36
Aquella misma mañana, al abandonar la posada, había reconocido a uno de los dos sujetos que ensillaban sus caballos ante el establecimiento.
No se fiaba de aquella chusma, pero no había tenido otra elección. Tan sólo esperaba que, llegado el momento, no cometieran errores y lo echaran todo a perder.
—Señor Tisdale —la voz de la joven parecía llamarlo desde el final de un túnel y aún tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta de que padre e hija lo observaban a la espera de una respuesta.
—Discúlpeme, me temo que estaba abstraído pensando en mis cosas y no la he escuchado —se excusó.
—Le preguntaba sobre la duración de su estancia en Sevilla —repitió Isabel al comprobar que, efectivamente, el inglés no la había escuchado la primera vez.
—Aún no lo sé. Todo depende de cómo se desarrollen las cosas cuando lleguemos.
—¿Nunca antes había realizado negocios en Sevilla? —preguntó Ernesto un tanto extrañado, arqueando sus delicadas cejas.
—Sí, por supuesto. Pero en esta ocasión los negocios son... un tanto especiales.
—Eso suena muy sugerente. ¿Me equivoco si pienso en algo, digamos... no del todo legal? —especuló sonriendo levemente.
—Isabel, por favor —la amonestó Ernesto—. Disculpe a mi hija...
—No se preocupe, no me ha molestado su insinuación. —Sus labios se torcieron en lo que pretendía ser una sonrisa—. De hecho no va del todo desencaminada.
—¡Oh! —exclamó ante la pasmosa sinceridad de Tisdale, a la vez que la curiosidad bailoteaba en sus pupilas. Se cuidó mucho de insistir en el tema, no quería resultar grosera, ni hacer sentir a su padre peor de lo que ya se sentía por su falta de delicadeza.
—Deberíamos reanudar la marcha —sugirió Ernesto, tras un leve carraspeo que vino a interrumpir el incómodo silencio que se había instalado entre ellos.
—Sí, estoy de acuerdo —añadió Tisdale poniéndose trabajosamente en pie—. Mis piernas ya no me consienten este tipo de frivolidades —comentó en tono jocoso a la vez que acomodaba sus ropas.
—Creo que las mías están de acuerdo con sus palabras —bromeó Ernesto.
Aunque a él no le había costado tanto esfuerzo como a Tisdale, sí era cierto que sus rodillas había protestado ligeramente por la postura adquirida mientras agasajaban sus estómagos con el buen queso y el refrescante vino.
Isabel recogió los restos del almuerzo, observando divertida al par de hombres.
—Me da la impresión de que están exagerando un poquito —apostilló entre risas.
—Ya llegarás a nuestra edad, ya —respondió su padre haciéndose el ofendido.
Tisdale se limitó a sonreír antes de regresar al carruaje, mientras padre e hija se enzarzaban en una discusión sobre las desventajas de hacerse mayor.
Desde su asiento, Tisdale, observaba de tanto en tanto el camino que dejaban atrás. No sería prudente que los sujetos a los que había pagado se dejaran ver antes de tiempo, el cochero podría notar su presencia y desconfiar de sus intenciones.
Les había dado instrucciones precisas sobre el momento en que deberían actuar. Necesitaba estar lo suficientemente cerca de su objetivo para poder atraerlo sin dificultad.
Llegado el momento tendría que deshacerse del padre y el cochero. No tenía intención de matarlos, con asegurarse de que no pudieran interferir en sus planes sería suficiente. Tan sólo le interesaba la muchacha.
Afortunadamente viajaban a buen ritmo y el momento final se aproximaba. Según acortaban distancias, sentía crecer la excitación en su interior. Ya casi podía saborear su victoria, el glorioso instante en que terminaría con la vida de aquel despojo.
Resultaría agradable tenerlo en su poder, dominado e impotente ante la suerte que correría la muchacha.
Isabel observaba divertida la expresión del inglés. Totalmente abstraído en sus pensamientos, no era consciente del escrutinio al que lo estaba sometiendo.
Le llamó poderosamente la atención el intenso brillo de sus ojos, normalmente tan fríos e inexpresivos y la leve sonrisa que curvaba sus finos labios.
¿En qué estaría pensando?, se preguntó curiosa. Tal vez en una mujer... Era agradable comprobar que hasta un hombre como Robert Tisdale albergaba dentro de sí algún tipo de emoción que lo llevaba a soñar despierto.
Animada por aquella idea, ella misma se adentró en el mundo de la imaginación y fantaseó sobre la vida que llevaría junto a Stephen una vez se hubieran casado, tuvieran hijos y sus días transcurrieran en calma y sin sobresaltos.
¿Sería Stephen capaz de adaptarse a una vida así? Rezó porque así fuera.
A pesar del ritmo al que cabalgaban, Alberto tenía la sensación de no avanzar lo suficientemente deprisa.
Cada vez que se detenían para descansar y tomar algún alimento, sentía que la angustia lo devoraba por dentro de una forma implacable. Cada minuto que perdía podría ser vital para Isabel.
Qué hacer una vez les hubiera dado alcance era otra cuestión que le hacía devanarse los sesos continuamente. Si lograba toparse con ellos antes de que Tisdale se decidiera a actuar tenía dos opciones: inventar una buena excusa para explicar su presencia allí o enfrentarse al hombre abiertamente. Eso siempre y cuando lograra llegar a ellos a tiempo.
Si las suposiciones de Bárcena eran acertadas, Tisdale utilizaría a Isabel para atraer a Harrys. Era de imaginar que no intentaría nada, por lo menos hasta encontrarse lo suficientemente cerca de Sevilla. Pero, claro, todo eran conjeturas. Él no podía imaginar cómo funcionaba la mente de un hombre que vivía dominado por su ansia de venganza.
Tan sólo le quedaba rezar para que sus suposiciones fueran acertadas y así contar con más tiempo para llegar hasta ellos.
El Lady Catherine había partido rumbo a Inglaterra y él ya había conseguido localizar dos propiedades que le resultaban atractivas.
Una de ellas, la que más le agradaba, se encontraba en las afueras de la ciudad y contaba con extensas tierras a su alrededor y buenos olivares.
La casa se alzaba entre un conjunto de pequeños edificios destinados al uso agrícola, como un granero, un lagar, un almacén o una bodega. Entre todos formaban un gran patio en cuyo centro se alzaba un pozo adornado con herrajes. A dicho patio se accedía por un portón de grandes dimensiones que, sin duda, había conocido tiempos mejores y necesitaba ser reparado con urgencia. En uno de los extremos del recinto crecía salvaje un exuberante jardín, del que estaba seguro que Isabel se enamoraría nada más verlo.
Tras contemplarlo todo de nuevo, se volvió hacia Azucena.
—¿Qué le parece? —preguntó extendiendo los brazos como queriendo abarcar la hacienda entera ante ellos.
—Bueno... con un poco de trabajo podría quedar bonita —respondió un tanto recelosa.
No estaba del todo segura de las preferencias de su sobrina a la hora de escoger un lugar para pasar el resto de sus días. Pero el entusiasmo que mostraba el señor Harrys le impidió mostrarse negativa en su respuesta.
—Sé que hay que hacer algunas reparaciones, pero la estructura de la casa es sólida —explicó—. No creo que nos lleve demasiado tiempo acondicionarla como es debido. ¿Cree que le gustará?
—No sabría decirle. Probablemente la conocerá usted mejor que yo —comentó con cierta picardía.
Stephen le dedicó una sonrisa lobuna que le hizo entender, más que de sobra, hasta qué punto conocía a su sobrina. No se dejó intimidar por el gesto y continuó:
—De todas formas, me atrevo a decir que Isabel se sentirá más a gusto en esta finca que en la casa de la ciudad. Me temo que no es una joven a la que le agrade en exceso el bullicio y el ajetreo de las calles sevillanas.
—Yo he llegado a la misma conclusión —añadió satisfecho—. Ya sólo me resta confirmar la compra y ordenar que comiencen las reparaciones cuanto antes.
Ofreciéndole su brazo, condujo a Azucena de nuevo al carruaje que los esperaba ante el desvencijado portalón.
—Le rogaría máxima discreción, quiero que sea una sorpresa y no lo mencionaré hasta que todo esté en perfecto estado.
—Puede estar tranquilo, seré una tumba.
Cuanto más conocía a aquel hombre, más entendía los motivos de su sobrina para haberse enamorado de él.
No sólo era su atractivo físico, o ese halo de peligro que parecía rodearlo incluso aunque fuera ataviado con las prendas más exclusivas, y que resultaba de lo más provocador. Darse cuenta del gran amor que sentía por la muchacha, había inclinado en gran parte la balanza a su favor y, según lo iba tratando, le resultaba más encantador y adecuado para Isabel. Sin duda, estaban hechos el uno para el otro.
Tan sólo un par de días atrás había llegado para presentarse ante su puerta y comunicarle emocionado que se habían prometido y que necesitaba de su ayuda en la búsqueda de la casa adecuada para comenzar una nueva vida junto a la joven.
Sospechaba que alguien como Harrys no necesitaba ayuda en un tema como aquél. Más bien parecía buscar una aliada en la familia Fuentes.
De hecho, Jaime no se había mostrado tan entusiasmado como ella con la noticia, pero estaba segura de que con el tiempo él también llegaría a apreciar al hombre que Isabel había elegido como compañero.
Ella misma se sentía casi tan ansiosa como Harrys con la espera del regreso de su familia. Había un sinfín de detalles que preparar antes de la boda, y aunque el inglés había asegurado que contaban con tiempo suficiente, ya que Ernesto había exigido un noviazgo previo al enlace, ella sabía que todo el tiempo del que dispusieran sería poco.
—¿Cuándo espera que lleguen mi cuñado y mi sobrina? —interrogó una vez se pusieron en marcha, camino de la ciudad.
—Estimo que, como mucho, en un par de días los tendremos aquí.
Azucena asintió y mentalmente comenzó a detallar una lista de las cosas que harían en cuanto sus parientes se encontraran instalados de nuevo en Sevilla.
Como hija única, siempre había añorado una gran familia y ahora, gracias al regreso de Ernesto y al enlace de Isabel con el capitán, su sueño se haría al fin realidad. Incluso podía ver a los niños corretear por su salón...
Ella y Jaime no habían tenido descendencia y, aunque nunca lo hubiera dicho, había resultado una gran desilusión para ella.
Stephen la observaba y percibió la mirada soñadora que iluminaba sus ojos. Satisfecho, se relajó y él mismo soñó con el momento en que la casa estuviera arreglada y pudiera mostrársela a su prometida.
—¿Le preocupa algo? —preguntó Isabel mientras cenaban—. Esta noche parece estar algo inquieto —continuó antes de llevarse a la boca un bocado del delicioso pescado que habían pedido esa noche.
Ignoró la mirada reprobadora de su padre y esperó la respuesta del inglés.
—Es usted muy observadora —reconoció esbozando una leve sonrisa—. Supongo que saberme cerca de alcanzar mi... objetivo, me altera ligeramente.
—Sí, será eso —respondió ella dedicándole una sonrisa al caballero.
Durante todo el día había permanecido extrañamente callado y agitado. Y ahora, en la posada en la que pasarían la última noche, apenas había probado bocado, algo bastante inusual en él ya que solía gozar de buen apetito.
Continuaba intrigada por los negocios que Tisdale se disponía a emprender en Sevilla y que alteraban de manera tan considerable su carácter relajado y casi imperturbable. Tenía que ser algo importante, pero resultaba evidente que ella nunca sabría de qué se trataba y su curiosidad quedaría insatisfecha. Así que lo mejor era no darle más vueltas al asunto y disfrutar de la cena, pensó mientras retiraba las espinas de uno de los pedacitos de pescado que aún le quedaban sobre el plato.
—¿Tiene dónde hospedarse? —preguntó Ernesto de pronto.
Después de varios días de viaje y continua charla, en ningún momento se le había pasado por la mente que tal vez el inglés necesitara de un lugar en el que alojarse durante su estancia en la ciudad.
—Sí, por supuesto —respondió recuperando parte de su habitual control. Sería irónico que después de todo él mismo echara a perder sus planes por encontrarse excesivamente ansioso—. Hay una hospedería estupenda en el centro de la ciudad. Tiene unas habitaciones confortables con maravillosas vistas y la clientela es de lo más selecta —aclaró.
—¡Estupendo! —celebró Ernesto—. Espero que sus negocios no le roben demasiado tiempo y disponga de algún momento para visitarnos mientras permanezca en Sevilla.
—Por supuesto, puede contar con ello —mintió con una sonrisa en los labios.
—Organizaremos una pequeña reunión de amigos para celebrar nuestra vuelta, a la que está invitado. Le presentaré a mi hermano y a su esposa, una pareja encantadora.
—Y no lo dice porque sean de su familia... —bromeó Isabel.
—Bueno, es la verdad —se defendió Ernesto un tanto azorado.
—No me cabe la menor duda de que así es. Siendo parientes suyos no podría ser de otra manera. —Alzó la copa a la vez que hablaba, casi como si le ofreciera un brindis. De un solo trago vació el contenido de la copa. Seguidamente se puso en pie—. Si me disculpan, voy a retirarme, esta noche me encuentro realmente agotado.
—Por supuesto, no se preocupe —repuso Ernesto levantándose a su vez para despedirlo.
—Que descanse —replicó Isabel.
—Lo intentaré. Buenas noches.
Ernesto volvió a tomar asiento, mientras Isabel observaba a Tisdale alejarse.
—Es un hombre curioso, ¿no te parece?
—No, no me lo parece.
—Me pregunto qué negocio será el que va a realizar...
—Eso no es asunto tuyo, señorita —la reprendió su padre con tono cariñoso.
—Lo sé, no me hagas caso —añadió encogiéndose de hombros.