esperándolo.

No se permitió ni un segundo de indecisión más. Cuando la puerta se abrió para él, pudo ver la estancia donde el matrimonio Fuentes lo esperaba, sin dar muestra alguna de sorpresa por la inesperada visita.

—Espero no ser inoportuno —dijo con voz firme y segura, mirando a la pareja.

—En absoluto —respondió Azucena—. Déjeme que le presente a mi esposo, Enrique Fuentes, él es el señor Loring —aclaró, aunque su esposo ya estaba al corriente de quién era el individuo.

—Un placer conocerlo... —comenzó a decir Enrique acercándose a él.

—Antes de nada —le cortó Stephen—. He de aclarar cierto aspecto en lo referente a mi nombre.

Enrique lo miró, para después mirar a su esposa, que mantenía la mirada fija en el recién llegado, evidentemente intrigada.

—Mi verdadero nombre es Stephen Harrys.

El grito ahogado de Azucena le confirmó que ella, al menos, sí estaba al tanto de la verdad en lo que a Isabel y él se refería.

Enrique tardó algo más que su esposa en atar cabos, pero en cuanto lo hizo, no fue un gritito de sorpresa lo que salió de su boca.

—¡Malnacido! —dijo precipitándose de inmediato sobre él.

Stephen encajó el primer golpe con sorpresa. Enrique Fuentes poseía un buen gancho, que le dejó la mandíbula dolorida. Pero el segundo ya no alcanzó su objetivo.

Harrys atrapó el brazo agresor y con un rápido movimiento lo llevó hacia la espalda del hombre, reduciéndolo sin problema.

—¿Cómo se atreve? —espetó indignada Azucena—. Suelte a mi esposo de inmediato y abandone esta casa si no quiere que lo denunciemos a las autoridades.

—Primero necesito que me escuchen. —No había ni rastro de súplica en su tono.

—¿Y por qué deberíamos hacerlo? Usted es...

—Sé de sobra lo que soy, señora, no necesito que me lo recuerde. Y, ahora, si me conceden unos minutos, les explicaré mi presencia en esta casa.

 

 

Azucena permaneció en silencio, taladrándolo con la mirada. Podía entender por qué su sobrina se había enamorado de aquel granuja, incluso ese aire peligroso que parecía emanar de él resultaba de lo más atrayente.

Enrique, ansioso por ser liberado de la incómoda y dolorosa postura, tomó la palabra.

—Está bien, tiene cinco minutos para darnos sus razones, luego hará el favor de desaparecer de nuestras vidas.

—No estoy seguro de poder cumplir sus condiciones, pero vayamos por partes.

Liberó el brazo de Enrique, que automáticamente lo apretó contra el pecho y lo masajeó, buscando aliviar el dolor provocado por la torcedura.

—¿Y bien? —dijo Azucena impaciente.

Ahora que tenía la oportunidad, no sabía por dónde comenzar, cómo explicar a la pareja que sus intenciones para con Isabel eran del todo honorables, cuando en realidad la había mantenido alejada de ellos durante meses.

—Creo que ciertas partes de la historia ya las conocen, gracias a su sobrina —sus interlocutores movieron la cabeza afirmativamente y él continuó—: Pero me gustaría que ahora conocieran mi versión de los hechos.

La expresión del matrimonio no era nada alentadora, pero ya estaba allí y no perdía nada por intentarlo.