3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los días a bordo del María Cristina transcurrían tranquilos. El mar permanecía en calma y entre los cinco pasajeros se fue gestando un agradable vínculo.

Isabel y Alberto paseaban a menudo por la cubierta, siempre procurando no estorbar el trabajo de los marineros. Podían pasarse horas hablando mientras la brisa del mar les revolvía los cabellos y las olas salpicaban sus rostros, sin que realmente les importara. Habían conectado de manera sorprendente, e Isabel se alegraba de contar con alguien como Alberto. Con él compartía historias y, también, algunas de sus inquietudes. Gracias a ello, el viaje se volvió mucho más animado de lo que habría podido imaginar.

Los mayores preferían una tranquila tertulia o unas partidas de naipes, por lo que la pareja de jóvenes solía pasar largas horas ofreciéndose mutua compañía y reforzando el vínculo que se había creado entre ellos.

 

 

Hacía casi dos semanas que habían abandonado Venezuela. Isabel se encontraba en su camarote, tumbada sobre el catre. Leía un libro de poemas que Alberto le había prestado, cuando escuchó el grito del vigía.

—¡Barco a la vista!

Intrigada, subió apresuradamente a cubierta, y allí se encontró con sus compañeros de viaje. El capitán, desde el alcázar, extendió el catalejo y observó el barco que se acercaba.

—¿Algún problema, capitán? —preguntó Ernesto, que se había reunido con él, igual que el señor Manríquez.

—Aún no lo sé, esa fragata navega bajo bandera holandesa...

—Pero... —Ernesto sabía lo que aquello podría significar.

—Recemos para que siga ondeando y no sea sustituida.

Los hombres asintieron preocupados.

—Creo que sería mejor que acompañaran a las damas a sus camarotes.

—Sí, por supuesto. —Ambos se giraron para hacer lo que el capitán les aconsejaba.

—¡¡Piratas!! —bramó Gertrudis.

—Cálmate mujer, seguramente no sucederá nada. Sólo bajaremos a nuestros camarotes por seguridad y para no estorbar.

—Papá, ¿tú no nos acompañas? —dijo Isabel en tono preocupado.

—Sí, en un momento me reúno contigo. Anda, ve abajo, cielo...

Asintió, mientras seguía a la familia Manríquez hacia los camarotes.

Con el corazón en un puño, se paseaba inquieta por el reducido espacio del camarote. Sus manos se retorcían ansiosas una contra la otra. ¿Por qué su padre no había bajado todavía a reunirse con ella? Seguramente, la nave que se acercaba era holandesa y no tendrían mayores dificultades. Pero entonces, ¿por qué no les avisaban de que no había ningún peligro?

Tal vez era demasiado pronto. Seguía paseándose cada vez más angustiada. Lo más probable era que aún no estuvieran lo suficientemente cerca como para saber a qué atenerse.

La idea de subir a cubierta de nuevo para comprobar por ella misma lo que sucedía comenzó a formarse en su cabeza. Aquella incertidumbre estaba destrozando sus nervios.

Los gritos de los hombres y los apresurados pasos que sonaban sobre su cabeza le dieron la respuesta que estaba esperando.

—¡¡Piratas!!

La palabra escapó de su garganta en un susurro ahogado. Casi en ese mismo instante la puerta se abrió bruscamente y tras ella apareció su padre, con el semblante descompuesto. Se precipitó hacia él.

—Son piratas, ¿verdad?

El hombre no podía articular palabra, asintió con la cabeza. Se mesó los cabellos y alargando los brazos abrazó a su querida hija.

No podía ser cierto, aquello no estaba sucediendo. Se sentía desfallecer, no quería ni pensar en las consecuencias de aquel desafortunado encuentro. Si algo le llegaba a suceder a su hija, nunca se lo perdonaría, sería culpa suya por haberla arrastrado en su desesperada huida, por alejarse del pasado y de los dolorosos recuerdos que lo atormentaban. Sus esfuerzos serían en vano si ahora eran capturados por aquellos rufianes con sabía Dios qué consecuencias.

El estruendo de los cañones los sobresaltó, liberando un grito asustado de la garganta de Isabel. Uno de los marineros apareció en el corredor que conducía a los camarotes.

—El capitán cree que sería buena idea que bajaran a las bodegas.

—Sí, será lo mejor.

Ernesto asió el brazo de su hija y la arrastró tras él. Hizo una parada para avisar a los Manríquez y todos juntos se refugiaron en la bodega, ocultos entre la carga del María Cristina.

 

 

Como un puño de acero, el miedo atenazó su garganta. Ni los brazos de su padre, siempre protectores, le servían de consuelo en aquellos momentos. Los sollozos angustiados de la señora Manríquez se entremezclaban con los gritos y golpes que llegaban desde la cubierta del barco.

De pronto, todo pareció terminar, un repentino silencio se cernió sobre sus cabezas. Expectantes, contuvieron todos la respiración. Hasta Gertrudis dejó de gimotear.

Tan sólo fueron unos instantes de silencio. Pronto, el ajetreo sobre ellos se reanudó y la trampilla de la bodega se abrió con estrépito.

Se encogieron aún más en sus escondites, entre la carga. Las voces llegaban hasta ellos amortiguadas por la distancia.

No necesitaron explicaciones sobre cuál había sido el resultado del encuentro. Isabel enterró el rostro en el amplio pecho de su padre. El corazón le latía alocado, incluso podía sentir el pulso de la sangre en las sienes, martilleando incansable.

Una oleada de pánico la atravesó cuando los piratas entraron en la bodega. Si se proponían revisar la carga, terminarían encontrándolos, y, entonces, ya sólo podrían encomendarse a Dios.

Los malhechores comprobaban el cargamento, en su mayoría cacao. No parecía interesarles demasiado, por el tono despectivo de sus voces. Otro hombre se unió a ellos y dijo algo que Isabel no logró entender, pero un sudor frío recorrió su espalda cuando los hombres comenzaron a reírse.

Podía escucharlos moverse entre las cajas y bultos, pero ya no se preocupaban por examinar su contenido, parecían estar buscando algo diferente.

Sintió cómo los brazos de su padre la rodeaban con más fuerza, pero no se movió.

Le costaba respirar con normalidad. El pulso era cada vez más agitado y reverberaba por todo su cuerpo. Los miembros rígidos, en tensión, y los dedos agarrotados se asían con desesperación al gabán de su padre.

Las tablas del suelo crujían bajo los pasos de los hombres, que, con risas taimadas, continuaban moviéndose por la bodega.

La tenue luz de un candil se reflejó en el suelo cerca de ellos. Inconscientemente se apretaron aún más contra la pared que tenían tras de sí. El sudor seguía resbalando por su espalda. A pesar del miedo, consiguió permanecer inmóvil.

El grito aterrado de la señora Manríquez le heló la sangre.

Las risas de los villanos llenaron la bodega, provocándole un estremecimiento. Era cuestión de segundos que ellos también fueran descubiertos.

Oía las protestas de la familia Manríquez al ser devueltos a cubierta no de una forma demasiado amable.

La leve claridad que había rondado cerca de ellos desapareció y los dejó nuevamente sumidos en la oscuridad.

¿Se habrían librado? ¿Creerían que no había nadie más allí abajo?

Por si acaso, no se movieron ni un milímetro. Permanecieron abrazados y callados, a la espera.

Sus ilusiones quedaron reducidas a escombros cuando la luz volvió a pasearse ante ellos.

 

 

Isabel ahogó un grito cuando una mano la arrancó de los brazos de su padre. La fuerza del tirón provocó que se estrellara contra el torso huesudo y maloliente del hombre que la arrancó de su refugio.

La sonrisa desagradable y desdentada que la recibió le provocó un escalofrío de desagrado y miedo.

—Suéltela, rufián —bramó su padre tras ella.

Antes de que el hombre pudiera dar dos pasos más en pos de su hija, recibió un golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido al instante.

—¡Papá! —gritó Isabel, tratando de zafarse de la mano que aún la apresaba.

Sus esfuerzos fueron inútiles. El hombre que la retenía, a pesar de su aspecto enclenque, poseía una sorprendente fuerza y logró arrastrarla fácilmente hacia el exterior de la bodega.

 

 

Se vio arrojada contra el resto de prisioneros, que permanecían en el centro de la cubierta. Unos en pie y otros recostados, a causa de las heridas sufridas en el ataque.

A punto de perder el equilibrio, fue la mano de Alberto la que la libró de dar con las rodillas en el suelo.

—¿Su padre? —murmuró el joven preocupado.

—Lo han golpeado. —Toda su angustia y preocupación se reflejaba, tanto en sus oscuros ojos, como en su voz.

Silenció un grito cuando vio a dos de aquellos harapientos arrastrar a su progenitor, inconsciente, sobre la cubierta del barco.

Alberto la retuvo, impidiéndole ir a socorrerlo.

—Dios mío —sollozó—. Está muerto.

—No lo creo —la tranquilizó el joven—. De ser así no se habrían molestado en subirlo.

Aunque las palabras del joven no aligeraban su preocupación, esperaba que estuviera en lo cierto.

—Papá —susurró.

—¡Vaya! Pero miren lo que tenemos aquí.

La fuerte voz de marcado acento holandés atrajo la atención de la joven.

El hombre estaba frente a ella y la miraba con una pérfida sonrisa en sus finos labios. Unos ojillos negros, brillantes como los de una alimaña, la miraban codiciosos de arriba abajo.

No pudo evitar la sacudida que la recorrió al contemplar aquel rostro marcado de viruela, la nariz bulbosa y la barba raída y descuidada.

Se encogió ligeramente cuando el sujeto le alzó el rostro.

—Eres una preciosidad —sonrió, mostrando una dentadura ennegrecida y repulsiva—. Sacaré una buena tajada contigo.

Hizo una señal a uno de sus secuaces, que acudió raudo junto a él.

—Llévatela al barco —ordenó.

Sin más, se volvió y se dirigió hacia el capitán Artime.

—No puede llevársela... —comenzó a protestar, al ver que Isabel trataba de liberarse del hombre que la arrastraba sin miramientos tras él.

—¿Quién me lo impedirá, capitán? ¿Usted?

El tono cínico y despreocupado fue suficiente para que Artime, vencido, agachara la cabeza.

 

 

Alberto había tratado de impedir que se la llevasen, pero había sido inútil. Del mismo modo, los esfuerzos de Isabel por soltarse de aquella garra que se cerraba alrededor de su brazo provocándole un dolor espantoso habían sido en vano.

Podía oír los sollozos de la señora Manríquez y las protestas del capitán. Pero nadie podía ayudarla, todos se encontraban en la misma situación y cualquier muestra de coraje recibiría castigo, estaba segura de ello.

Una última mirada a la cubierta antes de que su guardián la lanzara sobre la plataforma que unía las dos naves le permitió ver a su padre tendido sobre las tablas húmedas del suelo, inmóvil.