29
La investigación realizada hasta el momento no había despejado las dudas de Tisdale. Él mismo había acompañado a Mateo a visitar a Galván. No había sido difícil sonsacarle la información que poseía sobre la joven ya que su evidente interés por ella lo hacía hablar sin reparos de la muchacha.
Pero, en realidad, era más bien poco lo que había averiguado: tan sólo que ella y su padre eran íntimos de los Manríquez y que residían en Sevilla. Nada que la relacionara con el abordaje sufrido por la familia que los acogía en su casa.
—Sería mucha casualidad que fuera la joven que buscas, ¿no crees? —comentó Bárcena, mientras caminaban de regreso a casa.
Después de cenar en el club al que Mateo pertenecía, despidieron el carruaje. La noche era sumamente agradable y la distancia hasta su residencia no era excesiva, por lo que habían decidido volver dando un paseo.
Tisdale suspiró antes de responder.
—Supongo que sí, no podía tener tanta suerte.
—Tendremos que seguir intentándolo, aunque me parece una empresa complicada de llevar a buen puerto.
—Lo sé, pero no voy a darme por vencido tan pronto. Apenas hemos empezado a hacer preguntas.
Mateo asintió en silencio.
Tisdale miró distraído hacia el otro lado de la calle, donde un carruaje se encontraba esperando a un caballero que se dirigía hacia él con pasos decididos.
Antes de abrir la portezuela del vehículo y entrar en él, el hombre giró ligeramente la cabeza. No fue más que un instante, pero fue suficiente para que Robert Tisdale lo reconociera.
La amalgama de sentimientos que experimentó lo dejó paralizado sobre la acera.
Mateo, al darse cuenta de que Tisdale no lo seguía, se volvió y lo miró extrañado. Tenía la vista fija en algún punto en la distancia. Siguió su mirada y descubrió el coche que ya desaparecía al fondo de la calle.
—¿Qué sucede? —preguntó—. Parece que hayas visto un fantasma.
Respondió a la vez que esbozaba una sonrisa torcida, volviendo la mirada hacia su amigo.
—No era un fantasma, pero pronto lo será.
—No te entiendo. ¿Quién era ese hombre?
Tisdale habría reconocido aquel rostro hasta en el mismo infierno.
—Harrys —se limitó a responder.
—¿Estás seguro? —preguntó con la duda reflejada en la voz.
—Sí —contestó con rotundidad.
—No entiendo, ¿qué hace él aquí?
—Buscando lo mismo que yo —respondió con la mirada nuevamente perdida en el fondo de la calle.
—¡A la muchacha!
—¡Exacto! —el brillo de sus ojos grises provocó un pequeño escalofrío a Mateo.
Sabía del rencor que sentía por aquel hombre, pero estaba comenzando a creer que el sentimiento era más profundo de lo que jamás había llegado a sospechar.
Mateo lo observaba sentado en uno de los sillones orejeros de piel oscura de la habitación, mientras su invitado paseaba de un lado a otro del despacho como una fiera enjaulada.
A pesar de su avanzada edad y de su flema inglesa, que parecía haber perdido, demostraba una vitalidad y una excitación que nunca antes había observado en él en todos los años que lo conocía.
—Tranquilízate o te dará un ataque —advirtió intentando, en vano, serenar los ánimos de su amigo.
—Lo sé, pero no puedo. Son muchos años esperando una oportunidad como ésta. —Sus ojos brillaban enloquecidos.
—La verdad es que ha sido una casualidad —asintió en tono tranquilo.
—No creo en las casualidades —replicó con determinación.
Durante unos minutos permanecieron en silencio.
Mateo contemplaba a Robert, mientras éste disfrutaba imaginando la mejor manera de acabar con el cretino de Harrys sin dejar de moverse por el cuarto, presa de la agitación.
En su cabeza bullían mil ideas, pero ninguna le resultaba lo suficientemente atractiva. Tenía que pensar la mejor manera de terminar con él, pero quería verlo sufrir. Hacerle pagar todo el daño que su padre le había causado a él al arrebatarle a la mujer que amaba. Recordar a Catherine hizo que su mirada se suavizara durante unos segundos. No obstante, no dejaría que su amor por ella se interpusiera en su venganza. Se había jurado destruir al padre de Harrys y lo había conseguido, llevándolo a la ruina que posteriormente provocó su muerte. Pero aún quedaba un cabo suelto: su hijo.
Ver al joven fue como retroceder varios años en el tiempo. Poseía el rostro atractivo y arrogante de su padre; pero él terminaría con su arrogancia.
—Ahora que sabes que Harrys está en España, no necesitas a la muchacha para localizarlo —dijo Mateo interrumpiendo sus pensamientos.
Durante unos instantes contempló a su amigo como si no entendiera lo que decía.
—Sí, claro. Ya no tiene sentido buscarla... —respondió. Apartó su mirada y, dándole la espalda, se dirigió al carrito de las bebidas para servirse un whisky.
Como bien había apuntado Mateo, ya no precisaba de la muchacha para localizar a Harrys, pero sí para atraerlo. Si era cierto lo que el Holandés le había asegurado y Harrys se había encaprichado con ella, hacerse con la joven sería el remate perfecto para su venganza.
Paladeando el trago de licor miró de nuevo a los ojos de su amigo.
—Ya no la necesito —mintió con una sonrisa torcida en los labios. Apuró el contenido de la copa antes de volver a hablar—. Creo que ya va siendo hora de retirarse. Si me disculpas, mañana tengo mucho que hacer.
—Sí, claro. Yo subiré dentro de un momento. Que descanses.
Mateo permaneció sentado contemplando el contenido de su copa. Tenía que ser duro vivir con la venganza como compañera, y Robert llevaba demasiados años compartiendo cama con ella.
Suspiró apesadumbrado. Esperaba, por el bien de su amigo, que aquella historia llegara a su fin con la mayor brevedad posible o temía que el hombre terminaría perdiendo el juicio. De hecho, el extraño brillo de sus ojos le hacía dudar si realmente aún lo conservaba.
Apuró el resto del licor, abandonó la comodidad del sillón y, tras apagar las velas que iluminaban el despacho, él también se retiró a descansar. Tenía la sensación de que necesitaría de toda su energía para afrontar los siguientes días.
Isabel daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. El recuerdo de Stephen había destapado la caja de los truenos y se sentía tremendamente confundida. ¿Sería cierto lo que le había dicho? ¿Realmente la amaba? Tenía que serlo. Si no, ¿por qué estaba allí?
Una extraña agitación se había apoderado de ella, bullendo en su interior. Era como si no cupiera dentro de sí misma. Necesitaba moverse, sonreír, gritar y llorar, todo al mismo tiempo. Pero como le había dicho a él aquella misma mañana en el jardín, no era una situación fácil.
Después de que Stephen se fue, Isabel había regresado a la casa junto a su padre. Temía enfrentarse a sus anfitriones, tener que dar explicaciones y revelar que les había mentido. Pero nada de esto la hacía sentirse a gusto consigo misma. Los Manríquez los habían acogido y demostrado que eran verdaderos amigos, y ella les había pagado con mentiras.
No hubo necesidad de confesar su falta. Como siempre, Gertrudis, se adelantó a todos tomando la palabra nada más verla entrar en el saloncito.
—¡Ay, mi niña! Ese hombre es el que mencionaste la otra tarde, ¿verdad? —No esperó respuesta—. No me extraña que te sintieras atraída por él, es un hombre muy apuesto. Y si ha venido hasta aquí buscándote, quiere decir que tal vez estuvieras equivocada respecto a sus intenciones.
Todas las miradas pasaron de Gertrudis a ella, que se mantenía en pie y que había visto en las palabras de la mujer la oportunidad de no desvelar sus embustes.
Esto significaría seguir añadiendo leña al fuego, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Notó la mirada inquisidora de Alberto sobre ella, la ignoró y se centró en su madre.
—Sí, es él —se humedeció los labios, en los que aún sentía la presión de los de Stephen.
—¡Lo sabía! —La satisfacción con que habló casi hizo sonreír a Isabel, pero se sentía demasiado culpable para poder hacerlo—. Ven —dijo palmeando el sillón a su lado—. Siéntate y cuéntanos lo sucedido.
Isabel obedeció y antes de comenzar a hablar miró a su padre, que volvía a verse abatido y triste.
—No hay mucho que contar. Dice que está enamorado de mí que quiere que vuelva con él... a Sevilla.
—Para casaros, por supuesto. —Desde su punto de vista no podía ser de otra manera.
—No hemos hablado demasiado. A mi padre no... —hizo una pausa y volvió a mirar a su progenitor, que mantenía la mirada baja, clavada en las hebillas de sus zapatos—... no le gusta demasiado Stephen y se ha enfadado al verlo a solas conmigo en el jardín.
—Sabía que no teníamos que haberte dejado sin carabina... Tienes que admitir, querida, que ese hombre posee una mirada capaz de helar el infierno. —Y añadió poniendo a Ernesto en un aprieto—: De todas maneras, si el joven está realmente enamorado y quiere formalizar la relación, no veo dónde está el problema.
—Su fama no es precisamente lo que se podría denominar respetable. Dice amar a mi hija —continuó con tono cansado—: pero eso sólo no basta. Al menos, no para mí.
—Bueno, conozco varios calaveras que tras enamorarse pasaron a ser mansos corderitos en manos de sus esposas —apostilló Jaime Manríquez en un intento de aliviar la tensión que comenzaba a flotar en el aire.
—Puede ser. Tendría que conocer sus verdaderas intenciones antes de tomar una decisión.
Las palabras que Isabel había pronunciado en el jardín aún retumbaban dentro de su cabeza. Ahora comprendía el sacrifico que su hija había realizado al volver a su lado, abandonando a aquel pirata. Ella lo amaba, y ahora tenía ante sí una difícil decisión. No quería perder de nuevo a su niña, pero tampoco se creía capaz de negarle la felicidad que, después de tanto sufrimiento, se merecía.
—Tendré que meditar sobre ello y mantener una larga conversación con ese... caballero.
—Sí —sentenció Gertrudis—. Eso es exactamente lo que debe hacer amigo mío.
Isabel necesitaba estar sola para pensar en lo sucedido, así se incorporó de su asiento y dijo:
—Si me disculpan, voy a retirarme, necesito descansar. Han sido demasiadas emociones para una mañana.
—Por supuesto, querida. Lo comprendemos.
Dándole vueltas en su cabeza a lo sucedido, no se percató de la presencia de Alberto, que la había seguido hasta el piso de arriba.
—Me da la sensación de que ha llegado el momento de que te sinceres conmigo, ¿no crees?
Isabel se sobresaltó al escuchar la voz tras ella.
—¡Me has asustado! No sabía que me habías seguido —respondió evitando el tema que él pretendía abordar.
—Lo siento, no era mi intención. —Estaba serio, e Isabel comprendió que no podía demorar por más tiempo aquella conversación.
—Está bien. Te lo contaré todo —dijo resignada.
—Acompáñame. En el saloncito del fondo no nos molestará nadie.
La muchacha lo siguió hasta una salita pequeña y luminosa situada al fondo de un pasillo y que se utilizaba en raras ocasiones.
Los colores vivos que tanto parecían gustar a Gertrudis dominaban la estancia, dando una sensación de frescor y alegría que Isabel no sentía en aquellos momentos, pero que, aun así, le agradaron.
—No sé por dónde empezar —dijo acercándose a la ventana y observando la calle por la que los carruajes y los peatones circulaban ajenos a la tormenta de sentimientos que se había apoderado de ella.
—Es sencillo: por el principio —la instó el joven dejándose caer en una de las butacas tapizadas de raso verde brillante y salpicada de florecitas rosadas.
—El principio ya lo conoces. —Se volvió hacia él retorciéndose nerviosa las manos.
Con un gesto de la cabeza, Alberto le indicó que tomara asiento frente a él. Obedeció y clavando la mirada en las manos que continuaba moviendo nerviosa sobre el regazo, tomó aire y comenzó su relato.
Alberto permaneció en silencio, escuchando la historia de su amiga.
Isabel alzaba la mirada de tanto en cuanto, intentando vislumbrar los pensamientos del joven, pero nada en su seria expresión le permitía adivinar qué pasaba por su cabeza mientras la escuchaba.
Cuando por fin terminó de narrar su aventura a bordo del Lady Catherine, suspiró y dijo:
—Y ésa es la verdadera historia. Sé que debería haberla compartido contigo y tus padres desde el principio, pero me pareció más oportuno continuar con la historia creada por mi tía. En cierta forma, hasta yo misma comenzaba a creérmela a fuerza de repetirla.
—No te justifiques, entiendo tus razones y agradezco que hayas confiado en mí en estos momentos —respondió dedicándole, al fin, una cálida sonrisa—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—No lo sé, es todo tan complicado. Me iría ahora mismo con él si ello no destrozara a mi padre. Pero, por otro lado, tampoco puedo olvidar que Stephen es un pirata. Sé que tarde o temprano eso conseguiría distanciarnos. Que lo ame no quiere decir que acepte lo que hace.
—¿No le preguntaste por sus intenciones?
—No tuve tiempo, mi padre llegó hecho una furia y le exigió marcharse de inmediato. Tan sólo dispusimos de unos minutos en los que no pudimos aclarar la cosas.
—Tu padre parece dispuesto a escucharlo.
—Sí, eso ha dicho —volvió a dejar escapar el aire de sus pulmones de forma cansada.
—Será mejor que te acuestes un rato. Tantas emociones han tenido que afectarte —comentó con tono cariñoso.
—Sí, tienes razón —se pusieron en pie y juntos abandonaron la salita—. Gracias por escucharme... y por no juzgarme —le dijo con la mano sobre el pomo de la puerta de su habitación.
—No me las des. Ya te he dicho que necesitaba saciar mi curiosidad —bromeó—. Ahora descansa.
En un impulso, Isabel le dio un beso en la mejilla, consiguiendo que le subieran los colores. Un tanto avergonzada por el exceso de confianza, se apresuró a entrar en su cuarto y cerrar la puerta tras ella, dejando en el pasillo a un sorprendido y ruborizado Alberto.
A media tarde, cuando Galván se presentó en casa de los Manríquez para visitar a Isabel, ésta pidió que la excusaran, alegando que se encontraba indispuesta.
La verdad era que con los sucesos de la mañana, se había olvidado por completo de la visita del hombre y lo que menos le apetecía en aquellos momentos, era tener que suportar su presencia.
El hombre, desilusionado, se había marchado prometiendo volver al día siguiente.
Sin embargo, ahora, tendida sobre la cama en mitad de la noche, en lo que menos pensaba Isabel era en la siguiente visita del insistente caballero.
Tan sólo un pensamiento, una imagen, llenaba su cabeza: Stephen.
Su padre estaba dispuesto a hablar con él, pero temía el resultado final de la entrevista. Tanto Stephen como su padre eran hombres de carácter fuerte y testarudo. Si no lograban llegar a un acuerdo desde el principio, difícilmente lo harían más tarde.
Y ¿en qué posición la colocaría eso a ella? ¿Tendría que volver a renunciar a uno de ellos para disfrutar de la compañía y el amor del otro?
Se revolvió inquieta bajo las sábanas.
El destino volvía a cebarse con ella, ¿tendría que volver a sufrir una nueva pérdida? La pregunta la acosaba y le impedía conciliar el sueño. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. La abrió y dejó que la fresca brisa acariciara su piel, haciendo desaparecer, en parte, la tensión que se había apoderado de ella.
Cerró los ojos e inspiró con fuerza, captando el suave aroma de las flores del jardín.
«No lo haré —pensó de pronto abriendo de nuevo los ojos y dejando que su mirada vagara sin rumbo por el firmamento cuajado de centenares de estrellas—. No permitiré que el destino vuelva a arrebatarme nada.»
Con la seguridad de saber lo que quería hacer, volvió a la cama.
Mucho más tranquila después de haber tomado esa decisión, se quedó profundamente dormida, con la imagen de su amor acompañando sus sueños.