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Unos golpes en la puerta le hicieron abrir los ojos sobresaltada. Miró a su alrededor desorientada. Parpadeó un par de veces para asegurarse de que estaba despierta y no en un sueño. Los golpes volvieron a sonar.

—Isabel... ¿te encuentras bien?

La preocupada voz de su padre le llegó desde el otro lado de la puerta. Al instante recordó dónde estaba y por qué. Cerró los ojos durante unos segundos y antes de que su padre volviera a llamar, se levantó con agilidad de la cama y abrió la puerta.

Encontró a Ernesto con el puño en alto, preparado para volver a golpear la puerta con él.

—Perdona que no te haya contestado antes, me había quedado dormida.

El alivio se reflejó en la cara del hombre. Igual que ella, siempre había sido una persona muy expresiva y se podía leer su estado de ánimo en su rostro con total claridad. Su esposa solía decir, entre risas, que eso le facilitaba mucho las cosas a la hora de manejarlo.

—Me alegro de que hayas podido descansar un poco. Han venido a avisar que ya podemos subir a cubierta —observó—. ¿Me acompañas?

—Claro... —respondió mientras se cogía de su brazo—. Vamos.

Isabel no reparaba en los marineros que seguían corriendo de un lado para otro, ejecutando las órdenes del capitán, ni tampoco en las otras tres personas que agitaban sus pañuelos a modo de despedida.

Tenía la mirada perdida más allá del puerto, en dirección a su casa, a su gente.

En silencio se despidió de todo aquello que hasta hacía unas horas había sido su vida. No pudo evitar mirar a su padre, que permanecía a su lado muy erguido. Se sorprendió al ver las lágrimas que surcaban su rostro. Sin pronunciar ni una palabra, se abrazó a su cintura, dándole todo su apoyo. Él le pasó un brazo sobre los hombros y la estrechó con fuerza.

—Estoy huyendo —inspiró profundamente—. La estoy abandonando.

Isabel sabía que se refería a su madre.

—No soportaba seguir allí, no sin ella. —Otra lágrima rodó por su mejilla.

Resultaba sorprendente constatar cómo el tiempo no siempre lo cura todo. Su padre no había superado la muerte de su esposa. Para poder seguir adelante, para poder continuar viviendo sin ella, tenía que alejarse de sus recuerdos.

Abrazados y en silencio vieron cómo, poco a poco, se alejaban de su antiguo hogar.

—Por fin volvemos a casa. —Una voz de mujer sorprendió a Isabel—. ¿Ustedes también van de regreso?

—En cierta manera, se podría decir que sí —contestó Ernesto, forzando una sonrisa.

—Disculpen los modales de mi esposa —intervino el corpulento hombre que estaba junto a la mujer—. Soy Jaime Manríquez. Ella es mi esposa Gertrudis y éste es nuestro hijo Alberto.

Isabel no había reparado en la presencia del joven, que permanecía casi oculto por los voluminosos cuerpos de sus padres.

A diferencia de éstos, el joven era delgado y muy bien parecido.

—Es un placer. Yo soy Ernesto Fuentes y ella es mi hija, Isabel.

—Disculpe… —Isabel miraba a la señora Manríquez—. ¿No ha disfrutado de su estancia en nuestro país?

No podía entender que alguien se sintiera aliviado por abandonar un lugar como Venezuela.

—¡Oh! Querida, al contrario, me lo he pasado estupendamente, pero ya estaba deseando volver a casa, echo de menos el bullicio y el ambiente de Madrid. —Sin detenerse apenas para tomar aire, siguió—. ¿Ha dicho nuestro país? ¿Es que no son españoles? —preguntó, con los ojos abiertos por la sorpresa.

—¡Gertrudis! —el marido meneó la cabeza, exasperado.

Ernesto sonrió divertido.

—Tranquilo, no me molesta la gente franca. —Dirigió su mirada hacia Gertrudis—. Sí, somos españoles, aunque Isabel nació aquí y para ella ésta es su tierra.

—¡Ah! —exclamó horrorizada la mujer—. ¿Eso quiere decir que no conoce España?

—No.

Isabel a esas alturas no sabía si ofenderse o imitar a su padre y sonreír.

—Le va a encantar —dijo la señora Manríquez posando su regordeta mano sobre el brazo de Isabel—. Ya lo verá. Además, una joven tan bonita como usted seguro que no tardará en atraer la mirada de los jóvenes.

Su hijo, Alberto, puso los ojos en blanco. Parecía querer decir que su madre era un caso perdido. Isabel reprimió una carcajada al ver la expresión del joven. Tenía el aspecto de ser poco mayor que ella y quizá algo retraído. Aunque, seguramente, con una madre como la suya no tendría demasiadas oportunidades de hablar.

El parloteo de la mujer continuó incansable. Isabel dirigió una última mirada hacia la entonces estrecha franja de tierra que se divisaba en el horizonte. Suspiró discretamente.

—¿La echará de menos, verdad? —La voz suave y aterciopelada de Alberto la cogió por sorpresa.

—¿Perdón?

—Su casa, ¿la extrañará? —repitió.

—Sí, nunca... nunca he estado en otro lugar. —No quería contarle a un desconocido sus penas—. ¿Usted también tiene ganas de regresar a su país?

Alberto sonrió ante la pregunta.

—Sí, supongo que ya echo en falta nuestro país. —Hizo hincapié en la última palabra. Isabel también sonrió.

—No sé si me acostumbraré. Sinceramente nunca me he considerado española, es un lugar que ni tan siquiera conozco.

—No tiene que justificarse, la entiendo perfectamente. Sólo estaba bromeando.

—Espero que todos se encuentren bien —dijo el capitán Artime, acercándose a ellos—. Y que todo resulte de su agrado, a pesar de la sencillez.

—Todo está perfecto capitán —respondió Ernesto.

—No sabe cuánto me alegra escucharlo decir eso. Como comprenderán, éste no es un barco de pasajeros, por lo que los lujos no existen.

—No se preocupe, capitán —lo interrumpió Gertrudis—, sabremos adaptarnos.

—Muy amable señora —dijo, haciendo una leve reverencia—. Espero verlos a todos dentro de unas horas en mi camarote para la cena. Ahora, si me disculpan, voy a continuar con mi labor.

Los caballeros asintieron y Gertrudis dijo:

—Vaya, vaya… No deje sus obligaciones por nuestra culpa.

«Esa mujer siempre tiene algo que decir», pensó Isabel entre divertida y temerosa. Aquello podría significar un viaje muy entretenido o un sufrimiento total.

 

 

La hora de la cena no tardó en llegar y, siguiendo la invitación del capitán, todos se reunieron alrededor de la mesa de su camarote.

—¿Cree que tendremos buen tiempo, capitán? —preguntó la señora Manríquez.

—Espero que sí… Aunque en esta época del año la cosa suele estar tranquila, nunca podemos predecirlo a ciencia cierta.

—Dios no quiera que nos alcance una tormenta —dijo Gertrudis.

—No se preocupe, es poco probable y, en el caso de que eso suceda, el barco está perfectamente preparado para soportarlo —puntualizó el capitán.

—Me deja usted mucho más tranquila —respondió la mujer mientras se llevaba a la boca un trozo del suculento guiso que estaban cenando.

Isabel pensó divertida que tal vez así estaría unos momentos callada. Se equivocaba.

—¡Oh! Capitán, felicite a su cocinero —El bocado había sido engullido a una velocidad sorprendente—. Este guiso está exquisito.

—Se lo diré de su parte, señora —sonrió, satisfecho del éxito de la cena—. Está usted muy callada señorita Fuentes ¿Hay algo que no sea de su agrado?

—No, al contrario. Estoy de acuerdo con la señora Manríquez, todo está delicioso.

—¿Verdad que sí, querida?

Isabel sonrió a la mujer. Estaba claro que no tenía remedio.

—¿Qué piensa hacer cuando lleguemos a España? Si no es demasiada indiscreción por mi parte… —quiso saber el joven Manríquez.

—No puedes negar que eres hijo de tu madre, muchacho —dijo el señor Manríquez poniendo los ojos en blanco.

Todos, incluido él, rieron el comentario sin que ninguno de los aludidos se sintiera ofendido.

—Mi idea es quedarme en Sevilla, ya que allí tenemos familia. En un principio nos instalaremos con ellos hasta que fijemos nuestra residencia. Otra opción sería Madrid...

—¿Sevilla? —meditó Manríquez—. No creo que sea buen lugar en estos momentos. Actualmente el comercio está en plena decadencia, y grandes potencias como Florencia le están perjudicando gravemente.

—Lo sé. Hasta hace bien poco, yo mismo enviaba parte de mis productos allí, y he de reconocer que no era de los mejores mercados.

—Sí, así es. Yo mismo he llevado en varias ocasiones el cacao de sus plantaciones.

—¡Oh! Cacao. ¡Gran descubrimiento! Adoro ese brebaje ¿No le parece delicioso querida?

—Sí, es realmente bueno —coincidió Isabel.

La cena prosiguió más o menos en los mismos términos, con una conversación amena y variada, y con continuas intervenciones de la señora Manríquez. A Isabel empezaba a caerle bien aquella mujer después de todo.

Poco después de finalizada la cena, los comensales volvieron a sus camarotes

Isabel se recostó en el estrecho catre e intentó conciliar el sueño. Sin embargo, a medida que transcurrían las horas, seguía sin lograr dormir.

En su cabeza bullían mil ideas. A la tristeza por lo que dejaba atrás, se sumaba la preocupación por lo que se encontraría a su llegada.

Hasta ese momento nunca se lo había planteado, pero los comentarios que se hicieron durante la cena, la llevaron a plantearse: «¿Y si no encajo? ¿Y si no puedo adaptarme a ese ritmo de vida bullicioso al que hacía referencia la señora Manríquez?»

Una horrible sensación de inseguridad comenzó a apoderarse de ella. Todo el mundo le decía siempre lo bien educada que estaba, pero tal vez esa educación no fuera la adecuada en España.

Comenzaba a amanecer, cuando, agotada después de darle tantas vueltas a la cabeza, se quedó profundamente dormida.

A la mañana siguiente, y apenas unas pocas horas después de haberse quedado dormida, Isabel despertó, descansada. Se levantó de su cama, se puso un viejo pero cómodo vestido y subió a cubierta. Tan sólo algunos hombres permanecían trabajando a aquellas horas. Isabel se acercó a la baranda del barco y contempló la inmensidad del mar que los rodeaba. El cielo permanecía despejado de nubes y una suave brisa hizo bailotear alrededor de su cara unos mechones negros como el carbón, que se escaparon del sencillo rodete con el que se había recogido el pelo.

—¡Hum! Una joven madrugadora —dijo Alberto, encaminándose hacia ella.

—Buenos días. —Isabel esbozó una sonrisa—. Usted también ha madrugado.

El joven asintió.

—Estoy acostumbrado a madrugar, un hábito que como podrá comprobar en breve, no todos los españoles tienen.

De repente, Isabel revivió todos sus temores. Su inquietud se reflejó en su rostro.

—¿Está asustada por lo que se va a encontrar? —preguntó Alberto con cierta incredulidad.

—Si le he de ser sincera, sí. —Mirando hacia el horizonte, añadió—: No creo que encaje...

—¿Y por qué no iba a hacerlo? La vida en España tampoco es tan diferente de donde usted viene. Quizá un poco más bulliciosa y animada, sí. Pero no se preocupe, seguro que se adaptará a la perfección.

—¿Usted cree? No estoy tan segura… —Volvió la mirada hacia el joven—. Cuénteme cosas de España. ¿Conoce Sevilla?

—Sí, es una ciudad preciosa. Estoy seguro de que le encantará. Está llena de vida, la gente es alegre y desenfadada. Hay edificios espectaculares, como la Catedral y la Giralda.

—Oyéndolo hablar con tanta vehemencia, cualquiera diría que realmente es el lugar más maravilloso del mundo… —dijo un poco más animada.

—He de reconocer que siento predilección por esa ciudad. Madrid me gusta, es la ciudad donde vivo, pero siempre que puedo viajo a Sevilla. Es el ambiente… Es diferente de otras ciudades que conozco... Con sus geranios colgados de los balcones, la música y ese adorable olor que en el mes de abril inunda las calles.

Isabel elevó una ceja interrogante.

—Azahar, señorita Fuentes, el aire en Sevilla huele a azahar. Es un aroma embriagador.

—¡Vaya, ahora estoy deseando llegar! Ha logrado contagiarme su entusiasmo —dijo alegre—. ¡Suena realmente maravilloso!

Ernesto acababa de salir a cubierta cuando descubrió a su hija sonriendo animada junto al joven Manríquez. Una diminuta llama de esperanza se encendió en su corazón, ¿sería posible que después de todo, Isabel aceptara aquel cambio?

Isabel en seguida se percató de su presencia.

—Buenos días, padre —dijo, saludándolo con la mano.

Ernesto se acercó a los jóvenes.

—Deberías escuchar las cosas tan estupendas que el señor Manríquez me está explicando. —Sus ojos brillaron emocionados—. Ahora estoy deseando llegar para verlo todo con mis propios ojos.

Ernesto rió encantado, con aquella risa cálida, casi como una caricia, que tanto había gustado a Catalina.

—Siento desilusionarte, pequeña, pero apenas acabamos de comenzar el viaje. Será mejor que guardes todo ese fervor para un poco más adelante…

Desilusionada, frunció el ceño.

—Tienes razón, todavía nos quedan semanas de viaje por delante. —Se encogió de hombros y suspiró—. Tendré que conformarme con las historias que usted quiera relatarme —dicho esto, le dedicó una radiante sonrisa a Alberto.

Los dos hombres que la acompañaban rieron encantados.

«Sí, estoy seguro de que al final no será tan malo como ella esperaba», pensó Ernesto contento. Contento por su hija y por él mismo.