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La observó por última vez antes de abandonar el camarote. Estaba preciosa, con el pelo revuelto y los finos y delicados brazos abrazando la almohada.

No pudo evitar que una sonrisa traviesa y satisfecha aflorara a sus labios. Esperaba haberla dejado tan agotada que no se despertara hasta bien entrada la mañana. Él, por su parte, tenía mucho trabajo por delante y poco tiempo para llevarlo a cabo.

El Lady Catherine ya estaba anclado cuando se reunió con May en la cubierta.

—Asegúrate de que Isabel no desembarque hasta que envíe a Paul a buscarla.

—Cuando se dé cuenta de que estamos amarrados seré yo el que tendrá que enfrentarse a su enojo —protestó.

—¡Pareces una vieja refunfuñona! Espero tenerlo todo dispuesto para cuando ella se despierte, pero, si no es así, confío en ti para retenerla —dijo palmeando la espalda de su amigo.

—Sí, claro —contestó resignado.

 

 

Stephen cruzó la plataforma seguido muy de cerca por Paul.

Después de darle muchas vueltas, por fin había tomado una decisión. Quizá la más importante de su vida y tenía que reconocer que se sentía tan nervioso como un jovencito inexperto.

Quería organizarlo todo de tal manera que Isabel no olvidara jamás aquel día. Iba a proponerle matrimonio y quería que todo resultara perfecto.

La euforia que lo embargaba le hacía sentir el deseo de gritar a los cuatro vientos que amaba a aquella mujer. Le pertenecía, tanto como él a ella, pero quería, necesitaba poseerla también ante los ojos de Dios y del resto del mundo. Incluso se había planteado seriamente abandonar aquella vida no exenta de peligros por ella. Quería hacerla feliz, y haría lo que fuera necesario para conseguirlo.

Ensimismado en sus pensamientos, caminaba entre la gente con Paul pisándole los talones, dejando atrás el bullicioso lugar, sin percatarse del barullo que lo rodeaba ni del barco con bandera española que ultimaba los preparativos para zarpar en apenas unas horas. Tan sólo una idea ocupaba su mente: Isabel, y fuera de eso nada le importaba.

 

 

Se desperezó sobre el lecho y tardó unos minutos en notar la quietud de la nave. Extrañada, agudizó el oído. No le supuso un gran esfuerzo reconocer los sonidos que confirmaban sus sospechas: habían atracado.

Entusiasmada ante la idea de volver a pisar tierra firme después de semanas navegando, se apresuró con las ropas y el aseo.

No entendía por qué Stephen no la había informado. Quizá algún contratiempo de última hora los había forzado a tomar aquella decisión. Ataviada con su acostumbrada indumentaria a bordo del barco, alcanzó la cubierta en un tiempo récord, dispuesta a despejar la incógnita.

Los ojos le brillaban emocionados al comprobar que no se había equivocado en sus deducciones y buscó al capitán con la mirada. Tan sólo encontró a May y, sin perder ni un segundo, se reunió con él en el castillo de proa.

—¿Dónde está Harrys? ¿Por qué no me ha despertado? ¿Y...?

—Tranquila, pequeña. Las preguntas de una en una… —la atajó antes de que continuara bombardeándolo con su interrogatorio.

—Está bien, pero será mejor que comiences a hablar.

—La amenaza lo divirtió, pero se abstuvo de demostrarlo. En cambio, no pudo evitar maldecir a su capitán para sus adentros por encargarle la tarea de retenerla hasta nueva orden.

Sería como intentar contener una tempestad en mitad del océano, pero no tenía otra alternativa. Suspiró y se dispuso a satisfacer la curiosidad de la joven.

—Harrys ha bajado a tierra. —Vio cómo el gesto de Isabel se volvía hosco—. Tenía asuntos que arreglar, pero no tardará en regresar y entonces podrás reunirte con él.

—¿Estás insinuando que aún no puedo desembarcar? —dijo poniendo las manos sobre las caderas, desafiante.

—Me temo que ésas son las órdenes, pequeña.

Un bufido de frustración levantó uno de los mechones que caían desordenados sobre su rostro.

—¡Las órdenes…! —repitió con cierto retintín.

May elevó la vista al cielo al ver el nervioso paseo que Isabel acababa de comenzar. Deambulaba de un lado para otro, mascullando y protestando por lo absurdo de la situación. No sería la primera vez que abandonaba el barco en compañía de algunos de los hombres de Harrys. No entendía qué había de diferente en esa ocasión. El segundo también tuvo que soportar las furiosas miradas de la chica, que parecía culparlo a él de todos sus males.

Para cuando Paul regresó, May ya había perdido toda esperanza de aplacar su mal humor. No podía desvelar las intenciones del capitán, y su silencio exasperaba aún más a Isabel, que comenzaba a sentir deseos de cerrar sus manos sobre el gaznate de aquel conspirador.

El grumete apenas tuvo oportunidad de posar un pie sobre la cubierta, cuando Isabel se abalanzó sobre él, arrastrándolo literalmente por la plataforma.

—¿Dónde se ha metido ese patán que tienes por capitán? —preguntó mientras lo empujaba sin miramientos.

En cuanto se pudo reponer, Paul se detuvo en seco, y la obligó a soltar las ropas que ella agarraba con fuerza y, tras acomodárselas de nuevo, exclamó:

—Yo también me alegro de verla señorita. —El sarcasmo puso un gesto impaciente en el semblante de la aludida—. Si me deja guiarla, estaré encantado de acompañarla hasta donde el capitán la espera.

—Lo siento —se disculpó, dándose cuenta de que estaba pagando con el muchacho su frustración.

Adornó su rostro con una de sus radiantes sonrisas y nuevamente entusiasmada por encontrarse en una nueva cuidad que descubrir y de la que disfrutar, enlazó su brazo en el del muchacho y dijo:

—De acuerdo, llévame hasta tu capitán.

Isabel dejó que los sonidos, los olores y las voces del puerto la invadieran. Le encantaba aquella primera toma de contacto con el lugar, con sus gentes y con los que, como ellos, tan sólo estaban de paso.

Disfrutaba observando a los marineros que cargaban o descargaban las mercancías de sus navíos, las miradas ansiosas de los que volvían al mar tras un breve descanso, las poderosas voces de los capitanes y contramaestres vociferando órdenes... Todo aquello estaba sucediendo a su alrededor. Entonces lo divisó, y el mundo enmudeció a su alrededor de modo que todos parecían moverse muchísimo más despacio. El corazón le golpeaba dentro del pecho de forma casi dolorosa, las sienes le palpitaban, le faltaba aire.

Era él, sin ningún tipo de duda. ¡Aquel hombre era el capitán Artime!

Al constatarlo, volvió a la realidad y comenzó a pensar en la oportunidad que tenía ante ella. Paul, que charlaba animadamente a su lado, no había notado la turbación momentánea de la joven, cosa que Isabel agradeció. Continuó caminando a su lado, tratando de pensar con rapidez. Sólo tenía una oportunidad y aún no sabía si quería aprovecharla.

Por un lado estaba Stephen y la vida que llevaba junto a él. Lo adoraba, pero no podía olvidar que en el fondo no era más que un pirata, por muy bien que la tratara a ella. Y por otro lado se le estaba brindando la oportunidad de regresar junto a su padre, porque estaba segura de que el capitán estaría más que dispuesto a prestarle ayuda. La cuestión era decidirse y aprovechar la ocasión, y ver la mejor manera de librase de su acompañante, o seguir adelante y olvidarse de que dejaba escapar, quizá, su única oportunidad de poner tierra de por medio entre Harrys y ella.

Redujo el paso, tratando de ganar tiempo, mientras su cabeza funcionaba a una velocidad de vértigo. Sabía que lo que se proponía hacer era muy arriesgado... Pero lo iba a hacer. Su yo interior se lo acababa de confirmar; había tomado la decisión incluso antes de darse cuenta. Le costaba mantener la calma y la compostura. Su corazón continuaba bombeando a toda velocidad y su respiración se negaba a recuperar un ritmo normal. Trató de disfrazar su nerviosismo de entusiasmo, alabando el lugar y gesticulando, tal vez en exceso. Pero Paul, a su lado, parecía divertirse con su actitud y no pareció percibir nada extraño en ello.

«¡Piensa Isabel, piensa!» se decía una y otra vez, mientras se alejaban del puerto. Tenía que encontrar una excusa con la que poder alejarse de Paul, pero no se le ocurría nada.

Comenzaba a desesperarse; no podía ser que tuviera tan cerca la oportunidad de huir y la fuera a perder por no ser capaz de idear con suficiente rapidez una excusa para deshacerse del grumete. Trató de disimular el temblor de las manos, introduciéndolas en los bolsillos de su gabán, pero se dio cuenta demasiado tarde de que no lo llevaba. Se pasó la mano, desesperada, por el cabello desordenado y en ese instante una luz se prendió dentro de su cabeza.

Cerró los ojos durante unos segundos, respiró hondo y apretó la mandíbula antes de hablar.

—¡Maldición! —Se detuvo abruptamente en mitad de la calle—. Tenemos que regresar. He olvidado mi gabán y el gorro.

El muchacho la observó unos instantes entre confundido y contrariado, para después encogerse de hombros, a fin de cuentas no era él el que tenía prisa por reunirse con el capitán.

—De acuerdo, volvamos.

—¿Te importaría ir solo? —preguntó con una cándida sonrisa y voz melosa—. Me gustaría echar un vistazo a los puestos ambulantes, y podría hacerlo mientras te espero.

El joven no parecía muy convencido.

—Además, tú solo irás más rápido y yo te esperaré allí —dijo señalando la zona en que se levantaban los puestecillos.

Esperó ansiosa la respuesta del muchacho, que parecía no llegar nunca. Lo animó con un gesto de las manos a que se diera la vuelta y regresara al barco a por las prendas olvidadas.

—¡Está bien! —refunfuñó—. Pero no se aleje, no quiero buscarme problemas con el capitán.

Durante una fracción de segundo, la culpabilidad se adueñó de ella y a punto estuvo de renunciar al plan, pero el impulso no fue lo suficientemente fuerte y dándole un empujón al muchacho dijo:

—Tranquilo, estaré bien, llevo mi cuchillo —susurró—. Y ahora muévete o el capitán se impacientará.

Ante aquellas palabras, Paul, se apresuró a cumplir con su encargo.

Lo vio perderse entre el gentío, y aunque las piernas le temblaban tanto que casi le resultaba imposible poner una delante de la otra con cada paso, se sumergió también en el tumulto, decidida y buscando con la mirada al hombre que tan sólo hacía unos minutos había identificado como el capitán del María Cristina.

El nudo que atenazaba su garganta comenzaba a causarle serios problemas con la respiración. La angustia y la tensión se apoderaron de todo su cuerpo y cada vez le resultaba más complicado no desplomarse y continuar la búsqueda. Pero el condenado hombre parecía haber desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Echó la vista atrás, casi aterrorizada, temiendo encontrarse con Paul o con el mismo Stephen. Tropezó una y otra vez con los transeúntes, que la miraban sorprendidos, tanto por su indumentaria, como por su comportamiento, un tanto desesperado. Apartando a unos y a otros, abriéndose paso casi a empujones, notando las lágrimas que comenzaban a quemar su garganta y a empañar sus ojos, continuó su infructuosa búsqueda. Sentía deseos de gritar, de dejarse caer y llorar, llorar hasta que ya no le quedaran lágrimas que derramar. ¿Por qué no aparecía? ¿Se lo había imaginado? ¿Lo habría confundido? Pero no, estaba segura de que lo había visto, y no pensaba darse por vencida. Con renovadas fuerzas, se irguió y escudriñó a su alrededor.

Al fondo, atravesando la plataforma de uno de los barcos amarrados en el puerto, lo localizó finalmente. Poco a poco fue apurando el paso, hasta casi correr.

Sin resuello, se detuvo al pie de la plataforma y con la voz ahogada y casi inaudible lo llamó.

—¡Capitán! ¡Capitán Artime!

Ahora sí que le costaba respirar. Se encontraba agotada. Apoyó las manos en las rodillas y, plegándose sobre sí misma, tomó bocanadas de aire, que poco a poco iban saciando su necesidad y aplacando el ardor que sentía en los pulmones.

El corazón estuvo a punto de detenerse definitivamente dentro del pecho, cuando una poderosa mano se cerró sobre su hombro.

—¿Te sucede algo, muchacha?

—A pesar de sus ropas, a nadie le podía pasar desapercibido que era un mujer. Sus curvas, apenas disimuladas por las prendas, y la larga cabellera negra, recogida en una cola con un lazo tras la cabeza, no habrían podido engañar a nadie.

—¡Capitán! —repitió emocionada al volver a ver el franco rostro de Artime. Sintió ganas de reír y de llorar al mismo tiempo, deseaba lanzarse a sus brazos y dejar que la consolara por todo lo que había vivido hasta ese momento, por los meses pasados lejos de los suyos, y, curiosamente, también por lo que estaba a punto de abandonar.

—Perdóneme, pero creo que no la...

No le dejó continuar, no tenía demasiado tiempo y no podían permanecer parados en medio del puerto. De un momento a otro Stephen iría en su busca y, si la encontraba, todo habría terminado.

—Capitán, soy Isabel Fuentes, la hija de...

—¡Ernesto Fuentes! —Ahora fue él el que la interrumpió—: Por todos los santos criatura, ¿de dónde sale?

—Es una larga historia capitán. Ahora lo que necesito es su ayuda. —Miró nerviosa a su alrededor—. No tenemos tiempo, por favor.

La mirada casi aterrada y suplicante de la muchacha hizo que se le removieran las entrañas. ¿Qué le habría pasado? ¿Dónde y con quién había estado todo ese tiempo? Pero ella tenía razón, si estaba huyendo no disponían de mucho tiempo. La cogió por el brazo y la empujó con suave firmeza hacia la plataforma que él mismo había subido y vuelto a bajar hacía escasos minutos.

—Será mejor subir. Más tarde habrá tiempo para las explicaciones.

Ella asintió y se apresuró a alcanzar la cubierta. Antes de seguir al capitán hacia el interior de la nave, se volvió para echar una última mirada al puerto, donde, indiferente y ajena, la gente continuaba su vida sin saber que Isabel dejaba parte de la suya en aquel lugar. Sintió cómo una lágrima resbalaba por su mejilla y el corazón se le encogía hasta dolerle dentro del pecho. Amaba al pirata, pero no podía seguir a su lado. Una vez más, la vida de Isabel se teñía de dolor y muda angustia por una nueva pérdida, por una nueva separación. Parecía ser su sino: amar para más tarde perder.

Él mismo la condujo hacia el que sería su camarote.

—Póngase cómoda. Más tarde hablaremos con calma.

Isabel se tragó las lágrimas que luchaban por inundar sus ojos.

—Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco… —No pudo continuar, la voz se le quebró mientras ahogaba un sollozo.

—Tranquila —escuchó decir al capitán con voz tierna y cargada de comprensión—. Descanse, una vez hayamos zarpado podrá contármelo todo.

Asintió, esbozando una leve sonrisa, en la que Artime creyó ver también atisbos de tristeza.

Permaneció unos segundos allí parado, contemplando la puerta que se había cerrado ante él, preguntándose cuál sería el motivo de aquella angustia que veía reflejada en los oscuros ojos de la muchacha.

Movió la cabeza en un gesto preñado de preocupación, antes de avanzar por el pasillo dispuesto a hacerse a la mar lo antes posible.

 

 

Contempló con mirada borrosa el interior del camarote, y no pudo evitar recordar la primera vez que se vio en otro muy similar al que ocupaba ahora. En aquella ocasión también se sentía desolada. Qué lejano le parecía aquel día y qué diferentes eran los sentimientos que se agolpaban en su alma.

En aquel tiempo también lloraba, pero su pena era muy diferente a la que la dominaba en aquellos instantes. Ahora un dolor sordo la invadía, sabiendo que dejaba atrás al hombre que amaba.

Sabía que en realidad tenía que estar contenta. Por fin había logrado escapar de su cautiverio y volvería a reunirse con su amado padre, ya no le cabía la menor duda. Pero aquella felicidad se veía empañada por la que suponía la pérdida más grande de su vida.

Se arrepentía de no haberle confesado su amor a Stephen. Quizá si lo hubiera hecho, él le habría permitido, al menos, contactar con su padre. O tal vez no, ya nunca lo sabría.

Se dejó caer sobre el estrecho catre y al instante añoró otro más amplio y cómodo, otro que había abandonado tan sólo unas horas antes y al que no regresaría jamás. Ni a él, ni a los brazos del hombre que le había enseñado a amar y a disfrutar de ese amor con sus besos y sus caricias.

Enterró el rostro en la almohada y dio rienda suelta a su dolor. Lloró sin consuelo, ahogándose con sus propias lágrimas y arrepintiéndose por momentos de la precipitada decisión que había tomado.

Pero ya no había marcha atrás.

No quería ni imaginar la furia que embargaría a Harrys una vez descubriera su desaparición. Se estremeció de sólo imaginar el color intenso que adquiriría su mirada y la rabia que lo invadiría por verse privado de algo que le pertenecía.

Porque ahora sí lo creía. Después de todo, ella le pertenecía para siempre.