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Ernesto se mostró sorprendido cuando Gertrudis hizo mención a la licencia que se había permitido al invitar al señor Tisdale a viajar con ellos, pero no parecía molesto en absoluto.

—Debe de estar al llegar —aclaró la mujer—. Pensé que sería conveniente que lo conociera antes de mañana.

—Sí, por supuesto. De todas formas no supondrá ningún problema —aclaró tranquilizándola—. En el carruaje hay espacio suficiente para los tres.

—No pareces demasiado entusiasmada con la idea —le susurró Alberto al oído, al ver que se mantenía al margen de la conversación. En el poco tiempo que habían pasado juntos, había llegado a conocerla a la perfección.

—No puedo evitarlo. Ese hombre me resulta desagradable, aunque no sabría explicarte el motivo.

Como si al hablar de él lo hubieran invocado, Tisdale apareció en la puerta del salón, precedido por el mayordomo, que desapareció nada más anunciado y cerró la puerta tras de sí.

—Ahora mismo estábamos hablando de usted —gorjeó Gertrudis—. Quiero presentarle al señor Fuentes —dijo señalando al padre de Isabel—. Éste es mi esposo y aquél, mi hijo Alberto.

—Es un placer conocerlos. Espero no resultar inoportuno ni un estorbo para sus planes, señor Fuentes —comentó intentando aparentar una tranquilidad que no sentía.

—En absoluto, creo que nuestra querida amiga ha tenido una gran idea. Realizar este viaje en solitario puede resultar demasiado pesado —Isabel sintió deseos de replicar al escuchar las palabras de su padre. No le había importado en absoluto que Stephen hubiera partido sin compañía hacia su destino, pero sí que le preocupaba que el señor Tisdale tuviera que acompañarlos en tan pesado desplazamiento. Un inaudible bufido escapó de sus labios—. Si no le supone demasiado engorro, y como le habrá comentado nuestra querida amiga, mañana mismo partimos rumbo al sur.

—Sí, es cierto. Así me lo ha hecho saber su encantadora hija y por mi parte no hay ningún inconveniente.

—Pues entonces todo solucionado —añadió Gertrudis satisfecha por haber servido de ayuda al agradable caballero, sin causar molestias a sus amigos.

 

 

Los adultos continuaron enfrascados en una conversación que tanto a Isabel como a Alberto les resultó de lo más aburrida, y en la que se abstuvieron de participar. No obstante, no se ausentaron de la estancia y aguantaron estoicamente hasta que finalmente los mayores decidieron que había llegado el momento de retirarse.

—Creo que ha llegado el momento de marcharme. Todo el descanso es poco antes de un viaje —comentó con aparente buen humor.

—Sí, estoy de acuerdo —convino Ernesto—. Entonces mañana lo esperamos a primera hora— dijo poniéndose en pie, gesto que todos imitaron.

—Aquí estaré —aseguró el inglés.

 

 

La inquietud que la presencia del inglés le provocaba no fue la causante de que Isabel pasara gran parte de la noche en vela. La ansiedad que le provocaba regresar a Sevilla y el hecho de volver a encontrarse con Stephen la absorbían por completo y le hicieron olvidar sus recelos respecto al caballero.

Comenzaba a amanecer cuando, incapaz de permanecer por más tiempo en el lecho, se levantó y comenzó a prepararse para el viaje.

La noche anterior había terminado de recoger sus pertenencias, dejando tan sólo la ropa que se pondría ese día.

Había escogido un liviano vestido de color tostado, muy apropiado para soportar el calor y de un color sufrido, para disimular el polvo del camino que inevitablemente terminaría adherido a la prenda.

Se recogió el cabello en un sencillo y cómodo rodete sobre la cabeza y, sin demorarse en contemplar el resultado final, abandonó el cuarto.

Aún era temprano y apenas se podía oír ningún ruido por la casa. Sólo el cacharrear de la cocinera preparando el desayuno le indicó que no era la única que ya estaba en pie.

Salió al jardín y paseó hasta su rincón favorito, deteniéndose a oler las flores que encontraba a su paso. Se sentó en el banco de piedra y contempló el cielo azul y despejado que se extendía sobre su cabeza.

Unos días más, nada más unos días, y volvería a ver a su amado, pensó llena de júbilo. Le parecía increíble que después del tiempo que habían permanecido separados ahora lo añorara de aquella manera tan intensa y desgarradora, tras dos simples días sin contar con su presencia.

Casi le costaba creer que, por fin, su vida se encaminara hacia la estabilidad y la tranquilidad que siempre había ansiado.

Sintió añoranza por no estar en su tierra, Caracas, y contar con el apoyo y la ayuda de Rosita. Pero, después de todo, estaba en España con su familia y, en poco tiempo, también con Stephen a su lado. Ya nunca volvería a separarse de ninguno de ellos.

Se recreó pensando en cómo sería todo a partir del momento en que ella y Harrys se casaran. La idea de tener hijos con el hombre que amaba la asaltó, y un escalofrío de placer la recorrió al imaginarse con un retoño entre los brazos.

Sumida en sus pensamientos, no advirtió la presencia de su padre, que, con pasos tranquilos, acudía en su busca.

—Al ver que no estabas en tu cuarto, imaginé que estarías aquí —dijo al llegar a su lado.

—Me encanta este lugar, se respira paz —añadió inspirando con una sonrisa en los labios, como queriendo demostrar sus palabras.

—Es agradable —asintió Ernesto—. Pero será mejor que entremos a desayunar. No quiero que se nos haga demasiado tarde.

—Sí, tienes razón. Yo más que nadie tengo interés en partir cuanto antes —habló mientras se ponía en pie con rapidez.

—¿Por qué será que no me sorprenden tus palabras? —refunfuñó.

—Porque eres un buen padre y quieres que sea feliz —bromeó ella al pasar a su lado.

—Tienes razón. Bien sabe Dios que, si no, yo mismo hubiera estrangulado a ese canalla.

—Papá, ese canalla va a ser mi esposo.

—Lo sé perfectamente. No hace falta que me lo recuerdes.

Ignoró el tono resignado de su padre y le dedicó una de sus mejores sonrisas, consiguiendo que él también sonriera, vencido por la convicción que demostraba su hija.

 

 

Como habían acordado el día anterior, Robert Tisdale llegó ante la casa de los Manríquez a primera hora.

La tarde anterior había hecho sus deberes, y todo estaba dispuesto para ejecutar su plan maestro.

Más tarde se había despedido de un sorprendido Mateo, que aceptó los motivos de su amigo para abandonar la capital con tanta celeridad. Evidentemente pasó por alto el pequeño e insignificante detalle de que viajaría con los Fuentes. Los escrúpulos de su amigo habrían tratado de disuadirlo y no tenía tiempo para naderías. Cuanto menos supiera, mejor para todos.

Organizar el equipaje le había llevado relativamente poco tiempo y antes de lo previsto se encontraba tumbado sobre el jergón de su amplia cama, contemplando el techo con las manos tras la nuca, repasando mentalmente todos y cada uno de los pasos a seguir.

Al amanecer, y con una agilidad impropia de su edad y costumbre, saltó del lecho para encarar el comienzo del día más feliz de su vida. Era el día en que el destino de Harrys por fin estaría en sus manos e iba a disfrutar de cada segundo como si del mejor licor del mundo se tratara.

Ahora, ante sus compañeros de viaje, esperaba impasible el momento de partir mientras los amigos se despedían emocionados.

Gertrudis lloriqueaba, rogándoles noticias en cuanto llegaran a Sevilla y prometiéndoles reunirse allí con ellos en unos meses.

Alberto e Isabel se despidieron con un fuerte abrazo. El afecto entre ellos era sincero, y ambos consideraban al otro como al hermano que nunca habían tenido.

—¿Irás pronto a Sevilla? —quiso saber ella.

—A la menor oportunidad me tienes allí —respondió rotundo.

—Te voy a extrañar. Ya me había acostumbrado a tenerte pegado a mi falda todo el día.

—No repitas ese comentario ante nadie o podrían llegar a una conclusión equivocada —bromeó.

—Tienes razón —rió divertida ante la sola idea de que alguien pudiera creer que entre ellos existía algo más que amistad.

—Tesoro —interrumpió Gertrudis—. Cuídate y escribe para mantenerme informada de todo.

Isabel le agradeció en silencio que se detuviera ahí y no diera innecesarias explicaciones de más delante de un extraño.

—Lo haré —prometió casi sin aliento, cuando se vio estrechada contra el corpachón de la mujer.

—No soporto las despedidas —gimoteó al soltarla, yendo a refugiarse a los brazos de su esposo.

—Gracias por todo —añadió Ernesto estrechando la mano de Jaime Manríquez.

—Ha sido un placer teneros con nosotros. Sabes que siempre seréis bien recibidos, y que ésta es vuestra casa.

—Lo mismo digo.

 

 

Robert Tisdale observaba la enternecedora escena ligeramente apartado del pequeño grupo. No le interesaba verse mezclado en aquel intercambio de besos, abrazos y apretones de manos. Sentía la ansiedad creciendo a pasos agigantados en su interior, mientras que sus compañeros de viaje dilataban la despedida de una forma en extremo irritante.

Como si hubiera intuido su impaciencia, Ernesto se volvió hacia él a la vez que comentaba:

—Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha.

Isabel asintió y, sin más demora, se instaló en el interior del carruaje, dejando espacio para su padre, que subió tras Tisdale.

Sacó la mano por la ventanilla, agitándola a modo de despedida, hasta que los Manríquez no fueron más que figuras borrosas al final de la calle. Se acomodó nuevamente en el asiento, pero sin despegar la mirada del paisaje urbano que pronto perderían de vista. La presencia del inglés, y sobre todo su fría mirada, la incomodaban demasiado.

Mientras el carruaje rodaba por las calles madrileñas alejándose del bullicio que comenzaba a formarse en ellas, el silencio dominaba el interior del vehículo. Cada uno iba sumido en sus pensamientos y ninguno parecía tener la más mínima intención de interrumpir con sus palabras el monótono sonido de los cascos de los caballos contra el adoquinado.