38
—Señor, no se derrumbe —suplicó Enrique al contemplar el semblante demudado de su patrón—. Seguro que la señorita Isabel estará bien. Ya escuchó lo que dijo ese hombre: no tiene intención de hacerle daño.
—¿Por qué? —lloriqueó Ernesto sin fuerzas—. ¿Por qué han vuelto a arrebatármela? He vuelto a ponerla en peligro y de nuevo se la han llevado —balbuceó con voz desgarrada por el dolor.
—No se culpe, usted no podía saberlo. Ese hombre nos engañó a todos con sus modales refinados. Ahora debemos pensar en nosotros y en cómo salir de ésta, señor —añadió intentando mostrar una entereza que realmente no sentía. Sin embargo, si él también se derrumbaba estarían perdidos.
Intentó zafarse de las ataduras que lo mantenían pegado al árbol, pero resultó inútil. Habían realizado un buen trabajo con ellas, pero no se daría por vencido.
Poco más de media hora después, con el cuerpo dolorido por los vanos intentos de liberarse, Enrique agudizó el oído.
—¡Caballos! —exclamó emocionado—. Se acercan caballos. Gritemos. Si nos escuchan tal vez aún estemos a tiempo de ayudar a su hija.
Ernesto, que no había intentado moverse desde que lo habían inmovilizado contra el rugoso tronco, reaccionó de inmediato ante las palabras del cochero. Sí, tal vez el muchacho estuviera en lo cierto y aún no era demasiado tarde para detener a Tisdale en lo que fuera que se propusiera hacer.
—¡¡Socorro!! —gritaron a coro—. ¡Ayuda, por favor! ¡Aquí!
Alberto galopaba en cabeza, concentrado en el polvoriento camino y en su decisión de acortar las distancias con el carruaje que llevaba a sus amigos. Por momentos, y a medida que se sabía más cerca de Sevilla, tanto sus esperanzas de poder ayudarlos como su determinación se venían abajo. Sólo la terquedad lo mantenía sobre el caballo y lo impulsaba a seguir adelante sin reparar en nada más.
—Señor —lo llamó Pablo acercándose a su posición—. Me ha parecido escuchar gritos provenientes de la arboleda que acabamos de dejar atrás.
—¿Gritos, dices? —Alberto tiró inmediatamente de las riendas, sofrenando al rocín—. ¿Dónde?
—Es inútil —se lamentó Ernesto—. Nunca nos escucharán.
Los caballos habían pasado a galope tendido, continuando su camino sin tan siquiera reparar en sus ruegos de auxilio.
—Posiblemente, el sonido de los cascos de los caballos haya amortiguado nuestras voces. Pero no desespere, alguien más pasará y nos escuchará pedir ayuda.
Él mismo comenzaba a dudar de su teoría, pero no se podían permitir perder la esperanza.
Trataba de autoconvencerse de ello cuando volvió a escuchar el inconfundible sonido de caballos acercándose, y esta vez a menor velocidad.
—¡Aquí! ¡Por favor, ayuda! —gritó con renovado brío—. Vamos, señor —instó a Ernesto.
—¡Socorro! —alzaron la voz al unísono.
—Tenías razón —dijo Alberto agudizando el oído a la vez que desmontaba y se internaba entre los árboles siguiendo el sonido de las desesperadas voces.
Pablo fue tras él, mientras Gregorio custodiaba los animales.
Debía actuar con cautela, aquello podría ser una argucia de los salteadores de caminos.
Sus dudas pronto quedaron despejadas al toparse con los dos hombres inmovilizados y que se desgañitaban pidiendo ayuda.
—¡Dios del cielo! Señor Fuentes, ¿se encuentran bien? —exclamó precipitándose hacia el anciano, dejando a Pablo la tarea de desatar al cochero—. ¿Dónde está Isabel? —preguntó apenas en un susurro.
Antes de que Ernesto respondiera, él ya sabía la respuesta.
—Se la ha llevado ¿verdad? —musitó de una forma apenas audible.
—¿Cómo es posible que...? ¿Por qué estás aquí? —Ernesto se sentía tremendamente aliviado por la oportuna llegada del joven Manríquez, pero sus palabras lo habían confundido enormemente.
—No hay tiempo para explicaciones —exclamó de vuelta al camino—. Sólo le diré que Tisdale quiere apresar a Harrys y para ello va a utilizar a su hija como cebo.
—¡Maldito bastardo! —profirió apretando con fuerza las mandíbulas.
—¿Hacia dónde se dirigían? —apremió Alberto.
—Por lo que sé, continuaron dirección sur, pero si es cierto lo que cuentas, dudo mucho que se arriesgue a llegar a la ciudad. Querrá atraer a Harrys hacia algún lugar solitario donde no pueda levantar sospechas.
—Sí, estoy de acuerdo —asintió Alberto—. Quiero pensar que Isabel estará a salvo, al menos hasta que Harrys aparezca —especuló—. Creo que lo acertado sería ponerlo sobre aviso lo antes posible, quizá así tengamos una posibilidad de recuperarla sana y salva, y de paso salvarle el pellejo a su futuro yerno.
—Tienes razón —convino Ernesto Fuentes.
Tras darle la información que precisaba para localizar a Harrys, Ernesto sugirió que Enrique los acompañara. Él conocía la ciudad y sabría guiarlos sin rodeos innecesarios que les harían perder un tiempo precioso.
Alberto consintió a cambio de dejar a don Ernesto acompañado de Pablo, para que los siguieran a ritmo más lento. Él y los otros dos partirían de inmediato en busca del pirata para informarle sobre los planes de Tisdale.
—Id con cuidado —recomendó el anciano antes de que se alejaran al galope.
Tisdale ayudó a Isabel a descender del carruaje, mientras los hombres se llevaban el vehículo tras las ruinas del viejo caserón, fuera de la vista de cualquier curioso.
Aquella parte del plan había sido la que más había preocupado al inglés desde el principio, pero había quedado resuelta en el mismo instante que expuso sus planes a los dos maleantes que había contratado. Uno de ellos conocía la zona a la perfección y recordó el emplazamiento de aquellas ruinas, alejadas del camino y lo suficientemente aisladas como para no levantar sospechas sobre la actividad que se llevaría a cabo en ellas.
Era el lugar perfecto, pensó lleno de gozo. El único cabo suelto de su plan, había quedado resuelto de un modo plenamente satisfactorio.
Ahora tan sólo le restaba averiguar el paradero de Harrys y para eso contaba con la colaboración de la joven. En cuestión de pocas horas, uno de sus secuaces le entregaría el aviso y se presentaría en aquel mismo lugar. Si quería volver a ver a Isabel con vida, debería hacerlo solo y desarmado.
Isabel, que había permanecido muda durante el corto e incómodo trayecto, estudiaba la mirada extraviada de Tisdale y su pérfida sonrisa. Sus ayudantes no se hallaban a la vista y aunque continuaba con las manos atadas a la espalda, advirtió que sería su única posibilidad de intentar escapar.
Con el corazón golpeando con fuerza en su interior, no lo pensó dos veces y con un rápido movimiento se giró y comenzó a correr hacia el camino en un intento desesperado por poner tierra de por medio entre aquellos hombres y ella.
No fue demasiada la distancia que logró recorrer. Tisdale, a pesar de su avanzada edad y su aparente fragilidad, le dio alcance un minuto después y frustró su intento de fuga.
—Señorita Fuentes —dijo con la voz entrecortada por el esfuerzo—. No ponga mi paciencia a prueba.
La sostenía del brazo, imprimiendo sobre él una fuerza que Isabel jamás habría sospechado que un hombre como él pudiera poseer.
Eso, sumado al lacerante dolor de las muñecas le hizo proferir una débil queja, que su captor prefirió ignorar al tirar con brusquedad de ella para conducirla nuevamente hacia las ruinas.
No la liberó hasta haber entrado en el desvencijado edificio y lo hizo con tal brusquedad que Isabel a punto estuvo de perder el equilibrio y caer de bruces.
—Se terminaron los juegos, querida —advirtió, aún fatigado—. Ahora será una buena chica y me dirá dónde puedo localizar al capitán Harrys.
A Isabel no le pasó desapercibido el brillo peligroso de sus ojos, ni la forma en que había pronunciado el nombre de Stephen.
—No sé de quién me está hablando —respondió alzando la barbilla desafiante. Trataba de ganar tiempo, no sabía muy bien con qué fin, pero lo intentaría de todos modos.
—¡No me mienta! —bramó acercándose a ella amenazante—. Ya le he dicho que sé muchas cosas sobre usted —continuó un poco más relajado—, y entre ellas está el pequeño detalle de que usted y ese... pirata —escupió la palabra con desprecio—, mantienen una relación. Así que no perdamos más el tiempo y dígame lo que quiero saber.
—Y ¿por qué debería hacerlo? —lo desafió.
—Porque si no morirá —aclaró con tranquilidad.
—Pues adelante, ¡hágalo! —lo provocó—. No pienso decirle ni una palabra.
La bofetada llegó sin previo aviso, y la cabeza de Isabel se volteó violentamente hacia un lado. Sintió el sabor salado de la sangre en la boca, mientras hacía un esfuerzo por no caer entre los escombros que plagaban el suelo de aquel horrible lugar.
—Esto no es un juego, ya se lo he dicho. Y no me importará tener que emplear la fuerza para sacarle la información que preciso.
Estaba comenzando a perder el control sobre sí mismo. Había contado con una pequeña resistencia por parte de la muchacha, pero al parecer la había subestimado.
—Stephen lo matará por esto —siseó tragándose el miedo que comenzaba a apoderarse de ella y escupiendo la sangre que se acumulaba en su boca a los pies del inglés.
—En eso se equivoca —rió de una forma que a la joven le resultó de los más repugnante—. Veo que tendré que tomar medidas algo más drásticas —suspiró—. ¿Qué le parece la información que le pido a cambio de la vida de su padre?
—¡No! —gritó desesperada—. No se atreverá, porque entonces yo misma lo mataré con mis manos —forcejeó con las ligaduras, logrando únicamente despellejarse aún más las muñecas.
—Una joven con carácter —comentó con una cínica sonrisa en sus labios—. Pero me temo que le servirá de poco su bravuconería.
En aquel momento, Isabel hubiera deseado estar libre y tener su cuchillo a mano. Le habría dado a ese canalla su merecido. Pero no lo estaba y no tenía el cuchillo, y ahora la vida de su padre, y probablemente la de Stephen, dependían de ella.
Sintió ganas de llorar, pero se tragó las lágrimas que le quemaban la garganta. No le demostraría su sufrimiento.
—Mi intención es terminar con esta cuestión cuanto antes —le explicó de buenas maneras—. Pero de una forma u otra conseguiré localizar a Harrys.
—¿Por qué quiere traerlo aquí? —No necesitaba una respuesta. Resultaba más que evidente, sólo había que ver el odio con que Tisdale pronunciaba el nombre de su prometido.
Pero si conseguía hacerlo hablar, ganaría tiempo. No podía soportar que la vida de los dos hombres a los que amaba dependiera de ella.
—Digamos que tenemos una cuenta pendiente desde hace años, y gracias a usted ha llegado el momento de saldarla. Y ahora, dejémonos de charla y dígame dónde localizar a ese pirata o mandaré de regreso a uno de mis hombres para que se ocupe de su padre.
Isabel se mordió el hinchado labio inferior, indecisa y angustiada.
Aquello no podía estar pasando realmente, tenía que ser una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.
Un sollozo escapó ahogado de su garganta a la vez que, derrotada, se dejaba caer de rodillas sobre la irregular superficie que tenía bajo los pies.
—No puedo —susurró dejando que las lágrimas rodaran, al fin, libremente sobre sus mejillas.